Recién llegado a estas tierras, me dedicaba a respirar la libertad conquistada. Iba y venía con el viento quemador y en mis pensamientos siempre aparecía Camarón venciendo a un gigante, la misma noche en que se midió con Caracol en la Venta de Vargas, San Fernando, Cádiz, Spain.
Camarón todavía era un crío pero ya superaba en metal al que, por entonces, era monarca del cante: Manolo Caracol. Un chiquillo a quien todavía le quedaba lejos no solo Madrid, sino también La Línea de la Concepción, donde se iría a vivir una vez casado con la Chispa, su mujer, gitana natural de este pueblo mitológico. La boda fue una fiesta que duró tres días y donde llovieron peladillas sobre las cabezas de los invitados. El fotógrafo de aquella boda fue José Lamarca, y cualquiera de las fotos que tiró a los novios respira el ángel de la inocencia.
Son fotos de una gran limpieza, aunque cualquiera que haya escapado de la prohibición, puede encontrar en ellas el mismo aire de romería y burla que tienen esas otras que Lucien Clergue tomó en la peregrinación de los gitanos en Saintes-Maries-de-la-Mer, muy cerca de donde a Hércules le asaltaron para robarle los toros color púrpura. Los mismos toros que nuestro héroe había arrebatado a Gerión poco tiempo antes.
Los salteadores fueron ligures, pertenecientes a un pueblo de bandoleros protohistóricos que vivía acuartelado por aquellas tierras. En un principio, Hércules intentó repeler el ataque, pero la raza infatigable de sus contrarios le llevó a quedarse sin flechas. Ante la amenaza, Hércules pidió ayuda a Zeus, que por algo era su padre, y este no dudó tanto como Dios dudaría con el santo Job. Para nada.
De inmediato, Zeus hizo caer desde el cielo una lluvia de guijarros directa a la cabeza de los ligures. Todavía quedan muestras de estas peladillas cósmicas en la zona que se conoce como la Plaine de la Crau, sur de Francia, tierra de bandoleros y bohemios por donde paseó Picasso su exilio, escapado de la prohibición y de la raíz bélica que toda prohibición trae consigo. Con los pies descalzos sobre las piedras, Picasso llevaría una vida que aprendió cuando era chico. Los gitanos se la enseñaron al pintor desde los márgenes, que es desde donde se aprende a fumar por la nariz y a jugar a los toros.
Hay un hilo secreto, invisible, que atraviesa la historia y estremece sus geografías cuando el orden se dispone a engrasar las armas. Es el hilo sobre el que caminan los que han huido y que siempre lleva al mismo sitio, al laberinto de la memoria. Tal vez por eso, durante su exilio, Picasso compartió tardes de ruedo con todos sus amigos franceses de nombre raro, como Lucien Clergue o ese otro, hombre teatral y de maneras delicadas, soltero pero con el que cualquier marido podía estar tranquilo si la esposa se sentaba al lado: Jean Cocteau.