4

Algo arrancó a Elena del árbol y, aullando una protesta, ella cayó y aterrizó sobre los pies como un gato. Las rodillas golpearon el suelo un segundo más tarde y se magullaron.

Se echó hacia atrás violentamente, con los dedos doblados como garras para atacar a quien fuera que lo hubiese hecho. Damon apartó la mano de un manotazo.

—¿Por qué me agarraste? —inquirió ella.

—¿Por qué no te quedaste donde te dejé? —replicó él con aspereza.

Se miraron desafiantes, furibundos por igual. Entonces la atención de Elena se distrajo. Los alaridos seguían en el piso superior, aumentados en aquellos momentos por traqueteos y golpes en la ventana. Damon la empujó suavemente contra la casa, donde no los podrían ver desde arriba.

—Alejémonos de este ruido —indicó con tono pedante, mirando hacia arriba.

Sin aguardar una respuesta, la agarró del brazo. Elena se resistió.

—¡Tengo que entrar ahí!

—No puedes. —Le dedicó un sonrisa lobuna—. Lo digo literalmente. No puedes de ningún modo entrar en esa casa. No te han invitado.

Momentáneamente perpleja, Elena le permitió arrastrarla unos pocos pasos. Luego volvió a cerrarse en banda.

—¡Pero necesito mi diario!

—¿Qué?

—Está en el armario empotrado, debajo de las tablas del suelo. Y lo necesito. No puedo dormir sin mi diario.

Elena no sabía por qué estaba armando todo aquel alboroto, pero parecía importante.

Damon pareció exasperado; luego, su rostro se aclaró.

—Toma —dijo con voz calmada y los ojos brillantes, y extrajo algo de su chaqueta—. Cógelo.

Elena contempló lo que le ofrecía con expresión dudosa.

—Es tu diario, ¿verdad?

—Sí, pero es el antiguo. Quiero el nuevo.

—Éste tendrá que servir, porque es todo lo que vas a tener. Vamos antes de que despiertes a todo el vecindario. —La voz se había vuelto fría y autoritaria otra vez.

Elena contempló el libro que él sostenía. Era pequeño, con una tapa de terciopelo azul y un cierre de latón. Tal vez no fuera la edición más nueva, pero le era familiar. Decidió que era aceptable.

Permitió que Damon se la llevara a la oscuridad de la noche.

No preguntó adónde iban. No le importaba demasiado. Pero reconoció la casa de la avenida Magnolia; era donde se alojaba Alaric Saltzman.

Y fue Alaric quien abrió la puerta principal, haciendo señas a Elena y a Damon para que entraran. El profesor de historia tenía un aspecto raro y no parecía verles en realidad. Tenía los ojos vidriosos y se movía como un autómata.

Elena se lamió los labios.

—No —dijo Damon con brusquedad—. A éste no hay que morderle. Hay algo sospechoso en él, pero estarás segura en la casa. He dormido aquí antes. Por aquí arriba.

La hizo ascender por un tramo de escaleras hasta un desván con una ventana pequeña. Estaba atestado de objetos almacenados: trineos, esquís, una hamaca… En el extremo opuesto había un viejo colchón sobre el suelo.

—Ni siquiera sabrá que estás aquí por la mañana. Túmbate.

Elena obedeció, adoptando una posición que le pareció natural. Se tumbó sobre la espalda, con las manos cruzadas sobre el diario que sostenía contra el pecho.

Damon dejó caer un trozo de hule sobre ella, cubriendo sus pies descalzos.

—Duérmete, Elena —dijo.

Se inclinó sobre ella, y por un momento Elena pensó que él iba a… hacer algo. Tenía las ideas demasiado confusas. Pero sus ojos negros como la noche ocuparon su campo visual. Luego se echó hacia atrás, y la muchacha pudo volver a respirar. La penumbra del desván se instaló sobre ella. Los ojos se fueron cerrando y se durmió.

Despertó lentamente, recopilando información sobre dónde estaba, pedazo a pedazo. El desván de alguien por lo que parecía. ¿Qué hacía allí?

Ratas o ratones correteaban por alguna parte entre los montones de objetos tapados con hules, pero el sonido no la molestó. Un indicio apenas perceptible de luz pálida se dejaba ver alrededor de los bordes de la ventana cerrada con postigos. Elena se quitó de encima la improvisada manta y se levantó para investigar.

Era sin lugar a dudas el desván de alguien, y no el de alguien que conociera. Se sentía como si hubiese estado enferma durante un largo espacio de tiempo y acabara de despertar de su enfermedad. «¿Qué día es?», se preguntó.

Oyó voces bajo ella. En el piso inferior. Algo le dijo que tuviera cuidado y no hiciera ruido. Le daba miedo provocar cualquier clase de alboroto. Abrió con sumo cuidado la puerta del desván, sin emitir ni un sonido, y descendió con cautela al rellano. Al mirar abajo distinguió una sala de estar. La reconoció; se había sentado en aquella otomana el día que Alaric Saltzman había dado una fiesta. Estaba en casa de los Ramsey.

Y Alaric Saltzman estaba allí abajo; veía la parte superior de su cabeza de cabellos de un rubio rojizo. La voz del hombre la desconcertó, y tras un instante se dio cuenta de que era porque no sonaba ni necia ni estúpida, ni de ninguna de las otras maneras en las que la voz de Alaric sonaba en clase. Tampoco peroraba usando la jerga propia de la psicología popular. Hablaba con serenidad y decisión a otros dos hombres.

—Podría estar en cualquier parte, incluso justo ante nuestras narices. No obstante, lo más probable es que esté fuera de la ciudad. Quizá en el bosque.

—¿Por qué en el bosque? —inquirió uno de los hombres.

Elena también conocía aquella voz y la cabeza calva. Era el señor Newcastle, el director de la escuela.

—Recuerde, las primeras dos víctimas se encontraron cerca del bosque —dijo el otro hombre.

«¿Es el doctor Feinberg? —se preguntó Elena—. ¿Qué hace aquí? ¿Qué hago yo aquí?»

—No, es más que eso —decía Alaric, y los otros hombres le escuchaban con respeto, incluso con deferencia—. Los bosques están ligados a esto. Puede que tengan un escondite ahí fuera, una madriguera donde pueden ocultarse si los descubren. Si hay una, la encontraré.

—¿Está seguro? —preguntó el doctor Feinberg.

—Estoy seguro —declaró Alaric con brío.

—Y ahí es donde crees que está Elena —dijo el director—. ero, ¿se quedará allí o regresará a la ciudad?

—No lo sé. —Alaric paseó un poco y tomó un libro de encima de la mesa de centro, pasando los pulgares sobre él con aire distraído—. Un modo de descubrirlo es vigilando a sus amigas: Bonnie McCullough y esa chica de cabellos oscuros, Meredith. Existe la posibilidad de que sean las primeras en verla. Así es como acostumbra a suceder.

—¿Y una vez que averigüemos su paradero? —preguntó el doctor Feinberg.

—Déjenme eso a mí —repuso Alaric con voz queda y sombría.

Cerró el libro de golpe y lo dejó caer sobre la mesita con un sonido inquietantemente contundente.

El director de la escuela echó una ojeada a su reloj.

—Será mejor que me ponga en marcha; el oficio religioso empieza a las diez. Supongo que los dos estarán allí. —Se detuvo en su camino hacia la puerta y miró para atrás con actitud indecisa—. Alaric, espero que puedas manejar esto. Cuando te hice venir, las cosas no habían ido tan lejos. Ahora empiezo a preguntarme si…

—Sí lo puedo manejar, Brian. Ya te lo dije: déjamelo a mí. ¿Preferirías que el Robert E. Lee apareciera en todos los periódicos no sólo como la escena de una tragedia, sino también como «La escuela superior embrujada del condado de Boone»? ¿Un lugar de reunión de necrófagos? ¿La escuela por la que pasean los no muertos? ¿Es ésa la clase de publicidad que quieres?

El señor Newcastle vaciló, mordisqueándose el labio. Luego asintió con expresión todavía desconsolada.

—De acuerdo, Alaric. Pero que sea rápido y limpio. Te veré en la iglesia.

Marchó, y el doctor Feinberg le siguió.

Alaric permaneció allí durante un tiempo, en apariencia contemplando el vacío. Por fin asintió una vez, y también él salió por la puerta principal.

Lentamente, Elena volvió a retroceder escaleras arriba.

¿Qué había sido todo aquello? Se sentía confusa, como si flotara vagamente por el espacio y el tiempo. Necesitaba saber qué día era, por qué estaba allí y por qué estaba tan asustada. Por qué sentía con tanta intensidad que nadie debía verla u oírla o advertir su presencia en absoluto.

Paseando la mirada por el desván, no vio nada que pudiera ayudarla. Donde había estado tumbada sólo había el colchón y el hule… y un librito azul.

¡Su diario! Lo agarró con ansiedad y lo abrió, pasando rápidamente la mirada por las anotaciones. Finalizaban el 17 de octubre; no servían de ayuda para descubrir la fecha actual. Pero a medida que contemplaba lo que había escrito, se formaban imágenes en su mente, ensartándose como perlas para formar recuerdos. Fascinada, se sentó despacio en el colchón y empezó a leer sobre la vida de Elena Gilbert.

Cuando terminó, el miedo y el horror hacían que se sintiera débil. Puntitos de luz danzaban y brillaban ante sus ojos. Había tanto dolor en aquellas páginas, tantos ardides, tantos secretos, tanta necesidad… Era la historia de una muchacha que se había sentido perdida en su propia ciudad natal, en su propia familia. Que había estado buscando… algo, algo que nunca pudo alcanzar por completo. Pero no era eso lo que provocaba en su pecho aquel punzante pánico que extraía toda la energía de su cuerpo; no era ése el motivo de que sintiera como si estuviera cayendo, incluso a pesar de que estaba sentada tan inmóvil como podía. Lo que provocaba el pánico era que recordaba.

Lo recordaba todo ya.

El puente, la corriente de agua. El terror mientras el aire abandonaba los pulmones y no quedaba otra cosa que líquido para respirar. El modo en que le había dolido. Y el instante final, cuando había dejado de doler, cuando todo se había detenido. Cuando todo… se detuvo.

«Stefan, estaba tan asustada», pensó. Y el mismo miedo estaba en su interior en aquellos momentos. En el bosque, ¿cómo podía haberse comportado de aquel modo con Stefan? ¿Cómo podía haberle olvidado, olvidado todo lo que significaba para ella? ¿Qué la había empujado a actuar de aquel modo?

Pero ella lo sabía. En el centro de su conciencia, lo sabía. Nadie se levantaba y se iba después de ahogarse de aquel modo. Nadie se levantaba y marchaba con vida.

Lentamente, se levantó y fue a mirarse en la ventana cerrada con postigos. El cristal oscurecido actuó como un espejo y le devolvió su propio reflejo.

No era el reflejo que había visto en su sueño, aquél en el que había corrido por un pasillo lleno de espejos que parecían poseer vida propia. No había nada taimado o cruel en aquel rostro. De todos modos, era sutilmente distinto del que estaba acostumbrada a ver. Había un resplandor pálido en la tez y una reveladora vacuidad en los ojos. Acercó las yemas de los dedos al cuello, a ambos lados. Allí era donde Stefan y Damon habían tomado su sangre. ¿Habían sido en realidad las veces suficientes, y, por su parte, ella había tomado suficiente de la de ellos?

Sin duda así había sido. Y ahora, durante el resto de su vida, durante el resto de su existencia, tendría que alimentarse como lo hacía Stefan. Tendría que…

Se dejó caer de rodillas, presionando la frente contra la madera desnuda de la pared. «No puedo —pensó—. Ah, por favor, no puedo; no puedo.»

Jamás había sido muy religiosa. Pero de algún lugar situado en lo más profundo de su interior, el terror brotó a raudales, y cada partícula de su ser se unió en el grito pidiendo ayuda. «Oh, por favor. Por favor, por favor, ayúdame.» No pedía nada específico; no conseguía ordenar sus pensamientos hasta ese punto. Únicamente: «Ah, por favor, ayúdame, ah, por favor, por favor».

Al cabo de un rato volvió a incorporarse.

El rostro seguía pálido, pero con una belleza espectral, como delicada porcelana iluminada desde el interior. Los ojos todavía estaban como emborronados con sombras; pero había decisión en ellos.

Tenía que encontrar a Stefan. Si existía alguna ayuda para ella, él la conocería. Y si no la había… Bueno, aún le necesitaría más entonces. No había ningún otro lugar en el que deseara estar que no fuera con él.

Cerró la puerta del desván con cuidado detrás de ella al salir. Alaric Saltzman no debía descubrir su escondite. En la pared vio un calendario con los días hasta el 4 de diciembre tachados. Cuatro días desde el pasado sábado por la noche. Había dormido cuatro días.

Al llegar a la puerta principal, reculó ante la luz del exterior. Le hacía daño. Incluso a pesar de que el cielo estaba muy cubierto y la lluvia o la nieve eran inminentes, le hería los ojos. Tuvo que obligarse a abandonar la seguridad de la casa, y entonces sintió una lacerante paranoia respecto a estar al aire libre. Avanzó a hurtadillas junto a las vallas, manteniéndose pegada a los árboles, lista para fundirse con las sombras. Se sentía como una sombra ella también…, o un fantasma, ataviada con el largo vestido de Honoria Fell. Le daría un susto de muerte a cualquiera que la viese.

Pero toda su cautela parecía desperdiciada. No había nadie en las calles para verla; era como si la ciudad estuviera abandonada. Pasó junto a casas aparentemente desiertas, patios desolados, tiendas cerradas. Finalmente, vio coches aparcados bordeando la calle, pero también ellos estaban vacíos.

Y entonces vio una forma recortándose contra el cielo que hizo que se detuviera en seco. Una torre de iglesia, blanca contra las espesas nubes oscuras. A Elena le temblaron las piernas mientras se obligaba a acercarse lentamente al edificio. Había conocido aquella iglesia toda su vida; había visto la cruz grabada en la pared un millar de veces. Pero en aquellos momentos avanzó con cautela hacia ella como si fuera un animal enjaulado que pudiera liberarse y morderla. Apretó una mano contra la pared de piedra y se deslizó cada vez más cerca del símbolo grabado.

Cuando los dedos extendidos tocaron el brazo de la cruz, los ojos se llenaron de lágrimas y se le hizo un nudo en la garganta. Dejó que la mano resbalara sobre él hasta que cubrió con suavidad el dibujo. Entonces se apoyó contra la pared y permitió que acudieran las lágrimas.

«No soy malvada —pensó—. Hice cosas que no debería.

Pensé demasiado en mí; jamás le di las gracias a Matt, a Bonnie y a Meredith por todo lo que hicieron por mí. Debería haber jugado más con Margaret y haber sido más amable con tía Judith. Pero no soy malvada. No estoy condenada.»

Cuando consiguió volver a ver, alzó la mirada hacia el edificio. El señor Newcastle había dicho algo acerca de la iglesia. ¿Era aquélla a la que se refería?

Evitó la parte delantera de la iglesia y la entrada principal. Había una puerta lateral que conducía a la galería del coro; se deslizó escaleras arriba sin hacer ruido y miró hacia abajo desde la galería.

Comprendió de inmediato por qué estaban tan vacías las calles. Parecía como si todo el mundo en Fell's Church estuviera allí; cada asiento de cada banco estaba ocupado, y la parte trasera de la iglesia se hallaba abarrotada de gente de pie. Al mirar con atención las filas delanteras, Elena reparó en que reconocía cada rostro: eran miembros del último curso, vecinos y amigos de tía Judith. Tía Judith también estaba allí, llevaba el vestido negro que había llevado en el funeral de los padres de Elena.

«¡Dios mío!», pensó Elena. Sus dedos se asieron con fuerza a la barandilla. Hasta aquel momento había estado demasiado ocupada mirando para escuchar, pero el sosegado tono monocorde de la voz del reverendo Bethea se transformó de improviso en palabras.

—… compartir nuestros recuerdos de esta muchacha tan especial —dijo, y se hizo a un lado.

Elena contempló lo que sucedió después con la sensación sobrenatural de que tenía un asiento de palco en una obra teatral. No tenía nada que ver con los acontecimientos que se sucedían en el escenario; era una simple espectadora, pero en realidad era su vida lo que contemplaba.

El señor Carson, el padre de Sue Carson, subió y habló sobre Elena. Los Carson la habían conocido desde que nació, y habló sobre los tiempos en que Sue y ella habían jugado en el patio delantero de su casa en verano. Habló sobre la joven tan hermosa y con una formación tan completa en que se había convertido. Le entró carraspera y tuvo que detenerse para quitarse las gafas.

Sue Carson subió. Elena y ella no habían sido amigas íntimas desde la escuela primaria, pero habían mantenido una buena relación. Sue había sido una de las pocas muchachas que respaldaron a Elena después de que Stefan quedara bajo sospecha por el asesinato del señor Tanner. Pero en aquellos momentos Sue lloraba como si hubiese perdido a una hermana.

—Mucha gente no fue amable con Elena después de Halloween —dijo, secándose los ojos y prosiguiendo—. Y sé que eso la hirió. Pero Elena era fuerte. Nunca cambió simplemente para comportarse tal y como otros pensaban que debía hacerlo. Y la respetaba por ello, tanto… —La voz de Sue tembló—. Cuando me presenté para ser Reina de la Fiesta de Inicio de Curso, quería que me eligieran, pero sabía que no sería así y no pasaba nada. Porque si el Robert E. Lee tuvo alguna vez una reina, ésa fue Elena. Y creo que siempre lo será, porque es así como la recordaremos todos. Y sé que en años venideros las chicas que vengan a nuestra escuela podrán recordarla y pensar en cómo se mantuvo firme en lo que consideraba que era correcto…

En esa ocasión a Sue se le quebró la voz, y el reverendo la ayudó a regresar a su asiento.

Las chicas del último curso, incluso las que se habían mostrado más desagradables y maliciosas, lloraban y se cogían de las manos. Muchachas que Elena sabía a ciencia cierta que la odiaban, gimoteaban. De improviso era la gran amiga de todo el mundo.

También había chicos que lloraban. Horrorizada, Elena se acurrucó más cerca de la barandilla. No podía dejar de observar, incluso a pesar de ser la cosa más horrible que había presenciado jamás.

Francés Decatur se puso en pie, con el rostro poco agraciado menos atractivo que nunca debido a la pena.

—Se tomó la molestia de ser amable conmigo —dijo con voz ronca—. Permitió que almorzara con ella.

«Tonterías —pensó Elena—. Para empezar, sólo te hablé porque eras útil para obtener información sobre Stefan.» Pero sucedió lo mismo con cada persona que subía al púlpito; parecía no haber palabras suficientes para elogiar a Elena.

—Siempre la admiré…

—Era un modelo para mí…

—Una de mis alumnas preferidas…

Cuando Meredith se levantó, el cuerpo de Elena se quedó rígido. No sabía si podría soportar aquello. Pero la muchacha de cabellos oscuros era una de las pocas personas en la iglesia que no lloraba, aunque su rostro tenía una expresión seria y triste que a Elena le recordó la que mostraba Honoria Fell sobre su tumba.

—Cuando pienso en Elena, pienso en los buenos ratos que pasamos juntas —dijo, hablando en voz baja y con su acostumbrado autocontrol—. Elena siempre tenía ideas, y podía hacer que la tarea más aburrida resultara divertida. Nunca se lo dije, y ahora desearía haberlo hecho. Desearía poder hablar con ella una vez más, sólo para que lo supiera. Y si Elena pudiera oírme ahora… —Meredith paseó la mirada por la iglesia y aspiró con fuerza, al parecer para tranquilizarse—, si pudiera oírme ahora, le diría lo mucho que esos buenos ratos significaron para mí, y lo mucho que deseo que pudiéramos seguir teniéndolos. Como las noches de los jueves que pasábamos juntas en su habitación, practicando para el equipo de debates. Desearía que pudiéramos hacer eso sólo una vez más como hacíamos antes. —Meredith volvió a efectuar una larga inspiración y meneó la cabeza—. Pero sé que no podemos, y eso duele.

«¿De qué estás hablando? —pensó Elena, el sufrimiento interrumpido por el desconcierto—. Practicábamos para el equipo de debate las noches de los miércoles, no las de los jueves. Y no era en mi dormitorio, era en el tuyo. Y no era divertido en absoluto; de hecho, acabamos dejándolo porque ambas lo odiábamos…»

De improviso, observando con atención el rostro cuidadosamente sereno de Meredith, tan tranquilo exteriormente para ocultar la tensión interior, Elena sintió que su corazón empezaba a latir con fuerza.

Meredith enviaba un mensaje, un mensaje que sólo Elena podría comprender. Lo que significaba que Meredith esperaba que Elena pudiera escucharlo.

Meredith lo sabía.

¿Se lo había contado Stefan? Elena escudriñó las hileras de asistentes al duelo que había allí abajo, advirtiendo por vez primera que Stefan no estaba. Tampoco estaba Matt. No, no parecía probable que Stefan se lo hubiera contado a Meredith, o que Meredith eligiera aquel modo de enviarle un mensaje si él lo hubiera hecho. Entonces Elena recordó el modo en que Meredith la había mirado la noche que habían rescatado a Stefan del pozo, cuando Elena había pedido que la dejaran a solas con él. Recordó aquellos agudos ojos oscuros estudiando su rostro en más de una ocasión durante los últimos meses, y el modo en que la muchacha había parecido tornarse más callada y meditabunda cada vez que Elena se presentaba con alguna petición rara.

Meredith lo había adivinado entonces. Elena se preguntó cuánta verdad había descubierto.

Bonnie subía en aquellos momentos, llorando intensamente. Eso resultaba sorprendente; si Meredith lo sabía, ¿por qué no se lo había dicho a Bonnie? Pero quizá Meredith sólo tenía una sospecha, algo que no quería compartir con Bonnie por si resultaba ser una falsa esperanza.

El discurso de Bonnie fue tan emotivo como sereno había sido el de Meredith. Su voz no dejaba de quebrarse, y se pasó todo el tiempo quitándose las lágrimas de las mejillas. Finalmente, el reverendo Bethea se le acercó y le dio algo blanco, un pañuelo o alguna clase de tela.

—Gracias —dijo Bonnie, secándose los ojos llorosos.

La muchacha echó la cabeza atrás para mirar al techo, bien para recuperar la compostura o para obtener inspiración, pero al hacerlo, Elena vio algo que nadie más pudo ver: vio el rostro de Bonnie desprovisto de todo color y expresión, no como alguien a punto de desmayarse, sino de un modo que le era más que familiar.

Un escalofrío recorrió la espalda de Elena. «No aquí. Dios mío, de todos los momentos y lugares, no aquí.»

Pero ya estaba sucediendo. La barbilla de Bonnie había descendido; la muchacha volvía a mirar a la congregación. Excepto que en esta ocasión no parecía verlos en absoluto, y la voz que brotó de la garganta de Bonnie no era la voz de Bonnie.

—Nadie es lo que parece. Recordad esto. Nadie es lo que parece.

Luego se quedó allí de pie, sin moverse, mirando al frente sin ver.

La gente empezó a removerse inquieta y a intercambiar miradas. Hubo un murmullo de preocupación.

—Recordad esto… Recordad… Nadie es lo que parece…

Bonnie se tambaleó de improviso, y el reverendo Bethea corrió hacia ella mientras otro hombre se apresuraba a hacer lo mismo desde el otro lado. El segundo hombre tenía una cabeza calva que en aquellos momentos brillaba cubierta de sudor; era el señor Newcastle, advirtió Elena. Y allí, en la parte posterior de la iglesia, avanzando a grandes zancadas por la nave, estaba Alaric Saltzman. El hombre alcanzó a Bonnie justo cuando ésta se desmayaba, y Elena oyó una pisada detrás de ella en a escalera.