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Una mañana de febrero amanecí con unos picores que achaqué a los mosquitos. En estas tierras, la primavera llega adelantada y con un calor que pone a la gente a bañarse mientras los almanaques dan invierno todavía. Entonces salen los golfos a pasear la tarde en mangas de camisa y los insectos lucen sus ropas cortas y afilan los aguijones para chupar el néctar y los sustantivos de la sangre humana. En resumidas, que por San Valentín el frío llega a su fin como bien dice el refrán.

Por todo ello no di importancia a la picazón. Luego llegó el aviso del vientre y después, cuando mis ojos se hicieron a la luz del baño, frente al espejo, me di cuenta del sarpullido, del camino de llagas que iba y venía y me daba la vuelta por la espalda. Unas horas más tarde, a la diarrea le siguieron la fiebre y la falta de respiración, esas cosas que tiene la culebrilla cuando empieza a correr por tu cuerpo. Pero por lo pronto, en el cuarto de baño, frente al espejo, no llegué a sospechar que la maldición estaba asomando el rostro.

La culebrilla es un virus que, según los médicos, viene de una varicela mal curada. Sin embargo, la ciencia no es otra cosa que una respuesta a la que los científicos les toca descubrir de qué preguntas, cosa que me interesa poco o nada. Siempre caminé al otro lado de la ciencia y por ello mi tarea era buscar lo contrario, la superstición, la respuesta a la pregunta que mi cuerpo estaba provocando. Lo recuerdo. Fue una interpretación mágica pero no por ello menos certera que la que dan los médicos. Me explico. Dos días antes del episodio, caminando entre los pinares que llevan al viejo puerto de Sancti Petri me cayó un chaparrón.

Fue una de esas lluvias que anuncian el principio y el fin de las estaciones. Son torrenciales y cortas pero, de tal intensidad, que desbordan los ríos que traen el agua del Guadalquivir, el mismo agua que cuando llueve se retuerce entre salivas y sapos. La crecida fue tal que, para volver a mi casa, tuve que quitarme los pantalones y ropa interior, meterlos en la mochila con mi calzado y así, desnudo, con la mochila en lo alto de los brazos, cruzar el río. Ya lo había hecho más veces. Pero aquella vez era diferente, pues el río estaba turbio y aún mantenía el caudal de después de la lluvia. Total, que me dio por pensar que siguiendo el río que da la razón a Heráclito, la corriente iba más deprisa de la cuenta. Por un instante también llegué a pensar que, a partir de ese momento, mi vida iba a correr más deprisa, como si un reloj se me fuera a acelerar. Tonterías que me dan al coco. Esa fue mi interpretación literaria, luego descubriría que mi interpretación coincidía con lo que vino después.

El curandero, nada más verme, lo primero que preguntó fue si me había bañado en aguas turbias. Yo me quedé perplejo con la pregunta, pues más que pregunta era un acierto. Así le conté mi peripecia. El curandero me vino a decir que el Demonio se había bañado en aquellas aguas. Es lo que dicen cuando pasa eso. Luego abrió una caja de madera como si se tratara de un tesoro y, de ella, extrajo unas piedras transparentes, unas piedras de sal. Y empezó el rito.

Siempre me interesó la memoria ancestral de los curanderos, pero cuando la culebrilla empezó a buscarse la cola con la cabeza cerca de los riñones, entonces me asusté y, en vez de ir al curandero, llamé a un médico. Un matasanos que además de inhibir mi dolor, inhibiría la categoría de mi sangre, a base de inyecciones que no acabaron con la culebrilla aunque sí con el malestar. Con la culebrilla acabaría el curandero de Facinas, pueblo del interior, próximo a Tarifa y que es famoso no solo por tener a un curandero y a un porquero ilustrado, sino también por tener un toro de Osborne, asunto difícil para la familia de El Puerto de Santa María que se dedica a reponer las piezas que el viento se lleva del toro. Pero no vengo aquí a hablar del toro de Osborne, un ángel cuyos cuernos se lleva este viento quemador, vine aquí para hablar del Diablo, del camino y la huella que dejó en mi cuerpo.

Recuerdo que mientras ponía las piedras de sal sobre la culebrilla, recitaba oraciones donde aparecía San Pablo. También recuerdo el escozor y el humo, el olor a azufre que desprendía mi carne al contacto con las piedras benditas. Al final, me dijo que repitiese mi nombre en alto, tres veces. Fue entonces cuando me di cuenta de que hacía mucho tiempo que no decía mi verdadero nombre en alto. Hasta ese momento mi nombre había sido legión, un rosario de pseudónimos con los que firmaba en la clandestinidad.

Una vez repetido mi nombre, el curandero me dijo que ya estaba curado y que no se repetiría más. Entonces le recordé las serpientes de Hércules, el capítulo del héroe cuando, estando en la cuna, Hera envió dos serpientes a matarlo. El héroe estranguló una serpiente con cada mano y fue hallado por su niñera jugando con los despojos de las serpientes. Pero el curandero me aseguró que nunca más se repetiría. Que todo es más sencillo de lo que parece. Las cicatrices de la culebrilla se habían curado para siempre, pero algo por dentro se me había estropeado, como si el ardor de una conciencia endiablada se me hubiera aparecido para hacer de mí lo que nunca quise ser: un maldito. Aunque sea un novelista que trabaja con el pecado como materia prima, nunca aspiré a cielos tan selectos.