En Marruecos es difícil encontrar hachís de primera, doble cero, como se llama al de mejor calidad. El moro del bigote color nata me dice que se lo venden a los holandeses y que para fumar buen hachís no hay que venir a Marruecos, tan solo conseguir un vuelo barato a Ámsterdam. La mejor ruta del hachís pasa por los aeropuertos, me indica.
El procedimiento para conseguir hachís es artesanal y se basa en sacudir las plantas sobre un recipiente al que han puesto varios filtros. El último filtro es de seda y solo deja pasar la resina más pura, la que llamamos doble cero. En el filtro anterior queda una primera, y la resina que no atraviesa el primer filtro y se encuentra encima, y a la vista, se denomina de segunda. El que me vende es de segunda y está muy prensado, nada que ver con el que me ha dado a probar antes y que me arrancó un viaje interior de un par de horas.
De no haber sido por la tensión del momento, con el moro y el ambiente hostil de su casa que frenó la experiencia beatífica, habría podido conseguir un buen viaje con poca fumada. Le pido algo de eso, una agujita para fumármela con tranquilidad cuando llegue a mi destino. El moro sonríe y me viene a decir que la intensidad del principio es rara vez recobrable. Entonces me dejo llevar, vuelvo al cuadro de Miquel Barceló que cuelga en una de las paredes de la casa, captando lados que nunca habría previsto en el dibujo a tinta de un toro cogiendo al torero y donde el pintor, en pocos trazos y con la intensidad de un hombre primitivo, marca con tinta el momento preciso, el vértice del terrible juego, ahí donde toro y torero se cruzan y la mayoría de los presentes cierra los ojos ante lo que Hemingway denominó la realidad desnuda. Resulta curioso cómo el hachís abre puertas de una percepción que hasta ahora han estado cerradas.
Según los estudios científicos, el hachís está formado por las secreciones resinosas de THC, polen de flores de la planta hembra de la marihuana, también llamada cannabis o cáñamo. También cuentan los estudios científicos que existe en el cuerpo humano una sustancia similar al THC llamado anandamida, cuyas utilidades se desconocen pero que es un neurotransmisor, un mensajero que imita el estado del cannabis. Lo he buscado muchas veces en mi cuerpo y solo lo he conseguido encontrar en sueños. Envolverme en humo de hachís y tener experiencias visionarias potenciando la velocidad del mensajero ha llegado a ser orgásmico, pero hace mucho ya que no puedo manejar los sueños como antes. Me supone mucho esfuerzo y cuando, debajo del árbol mitológico de la facultad de Medicina de Cádiz, se lo conté a la niña que estudia para médico, ella me miró como debemos mirar a los locos desde la orilla de los cuerdos.
El hachís es veneno ideal para dedicarse a la contemplación, para emprender vuelo de subida que llega a un punto orgásmico, de no retorno, y luego baja, a veces de manera cruel, ofreciéndonos de manera nítida la figura de pequeños diablos que nos traen el pasado con sus escenas que pesan en la conciencia. Walter Benjamin, en su estudio dedicado al venerable veneno, señaló el sentimiento de duda y temor que acompaña a la ingesta. Es un veneno reflexivo, el hachís, capaz de ensimismar a toda persona que busque alcanzar la claridad de pensamiento. El aumento de actividad de los neurotransmisores o mensajeros en el momento de la subida, supone para mí emborronar muchas más páginas de la cuenta.
Salgo de la casa del moro con la mochila cargada. Al ir a pasar una de las puertas que dan al patio de salida, siento el golpe en la cabeza. Los demonios me dicen que estoy perdido pero, de seguido, acude una mano en mi ayuda dispuesta a levantarme. Me señala el marco de la puerta que chocó contra mi estatura. El moro se ríe. Yo más aún. Con la claridad del camino me pongo a cruzar la frontera.