Cuando en España tocó bailar con la más rica, Franco lo hizo con la nación americana, dejándose pisar el terreno por donde antaño transitó un héroe olvidado. Las bases militares de Rota y Morón dan cuenta de ello. El aperturismo del régimen franquista vino acompañado por el milagro económico con sabor a leche en polvo. España entera ovacionaba la llegada de nuevos héroes, rubios como el oro y con las alas y el aire de ángeles buenos. Aparecieron los americanos y plantaron sus bases militares en una España gris y acabada donde los escritores de entonces recomponían la novela a orillas del desastre. Pronto germinaría la siembra.
Como si el mismísimo Diablo hubiera escupido su veneno sobre las tierras que recorrió Hércules, se empieza a difundir una música hecha al otro lado del mundo pero que conectó en el sur de España por venir cocinada desde el infierno de la conciencia. Eran los años sesenta y la juventud sevillana nacía a nuevas alternativas culturales, culpa de las bases americanas instaladas años antes para hacer frente a los potenciales peligros del comunismo. Eso dio lugar a una movida que se originó en Sevilla como capital litúrgica de la cosa contracultural. Un viaje psicodélico con gente que escuchaba música tocada desde otra dimensión y con músicos que aprendieron el mensaje y que, sin perder las raíces ni el paso, avanzaron con los tiempos.
Aunque no lo supieran, ellos fueron herederos del Melkart fenicio, aquel que se representa con el pie echado adelante, hacia nuevas formas de ver la vida sin perder la memoria. Lo que se vino a llamar «underground» trae a Sevilla una mística que conecta enseguida con el espíritu de una juventud libre y cuya memoria reptil se reconoce en la música ácida que se puede conseguir en las bases americanas. Conocedores de la que se está montando en Sevilla, llegan hippies de todo el mundo hasta la ciudad que un buen día un héroe fundó ante el engaño de una mujer.
Sigilosamente se van ocupando casas vacías, donde grupos de melenudos se alojan a vivir en el presente. El sentimiento de San Francisco llega a España y se instala en Tokapi, así llamaban a la zona de la catedral. A la noche, adentrándose en los sueños lisérgicos, los hippies que habían tomado Sevilla ocupaban la catedral y sus techos para perderse en el laberinto gótico que una mano amiga había señalado con tiza. La ebriedad como parte fundamental de la liturgia religiosa vino representada por estos ángeles caídos en Sevilla.
Smash será el grupo de música más representativo de aquellos tiempos. La contracultura germinará como cultura necesaria y la banda sonora la pondrán ellos. Pertenecientes a una minoría muy vistosa que había decidido salir de las cuevas del infortunio para abrirse a las praderas, los Smash contaban entre sus filas con un gitano ceutí conocedor de las sombras flamencas y también de las luces eléctricas. Se trata de Manuel Molina, componente místico que tiempo más tarde formaría pareja con una de las voces más personales del flamenco: Lole Montoya.
Sin embargo, es muy aventurado escribir que fueron los Smash los pioneros en aproximar el rock al flamenco pues el primero de todos fue un guitarrista gitano, de Navarra y exiliado en Nueva York. Su nombre: Agustín Serrano, Sabicas. Su trabajo: Rock Encounter, con otro guitarrista, Joe Beck, y con el bajo eléctrico de Tony Levin y con una cubierta muy acorde a los tiempos psicodélicos.
En el citado disco se funden los tanguillos con el rock distorsionado, el zapateado y la percusión más salvaje con la cuerda percutida de un teclado con enchufe de alto voltaje. Palmas, jaleo, rasgueos con temperatura y la huella que luego seguirán no solo Smash, sino todos aquellos grupos de lo que se vino a llamar rock andaluz. Etiquetas aparte, este disco pionero tuvo mucha culpa de que un hombre como Ricardo Pachón se dedicase a la música. Perteneciente al grupo Smash, Ricardo Pachón trazaría a partir de su escucha una línea mágica llena de interpretaciones literarias que se sucederían una tras otra, desde Omar Khayyam a Fernando Villalón pasando por Federico García Lorca. La semilla de la rebeldía cayó en el terreno adecuado, a una temperatura propia y por lo mismo germinó. Fue el principio. Lo mejor vino después, cuando florece en los arrabales y esa nueva forma de entender la vida luce en el Polígono del Sur, donde unos gitanos tocan la guitarra por Hendrix y encuentran su sitio coloreando el presente con manchas de psicodelia. Son Raimundo y Rafael Amador, hermanos de sangre y cuerda guitarrera. Gitanos que se hacen hippies o jipos, rebeldes que escapan de todo tipo de convencionalismo y que se van a vivir a la casa que hay encima de una farmacia donde estaba alojado un catalán de nombre artístico Kiko Veneno.