En la Baja Andalucía existen remedios y hechizos para todo. Sin ir más lejos, para que un niño salga cantaor hay que coger al niño, cortarle las primeras uñas detrás de una puerta y luego arrojarlas a lo alto del tejado. Pienso que algo así tuvo que hacer Juana Cruz la primera vez que le cortó las uñas a su hijo más rubio, pues cuando el niño rompía a cantar, su voz arañaba con esa dulzura tan propia de los gatos sin dueño. Voz de almíbar, le decían a José Monge Cruz, el Camarón de la Isla.
Desde su muerte, que ya va para veinte años, el chorro de voz ha ido conquistando los rincones de todo el planeta y esto resulta curioso. Lo más común es que los artistas mueran dos veces, es decir: una por lo físico o de cuerpo presente y una más por lo público, para sus seguidores. Sin embargo, con el hijo de Juana la Canastera ocurre todo lo contrario. A día de hoy se canta por Camarón igual que se canta por fandangos, por cantiñas, por soleá o por cualquier otro palo del árbol flamenco.
A estas alturas Camarón es un estilo vivo donde anidan los tres tiempos, pasado, presente y futuro. La memoria, el hoy y el mañana del flamenco, quedaron en su propiedad convirtiendo a Camarón en el señor del tiempo y de sus mudanzas. Pero es muy fácil caer en la tentación de hablar así, y más aún tratándose de un personaje que forma parte de una mitología popular que arranca en la noche del antiguo Egipto. De cuando los iniciados confiaron los jeroglíficos a un pueblo de nómadas, un pueblo de escapados oriundos de la India que vagabundeaban en los pantanos del Nilo.
Los gitanos siempre fueron perseguidos a lo largo de la historia, al igual que moros y judíos. Sin embargo, a diferencia de ellos, el pueblo gitano siempre se escapó de la historia y tomó la ruta de los márgenes. Camarón de la Isla conoció las señales, tal vez por eso se tatuó la estrella de David junto a la luna mora sobre su mano. La piel gitana que contiene a los dos pueblos. Hay una foto del cantaor donde se puede apreciar el tatuaje. Está firmada por Alberto García-Alix, fotógrafo experto en exorcismos y que le sacó el alma al gitano un año antes de que el cantaor muriera. Cualquiera que se deje caer por San Fernando encontrará las fotos de aquella sesión reproducidas en calendarios, carteles, camisetas, llaveros y hasta billetes de lotería. Es cierto.
Por el barrio de las Callejuelas, montonera de capillas que arrastran la memoria del cantaor, lucen más vivas que nunca. Por decirlo con palabras de Federico García Lorca, el barrio de las Callejuelas es igual a una barandilla de flores de salitre donde se asoma un pueblo que contempla a la muerte y que recita versículos de Jeremías por el lado más áspero, pero que consigue revivir los mismos caminos que Camarón pisó cuando crío. Su nombre da luz a este barrio marinero que es para cogerlo despacio y recorrerlo de arriba abajo pero también al contrario, como pasa con la moviola. Hay detalles que no se perciben en el instante, sino una vez que han pasado. Sin ir más lejos, en la calle Amargura, donde hubo una fragua, todavía hoy están clavadas las uñas del hijo más rubio de Juana la Canastera.