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Fernando Villalón fue poeta y muchas más cosas. Entre otras, fue ganadero arruinado por idear una manada de toros con los ojos verdes como divisa. Con Fernando Villalón se lució el Diablo pues fue el Diablo quien vino a engendrar a este poeta brujo que en Morón aprendió a rimar las cosas, a montar a caballo y a buscar metales preciosos con ayuda de un péndulo. En Morón tiene una estatua de bronce.

Nacido en Sevilla, en lo que luego fue el convento de las Hermanas de la Cruz, donde tiene placa que refleja la fecha de su nacimiento, así como la de su muerte, Fernando Villalón caminó toda su vida con la imagen del féretro de Espartero grabado a fuego en la memoria de una Sevilla multitudinaria que despedía al matador. Ocurrió a sus trece años. Era la primera vez que Fernando Villalón veía un muerto de cerca y esa impresión no le abandonaría nunca. Ese temor al espacio vacío abunda en toda su obra, siempre buscando respuestas, provocando preguntas. Como las que me hago ahora mismo cuando me doy cuenta del error de la placa donde se refleja la fecha de su muerte, dos años después de haber sucedido, como si se tratase de uno de esos juegos de cábala a los que Villalón fue tan aficionado. Es curioso, lo descubro después de repasar documentos que prueban que la muerte del poeta ocurrió en 1930.

Sin ir más lejos, Fernando Villalón dejó escrito que estas tierras que yo ahora piso son cuna de la civilización ibérica y que el Hércules fundador de Híspalis dio la primera nota taurina en el mundo. El robo de los célebres toros colorados del gigante Gerión. Aunque al rey de Micenas no quedase muy satisfecho con el resultado, en estas tierras Hércules creó escuela de tauromaquia toreando toros de Atlante, fatuos y cerriles. Cuando los romanos alcanzaron los márgenes del Guadalquivir, no tuvieron nada que civilizar. Los romanos se apuntaron el tanto y se llevaron al héroe, cambiándole de nombre.

Colgado de las estrellas y de las líneas que marcan el destino, Villalón identificó los doce trabajos con los doce signos astrológicos del héroe solar. Así, bajo el signo de Aries ocurre la victoria sobre Gerión y bajo el signo de Géminis se proyectan las columnas del Estrecho. Pero lo que más le interesó al poeta de todo este mapa celestial fue que las fatigas que pasó Hércules con el toro de Creta se suceden bajo el signo de Tauro.

El séptimo encargo de Hércules consistía en la captura del toro de Creta, un toro blanco de raza brava y que expulsaba fuego por las narices y que Poseidón hizo salir del mar pero el rey Minos se negó a sacrificar. Entonces, Poseidón, enfadado, hizo que la reina se enamorara del toro y en un número de zoofilia concibiera al Minotauro. Minos autorizó a Hércules para cazar el toro. Lo hizo subido en el animal que es recurso taurino muy utilizado en los comienzos de la tauromaquia. El arte de la tauromaquia desempeñado por Hércules debió de llamar la atención de Euristeo, porque decidió encargarle un trabajo parecido, consistente en matar a Gerión y robarle sus famosos toros retintos. Hércules se condujo como un torero, valiéndose de su piel a la manera de capa, su maza y su sabiduría para preparar el engaño.

Fernando Villalón fue amigo de Juan Ramón Jiménez, compañero suyo, y anduvo cerca de la generación del 27 pero sobre todo Fernando Villalón fue un fuera de todo lugar, un buscador de espacio propio, un conquistador de sueños. Un poeta romántico que se adelantó al surrealismo. Aficionado a la alquimia y al ocultismo, a la mitología y al espiritismo, aparecía tocado con su sombrero cordobés, su chaquetilla, sus zajones y siempre a lomos de un caballo cuya cabeza hoy luce disecada en un museo abierto al público.

Fernando Villalón se pasó la vida interpretando las huellas de un héroe solar. Ahora persigo la huella del poeta en las canciones de Camarón de la Isla, mientras escribo de manera automática, a la vez que el sol se pone en las salinas que en estos momentos encharcan mi vista. Pocos como Fernando Villalón han observado que este paisaje es resultado de una catástrofe, en todo caso mosén Jacinto Verdaguer, que se llevaría al Hércules para su tierra, Barcelona, y al que Manuel de Falla pondría música. Fue Verdaguer quien narró la catástrofe divina ejecutada por Hércules contra los atlantes.

Hombre de tintes paganos, Verdaguer lo mismo oficiaba una misa en un barco que se ponía a estudiar a escondidas la mística teosófica. Capaz de salir desnudo a la nieve y fundirla con el calor de su cuerpo, Verdaguer fue celebrado por creyentes y por ateos.

En la introducción de su Atlántida se narra cómo Colón, después de un naufragio, conoce a un ermitaño que le cuenta la historia de la tierra sumergida. Colón sueña con viajar a nuevas tierras y termina el poema con el presentimiento del descubrimiento de América, adonde años después Manuel de Falla se lo llevaría de viaje, en su memoria, rumbo al exilio. Apoyado en la barandilla del barco, mientras se van derramando las espumas, suena la música todavía secreta donde voces de una tierra sumergida cantan las gestas del héroe contra un gigante y la aparición de las aguas.

En la cabeza pelona de Manuel de Falla alumbra el incendio donde Hércules salva a la reina de España y se proclama su heredero. Partirá en busca del jardín de las Hespérides a robar unas ramas de naranjo y, en vez de Tánger, fundará la ciudad de Barcelona. Hesperis, dueña del jardín, encolerizada, provocará el gran cataclismo, las tierras se hunden y las aguas se juntan y el fondo del mar sale a la superficie del desierto. Todo el ambiente que crea Verdaguer en torno al poema está envuelto en la bruma del misterio donde no faltan las alusiones al mundo sobrenatural. Manuel de Falla lo llevaría al exilio.