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Recién llegado a Tánger, Paul Bowles conocería a su Hylas particular. Un chico de corta edad que pintaba con habilidad sobre la arena. Su nombre: Mohamed Hamri, nativo de Jajouka que había llegado a Tánger en busca de trabajo.

Paul Bowles lo contrató como cocinero y algo más. A cambio, le ayudaría en su carrera pictórica, siendo Hamri un nombre reconocido en exposiciones a lo largo y ancho del mundo occidental. Fue el primero en hablarle a Paul Bowles sobre el folclore de su aldea, contenido en los rituales al dios Pan. Eran liturgias que se orquestaban con flauta y tambores en honor a esta divinidad pastoral por excelencia, un dios de aspecto zoomorfo, más cercano a un cabrito que a un humano y que se muestra ruidoso y sonriente.

El atributo por excelencia que hace singular a este Dios es la siringa o flauta de caña, cuya música es beneficiosa a los demás animales, favorece su apareamiento debido a las escalas afrodisiacas que maneja. De frenética actividad sexual y siempre predispuesto a satisfacer su apetito, Pan no distingue entre ninfas ni jóvenes pastores, llegando incluso a aparearse con cabras. De hecho, cuentan que Pan es hijo nacido de la unión perversa entre Penélope y Hermes cuando este último se transformó en macho cabrío. En las montañas rifeñas, este dios libertino es una divinidad adorada por los pastores, que le dedican rituales que cautivarían a Paul Bowles.

Una textura musical que nace del propio ritmo hipnótico y que trae repeticiones obsesivas de melodías que, cuando se desencadenan, producen un sonido continuo que se roza con lo que hoy se conoce como música trance. Sin embargo, aunque Paul Bowles admiró esas formas tan personales del folclore rifeño, no se integraría nunca del todo en él pues, como bien se aprecia en cada una de sus narraciones, la naturaleza artística de un occidental choca con la de oriente cuando pretende igualarse a ella. En el fondo, y por lo tanto en la forma, Paul Bowles fue un marginado, un fuera de lugar que nunca encontraría su sitio en la tierra.

La música de los jaujouka da cuenta del eslabón perdido entre el flamenco y la música oriental. Para ello hay que remitirse a Falla, a sus escritos dedicados al cante jondo donde señalaba como esencial uno de los tres hechos de relevancia en la historia musical del flamenco: la invasión árabe. Los otros dos hechos, a decir de Falla, fueron la adopción del canto bizantino por parte de la iglesia, haciéndolo oficial y abriendo así la puerta a nuevos matices que provienen del oriente, y, como segundo hecho, el establecimiento de numerosas bandas de gitanos en el sur de la Península.

Aparte de los modos musicales hay un detalle que une el cante jondo con los árabes. Se trata de la invocación a Dios. Así, Alá se convierte en un jaleo, pasando a ser «Olé». Gracias al sentimiento musical de Paul Bowles, con el tiempo, los músicos del poblado de Jaujuka quedarían contratados en Tánger, musicando las fiestas del bar del beatnik Brion Gysin, un local libertino que se rotulaba como Las 1.001 Noches y donde trabajaría el pintor Hamri, aquel chico que cocinaba para Paul Bowles y que fue su Hylas particular.

Ocurrió al poco de llegar a estas tierras de viento y pánico, cuando una noche, de esas en las que aún me sobresaltaba el rugido del mar y que yo confundía con el sonido de la ciudad que acaba de dejar, me asomé a la ventana para encontrarme con las luces de la costa extranjera. Recuerdo que una luminosidad fosforescente invadía la ciudad de Tánger. Me quedé sorprendido pues era lo más parecido a un fuego metafísico que iluminaba los poblados cercanos a la ciudad del pecado. A la tarde, en la radio, dieron la noticia. Aquella madrugada había muerto Paul Bowles, el nómada que nunca encontró su sitio.