La mía es una manera de soledad que no pertenece a nadie más que a uno mismo pero que, de tarde en tarde, comparto con alguna mujer de las que vienen a verme. La penúltima emite una luz de carne y bronce que seduce las playas más obscenas y escondidas del mes de agosto. Me resulta familiar, como si me hubiera estado esperando en una de esas lagunas que la memoria deja por capricho, o por culpa del polen rubio, que también puede ser.
La invito a pasear por playas desiertas. Se muestra gustosa, incluso se sorprende cuando descubre que no la engaño, que todavía quedan playas escondidas en el mes de agosto. También se sorprende de que mis pies aguanten desnudos sobre la roca, de que pisen los filos de las conchas que el mar amontona en la orilla. Es entonces cuando me incita a la mentira y cuento que llevo tantos años pisando estas tierras, que ya me conocen, saben que estoy siguiendo la huella jonda del héroe y le señalo el islote, al fondo, donde dicen que reposan los restos de Hércules cuando aún no era Hércules y era el Melkart de los fenicios. Años después, los romanos construyeron una calzada que comunica con Cádiz. Cuando llega la bajamar, las aguas se extienden y la calzada se deja ver. Con el dedo señalo el camino.
En sus ojos asoma la mirada de una chica de barrio, una chica de esas que siempre dan más de lo que tienen y tienen mucho que dar. Es rubia y luce un vestidito corto que deja ver los muslos soleados. El contraluz juega a su favor y yo atisbo la seda misteriosa, las sombras que envuelven un rincón que es la sal del deseo. Hay formas excesivas y formas obsesivas, diría yo.
Por el camino le hablo de dioses y leyendas, de victorias y enemigos. Le cuento que toda época necesita de mitología para explicarse a sí misma y que Hércules, en sus tiempos, fue idolatrado hasta tal punto, que se levantaron templos en su honor como aquel que queda al fondo, situado en lo que hoy es la isla de Sancti Petri, al extremo sur de la antigua Isla de León y hoy Isla de Camarón, donde ella me dijo haber estado el otro día, cuando se acercó hasta la Venta de Vargas. Pero la venta estaba cerrada por ser lunes. Me inspira un sentimiento erótico cuando me cuenta esto último.
Hay veces que me mira como miran las jovencitas a los escritores que un día perdieron el paraíso y que no hacen nada por conquistarlo de nuevo. Para qué, si al final uno se hace esclavo de lo mismo que conquistó. Ahora solo busco historias por calles donde los dioses repartieron su suerte, le digo, paseo por los márgenes donde habitan mariscadores, salineros y gentes obligadas a sudar el pan. Recorro caminos que atraviesan tierras tan antiguas como el mundo, de cuando llevaban el inequívoco nombre de Erita y que tiempo después derivaría en Eritaña. Quiero merecer historias para después contarlas. Solo soy un busquero que se baña en las islas que la memoria del Guadalquivir dejó al final de su camino. Lo demás consiste en añadir el paisaje, a lo lejos, por donde Fernando Villalón tomaría rumbo a la vieja venta.
Venta vieja de Eritaña.
La cola de mi caballo
dos toros negros peinaban
Venta vieja de Eritaña, la misma que tiempo después compró Juan Vargas y que hoy sigue en pie como Venta de Vargas. San Fernando. Cádiz. Spain. En uno de sus cuartos un día se vistió Manolete de torero y también se midieron Caracol y Camarón, este último antes de ser Camarón, cuando aún era niño y se escapaba de su casa y tiraba por las callejuelas y aparecía a cantar. Siempre volvía a la Venta de Vargas. Yo también. Me gusta el patio, su olorosa penumbra, escuchar el silencio de unas paredes que siempre me cuentan cosas y el dibujo de Picasso en el que el pintor asegura que los toros son ángeles que llevan cuernos.