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Fueron muchas las exploraciones que se hicieron por la comarca, movilizando barriadas, gitanerías y tabernas a la busca de cantaores, ya fueran jóvenes o viejos, gordos o canijos. El cartel era un anuncio de estilo cubista con un par de guitarras y las siete espadas del dolor. El concurso nacional de cante jondo en Granada acudía al rescate de un tesoro escondido en las primeras edades de la cultura. Un arte tan puro no puede ser indigno y esa fue la intención, tirar del hilo que nos une con el oriente y sacarlo de su marginalidad.

Según las crónicas, la plaza de San Nicolás, en Granada, que en un principio iba a ser el lugar donde se iba a celebrar el certamen, se hizo pequeña y se trasladó a la de los Aljibes. La plaza de San Nicolás es una plaza de aire serrano y chiquitita, de esas plazas que caben enteras en un cuadro. Al contrario que la de los Aljibes, que es plaza más abierta y con sombra de árboles centenarios cuyas copas sirvieron como techo al tablado. Si la plaza de San Nicolás cabe entera en un cuadro, la de los Aljibes es plaza que no cabe en un cuadro entero y por lo mismo el pintor Zuloaga fue a meterse de lleno en ella, decorándola con tapices alpujarreños y otros detalles.

El jurado lo presidía don Antonio Chacón, pontífice del cante hasta la fecha, y entre los invitados de honor estaban, entre otros, Manuel Torre y la Niña de los Peines. Presentó el concurso Ramón Gómez de la Serna, otro escapado con el tiempo y la Guerra Civil. El primero en actuar fue el niño Manolito Ortega, al que a partir de ese momento todo el mundo llamaría el niño Caracol. A decir de las crónicas, contaba con doce años de edad y destacó de manera brillante en sus interpretaciones, por lo que se llevaría uno de los premios.

El otro se lo llevó un cantaor de la escuela de Silverio al que apodaban el Tenazas, hombre que vestía con desaliño, siempre cubierto con sombrero cordobés rozado por el uso y botas bañadas con la polvareda del camino. Un hombre del sur, fiel a la pureza de los sonidos negros, que llevaba sin cantar algo así como treinta años, culpa de una puñalada en los pulmones que se llevó en una riña de las de antes, cuando los arreglos se hacían con metal. El Tenazas era de Morón, pueblo de Sevilla y una de las culminaciones del flamenco, pero el Tenazas había llegado a Granada andando desde Puente Genil, donde vivía.

La caminata le llevó tres jornadas a buen paso. Durmiendo en las cunetas de polvo, tirado bajo un techo de estrellas donde por esas fechas la Osa Mayor se encarga de encender los caminos. El niño Caracol, por el contrario, había llegado hasta Granada de la mano de Antonio Chacón. La cosa la contaría el mismo Caracol, años después, recordando cómo Chacón era íntimo de su padre, que también era aficionado al cante, y cómo, estando Chacón en su casa de visita un día, comentó lo del concurso de cante jondo. «A ver si me buscas por ahí a algún muchacho que sea aficionado, pues no queremos profesionales».

Así que el niño Caracol se quedó con la copla y, a la mañana siguiente, se fue hasta el hotel Roma, que era donde paraba Chacón en Sevilla, y subió hasta la habitación en la que el cantaor se hospedaba. Le cantó a pelo, seguiriyas, soleares y hasta saetas. La misión del niño Caracol había dado comienzo. Sin duda alguna, Manolo Caracol dignificaría el flamenco, llevándolo a lo más alto. Después de la Guerra Civil puso en práctica su invento, que no era otra cosa que la estampa flamenca escenificada, un cuadro costumbrista vivo y alejado de óperas y otras puestas sin duende. Según el propio Caracol, el único camino para que cante, toque y baile se luzcan, con orquesta pero sin perder la pureza. Un Caruso como de las cavernas, diría de él Fernando Quiñones al sentir de cerca el desgarrón y la queja de su cante. Sin duda, Manolo Caracol cantaba bien en cualquier postura.

El cantaor Pericón de Cádiz contó una vez una juerga flamenca que se pasó con Caracol. Siendo feria en Sevilla y hartos de vino, Caracol, con la cabeza en la mesa, vomitando la borrachera, levantó la mirada y le dijo al Niño de Huelva que tocase la guitarra por seguiriyas. Entonces fue cuando se arrancó el de Huelva por seguiriyas y salió Caracol cantando con toda su queja. A decir de Pericón, era para romperse la camisa. Gracias a este relato, imagino ahora mismo a Caracol con la cabeza entre las piernas y el vientre encendido, desgarrándose con acentos milenarios, llevándose hasta la boca la vieja esencia que quema la lengua del que la canta, produciendo infinitos matices entre dos notas, ya sean contiguas o lejanas.

Cada vez que me viene a la memoria la anécdota que cuenta Pericón, me da por pensar en Manuel de Falla, pues no andaba descaminado cuando intuía que palabra y canto fueron en su origen una misma cosa, apareciendo la voz en el orden natural por imitación del canto de las aves, del grito de los animales y de los infinitos ruidos de la materia. En el cante jondo, la gama musical es consecuencia directa de la gama oral al igual que pasa en los cantos primitivos de oriente. Tal vez sea por eso que, según Caracol, antes de actuar hay que «estar puesto», asunto que tal y como decía el cantaor, se lograba con una copa, o con una palabra, o con una mirada o con un desaire. Con este gusto, Caracol mantuvo su reinado durante más de cuarenta años, desde una remota noche del mes de junio de 1922 en Granada en la que se llevó uno de los primeros premios del concurso de cante jondo, hasta una noche de 1968, en la Venta de Vargas, San Fernando, Cádiz, Spain, donde quedó relevado por un gitanico rubio, hijo de Juana la Canastera.