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Por ganar la partida mágica que estaba librando, dejé Madrid y me vine a vivir al sur. Al principio, había veces que me despertaba de sopetón en mitad de la noche, con la misma inquietud que acompaña a los recién huidos. Acababa de llegar a estas tierras y aún confundía, en sueños, el rugido del mar con el de las sirenas de los coches de policía que envuelven una ciudad desconfiada, la misma ciudad que acababa de dejar atrás pero que todavía seguía en mis nervios.

Aún no repuesto del sobresalto, lo primero que se me venía encima era que se me había hecho tarde de nuevo, que me había vuelto a quedar dormido, que no conseguiría llegar a tiempo a la cita de trabajo, a ese despacho de algún editor o jefe de redacción de un periódico o director de una revista que siempre andaba ocupado para mí y que ahora, después de meses de espera, me había dado cita a primera hora de la mañana. Tardaba un poco todavía en darme cuenta de que eso no era así, de que ya no estaba en ese baile, de que quedaba a mucha distancia el traje de etiqueta, también los semáforos en rojo y todas las calles de una adolescencia que se negaba a terminar.

Cuando conseguía tomar conciencia de mi nuevo escenario, en vez de alegrarme, la irritación florecía en mis tripas. Era entonces que encendía un cigarro y me asomaba a la noche para ver las luces de la costa marroquina. Fumaba más de la cuenta, como si me costara esfuerzos abandonarme a un tiempo recién comenzado y que poco o nada tiene que ver con el tiempo que marcan los relojes. Un tiempo natural que depende de los vientos y de otras medidas del cielo y que iba a ser el tiempo que marcaría mi escapada. Pero al principio, ante el nuevo mundo recién descubierto, me agarraba al pitillo y, por no sentirme solo, también me ponía a pensar en otros escapados que dejaron huella.

Así aparecía Manuel de Falla, paseando alrededor de mi imaginación, próximo a un árbol mitológico que lleva por savia la sangre de un gigante. El joven músico, con la ilusión intoxicada, se entretenía jugando con su sombra a ver quién llegaba antes, ella o la carne. El enigma sigue frente a la costa gaditana. Un misterio al que Falla se entregó, buscando la música ahogada en los rincones del viejo puerto, siempre a la noche, cuando las pasiones le despertaban esos mismos impulsos que compartía con Hércules cuando encontró a su Hylas particular. La historia del arte es la historia del escapismo. ¿De qué si no? Manuel de Falla, músico gaditano, fue un escapado más. Al igual que Picasso y que tantos otros, también formó parte de la España peregrina. Manuel de Falla se largó terminada la contienda civil. Nunca más volvió.

En mis desvelos lo podía ver, pegado a la barandilla de la cubierta de un barco que le llevaría al exilio. Ahí estaba Manuel de Falla, aturdido por el crimen cometido contra su amigo Federico García Lorca, la mirada derrochada tras las gafas redondas y la música en su cabeza, donde los coros medievales son igual a fantasmas que despiertan en la noche, vienen desde una tierra sumergida y sus voces están dispuestas a llegar al juicio final. Son las mismas voces que transcribió para su obra inconclusa y a la que no pudo sacar todo el duende, la titulada La Atlántida. Esta partitura fue una obsesión para el músico, lo más parecido a esas melodías que giran y giran de forma reiterada alrededor de una nota continua, como pasa con el cante jondo. Manuel de Falla nunca pudo escapar de su sombra de atlante, como tampoco pudo escapar de la inquietud del que ha dejado atrás otra vida donde lo folclórico había pasado de moda hacía tiempo, culpa de las grandes vanguardias, las mismas que sacudieron Europa y que no fueron más que fiel reflejo de los movimientos que inspirarían la Gran Guerra. Manuel de Falla nunca volvió, ni a España ni a la Atlántida. Con todo y con el tiempo, lo sacarían en los billetes de cien pesetas, símbolo de la profunda indecencia a la que están condenados los grandes hombres de estas tierras.

Aun así, tuvo la gran suerte de ser reconocido por su tocayo, Manuel Torre, el cantaor más largo de su tiempo y, según Federico García Lorca, el hombre con más cultura en la sangre de todos los que conoció. Es sabido que la relación que mantuvo Falla con el cante jondo fue de por vida. Para él era el único canto europeo que conservaba toda su pureza, tanto en estructura rítmica como en estilo, de una cualidad cercana al de los cantos orientales. Comprendiendo así la importancia que tiene la conservación de los cantos primitivos, Falla anunció el primer concurso de cante jondo con el objetivo de estimular en el pueblo el cultivo de este arte. El concurso se celebró en la plaza de San Nicolás, en el Albaicín, durante dos noches de junio de 1922, años antes de la Guerra Civil y años antes de que asesinaran a Federico García Lorca, poeta que ayudaría a impulsar el certamen.