A decir de unos y otros, Hércules amaba a un tal Hylas, un muchachuelo que cuidaba del héroe y que lo acompañaba en sus noches prohibidas. Estando un día en lo que hoy se conoce como mar Negro, el efebo fue a buscar agua para calmar la sed del héroe y, para desesperación de Hércules, no volvió más. Parece ser que Hylas encontró un manantial pero cuando se disponía a llenar la vasija, fue arrastrado por las aguas de un mar blando y envidioso que se levantó ante la presencia del cuerpo bronceado del joven, que murió ahogado.
En nuestra época, Lorca, Falla y Cocteau persiguieron la huella carnal de Hércules, rebuscando cada uno de ellos a su Hylas particular en los infiernos del amor socrático. A sabiendas de que lo que buscaban a la vez los estaba buscando a ellos, se entregaron al placer prohibido. Así, la entrega mitológica por vivir más allá de las permitidas fronteras del comportamiento hizo de cada cual un escapado de la prohibición. Pero en la lista, que arranca en el principio de los tiempos con Hércules y su amado, cabe citar, ya en nuestros días, al músico y novelista Paul Bowles, que persiguió el sueño mitológico hasta encontrarlo en un sitio donde la vida pasa aunque su huella queda. Me refiero a Tánger, ciudad que fundó el héroe por el amor de una mujer, según cuentan.
Paul Bowles mantuvo durante toda su vida la lucha que todo artista tiene que librar para conseguir grados en la escala de su perfección, una lucha interior donde, en palabras de Lorca, se combate con el duende. En las novelas de Paul Bowles todos sus personajes aparecen como recién llegados o, mejor aún, como recién escapados de su propia sombra. Hay cierto paralelismo obsesivo entre las novelas de Paul Bowles y la orquestación musical que él mismo creó para dar consistencia a melodías de fina perversión.
Dejé dicho que, antes de entregarse por entero a la escritura, Paul Bowles se dedicó a la composición de piezas musicales, interpretaciones libres como la realizada a partir de la obra teatral de Lorca, la titulada Así que pasen cinco años, que estrenaría a principios de los años cuarenta bajo la batuta de Leonard Bernstein con el título The wind remains. Reliquia del viento. Según contaba él mismo, llegó a la ciudad mitológica de Tánger por sugerencia de su amiga Gertrude Stein, escritora americana que se daba al mantra y al encantamiento repetitivo de la palabra en cada uno de sus textos. Detalle este último que Hemingway tomaría prestado y que fue seña de identidad en la voz literaria del escritor norteamericano. Pero volvamos a Paul Bowles, envuelto en conjuros y hechizos moros, buscando su sombra en las huellas de Hércules y de ese otro dios, flautista y libertino que se conoce como Pan y que se esconde en las montañas marroquinas desde donde sopla con rabia su instrumento, igual que si hubiese escapado de una de aquellas tragedias que escribió Federico García Lorca donde los personajes despertaban viejos atavismos para reclamar su diezmo de sangre.
Paul Bowles pisaría tierra tangerina por primera vez recién empezados los años treinta del siglo pasado. Volvería tiempo después, cuando la ruina causada por la Segunda Guerra Mundial trajo a occidente el miedo ante la amenaza de la bomba atómica que se cernía como espada de Damocles sobre los supervivientes. Eran otros tiempos y se cruzaba el charco en interminables trasatlánticos prietos de gente y maletas cargadas de memoria. De esta guisa, Paul Bowles arribó en el puerto de Tánger, donde viviría hasta su muerte, ocurrida en la frontera del siglo pasado, en el final de un milenio que traería a gente en patera a través del estrecho de Gibraltar. Hay que hacerse cargo, desde la otra orilla los hay que no pueden elegir y escapan de su sombra haciendo agua en un punto de la fosa abierta entre ambas costas, pudiendo ser pocos los mojaditos que lo pueden contar. Así se les llama, con este adjetivo húmedo, a los que se juegan la vida y la libertad a cambio de un sueño artificial de confort europeo.