Escucho a dos mujeres que cantan la misma canción mientras tienden la ropa. Es un patio con macetas de colores donde se distinguen rosas, geranios y clavellinas. Una antigua casa trianera con su corral de flores donde las dos mujeres advierten mi presencia y elevan su canto con una claridad de cristal a punto de hacerse añicos. Es una canción de música ligera que hizo famosa Julio Iglesias pero que ahora suena en mis entrañas poniendo sangre viva y ciencia de barrio sobre el cuerpo vacío de expresión de un tema a todas luces hortera. Con su interpretación flamenca, estas mujeres hacen de la pacotilla oro de muchos quilates. Cuando el músico no es tal, el duende corre de parte del intérprete. Tomo nota y sigo paseando por lo que fue el barrio de Triana, en Sevilla.
A la entrada, siguiendo el puente de Isabel II, nos encontramos con la plaza del Altozano, que parece dirigida por la estatua dedicada a Juan Belmonte, matador de toros. También, en la citada plaza, está ubicado el mercado; junto a él me llama la atención el castillo de San Jorge, rematado por una campana que vista a la noche se asemeja a una bruja o, mejor, a uno de esos muñecos que Orson Welles habría utilizado para alguna de sus películas.
El terreno está invadido por las sombrillas de las terrazas de los bares. Advierto las estufas que calientan a todos esos clientes que han decidido quedarse fuera para poder fumar. Sigo avanzando por un paseo de naranjos donde se anuncian asadores de pollos, callistas y mercerías con letreros antiguos. Voy detallando calles, vidrios y baldosas, como la dedicada a Gitanillo de Triana, que, según dice el azulejo, fue hombre cabal y artista majestuoso al que mató en Madrid el toro Fandanguero. Me pierdo por los laberintos de unas calles cargadas de memoria, llego a una que se anuncia como calle Troya, llamada un tiempo de la Cruz y donde Miguel de Cervantes imaginó a Rinconete y Cortadillo, personajes de la jacarandina que protagonizaron la primera novela negra escrita en castellano. Huele a fritura y mi olfato apunta hacia un colmado que parece recién estrenado y desde donde un camarero que sabe el inglés dirige a unos turistas, señalando con el dedo no sé sabe bien dónde: «Near for the next street».
El barrio de Triana tiene alma de mujer, quiero decir que es un barrio femenino bañado por el aroma a azahar. La mitología, que para todo tiene respuesta, nos viene a decir que la diosa Astarté fue la fundadora de este barrio. La citada fue diosa carnal de anchas caderas que se presentaba desnuda, de pie, sobre un león. La cosa fue que sedujo a Melkart, más por apetito de estómago que por apetito sexual, y que Melkart pescó una corvina para saciar el hambre de esta diosa.
Después de la comida huyó, dejando a Melkart con las ganas de postre, dicho por lo fino. Con calentura de corredor de fondo se dedicó a perseguirla, remontando el Guadalquivir, pero no la encontró pues Astarté se refugió en la orilla occidental del río fundando así Triana. Melkart la buscaría al otro lado del río, fundando Híspalis, hoy Sevilla. De aquella persecución amorosa no solo quedan dos ciudades, también la leyenda del pez mágico que recibe el nombre de corvina y que es pez que trae unos pequeños huesecillos en su cabeza, como dos piedras blancas de la misma calidad que el marfil. Según cuenta la leyenda, Melkart engastó uno de los huesos en un cordón y se lo regaló a la diosa. Esta se lo colgó al cuello y con el regalo se escapó camino de Triana. Hoy en día es muy típico ver a los marineros luciendo los huesecillos de la corvina como un amuleto mágico que ahuyenta los males.
Siguiendo el hilo de la memoria mágica que traspasa estas tierras, Astarté fundaría un barrio donde la gitanería y los perseguidos como ella rendirían culto a esta diosa de caderas fecundas. Con los años, los gitanos serían expulsados también de aquí, hacinándolos en lo que hoy se conoce como «las tres mil», una barriada de márgenes y desolación en el extrarradio sevillano y una de las principales canteras del flamenco en Andalucía.