La vida, esa vieja borracha, va trazando círculos a su antojo que ahora se cierran. Debido a esa maldición que me obliga a ser maldito, un buen día aparecí en ese barrio fronterizo que llaman del Príncipe, en Ceuta, hasta donde llegué con la intención de ganar un dinero para comprar tiempo. Me refiero al tiempo de los relojes, hijo de Cronos y bendecido por los caseros y por los de las tiendas de comida cuando es necesario para escribir una novela que hoy reposa en un cajón. Pero no me voy a poner ahora a contar las miserias de una vida literaria, tan solo observar el paisaje de higueras y cabras, mientras espero el enlace al borde de un camino que me llevó desde Ceuta hasta este barrio envuelto en la prohibición.
Descubro las miradas y las sonrisas de unos chicos que se presentan como enlace y que un forastero sabe interpretar. Me indican el camino de polvo y tierra, de cabras y cencerro, y que llevan hasta una casa donde un hombre me espera a la puerta. Viste chilaba y luce un bigotón del color de la nata. Me invita a pasar a un salón alicatado hasta el techo. Me fijo en una de las paredes donde cuelga un cuadro.
Se trata de un dibujo de Miquel Barceló. No sé cómo pudo haber llegado hasta allí pero es un cuadro que pertenece a su serie de tauromaquia y en el que aparece un toro cogiendo al torero. Le pregunto al moro si le gustan los toros y uno de los chicos que me acompañaron hasta la casa empieza a torear con una muleta invisible, emulando los pases taurinos. Entonces le digo que yo iba para torero y que el miedo no me dejó y que a lo más que llego es a hacer el paseíllo. Soy aficionado al planeta de los toros, aficionado a secas, no un aficionado práctico pues nunca me puse delante de uno. Por lo tanto, soy lo que los franceses llaman «voyeur», un mirón, dicho en el lenguaje con el que se escribió el Siglo de Oro.
Y como mirón que soy, sé a ciencia cierta que no puede darse goce en contemplar artes estáticas, pintura, escultura, fotografía, ya que impiden el disfrute, pues el mirón no espía tanto el objeto como el movimiento del mismo. Por eso me gustan los toros y por eso me gusta tanto leer novelas donde el escritor muestra aquello que nadie puede ver y te invita a echar un vistazo por el ojo de la cerradura.
Las corridas de toros excitan al mirón por ser arte dinámico y, por lo mismo, fugaz. Hemingway aprovechaba la fugacidad para clasificar el toreo como arte menor. La fugacidad le impide ser arte mayor, dejó dicho en su libro Muerte en la tarde. La posición del mirón en los toros es nueva, si es que viejos no son doscientos años. Cuentan las crónicas que es a partir del siglo XIX cuando el público ya no toma papel activo, antes saltaba a torear y los alguacilillos tenían faena pues su labor era la de guardar el orden en el redondel frente al caos que significaban los espontáneos. Hasta hace doscientos años, la gente no iba a mirar, iba a participar.
Por todo esto resulta que la figura de don Tancredo, al ser arte estático, no ha sobrevivido. Tancredo López, inventor del tancredismo o suerte del pedestal, demostró que el animal embiste solo a los estímulos. Tancredo López hizo esta suerte famosa pero no fue idea suya pues estando en Cuba, en 1898, se la vio hacer a un mexicano de nombre Orizabeño. Lo leo en el Cossío que hay en la Venta de Vargas y que está muy trasnochado. A ver si cuando lean esto, lo cambian por otro nuevo.