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De todos ellos, el más singular siempre fue este pintor con mirada de niño que se subía a los caballetes sin esfuerzo como el marinero que trepa al palo mayor para divisar la costa cercana. Por no tener un nombre tan sonoro como el de Pollock, decidió unir las iniciales de su nombre y apellidos para estampar su firma: Ceesepe, junto a la fecha, el santo y las señas que ya son historia del arte. Pues bien, el otro día vino a verme, a mojar sus pinceles en las aguas que un día juntase el héroe para beneficio de los pintores.

El amigo Ceesepe se gasta un bigotazo de herradura, una suerte de bigote libertario que le llena de pelo los mofletes. Hay mucho de niño tímido en este pintor que se hizo la bohemia madrileña en la época del bote de detergente y que ahora, que es otra época, se hace la bohemia parisina con la misma pasión con la que se juega los cuartos al parchís, que por algo es juego francés donde los colores puros brillan en el tablero. Bohemia, movida y circo son los colores de un juego que llevan a Ceesepe a ser el pintor favorito de los flamencos.

Baste recordar que realizó la cubierta del primer disco de Kiko Veneno cuando el Kiko decidió volar por su cuenta y electrificarse. El trabajo es una suerte de viñetas de cómic, que es como se llama ahora lo que siempre se llamó tebeo. De eso hace ya una montonera de años aunque a él no se le noten. Me cuenta que viene de familia de artesanos, de su padre carpintero aprendió que trabajar con las manos hace al hombre más sensible y es por eso que todo lo que toca tiene ese duende vencido del que hablaba Federico. Ahora anda liado con la cosa tridimensional pues, según sigue contándome, las tres dimensiones son algo así como el sueño inalcanzable de todo pintor que se precie. Por eso hace cajas de madera. Lleva en los genes lo del serrucho y el ensamble, el pincel y la cola, el serrín y la viruta.

Así, en las cajas que él mismo fabrica, caben bolas de billar, muñecos de futbolín y esos muñecos que se ponen en las tartas de las bodas y que ningún matrimonio guarda, ya sea por vergüenza o vete tú a saber. Ceesepe agarra todas esas cosas que la gente desecha porque en realidad no sirven para nada pero que él va y las convierte en cosas útiles, tan útiles como son las obras de arte para el espíritu de los que nos dedicamos a eso que se ha venido en llamar vida contemplativa y que es la vida a la que los griegos aspiraban en los tiempos aquellos en los que los dioses y los hombres estaban unidos por la misma fatalidad.

Cuando Ceesepe habla, uno piensa que está frente a un chaval que nunca quiso ser adulto y que, de momento, lo está consiguiendo. Ya dije que vino a verme, a regalarme la cubierta de mi último trabajo, que también fue mi primer libro y que ahora se reedita. Le cuento que se trata de mi novela maldita, de la novela que más me pesa, y él me clava las pupilas incrédulo, como si las maldiciones fuesen invento de los literatos, pura novelería. Yo le hablo de la maldición que me persigue desde hace años y le ilustro con el encuentro que tuve con una gitana que vino a leerme el destino una tarde, de hace ya algunos años, viviendo en Madrid.

En la obra de Ceesepe se mueven los fantasmas del color y de las metáforas, los mismos que ayudan a la noche a quitarse las medias entre los faroles calvos que iluminan a los escritores que un buen día fueron víctimas de una maldición. Con estas y otras cosas cenamos en la Venta de Vargas, tortillitas de camarones y pescado de las salinas.