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Si observamos el islote desde la costa, en tiempo de solsticio y a la hora en la que el sol se pone de una forma teatral y distinguidísima, lograremos ver la silueta del castillo y bandadas de gaviotas bajando su vuelo en picado. Durante los equinoccios de otoño y primavera, el disco solar es una bola encendida que cae a plomo sobre la vertical del santuario que los fenicios dedicaron a Melkart, hoy templo de Hércules. Un milagro tan antiguo como el mundo.

Al islote se puede llegar en piragua, partiendo de Sancti Petri, desde la playa de arena blanca donde se localizaba el antiguo poblado de Sancti Petri, aldea humilde y pescadora que daba cobijo a los trabajadores de una de las almadrabas más importantes del litoral. Ahora ya solo queda la vieja taberna en pie y un par de casas o tres en la esquina. Una de las casas se muestra con sus macetas recién pintadas de un rojo cardiaco. Pareciese que los latidos de la memoria no quisieran acabar víctimas de esas lagunas de cemento con las que los tiempos y sus gobernantes amenazan.

Son casitas bajas y de aroma marinero. En otros tiempos, sus patios acogían canciones y aroma de caballas asadas. La imaginación reconoce el pasado como si lo hubiera vivido y puedo llegar a ver a un bailaor ejecutando una suerte de cabriolas con los pies desnudos, jaleado por un coro de chicas de barrio. El encanto dura poco tiempo, lo que tardan las motoras en romper el paisaje y el oído. El litoral de Cádiz está muy castigado, consecuencia del jolgorio inmobiliario que arrasó la costa a principios de este siglo. Vino provocado por el dinero negro y la reconversión de la peseta a euro en forma de ladrillo.

Solo los dignos se indignan cuando descubren que hay más casas que personas y, lo que es peor todavía, que hay personas que no tienen casa. Las urbanizaciones se suceden las unas junto a las otras, levantadas con una arquitectura vulgar donde no se respeta la tradición y donde se funde el cemento con la basura para abaratar materiales. Parece que hasta la mar se resiente y que las olas son cada vez más calmosas, como si les costara mucho romper. Prueba de esto último es lo que ocurre en la playa de la Barrosa, famosa desde siempre por su fina arena, de la que ya no queda un grano, culpa del trazado del paseo que ha influido en las corrientes.

La solución para el problema es descargar unos pesados camiones de arena en la misma playa, antes de que empiece la temporada del verano. El presupuesto se anuncia en unos cartelones metálicos donde también aparecen la fecha de inicio y la de acabado de obras. Cualquier persona que se considere digna se indignará al ver dónde van a parar tantos ceros. Lo mejor es que la arena la traen desde la playa de al lado, que es donde la corriente deja la arena que tendría que llegar a la playa de la Barrosa, volviendo al mismo sitio. De haber estado más lejos la playa, los ceros se habrían multiplicado. Cosas de los mandas, los mismos que en un tiempo no muy lejano sacaron a Falla en los billetes.

Parece que mantienen cierto interés por conservar actos inútiles y acabar con la costumbre pesquera de las gentes del litoral. Cada día que pasa se pesca menos, originando lo que se ha venido a llamar la reconversión del pescador en narcotraficante. Pero hubo un tiempo en el que las almadrabas eran la industria que daba de comer a los hombres que echaban sus redes a la mar.