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Ya dijimos que Hércules fundó Tánger por puro esparcimiento pues había una mujer cerca. Sucedió antes de que cualquiera de nosotros hubiéramos nacido y por lo tanto no estábamos allí para negarlo. Después de la Segunda Guerra Mundial, los aliados acordaron convertir Tánger en zona internacional, conviviendo en ella tres lenguas para defenderse en el trapicheo. El contrabando se convirtió en modo de vida, consecuencia de los trabajos de un semidiós cuando quiso impresionar a una mujer y fundó una ciudad de nombre Tingeria, considerada ciudad de pecado y adonde algunos escritores norteamericanos se dejaron llegar para cicatrizar heridas frente al escritorio. Entre ellos, un músico, Brian Jones, que apareció ahogado en una piscina y que grabó a los músicos jaujouka que Paul Bowles había descubierto.

Pero toda esta mitología poco o nada tiene que ver con cualquiera de los hacinados que esperan llegar a Europa y que se reparten en sitios como Briyeche, a poco de Asilah, donde se cierran muchos de los tratos con los pasadores. Lugar y hora de salida, así como punto de recogida. Precios que oscilan desde la clase business, un trayecto sin riesgo en el ferry o en lancha rápida, hasta lo más tirado, o sea, en una patera que es lo más parecido a una lata de sardinas. También pueden llegar escondidos en la trasera de un camión, pues hay tarifas para todos los bolsillos. Cuando los atunes llegan a la costa española, son recogidos por los llamados pescadores, camioneros y taxistas que esperan emboscados su llegada. Estos aguardan ocultos en Bolonia, en Barbate, en Punta Paloma o en algún lugar de lo que se ha venido a llamar la «vía de Tarifa».

Pero también los hay que no quieren o no pueden pagarse el viaje y esperan en el puerto de Tánger un descuido para saltar al vacío y caer sobre alguno de los tantos camiones que hayan superado el control aduanero. Si lo consiguen, entonces se agazapan detrás de la carlinga, o bien se buscan un hueco entre las ruedas. Son mojamés que se agarran a la desesperación con tal de llegar al primer mundo y dejar atrás la miseria que su país les ofrece. Por el contrario, para los occidentales, como aquellos escritores, Tánger sigue siendo una ciudad lúbrica y desvergonzada, un fragmento de poesía bañado por la luz de los deseos, allá donde embisten las olas de un océano infinito y se cruzan con las de un mar antiguo.

Desde el ferry que sale de Tarifa o de Algeciras, Tánger va perfilándose con todo su sabor y su olor a medida que nos vamos acercando. Un reguero de gritos modulados, como una lamentación, da la bienvenida al viajero que por primera vez pisa esta ciudad, dulce y malvada. Una ciudad que golpea de una forma tan viva, que se hace imposible olvidarla. Salta a la vista el minarete esmeralda de la Gran Mezquita, que se eleva sobre la ciudad con una belleza alegre y erecta. El ajetreo de los muelles tiene mucho de arrebato místico, incluso en la forma que tienen las grúas de girar y de moverse sobre las aceitosas aguas del puerto. Los maullidos de los gatos se confunden con la cantinela llorona de los pilletes que esperan al extranjero con una sonrisa que es una trampa. Una vez interceptada la presa, se dedican a ofrecerle sus servicios, consumidos por la fiebre y mirándole con ojos sedientos. No nos llevemos a engaño, pues para estos pilletes todos los occidentales somos culpables de su desdicha y su primer y último deseo es la humillación, clavar su aguijón carnal en un trasero cristiano a cambio de unas monedas. A eso también vinieron muchos, a encontrar a su Hylas particular dispuesto a humillar la carne.

Fue en Tánger, a comienzos de la década de los noventa, donde se cerraron los primeros tratos para el embarque de inmigrantes. Por aquel entonces, las mafias empezaban a abrir mercado con un negocio que años después florecería de manera asombrosa, siendo en la medina, en el zoco chico, el lugar donde se concentraba dicho negocio y alojándose los subsaharianos recién llegados en las pensiones de la zona. Algunos, viendo las posibilidades que el asunto ofrecía, decidieron establecerse en Tánger y ejercer de mediadores con sus compatriotas que iban llegando en tromba hasta la ciudad. No hay que olvidar que en el siglo XIX y en plena efervescencia de la esclavitud, fueron los mismos africanos los que vendían a sus compatriotas a precio puta. Y los entregaban a barcos negreros a cambio de baratijas y armas de fuego que luego utilizaban para seguir cazando paisanos. Y de estas groseras formas, a finales del siglo XX, los herederos de tan indecentes caciques ejercerán de mediadores en un negocio que no ha cambiado mucho. Así, la ciudad de Tánger se irá convirtiendo con el transcurrir de los días en un tapón de carne negra donde los subsaharianos aguardan hacinados a que les salga el número como si estuvieran en la cola de una carnicería esperando que den la vez. A mediados de los noventa empiezan a surgir las primeras fricciones entre las mafias de subsaharianos y las de los magrebíes, llegando a las armas. Pero la cosa se silencia y pronto se llega a un acuerdo con la repartición del territorio, los subsaharianos donde estaban y los magrebíes en torno a la plaza del Pequeño Palacio.