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Homero se lo hacía por las tabernas de los puertos contando embustes a cambio de unas monedas. Salvando distancias, no tengo más aspiración en la vida que imitarlo, quiero decir, que mis embustes nunca se queden vacíos de sentimiento y reducidos a verdad. Por decirlo con palabras de Federico García Lorca, lo peor que le puede pasar a un descendiente de Homero es elevarse sobre la verdad en tronos de agudas aristas que pinchen y se claven en ciertas partes. Muy pocos sobreviven. Por lo mismo, antes de elevarme sobre las verdades, desciendo a buscar al duende en las últimas habitaciones de la mentira. Celebro al duende con toda la suma de mis plenitudes, pongamos que con una gran capacidad de sugestión que electriza al embustero que llevo dentro. Hay una intención perversa en el oficio de escritor que solo las mujeres saben.

La mujer que acompaña ahora mis pasos viene envuelta en la espuma del recuerdo, como si ya nos conociéramos de antes. Parece ajena a las tórridas visiones que en mí despierta. Hundo los ojos en la forma de ancla que marca la pelvis, en la calidad de su arboladura. Cuando sonríe, la caracola de mi imaginación silba un rumor de arena y pecado donde, presiento, acabaré naufragando. Entonces le digo que en el puerto del poblado viejo de Sancti Petri hay una taberna y que ahí nos darán de comer.

Se trata de un edificio amplio, una nave antigua donde se reúnen los hombres del mar a ver pasar un tiempo que pasa lento. Desde la barra me hacen una seña y me dicen que no hay corvina, pescado que viene acompañado de una leyenda marinera con la que pensaba enredar a esta mujer. Una mujer que ha provocado en mí el desorden interno que ahora compenso. No hay corvina, mejor así, me digo, y entonces le pido que sea ella la que hable y me cuente.

Pide una copa de vino oscuro y me habla de sus raíces, del viaje que ella regaló a su padre, del encuentro con el pasado antes de que su padre acabara ahogándose en una de esas lagunas que el tiempo planta a capricho y que acaban inundando la memoria. Me cuenta el viaje a una tierra antigua, una región anclada en un olvido que se niega a olvidar. Por eso, cuando extiende la sonrisa, está haciendo algo más que sonreírme. Sé bien que lo que busca su sonrisa es recuperar esos dos hoyuelos que la infancia marcó para siempre en sus mejillas.

Viene de paso, pero algo me dice que estaría dispuesta a quedarse. Me habla de su hijo, en edad de merecer. Ella es una escapada del paraíso conyugal, una madre libre de rutinas y reloj que va a reencontrarse con el hijo que un día no aceptó la escapada. Iba en su busca, caminito de Totana, y paró el coche a las puertas de mi casa, le pillaba de camino y quería hacerme una visita. Yo pongo ojos de Edipo y detengo la mirada en la mesa, luego en el plato del pescado, una dorada recién traída y a la plancha, con aceite de oliva y sal gorda que es la sal de los misterios. Ella se muestra en actitud de entrega mientras come pero más aún cuando me pregunta si tengo apetito. Hasta donde puedo llegar a ver, sus pechos emiten una luz de miel y descaro.

Luego volvemos sobre nuestras pisadas. Apunto que el camino de vuelta siempre es más corto que el camino de ida, que tenemos tiempo de bañarnos en la playa solitaria. Ella ríe como ríen las chicas de barrio cuando un canalla las invita a bailar. Yo se lo agradezco, pues ahora su risa flota en mi memoria como la promesa de un verano en una playa desierta.