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A veces me acerco hasta la parte que ha robado el nombre a Sancti Petri y que los lugareños conocen como el Novo. Un pinar devastado por la especulación hotelera y los campos de golf. Encuentro más literatura al otro lado, en el viejo y verdadero Sancti Petri. Lo que pasa es que hay veces que me acerco a pipear al Novo porque tiene un bar pequeño, desde donde diviso puntos de fuga. Lo hago con la mirada fija en una hierba que años antes fue surcada por guadañas camperas y que hoy son de palo.

Me tomo un café, solo, por favor. Estiro las piernas y las malas ideas. Recuerdo la conversación que tuve una vez con una mujer que llevaba los cabellos sueltos y pañuelo al cuello. El camarero sintió que sobraba y lo capté enseguida. Por no hacer el vacío al camarero, decidí salir a la calle. La coartada del cigarrillo. Ella no tardó en salir, pues también fumaba, y empezamos a trabar conversación. Camel light. Esto de no dejar fumar es un rollo, ¿verdad?, me dijo ella a la espera de que yo dijese otra bobada. Pero yo no dije nada, asentí con el gesto. Luego empezó el interrogatorio. ¿Fumas mucho? ¿Estás casado? Una comunicación de la que Scott Fitzgerald habría sacado su jugo. Pero yo no soy Fitzgerald y como me toca preguntar, le pregunto si lo conoce. A quién, pregunta ella. Le repito otra vez el nombre del escritor americano: Scott Fitzgerald, tiene nombre de cóctel.

Es cuando me confiesa que apenas tiene tiempo para leer, que lo último que leyó fue el de Los pilares de la tierra de Ken Follet. Le digo que pronuncia muy bien el apellido de ese autor y que me gusta porque lo dice tal y como se lee en nuestra lengua. Ella sonríe y le pregunto si tiene coche. Para qué, me interroga con los ojos, mientras dispara el humo hacia un lado, moviendo mucho la boca. Le digo que si me puede acercar a Cádiz, a la Casa del Pirata. Le digo que paramos en la Venta de Vargas, San Fernando, Cádiz, Spain, y que la invito a cenar. Al principio se retrae, pero luego me dice que sí, que lo tiene un poco lejos, el coche, pero que me acerca a Cádiz.

Es un coche deportivo, reluciente al último sol de la tarde. Una vez dentro, al ir a cerrar la puerta veo que me mira como si hubiese roto algo. Yo no le doy importancia. Serpenteamos salinas y caminos de polvo hasta llegar a la autopista. Me fijo en sus manos, delgadas pero seguras, agarrando el volante. Tengo la sensación de ir rozando el suelo, estar en una máquina de esas que había en los billares de mi barrio, en Madrid, en las que en cualquier momento se te iba el coche. Le digo que no tengo prisa, que las tortillitas de camarones no se van a enfriar.