La modernidad vino a marginar al héroe. En Sevilla, su obra quedó fuera de la historia oficial desde que Julio César se coronó con los laureles ajenos. Sin ir más lejos, en la Alameda de Hércules está el ejemplo. Se trata del más antiguo jardín público de toda Europa y jardín modelo por ser modelo de otros tantos, uno de ellos mexicano y frondoso pero que no tiene dos columnas, como el que imita. Es aquí donde nos vamos a parar, frente a las dos columnas que han sido rematadas por las figuras de Hércules y de Julio César, a la misma altura, como si tuviera el mismo mérito el héroe que el guerrero con aspiraciones políticas. Pero no vamos a hacernos mala sangre.
Hay que hacerse cargo de que la modernidad se ha ido cocinando en los despachos dando lugar a un plato de diseño, síntesis de los nuevos dioses que manejan nuestros hilos. Estos nuevos dioses son consumidores de tiempo libre en horas de trabajo. Al cuello llevan corbatas Hermès y se perfuman la sobaquina con colonia Apolo Sport. Saben que cualquier efluvio que se pongan es sinónimo de conquista pues el mercado es suyo, quiero decir que el mercado siempre fue de los mercaderes como también es suyo el templo. Por seguir en el juego, un día se inventaron la modernidad y al día siguiente el posmodernismo, convirtiendo ambos conceptos en corrientes de aire acondicionado que vendrían a marginar lo válido de la única manera que saben, es decir, ensalzando lo inútil.
Por lo que cuentan, la posmodernidad nació una noche de verano bajo la luna llena, lejos de estas tierras, cuando a un hombre lobo llamado Jackson Pollock le dio por estrellar su automóvil contra un árbol. Ocurrió al otro lado del charco y parece ser que el tal Pollock, que era pintor, iba borracho. Con todo y con eso, resulta difícil estampar un automóvil contra un árbol en una carretera recta, a la noche y bajo la luna llena, dejando como resultado la suma de dos cadáveres. Uno, el del pintor. El otro era el de la joven Edith Metzger. Hay que destacar que Ruth Klingsman, la amante de Pollock, también iba en el auto siniestrado y que se salvó al salir despedida del asiento. Cosas de la geometría que el azar traza y dispone a su gusto aunque, en el fondo, sospechemos que aquello fue un pacto secreto que el pintor tenía con el destino; uno más, el definitivo y que sería la última expresión artística: los hierros de un Oldsmobile verde botella jaspeados de sangre y carne, expuestos a la luz de la luna sobre una carretera neoyorquina. Todo indica que el trastazo fue lo más parecido a un acto heroico, un episodio que vino a bautizar una corriente artística al límite del siglo XX.
Cuando, años después, la posmodernidad llega a España y aparca en los Madriles, se le da el nombre de Movida madrileña, que, bien mirado, fue algo más que una corriente artística pues también fue una corriente de aire acondicionado que se enchufaba por las noches. Entonces el acto heroico consistía en no llegar despeinado a casa. Eso era lo más difícil y en eso andaban algunos, con el peine en el bolsillo trasero del pantalón, el bote de detergente como expresión del arte nuevo y el güisqui con dos de hielo, por favor, cuando una generación de artistas plásticos irrumpió en la escena. Lo mejor de todo es que ninguno de ellos era consciente de lo que estaba sucediendo. Tampoco de lo que iba a suceder a partir de ese momento.