No está de más volver a contar que hoy en día son pocos los que saben que Tánger la fundó Hércules por el amor de una mujer, cuando el héroe se encaminaba de forma pacífica a cumplir uno de sus trabajos. Su apoderado, el rey de Micenas, no quedó muy contento con el resultado de nuestro héroe con el ganado bravo de Gerión, y siguió tiranizándolo. El próximo encargo sería el de arrebatar las manzanas de oro del jardín de las Hespérides. Sin embargo, por el camino, fue seducido por la bella Tingeria, mujer de un rufián llamado Anteo, hijo de la Tierra, que obtenía poderes cuando la tocaba. Con Anteo, Hércules mantuvo un combate en el que el héroe volvió a salir victorioso. De premio, la bella Tingeria recibió los fluidos mitológicos de Hércules en su vientre, alumbrando un hijo luchador de nombre Palemón y fundando, en honor de Tingeria, la ciudad del pecado: Tánger, desde donde escribo estas líneas.
Es noche, a esas horas en las que las calles están vacías y los gatos se ponen a rebuscar por los cubos de basura, a la puerta de los cafés. Por lo que alcanza mi oreja, además de un eco místico, hay denuncia en sus maullidos. Las hambres siempre fueron poco originales, vienen a asegurarme. Mientras los gatos se revuelven, aparece un hombre que lleva en sus hombros un mono. Lo conozco de vista, a él y a su mono que, nada más verme, se abalanza hasta mi cabeza. Es experto en despiojar. Animalito.
Yo me dejo, y mientras el mono busca parásitos entre mis cabellos, me da por pensar que las costas son gemelas porque antes estaban pegadas. Prueba es la fauna del Peñón con sus famosos monos, una especie de macaco que se conoce como «mono rabón», que es mono africano de rabo corto y que, por llevar la contraria a la mitología y no por otra causa, los científicos indican que llegó a nuestra península con el único fin de entretener a la población inglesa de la Roca.
Son monos idénticos al que ahora escarba entre mis cabellos buscando parásitos. Le digo a su dueño que como no me deje en paz, me lo terminaré comiendo. Que su carne es muy comestible en crudo, pues la carne de mono rabón es carne curada bajo la pelusa del pellejo. Y que sus testículos son manjar que potencia la libido. Le indico que durante la Segunda Guerra Mundial disminuyó el número de monos en Gibraltar de manera alarmante y sir Winston Churchill tuvo que tomar las medidas oportunas para que estos no se extinguieran, importándolos de Marruecos. Por contra, hoy se buscan otras prevenciones, de las llamadas anticonceptivas, para así tratar la rijosidad de esta especie que, desde los tiempos de Churchill, ha crecido de manera considerable en el Peñón. Y no solo en número, sino también en tamaño, pues algunos de ellos han tenido problemas de peso debido a esa atracción turística que consiste en echarlos comida.
Pero no solo la fauna es idéntica en las dos orillas, también el viento es gemelo como también lo es la locura por estar dignificada. Me fijo en el dueño del mono y su mirada es la misma que la de los locos de Cádiz. Mientras el mono sigue a lo suyo, el dueño me va contando historias en una lengua que no entiendo aunque sí su sentimiento. La voz es un desgarro que alcanza la escala patética. En Cádiz los locos tienen carné, están clasificados, le intento decir. Tienen una paga no contributiva. Pero el hombre parece no hacerme caso.
Los maullidos de los gatos cada vez son más penetrantes y las uñas del mono siguen rascando mi cabeza mientras su dueño, habla que te habla, continúa contando historias de amor y de muerte. Por encima de sus palabras se escucha el viento que sopla con fuerza en la plaza, como si hubiese escapado de una de aquellas tragedias que escribió Federico García Lorca donde los personajes despertaban viejos atavismos para reclamar su diezmo de sangre. Ahora estoy seguro, el viento en Marruecos silba por peteneras.