Paul Bowles escribió acerca de la basura, de las moscas que rondan las naranjas recién abiertas en los mercados públicos de Tánger, también escribió sobre trenes y barcos donde los viajeros montan a la diabla para huir de su propia sombra y al final caen presos entre su misma sombra y su destino. Son personajes que salen de un espejo roto, que aceptan el riesgo de ser apartados de la sociedad y se resignan a los márgenes entre delirios de hachís y amores prohibidos. Los mismos encuentros que un día tuvo el novelista con el pintor que fue su Hylas particular y que resonaron cientos de millas al sur de Tánger donde músicos con piel de sátiro afilan sus flautas para invocar al dios Pan.
Paul Bowles vivió hasta el final de su vida en el Immeuble Itesa, en Campoamor, cerca del consulado estadounidense. Antes de que muriese, cuando yo estaba recién llegado a estas tierras, me equipé de valor, hice la mochila y me fui hasta aquel edificio fantasmal y decadente con la intención de estrechar su mano. Subí las escaleras, cuatro pisos, pues desde muy niño tengo fobia a los ascensores. Pulsé el timbre de su puerta y esperé un rato por si alguien abría la puerta. Pero nada. Con la timidez que siempre me ha caracterizado, llamé de nuevas pero esta vez con los nudillos. Nadie abrió la puerta.
Cuando estaba dispuesto a irme, sentí que alguien se acercaba y la puerta por fin se entreabrió. Era Paul Bowles algo doblado, culpa de la edad. Sus ojos de agua azul alumbraron por un momento la oscuridad de la entrada. Como si me conociera de toda la vida o, mejor, como si me conociera de otras vidas, me invitó a pasar. Yo llevaba entre las manos su novela Déjala que caiga, y se la tendí como si aquel libro fuera mi pasaporte a un paraíso perfumado por el aroma a hachís y otras hierbas. Sin embargo, el viejo Paul tuvo un gesto de pereza hacia ese libro, como si su misma obra le dejase indiferente.
Por aquel entonces yo aún no había publicado mi primera novela y por eso no entendí el gesto. Ahora, años después de hacer público mi primer trabajo y años después del encuentro con Paul Bowles, caigo en la cuenta de que las novelas que llevamos escritas pesan más que los años y que la única manera de hacer ligero el peso es dejándolas caer. Déjala que caiga, qué buen título, le dije en mi inglés macarrónico. Él me sonrió a la vez que se acomodaba entre los almohadones y cojines de su cama mora.
Recuerdo que vestía un batín de cachemir y que bajo el batín llevaba una camisa blanca y espumosa con unos pantalones grises. Sus pies enfundados en unas babuchas marcaban un compás mientras hablaba de las moscas que rondan las naranjas recién abiertas en los mercados, y de trenes y de barcos donde una vez montó para huir de la vida rutinaria y llegar hasta los márgenes, huyendo de su propia sombra para al final caer preso entre su misma sombra y su destino. Le dije que sus personajes se miran en un espejo roto a través de un camino que no viene en los mapas, un camino que tal vez viene marcado en la palma de la mano y que pocas veces nos paramos a leer. Paul Bowles, tendido sobre los cojines almohadones de su cama mora, me miró con los ojos bañados en el agua azul del final del viaje, con la seguridad del que acepta el riesgo de ser apartado de la sociedad y se resigna a los márgenes entre delirios de hachís y amores prohibidos. Ahora está rodeado de medicamentos que a mí me dan miedo sólo con leer sus nombres.
Llegados a este punto, le pregunto por Yacobi, el pintor que cocinaba la mejor receta de majoum de todo Marruecos, pues uno de sus ingredientes era una gota de sangre de su propio dedo. También le pregunto por la receta, las partes exactas, nada de literatura, los elementos puntuales. Pero Paul Bowles no quiere hablar de recetas, tampoco de Yacubi, me dice que la pintura que en esos momentos más le interesa es la que está haciendo un tal Miquel Barceló.
—You know him? —me pregunta, mirándome muy fijo.