Hay algo de diabólico en lo de ser escritor, pues al igual que el Diablo trató de hacer creer a los demás ángeles que él era autor y creador de sí mismo, y que no debía nada a Dios, todo escritor que se precie tiene que hacer creer a los demás que es original. Y nada más lejos.
Todo está escrito, le digo a Ceesepe, mientras cruzamos los paisajes donde dejó la huella el héroe. Le sigo diciendo a Ceesepe que la Atlántida no existe. Pasa igual que París, que tampoco existe. París tan solo es un invento de los pintores que un buen día se dejaron caer por esta ciudad situada a 43 grados, 50 minutos y 11 segundos de latitud norte. Debido a tal coincidencia, por este acaso que también es acierto, tenemos un París de pinceladas atentas y puntillosas y también tenemos un París a ras de suelo, un París salvaje y de pinturas apaches, quiero decir un París emputecido con navaja y liguero, un París cubierto de carteles que anuncian mujeres y baile. «París ¡oh, la la!», salta Ceesepe, y me pide que escriba estas cosas para su catálogo.
Yo me siento honrado y no puedo disimular mi entusiasmo a la vez que sigo hablándole mientras cruzamos las sombras del camino. El sol, la realidad luminosa que deja en el cielo cuando se esconde y que solo la pintura consigue captar, es lo que admiro de los pintores y que cualquier literato que se precie intenta alcanzar. Conseguir con palabras exactas retener el momento, como solo los pintores saben hacerlo, es lo que yo persigo: la magia de plasmar el momento. Si el pintor aspira a las tres dimensiones, el escritor aspira a lo mismo pero no llega tan lejos.
El paisaje se me escapa de las manos. Cómo poder captar la intensidad del momento cuando el sol baja sobre los pinos piñoneros que abundan en la costa y enrojece la vegetación salvaje salteada de enebros y mimosas por los caminos de arena donde nuestras pisadas son borradas por el viento de levante ¿Cómo? Con estas cosas le repito que Madrid no existe, ni París, ni tampoco Cádiz. Que estas tierras donde ahora nos encontramos son un invento de aquellos viajeros que un día pasaron por aquí tras la huella jonda del héroe.
De alguna manera, Ceesepe es un pintor que contiene a todos los pintores que un día pasaron por París pues, de la misma manera que todos los conejos del mundo caben en la chistera de un mago, puedo asegurar que todos los pintores que un día pasaron por París caben hoy en él. Eso tiene mérito, y más aún teniendo en cuenta que él nunca ha pintado París. Cuando digo esto me refiero a que nunca, que yo sepa, ha pintado un París de calendario, con la torre Eiffel como punto de partida como hizo Malcolm Morley en su día. Al contrario, ha pintado calendarios donde no se ve París aunque París repiquetea en cada una de sus figuras. El París de bandoneón y tobillo fino, quiero decir, el París donde lo mismo entra un marinero que un barco cargado de mujeres con las piernas abiertas, deseosas de aprender el cancán. Eso es lo que le distingue de todos los demás, que sus cuadros suenan. Es la música que un buen día, o una buena tarde, recogió en el Rastro de Madrid donde empezó todo en los años ochenta del pasado siglo. El sonido que pasa por la Ribera de Curtidores y que va a desembocar en el Sena, donde nos embarca de viaje hasta un mundo lleno de acróbatas, saltimbanquis, sirenas con el pubis recién besado, toreros que se calan la montera hasta las cejas para llevar a hombros vírgenes con piel morena y tobillos de gacela. Se trata de un mundo propio donde las barajas pintan en copas y donde, de vez en cuando, aparece un ratoncillo que siempre se escapa por el mismo agujero. Un mundo donde, vuelvo a decir, caben todos los pintores que él recrea para después no parecerse a ninguno. Como en un pase de magia, es capaz de abrir ese ventanuco que esconden los retretes de los cafés de París y luego salir por él, al otro lado, donde se aventura a buscar esas cosas que sirven para poco o para nada y que solo cobran valor cuando él las encuentra. Lunares, mascarones de proa, manchas de tigre o de café, qué más da.
Sentirse extraño y distinto desde la infancia conduce a ser genio. Eso es lo que le pasa a Ceesepe y también a ese otro artista, Alberto García-Alix, el fotógrafo que consiguió sacarle el alma a Camarón para los restos. Alberto se sumerge en el fondo de la mirada, ahí donde se ahogan los sueños, y los rescata. Su fotografía tiene la magia, la brujería, el atractivo que todo artista sueña.
Sus fotografías son relatos con planteamiento, nudo y desenlace. Por algo Alberto es discípulo de Heráclito. Hay que hacerse cargo, mucho antes de que existieran los relojes y las máquinas de fotos, apareció Heráclito. Sirviéndose de la imagen de un río conseguiría contarnos el paso del tiempo. Lo hizo con palabras. Siglos después de Heráclito, de manera parecida, el fotógrafo Alberto García-Alix sigue contando el paso del tiempo. Lo hace con imágenes que igual saca de una cartuchera colgada de una pared como de un muñeco de futbolín cubierto de herrumbre o de una mano tatuada con la estrella de David y la luna mora. Metáforas con las que el fotógrafo logra detener el tiempo y la mirada. Zapatos, carne, rostros en blanco y negro, algunos ocultos tras una máscara mientras que otros esconden los ojos detrás de un chuchillo. Cuerpos forzados hasta conseguir una apariencia natural, sin límites.
Como un artista de la cuerda floja, Alberto mantiene el equilibrio entre lo real y lo imaginario, entre lo bello y lo obsceno. Porque sin duda alguna García-Alix es un contador de historias, un narrador puro que juega con el tiempo a la manera de Heráclito, como si tuviera todo el pasado por delante. En los últimos años, su trabajo me ha acompañado. En especial las fotos que le hizo a Camarón y donde quedaría reflejada la encarnadura del de la Isla, gastada ya por el dolor y la risa.
Retratos en blanco y negro que le tiró a José y donde el cantaor mira a cámara con hondura de mar bravo, convirtiendo a Camarón en lo que ya sería para siempre. Imágenes que han trascendido fronteras y que, vistas ahora, me arrastran hacia lo que Federico García Lorca denominó la terrible noria del tiempo. Le digo a Ceesepe que si lo ve, le dé las gracias de mi parte. Entonces Ceesepe extiende su bigote de herradura en una sonrisa de agradecimiento que le llena los mofletes. Se conocen desde muy chicos.