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A Ceesepe le cuento la leyenda que va de boca en boca, le digo que fue en Carnaval, hace años, cuando una gaditana a la que todo el mundo llamaba la Guapa de los Churros improvisó esta receta utilizando el mismo aceite de los churros.

«Espuma de mar frita» llamó Pemán a las tortillitas de camarones. Aún hoy se canta por Carnaval la historia de un hombre que llegó de La Habana para conocer la tierra de sus antepasados y que en Cádiz se volvió loco con las «tortitas que hace la Guapa», una mujer que tenía su puesto de churros frente al bar «Eritaña, de la plaza de la Libertad, en el mismo Cádiz».

Carmen Pecci, así se llamaba la bella gaditana, echaba en la receta camarones vivos, un puñaíto, que dicen por aquí, con una mezcla de harinas de trigo y garbanzos, cebolla, perejil, agua del grifo y aceite de oliva. Pero María Picardo, dueña de la Venta de Vargas y que ejerció el matriarcado en el establecimiento hasta finales del siglo pasado, incluyó una nueva fórmula en la receta. Se trata del agua, que, en vez de ser del grifo, era de sifón, consiguiendo así las burbujitas que hacen de este manjar algo único en la vieja venta.

Ceesepe calla y come mientras yo sigo contándole asuntos gastronómicos, tal es el caso de la paniza, esa pasta frita que llaman «huevos de fraile» y que tiene procedencia italiana. A Camarón le entusiasmaba la paniza. El citado plato se consigue con harina de garbanzo, agua del grifo y sal, poniéndose en un cacharro sobre el fuego todos los ingredientes y se van removiendo para que no se hagan grumos. Ese es el secreto. La masa estará lista cuando se vayan haciendo pompas, es cuando se retira del fuego y se pasa a otro recipiente para que se cuaje. Después se coge la masa, se corta en tiras finitas y se fríen en aceite muy caliente. Se sirven solas o con azúcar o cortadas a taquitos y aliñadas con aceite, vinagre, sal, cebolletas y perejil.

Son muchas las leyendas, muchos los secretos gastronómicos de estas tierras, tantos como horas de viaje lleva Ceesepe en el cuerpo, desde la noche madrileña, donde descubrió que Andalucía empieza en Madrid, quiero decir, en los barrios de la bohemia que sacuden el mapa central que arranca en el kilómetro cero. Un buen día, Ceesepe dejó Madrid y se fue al país vecino con su hatillo de pinceles y luces sin otra aspiración que la de desnudar París. Pero antes pasó por la Plaine de la Crau, sur de Francia, tierra de bandoleros y ligures, por donde también pasearía Picasso sus pinceles, escapado de la prohibición. Al igual que Picasso, Ceesepe lleva una vida que aprendió cuando era chico. Los gitanos se la enseñaron al pintor desde los márgenes, que es desde donde se aprende a fumar y también a pintar esas cosas que solo saben hacer los artistas que tratan de tú al Diablo.

Yo le digo que Madrid no existe, que Madrid es un invento de los literatos, de la misma manera que París tampoco existe y que es una ciudad inventada por los pintores. Él sigue clavándome las pupilas ingenuas mientras infla los mofletes con tortillitas de camarones. Llegados a los postres le dejo hablar y me cuenta que vive en una buhardilla. No esperaba menos de un pintor que busca desnudar París. Pero cuando me dice que su buhardilla está atestada de libros que no son de él, sino que eran de Paul Bowles, entonces caigo en la cuenta de que hay un hilo mágico que, sin quererlo, va tejiendo esta historia de héroes, dioses y ángeles caídos.