Fue en los años sesenta del siglo pasado cuando un adolescente americano, crecido en los suburbios de Minnesota y de nombre Don Pohren, escribió un libro sobre flamenco desencadenando el éxodo de los americanos a Morón para recibir clases de guitarra de Diego del Gastor. Eran los tiempos de los beatniks y muchos de ellos no llegaron a pisar Tánger. Para algunos de estos beatniks, la ciudad del pecado era Morón de la Frontera, un pueblo situado cerca de Sevilla y al que, por aquel entonces, se llegaba por una carretera llena de baches.
Pohren se convertiría en el activista flamenco por excelencia, no solo por el libro que plantaría la semilla, sino por abrir una casa de huéspedes llamada Finca Espartero a las afueras de Morón, donde Diego del Gastor daría clases a todos aquellos americanos que emigraron de su país para alcanzar las tripas de una guitarra española. En definitiva, Pohren cambiaría la vida de un pueblo que hasta ese momento no conocía otra actividad en su tierra que la agricultura.
Pohren elogió los atractivos del pueblo y, sobre todo, a su héroe local, Diego del Gastor, descendiente de Heracles y de su huella jonda. Hay que recordar que de este pueblo meridional sevillano también era nativo El Tenazas, aquel cantaor viejo y pendenciero que fue gran conocedor de los cantes primitivos, heredero de la escuela de Silverio Franconetti y que obtiene el premio del primer concurso de cante jondo celebrado en Granada. Pero no nos despistemos, volvamos a Minnesota, a los suburbios donde un chaval con vicios de guitarrista fue nacido. Aún no existía la llamada generación beat, ni la psicodelia, ni los Beatles, ni la India, ni Tánger como ciudad pecaminosa donde años más tarde los inconformistas buscaron a su Hylas particular entre humo de kiff y fuentes de placer prohibido.
Entonces España era un territorio arcaico al que había que entrar vacunado. Bandoleros, gitanos, tiña y piojos eran atributos de lo exótico que resultaba pisar nuestro país y más aún las tierras situadas al sur del mapa. Pero Pohren, después de disfrutar con el baile de Carmen Amaya mientras estaba de vacaciones en México en 1947, compró un billete de ida a estas tierras donde se quedaría para siempre, involucrándose tanto en nuestra cultura, que la exportó a su país, convirtiendo a Diego del Gastor en un héroe. Sus falsetas en la guitarra serán la huella jonda a pisar por todo aquel que quisiera adentrarse en la mitología flamenca.
Morón formaría parte de la ruta de las drogas, como Marrakech o Ámsterdam. Los jipos llenaron sus calles con esa nueva forma de vida que para los nativos del pueblo era un escándalo. Amor libre, psicodelia y dinero, mucho dinero, pues la mayoría de aquellos jóvenes venían de familias pudientes llenando de divisas un pueblo hasta entonces dormido, marginado de los mapas. Para los habitantes de Morón de la Frontera, aquellas hordas fueron bendecidas como se bendecían las lluvias en época de sequía, quiero decir que para los nativos de Morón era como si les hubiera tocado el gordo y la pedrea.
Hay un hilo mágico que lleva el blues a Morón y lo aflamenca, para devolverlo tal y como lo tocan los hermanos Amador. Después de dejar Veneno, Rafael y Raimundo consiguen grabar uno de los mejores discos de la historia fonográfica de nuestro país y, si me apuro, de todo el mundo. Se trata del disco titulado Blues de la frontera, donde la canción que da título al disco es un sentido homenaje a la falseta de Diego del Gastor, el de la cuerda pelá, el héroe que dejó grabada su huella con el pulgar, pulsando las cuerdas de una guitarra que dará la vuelta al mundo sin salir de Morón.
Su descubridor, Don Pohren, dejó dicho de él: «Cuando acompaña es una gloria observarlo. Pierde todo el sentido de donde está y de autoconciencia a medida que se va identificando visiblemente con el cantaor. De manera instintiva, sabe el tiempo que el cantaor va a mantener una nota, cuándo se va a parar y el tipo y longitud de las falsetas que debe insertar, para hacerse del ambiente e identificarlo. Cuando el cantaor consigue interpretar bien un tercio particularmente difícil, Diego se llena de alegría, como si fuera él el que lo hubiera cantado, a la par que se siente inspirado, hacia un toque todavía mejor».