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Al principio de mi llegada a estas tierras, cuando el sueño se confundía y aparecía el desvelo, me asomaba a la ventana. Hubo muchas noches de esas en las que veía aparecer pateras en la costa tarifeña. Entonces alguien me hizo la clasificación. A saber, los mojaditos pueden ser de dos clases: o bien magrebíes, naturales del Magreb, llamados también «mojamés», o bien de piel negra y labios bembones, llamados subsaharianos, pudiendo estos últimos ser francófonos, oriundos de Senegal, Malí o el Congo, o pudiendo ser también anglófonos, o lo que es lo mismo, procedentes de Sierra Leona, Nigeria o Costa de Marfil.

A los primeros de todos, a los mojamés, cuando llegan a las costas occidentales se los deporta a su país del tirón y cuanto antes. A los segundos se les permite la estancia, pues trabajan más y sus mujeres son muy apreciadas en Europa, trabajando a destajo en los burdeles de carretera y en las noches más pobladas de la ciudad. Por contra, los hombres suelen hacer carrera allí donde se presenta la ocasión en forma de contrato basura. Eso en el mejor de los casos. En el peor, queda el remedio de la venta ambulante, desplegando su hatillo en las bocas de metro o, mejor aún, arrimando el escombro en los cuartos oscuros de las saunas de toda Europa.

Es curioso; antiguamente, en la época de la esclavitud, los arrancaban de sus tierras para ser transportados por barcos negreros al nuevo continente. Esclavos que se oponían a su condición y que no se resignaban. Los tiempos han cambiado y los que ayer se resistían, a día de hoy pagan por ser cautivos y reciben el nombre de «corderitos» o «atunes». Los que facilitan el movimiento, el pase, son los llamados «pasadores», escala más alta de la jerarquía mafiosa. Los que los llevan y los traen en pateras son los llamados «tiburones», oficio sin atisbo de moral que consiste en hacer de barquero entre las dos orillas, transportistas de carne barata que realizan el último tramo de un viaje que, para los inocentes corderitos, empezó muchas lunas antes y se materializó cuando atravesaron la penúltima frontera, una alambrada de espino que marca el paso del Tarajal y que separa Ceuta de Marruecos.

Cercano a esta ignominiosa frontera se encuentra uno de los barrios más peligrosos del planeta. Estamos hablando del Príncipe, un arrabal seco y maldito formado por los suburbios Príncipe Felipe y Príncipe Alfonso, un conglomerado de casas bajas y cafetines de latón donde los chiquillos esnifan pegamento y las cabras se pasean con total libertad por sus polvorientas calles; un laberinto de cencerros y de miradas cuchilleras difíciles de mantener. A los perros los masturban hasta agotarlos para que así no muerdan y sus habitantes, entre una paja y la que viene, se dedican por entero a la inmigración, si bien antes este barrio era conocido como un hervidero de narcos. La reconversión ha sido provocada por la ley, pues mientras que el tráfico de drogas a gran escala está penalizado con dureza, el tráfico de personas es menos condenable, llegando incluso los tiburones a quedar en libertad si no tienen antecedentes.

Si observamos el Jebel Muza desde el barrio del Príncipe, nos encontramos con que su silueta recorta el cielo como si se tratase del perfil de una mujer tumbada, dormida o, mejor dicho, muerta. Siendo así como también se conoce a esta montaña, como La Mujer Muerta. No hay que olvidar que en el Estrecho, la vida y la muerte se cruzan de manera impúdica y con una pegajosa malicia. La banda sonora que pone textura musical al drama la pone el levante, viento quemador y que por estas latitudes recibe el nombre de «cherqui». Cuando el cherqui se descose es presagio de malos augurios, silbando una canción de muerte a su paso por el Tarajal. Las higueras cimbrean su tronco y los perros enloquecen y las nubes se aglutinan en la cordillera del Rif.

El Jebel Muza es la punta más occidental de esta cadena montañosa habitada por cabras saltarinas que miran al hombre con una punzante tristeza y que desprenden guijarros en su loco correteo por las laderas. Son víctimas de ese dios que se conoce como Pan y que provoca violentas estampidas en los rebaños. El mismo dios que un día llamase con su flauta a Paul Bowles y a generaciones de jóvenes escritores que buscaban a su Hylas particular, como Brion Gysin o William Burroughs. La música de las flautas y de los tambores de la tierra que, con todo su hechizo dionisiaco, tiene el mismo acero que el grito desollado de una seguiriya cantada con la voz al límite.