1
La condesa Guy de Saint-Prix, hermana menor de Julius, se había visto obligada a ir a París a causa de la muerte del conde Juste-Agénor, y cuando apenas acababa de volver a su precioso castillo de Pezac, a cuatro kilómetros de Pau —de donde salía poco desde que enviudó, y aún menos desde que sus hijos se casaron y se situaron—, recibió una visita singular.
Al volver de uno de sus acostumbrados paseos matinales, en un ligero dog-car que ella misma conducía, le avisaron de que un capuchino la esperaba desde hacía una hora en el salón. El desconocido venía recomendado por el cardenal André, como atestiguaba una tarjeta suya que entregaron a la condesa. La tarjeta venía dentro de un sobre; debajo del nombre del cardenal, escritas con su letra fina y casi femenina, se leían estas palabras:
Ruega a la condesa de St.-Prix atienda de manera especial al padre J.-P. Salus, canónigo de Virmontal.
Eso era todo. Y bastaba. La condesa recibía gustosa a los eclesiásticos y, además, el cardenal tenía en sus manos el alma de la condesa. En un abrir y cerrar de ojos llegó al salón y se disculpó por haber hecho esperar.
El canónigo de Virmontal era un hombre apuesto. De su rostro noble se desprendía una energía viril que contrastaba endemoniadamente (valga la expresión) con la vacilante cautela de sus ademanes y de su voz, al igual que sorprendían sus cabellos casi blancos al lado de su cutis joven y fresco.
Pese a la afabilidad de la condesa, la conversación no empezaba bien y se perdía en frases convencionales sobre el luto reciente de la condesa, sobre la salud del cardenal André, sobre el nuevo fracaso de Julius en la Academia. Sin embargo, la voz del sacerdote se hacía cada vez más lenta y apagada y su rostro expresaba la desolación. Por fin se levantó, pero, en vez de despedirse, dijo:
—Yo quería, señora condesa, hablarle de algo grave de parte del cardenal. Pero esta habitación resuena, me asusta la cantidad de puertas que tiene; temo que alguien nos pueda oír.
A la condesa le encantaban las confidencias y los melindres; hizo pasar al canónigo a un saloncito exiguo, que sólo daba al salón, y cerró la puerta.
—Aquí estamos seguros —dijo—. Hable sin temor.
Pero en vez de hablar, el canónigo, que se había sentado frente a la condesa en un silloncito bajo, sacó un pañuelo del bolsillo y reprimió unos sollozos convulsivos. La condesa, perpleja, alcanzó un costurero que había en un velador, buscó un frasco de sales, vaciló en ofrecerlo a su huésped y, al cabo, decidió utilizarlo ella.
—Discúlpeme —dijo por fin el sacerdote levantando del pañuelo una cara congestionada—. Sé que es usted tan buena católica, señora condesa, que me comprenderá en seguida y compartirá mi emoción.
A la condesa le horrorizaban las efusiones. Refugió su decoro tras de unos impertinentes. El sacerdote se recuperó inmediatamente y acercando un poco su sillón, dijo:
—Sólo la garantía solemne del cardenal ha podido decidirme a venir a hablarle, señora condesa. Sí, la garantía que me ha dado de que su fe no era de esas fes mundanas que sólo recubren la indiferencia…
—Vayamos al caso, padre…
—El cardenal me ha asegurado, pues, que podía tener absoluta confianza en su discreción; una discreción de confesor, si puede decirse…
—Pero, padre, perdóneme; si se trata de un secreto que ya sabe el cardenal, de un secreto de tanta gravedad, ¿cómo no me ha hablado de ello personalmente?
Sólo con la sonrisa del sacerdote hubiera podido comprender la condesa lo absurdo de su pregunta.
—¿Por carta? Pero, señora, hoy en correos abren todas las cartas de los cardenales.
—Podía haberle entregado a usted la carta.
—Sí, señora; pero ¿quién sabe adónde puede ir a parar un papel? ¡Estamos tan vigilados! Además, el cardenal prefiere ignorar lo que voy a decirle, como si no tuviera nada que ver… ¡Ay, señora! En el último momento me falla el valor y no sé si…
—Padre, usted no me conoce y por lo tanto no puedo ofenderme si su confianza en mí no es mayor —dijo con gran dulzura la condesa desviando la mirada y dejando caer los impertinentes—. Observo la mayor discreción con los secretos que me confían. Nunca he traicionado ni el más mínimo: Dios lo sabe. Pero nunca se me ha ocurrido suscitar una confidencia…
Hizo un ligero ademán como para levantarse. El sacerdote extendió el brazo hacia ella.
—Discúlpeme, señora, y dígnese considerar que es usted la primera mujer —la primera, digo— a quien han juzgado digna aquellos que me han encargado la tremenda misión de informarle…, digna, sí, de recibir y guardar este secreto. Y me asusta, se lo confieso, sentir que esta revelación es de mucho peso, de mucha envergadura para la inteligencia de una mujer.
—Se cometen grandes errores sobre la poca inteligencia de que son capaces las mujeres —dijo con cierta sequedad la condesa. Luego, alzando levemente ambas manos, ocultó su curiosidad tras un gesto ausente, muy adecuado para acoger una importante confidencia de la Iglesia. El sacerdote acercó un poco más su sillón.
Pero el secreto que el padre Salus se disponía a confiar a la condesa me resulta hoy aún demasiado desconcertante, demasiado singular como para atreverme a referirlo aquí sin más precauciones.
Hay dos cosas: la novela y la historia. Ciertos críticos sagaces han definido a la novela como la historia que pudo ser, y a la historia como una novela que había sucedido. Forzoso es, en efecto, reconocer que el arte del novelista alcanza a menudo la verosimilitud, mientras que lo ocurrido, en ocasiones, parece inverosímil. Por desgracia, ciertos espíritus escépticos niegan los hechos en cuanto se salen de lo corriente. No escribo para ellos.
Que el representante de Dios en la tierra pudiera ser raptado de la Santa Sede y que, mediante manejos del Quirinal, se lo robaran en cierto modo a toda la cristiandad es un problema muy espinoso que no tengo la temeridad de plantear. Pero es un hecho histórico que, a finales del año 1893, corrió tal rumor. Consta que un buen número de almas devotas se llenaron de inquietud por ello. Algunos periódicos hablaron tímidamente del caso: les hicieron callar. Un folleto sobre el asunto apareció en Saint-Malo[2], pero lo retiraron en seguida. Y es que ni al partido francmasón le convenía que se difundiera la relación de semejante villanía, ni el partido católico se atrevía —o se resignaba— a patrocinar las colectas que se organizaron inmediatamente con tal motivo. Muchas debieron ser las almas piadosas que exprimieron su bolsa (se calcula en casi medio millón la cantidad recogida o dispersa en esta ocasión), pero quedaba en duda si todos los que recibían los fondos eran verdaderos devotos o si, a veces, no se trataba de estafadores. Lo cierto es que, para llevar a cabo aquella colecta, y a falta de convicción religiosa, se necesitaba una audacia, una habilidad, un tacto, una elocuencia, una penetración de los hombres y de los hechos y una salud de las que sólo podían presumir cienos mocetones como Protos, el antiguo compañero de Lafcadio. Advierto al lector honradamente: es él quien hoy se presenta con el aspecto y nombre de canónigo de Virmontal.
La condesa, resuelta a no volver a despegar los labios, a no cambiar de actitud, ni siquiera de expresión antes de llegar al fondo del secreto, escuchaba imperturbable al falso sacerdote cuyo aplomo se afianzaba poco a poco. Se había levantado y recorría la habitación a grandes zancadas. Para preparar mejor el terreno, empezaba a contar el asunto, si no precisamente desde sus comienzos (¿acaso no era de siempre el conflicto esencial entre la Logia y la Iglesia?), sí al menos remontándose a ciertos hechos con los que se había declarado la flagrante hostilidad. Primero había invitado a la condesa a recordar las dos cartas escritas por el Papa en diciembre de 1892, una dirigida al pueblo italiano y la otra a los obispos en particular, poniendo en guardia a los católicos contra los manejos de los masones. A continuación, como a la condesa le fallaba la memoria, había tenido que retroceder aun más y recordar cómo se erigió la estatua de Giordano Bruno, por decisión del presidente Crispi, a cuyas espaldas se había disimulado hasta entonces la Logia. Había contado cómo se ofendió Crispi cuando el Papa rechazó sus proposiciones y se negó a negociar con él (y con la palabra «negociar», ¿no había que entender: llegar a un arreglo, someterse?). Había descrito aquella trágica jornada: los dos bandos tomando posición; los masones quitándose al fin la máscara y —mientras el cuerpo diplomático acreditado en la Santa Sede se presentaba en el Vaticano manifestando así tanto su desprecio por Crispi como su veneración por nuestro Santo Padre ultrajado— la Logia, con sus banderas al viento, en la plaza Campo dei Fiori, donde se alzaba el ídolo provocador aclamando al ilustre blasfemo.
—En el consistorio que se celebró poco después, el treinta de junio de mil ochocientos ochenta y nueve —continuó hablando de pie y apoyándose ahora en el velador con los dos brazos hacia adelante, inclinado hacia la condesa—, León XIII dio libre curso a su vehemente indignación. Su protesta se oyó en la tierra entera. ¡Y toda la cristiandad tembló al oírle hablar de marcharse de Roma! ¡Marcharse de Roma, he dicho!… Todo esto, señora condesa, ya lo sabe usted; usted lo ha sufrido y lo recuerda como yo.
Continuó su relato:
—Por fin, Crispi fue derrocado… ¿Podría ya la Iglesia respirar? En diciembre de mil ochocientos noventa y dos el Papa escribía, pues, esas dos cartas. Señora…
Volvió a sentarse, acercó bruscamente su sillón al canapé y asiendo el brazo de la condesa dijo:
—Al mes, el Papa era encarcelado.
Como la condesa se obstinaba en permanecer callada, el canónigo soltó su brazo y continuó con un tono más reposado:
—No trataré de conmoverla, señora, hablándole de los sufrimientos de un cautivo: el corazón de una mujer siempre está dispuesto a conmoverse con el espectáculo del infortunio. Me dirijo a su inteligencia, condesa, y le invito a considerar el desamparo en que a nosotros, cristianos, nos ha sumido la desaparición de nuestro jefe espiritual.
Una ligera arruga se dibujó en la pálida frente de la condesa.
—No tener Papa es espantoso, señora. Pero no acaba ahí: tener un falso Papa es más espantoso aún. Porque, para disimular su crimen, ¿qué digo?, para hacer que la Iglesia se desmorone por dentro y se entregue, la Logia ha instalado en el trono pontificio, en lugar de León XIII, a un agente del Quirinal, a un maniquí que se parece a su santa víctima, a un impostor a quien, por no perjudicar al verdadero Papa, hemos de fingir acatamiento y ante el que, en fin, ¡qué vergüenza!, se ha inclinado la cristiandad entera durante el jubileo.
Al decir estas palabras, el pañuelo que retorcía entre sus manos se desgarró.
—El primer acto del falso Papa fue esa encíclica harto famosa, la encíclica dirigida a Francia, que aún hace sangrar el corazón de todo francés digno de tal nombre. Sí, sí, sé muy bien, señora, cuánto sufrió su gran corazón de condesa al oír cómo la Santa Iglesia abandonaba la sacrosanta causa de la monarquía; cómo el Vaticano, insisto, aplaudía a la República. ¡Ay! Tranquilícese, señora; tenía usted razón al asombrarse. ¡Tranquilícese, señora condesa! ¡Pero piense cuánto ha sufrido el Santo Padre cautivo al oír a aquel agente impostor proclamarlo republicano!
Y luego, echándose hacia atrás con una risa ahogada en sollozos, continuó:
—¿Y qué pensó usted, condesa de Saint-Prix, qué pensó cuando, como corolario de aquella cruel encíclica, el Papa concedió una audiencia al redactor del Petit Journal? ¡Del Petit Journal, señora condesa! ¡Vamos! ¡León XIII y el Petit Journal! Ya ve usted que es imposible. ¡Algo en su noble corazón habrá clamado que aquello era falso!
—Pero —exclamó la condesa sin poder aguantar más— ¡eso hay que gritárselo al mundo entero!
—¡No, señora! ¡Nos lo tenemos que callar! —atronó formidable el sacerdote—. Nos lo tenemos que callar por ahora. Debemos callárnoslo para poder actuar.
Tras estas palabras, se disculpó con voz súbitamente quejumbrosa:
—Ya ve usted que le hablo como a un hombre.
—Tiene usted razón, padre. Hablaba usted de actuar. Dígame en seguida: ¿qué ha decidido usted?
—¡Ah! Bien sabía yo que encontraría en usted esa noble impaciencia viril, digna de la sangre de los Baraglioul. Pero en este caso, por desgracia, no hay nada más temible que un celo intempestivo. Si unos pocos elegidos se hallan hoy informados de crímenes tan odiosos, nos es indispensable, señora, contar con su absoluta discreción, con su plena y entera sumisión a las indicaciones que se les darán cuando sea oportuno. Actuar sin nosotros es actuar contra nosotros. Y además de la reprobación eclesiástica en que pudiera incurrir —más aún, la excomunión incluso—, toda iniciativa individual tropezará con los mentís categóricos y tajantes de nuestro partido. Se trata de una cruzada, señora, sí, pero de una cruzada oculta. Perdóneme que insista en este punto, pero el cardenal me ha encargado de manera especialísima que así se lo advierta, ya que él prefiere ignorar todo lo que al asunto se refiera y, si alguien le habla de ello, hasta dirá que no comprende de qué se trata. El cardenal ha decidido hacer como si no me hubiera visto, y de igual manera, si más tarde los acontecimientos hacen que usted y yo nos encontremos, quede bien claro que no nos hemos hablado nunca. Ya reconocerá nuestro Santo Padre a sus auténticos servidores.
Un poco defraudada, la condesa arguyo tímidamente:
—¿Qué hacer, entonces?
—Actuamos, señora, actuamos; no tema. Y hasta estoy autorizado a revelarle en parte nuestro plan de campaña.
Se arrellanó en el sillón, de cara a la condesa, que ahora había alzado las manos hacia su rostro y se quedaba inmóvil, con el busto inclinado hacia adelante, los codos en las rodillas, la barbilla en la palma de las manos.
Empezó diciendo que el Papa no estaba encerrado en el Vaticano. Probablemente estaba en el Castillo de Sant’Angelo que, como ya sabría la condesa, comunicaba con el Vaticano por un pasadizo subterráneo. Sin duda no sería demasiado difícil sacarlo de aquella mazmorra, a no ser por el miedo casi supersticioso que le tenían los carceleros a la masonería, aunque su corazón estuviera con la Iglesia. Y con esto contaba la Logia: el secuestro del Santo Padre era un ejemplo que tenía a las almas aterrorizadas. Ninguno de los carceleros accedía a prestar su ayuda mientras no le dieran lo suficiente para marcharse lejos, donde poder vivir a salvo de los perseguidores. Importantes sumas habían entregado a tal efecto personas devotas y de notoria discreción. Sólo quedaba un obstáculo por salvar, pero que exigía mayor esfuerzo que todos los demás juntos. Porque aquel obstáculo era un príncipe, encargado de la custodia de León XIII.
—¿Recuerda usted, señora condesa, el misterio que aún envuelve la doble muerte del archiduque Rodolfo, príncipe heredero del Imperio austro-húngaro, y de su joven esposa, que se encontró agonizante a su lado, María Wettsyera, sobrina de la princesa Grazzioli, con la que acababa de contraer matrimonio? ¡Suicidio!, dijeron. La pistola se encontraba allí tan sólo para engañar a la opinión pública. La verdad es que los dos fueron envenenados. Locamente enamorado, ¡ay!, de María Wettsyera, un primo de su marido el gran duque, y gran duque también, no había soportado verla casada con otro… Después de aquel abominable crimen, Jean-Salvator de Lorraine, hijo de Marie-Antoinette, gran duquesa de Toscana, abandonaba la corte de su pariente el emperador Francisco José. Sabiéndose descubierto en Viena, fue a denunciarse ante el Papa, a implorarle, a conmoverlo. Obtuvo el perdón. Pero so pretexto de penitencia, Monaco —el cardenal Monaco La Valette— lo encerró en el Castillo de Sant’Angelo, en donde gime desde hace tres años.
El canónigo había contado todo aquello con un tono de voz más bien uniforme. Hizo una pausa y después, dando un golpecito con el pie en el suelo, concluyó:
—Él es a quien Monaco ha nombrado carcelero mayor de León XIII.
—¿Cómo? ¿El cardenal? —exclamó la condesa—. ¿Pero puede un cardenal ser francmasón?
—¡Por desgracia! —dijo el canónigo pensativo—. La Logia se ha infiltrado con fuerza en la Iglesia. Ya se imaginará usted, señora condesa, que si la Iglesia hubiera podido defenderse, nada de todo esto hubiera sucedido. La Logia no habría conseguido apoderarse de la persona de nuestro Santo Padre a no ser por la connivencia de algunos secuaces muy influyentes.
—¡Pero eso es horroroso!
—¿Qué más podría decirle, señora condesa? Jean-Salvator creía ser un prisionero de la Iglesia cuando en realidad lo era de los masones. Ahora no accede a actuar por la salvación de nuestro Santo Padre si, a la vez, no le es posible a él escaparse; y la única escapatoria es irse muy lejos, a un país donde la extradición no sea posible. Exige doscientos mil francos.
Al oír aquellas palabras, Valentine de Saint-Prix, que desde hacía un momento estaba apoyada en el respaldo y con los brazos caídos, echó hacia atrás la cabeza, lanzó un débil gemido y perdió el conocimiento. El canónigo se lanzó hacia ella.
—Tranquilícese, señora condesa —le dijo, dándole palmaditas en las manos—. ¡La cosa no es tan grave! —y le ponía el frasco de sales debajo de la nariz—. De esos doscientos mil francos, ya tenemos ciento cuarenta —la condesa abría un ojo—. La duquesa de Lectoure sólo nos ha dado cincuenta: quedan sesenta por reunir.
—Los tendrá usted —murmuró casi sin voz la condesa.
—Condesa, la Iglesia no dudaba de usted.
Se levantó, muy grave, casi solemne y, tras unos instantes, dijo:
—Condesa de Saint-Prix, tengo la confianza más absoluta en su generosa promesa, pero piense en las dificultades sin nombre que van a acompañar, a dificultar, a impedir acaso la entrega de esa cantidad. Insisto: usted debe olvidar que la ha dado. Y yo he de estar dispuesto a negar que la he recibido. Ni siquiera estoy autorizado a hacerle un recibo… Por prudencia sólo puedo recibirla de mano a mano, de su mano a la mía. Estamos vigilados. Es posible que se comente mi presencia en esta casa. ¿Podemos estar seguros del criado? Piense en la elección del conde de Baraglioul; no debo volver otro día.
Y como después de aquellas palabras permanecía allí, plantado en el suelo, sin moverse ni hablar, la condesa comprendió.
—Pero padre, como ya se imaginará usted, no tengo aquí esa cantidad tan elevada. Y hasta…
El sacerdote se impacientaba levemente y ella no se atrevió a añadir que necesitaría algún tiempo para reuniría (porque, en realidad, esperaba no tener que desembolsarla ella sola). Murmuró:
—¿Qué podríamos hacer? —y al ver que la expresión del canónigo se volvía cada vez más amenazadora, añadió—: Arriba tengo algunas joyas…
—¡Señora, por Dios! Las joyas son recuerdos. ¿Me imagina usted haciendo de chamarilero? ¿Y cree que voy a arriesgarme a despertar sospechas al intentar que me las paguen bien? Eso sería comprometerla a usted, y a la vez a nuestra empresa.
Su voz grave se iba tornando insensiblemente áspera y violenta. La de la condesa temblaba ligeramente.
—Espere un instante, señor canónigo; voy a ver lo que tengo en mis cajones.
Bajó en seguida con unos billetes azules medio arrugados en su mano crispada.
—Por fortuna, acabo de cobrar unos arrendamientos. Puedo entregarle ahora dos mil quinientos francos.
El canónigo se encogió de hombros.
—¿Y qué quiere usted que haga yo con eso?
Y con amargo desprecio, con noble ademán, apartaba a la condesa.
—No, señora, no; no aceptaré esos billetes. No los aceptaré más que con los restantes. Las personas enteras exigen lo entero. ¿Cuándo podrá usted entregarme la totalidad?
—¿Cuánto tiempo me deja usted?… ¿Ocho días?… —preguntó la condesa, que pensaba emprender una colecta.
—Condesa de Saint-Prix, ¿es posible que la Iglesia se haya equivocado? ¡Ocho días! Sólo le diré esto:
EL PAPA ESTÁ ESPERANDO
Y luego levantó los brazos al cielo.
—¡Cómo! ¿Tiene usted el insigne honor de disponer de su libertad y se hace esperar? Tema, señora, tema que Dios, cuando le llegue a usted la hora suprema, no haga esperar de igual manera a su alma insuficiente a las puertas del paraíso.
Se tornaba amenazador, terrible. Luego, bruscamente, se llevó los labios al crucifijo de un rosario y se recogió en una breve oración.
—Por lo menos, mientras escribo a París y me contestan —gimió la condesa, confusa.
—¡Ponga un telegrama! Que su banquero abone los sesenta mil francos al Crédit Foncier de París que, a su vez, telegrafiará al Crédit Foncier de Pau para que le abone a usted la cantidad inmediatamente. Es sencillísimo.
—Tengo algún dinero depositado en Pau —se atrevió a decir la condesa.
—¿En un banco?
—En el Crédit Foncier, precisamente.
Entonces llegó al colmo de la indignación.
—¡Ay, señora! ¿Por qué tantos rodeos para decírmelo? ¿Ésa es la diligencia que manifiesta? ¿Qué diría usted ahora si me negara a admitir su ayuda?
Luego, paseando por la habitación con las manos cruzadas en la espalda, y como predispuesto en adelante contra todo cuanto pudiera escuchar, comentó:
—Eso es más que tibieza —y manifestaba su repugnancia chasqueando con la lengua repetidas veces—, es casi doblez.
—Padre, por favor…
Durante algunos instantes, el sacerdote continuó paseándose con las cejas fruncidas, inflexible. Por fin, dijo:
—Ya sé que usted conoce al padre Boudin, con quien he de comer hoy —sacó el reloj—… y voy a llegar tarde. Extienda un cheque a su nombre: él cobrará en mi lugar los sesenta billetes y me los entregará luego. Cuando usted lo vea, dígale sencillamente que era «para la capilla expiatoria»; es un hombre discreto, que no se complica la vida y no insistirá. ¡Vamos! ¿Qué está usted esperando?
La condesa, postrada en el canapé, se incorporó, fue como a rastras hacia un pequeño escritorio, lo abrió, sacó un talonario alargado, verde oliva y llenó una de sus hojitas con su letra picuda.
—Discúlpeme por haber sido un poco brusco hace un momento, señora condesa —dijo el sacerdote con voz más suave y cogiendo el cheque que ella le daba—. ¡Pero se trata de algo tan importante!
Después, metiéndose el cheque en un bolsillo interior, le dijo:
—Sería impiedad darle las gracias, ¿no es cierto? Aunque fuera en nombre de Aquél en cuyas manos no soy más que un indigno instrumento.
Ahogó un breve sollozo con su pañuelo, pero se recuperó en seguida y, dando un discreto talonazo, murmuró con rapidez unas palabras en una lengua extranjera.
—¿Es usted italiano? —preguntó la condesa.
—¡Español! La sinceridad de mis sentimientos ya lo dice.
—Pero no su acento. Realmente habla usted francés con una pureza…
—Es usted muy amable, señora condesa. Perdone que me despida de usted de una forma tan brusca. Gracias a nuestro arreglito, podré llegar esta misma tarde a Narbonne, donde me espera el arzobispo con gran impaciencia. ¡Adiós!
Había tomado las manos de la condesa entre las suyas y la miraba fijamente, con el busto echado hacia atrás.
—Adiós, condesa de Saint-Prix —y se puso luego el dedo en los labios—. Y recuerde que una sola palabra suya puede echarlo todo a perder.
Apenas había salido, cuando la condesa corría hacia el cordón de la campanilla.
—Amelia, dígale a Pedro que tenga preparada la calesa después de comer para ir a la ciudad. ¡Ah! Un momento… Que Germán coja la bicicleta y le lleve inmediatamente a la señora de Fleurissoire la nota que voy a darle.
E inclinándose sobre el escritorio que había quedado abierto, escribió:
Querida amiga:
Iré luego a verla. Espéreme a eso de las dos. Tengo que contarle algo muy grave. Haga lo posible para que estemos solas.
Firmó, metió la nota en un sobre, lo cerró y se lo dio a Amelia.
2
La señora de Amadeo Fleurissoire —cuyo apellido de soltera era Péterat—, hermana menor de Verónica Armand-Dubois y de Margarita de Baraglioul, respondía al nombre estrafalario de Árnica. Filiberto Péterat, botánico bastante célebre en tiempos del Segundo Imperio, a causa de sus desgracias conyugales, había prometido, desde su juventud, poner nombres de flores a los hijos que tuviera. Algunos amigos encontraron un poco raro el nombre de Verónica con que bautizó a la primera. Pero, cuando ante el nombre de Margarita oyó insinuar que flaqueaba, que cedía a la opinión de los demás, que caía en lo banal, se sublevó de pronto y decidió propinar a su tercer retoño un nombre tan resueltamente botánico que les cerraría el pico a todos los maledicentes.
Poco después del nacimiento de Árnica, Filiberto, de carácter cada vez más agrio, se separó de su mujer, dejó la capital y fue a instalarse en Pau. Su mujer pasaba el invierno en París, pero en cuanto llegaba el buen tiempo volvía a Tarbes, su ciudad natal, en donde recibía a sus dos hijas mayores en un viejo caserío familiar.
Verónica y Margarita repartían a medias el año entre Tarbes y Pau. En cambio la pequeña Árnica, menospreciada por sus hermanas y por su madre, un poco bobalicona —es verdad— y más conmovedora que bonita, se quedaba con su padre tanto en invierno como en verano.
La mayor alegría de la niña consistía en ir a buscar plantas con su padre al campo. Pero, a menudo, el maniático, cediendo a su amargo talante, la dejaba plantada y se marchaba solo para dar una larga caminata, volvía reventado y, después de cenar, se metía en la cama sin darle a su hija la limosna de una sonrisa o de una palabra. Tocaba la flauta en sus horas poéticas, repitiendo machaconamente las mismas musiquillas. Se pasaba el resto del tiempo haciendo minuciosos dibujos de flores.
Una criada vieja, apodada Reseda, que cocinaba y cuidaba de la casa, tenía a la niña a su cargo y le enseñó lo poco que ella misma sabía. Con este sistema, a los diez años, Árnica apenas sabía leer. Los comentarios de la gente hicieron que Filiberto abriera por fin los ojos: envió a Árnica al pensionado de la viuda de Semène, que inculcaba algunas elementales nociones a una docena de niñas y a varios chiquillos.
Árnica Péterat, cándida e indefensa, no había imaginado hasta aquel día que su nombre pudiera hacer reír. El día en que ingresó en la pensión, se dio cuenta bruscamente de lo ridículo que era: la ola de burlas la dobló como a un alga lenta; se ruborizó, se puso pálida, lloró; y Mme. Semène, al imponer un castigo colectivo a la clase por comportamiento incorrecto, tuvo la torpe virtud de cargar al punto de animosidad las carcajadas que habían empezado sin mala intención.
Larguirucha, blandengue, anémica y atontada, Árnica permanecía con los brazos colgando en medio de la pequeña aula y, a pesar de las amonestaciones, la clase rompió a reír aun más fuerte que antes, cuando Mme. Semène le indicó:
—En el tercer banco de la izquierda, señorita Péterat.
¡Pobre Árnica! Ante ella, la vida ya no era más que una avenida sombría bordeada de rechiflas y de ultrajes. Afortunadamente, Mme. Semène no permaneció insensible ante su desamparo y la pequeña pudo pronto encontrar asilo en el regazo de la viuda.
A Árnica le gustaba más quedarse en la pensión después de las clases que volver a su casa, donde no era seguro que estuviese su padre; Mme. Semène tenía una hija, siete años mayor que Árnica, algo jorobada pero simpática. Con la esperanza de encontrarle marido, Mme. Semène organizaba reuniones los domingos por la tarde e incluso fiestecillas dominicales dos veces al año, con recitales de poesía y baile. A ellas acudían —por agradecimiento— algunas de sus antiguas alumnas acompañadas de sus padres y —por aburrimiento— algunos jovenzuelos sin dinero y sin porvenir. A todas aquellas reuniones asistió Árnica, flor sin relieve, borrosa de tan discreta y que, sin embargo, no pasaría inadvertida.
Cuando, a los catorce años, perdió Árnica a su padre, Mme. Semène recogió a la huérfana, a quien, a partir de entonces, sus hermanas, bastante mayores que ella, sólo fueron a ver de tarde en tarde. Durante una de aquellas visitas, precisamente, conoció Margarita al que, dos años más tarde, habría de ser su marido. Julius de Baraglioul, que a la sazón contaba veintiocho años de edad, veraneaba en casa de su abuelo Robert de Baraglioul, que —como antes hemos dicho— se había instalado en los alrededores de Pau, poco después de que Francia anexionara el ducado de Parma.
La brillante boda de Margarita (pues el caso era que las señoritas Péterat no estaban desprovistas de fortuna) la hacía aun más distante para los ojos deslumbrados de su hermana Árnica; comprendía que jamás un conde, un Julius, vendría a inclinarse hacia ella para aspirar su perfume. En fin, le tenía envidia a su hermana por haber podido librarse de aquel nombre tan desagradable: Péterat. El nombre de Margarita era encantador. ¡Qué bien sonaba con de Baraglioul! Por desgracia, ¿con qué apellido podría asociarse el nombre de Árnica para dejar de ser ridículo?
Como le repelía lo positivo, su alma inmadura y mortificada se refugiaba en la poesía. A los dieciséis años, llevaba enmarcando su pálido rostro, aquellos tirabuzones que se llamaban repentirs, y sus ojos azules y soñadores se abrían con asombro junto a su pelo negro. Su voz no era áspera, aunque tampoco bien timbrada. Leía versos y se esforzaba por escribirlos. Consideraba poético todo cuanto se le escapaba de la vida.
A las reuniones de Mme. Semène asistían dos jóvenes unidos por una tierna amistad desde la infancia. Uno de ellos, encorvado aunque no era alto, antes flaco que delgado, de cabellos más bien desvaídos que rubios, de nariz orgullosa y de mirada tímida, era Amadeo Fleurissoire. El otro, grueso y achaparrado, de pelo negro e hirsuto, de frente estrecha, tenía la extraña costumbre de llevar constantemente la cabeza inclinada hacia el hombro derecho, la boca abierta y la mano derecha tendida hacia delante: tal es el retrato de Gastón Blafaphas. El padre de Amadeo era marmolista, constructor de mausoleos y comerciante de coronas fúnebres; Gastón era hijo de un importante farmacéutico.
(Por extraño que pueda parecer, el nombre de Blafaphas es muy corriente en los pueblos de las estribaciones pirenaicas, aun cuando se escriba de varias formas. Así, sólo en el pueblo de Sta…, a donde fue el que esto escribe para examinar, pudo ver que había un Blafaphas notario, un Blafafaz peluquero, un Blaphaface carnicero, que, al interrogarles, no reconocían entre sí ningún origen común y hasta cada cual miraba con cierto desprecio la manera inelegante de escribir el nombre de los otros dos. Pero estas observaciones filológicas no pueden interesar más que a un reducido sector de lectores).
¿Qué hubieran hecho Fleurissoire y Blafaphas uno sin el otro? Difícil es imaginarlo. En los recreos del Instituto se les veía siempre juntos: constantemente rodeados de burlas, se consolaban dándose ánimos para soportarlas con paciencia. Les llamaban los Blafafoires. Su amistad era para cada uno de ellos la única arca de salvación, un oasis en el despiadado desierto de la vida. En cuanto uno de ellos tenía alguna alegría, quería compartirla con el otro. Mejor dicho: sólo era alegría para uno lo que compartía con el otro.
A pesar de su desconcertante asiduidad, los Blafafoires eran alumnos mediocres, radicalmente refractarios a todo lo que fuera cultura, y hubieran sido siempre los últimos de la clase a no ser por la ayuda de Eudoxio Lévichon, quien, a cambio de pequeñas remuneraciones, les corregía y hasta les hacía los deberes. El citado Lévichon era el hijo menor de uno de los principales joyeros de la ciudad. (Veinte años atrás, poco después de su matrimonio con la hija única del joyero Cohen —en la época en que, gracias a la prosperidad de su negocio, dejaba los barrios bajos de la ciudad para residir no lejos del casino—, el joyero Albert Lévy creyó conveniente unir y aglutinar los dos nombres, igual que unían las dos casas).
Blafaphas era fuerte, mientras que Fleurissoire era de complexión delicada. Al llegar la pubertad, el semblante de Gastón se llenó de sombras: parecía como si la savia fuera a llenarle de pelos todo el cuerpo. En cambio, la epidermis más susceptible de Amadeo se sublevaba, se inflamaba, se llenaba de granos como si los pelos hicieran remilgos para salir. El padre de Blafaphas recomendó depurativos y, todos los lunes, Gastón traía en su cartera un frasco de jarabe antiescorbútico que le daba a escondidas a su amigo. También utilizaron pomadas.
Por entonces cogió Amadeo el primer catarro; catarro que, a pesar del benigno clima de Pau, no cedió en todo el invierno y le dejó una fastidiosa propensión a enfermar de los bronquios. Aquello dio a Gastón nuevos motivos para prodigarle atenciones: colmaba a su amigo de regaliz, de caramelos de azofaiza, de liquen y de pastillas pectorales a base de eucalipto que fabricaba su propio padre según la receta de un cura viejo. Amadeo, que se acatarraba con facilidad, tuvo que resignarse a no salir nunca sin bufanda.
Amadeo no tenía más ambición que seguir con el negocio de su padre. Gastón, en cambio, a pesar de su apariencia indolente, no carecía de iniciativa. Ya cuando estudiaba en el Instituto, se entretenía con pequeños inventos, más bien recreativos, a decir verdad: un atrapamoscas, un pesacanicas, un cerrojo de seguridad para su pupitre que, por lo demás, como su corazón, no encerraba ningún secreto. Por inocentes que fueran las primeras aplicaciones de su industria, le llevaron, sin embargo, a investigaciones más serias a las que más adelante se dedicó, y cuyo primer resultado fue el invento de aquella «pipa fumívora higiénica para fumadores delicados del pecho y para todos en general», que estuvo expuesta mucho tiempo en el escaparate de la farmacia.
Amadeo Fleurissoire y Gastón Blafaphas se enamoraron a la vez de Árnica: era fatal. Cosa admirable: aquella pasión naciente, que sin tardar se confesaron mutuamente, lejos de separarlos, estrechó aun más sus lazos. Y lo cierto es que Árnica nunca les dio, ni a uno ni a otro, muchos motivos de celos. Ninguno de los dos, en fin, se le había declarado, ni Árnica hubiera imaginado nunca su pasión pese al temblor de sus voces cuando, en aquellas tardes de domingo en casa de Mme. Semène a las que acudían, les ofrecía jarabe, hierbabuena o manzanilla. Y ambos, al volver por la noche, celebraban su discreción y su encanto, se inquietaban por su palidez, se enardecían…
Decidieron declararse los dos juntos la misma tarde, y luego acatar su elección. Árnica, novicia en el amor, dio gracias al cielo con toda la sencillez de su corazón embargado de sorpresa. Rogó a los dos pretendientes que le dieran tiempo para pensarlo.
A decir verdad, no se inclinaba ni hacia el uno ni hacia el otro y sólo se interesaba por ellos al ver que se interesaban por ella cuando ya había perdido la esperanza de interesar jamás a nadie. Durante seis semanas, cada vez más perpleja, se embriagó dulcemente con las atenciones de sus pretendientes paralelos. Y mientras que, en sus paseos nocturnos, los Blafafoires sopesaban mutuamente sus progresos y se contaban largo y tendido, sin rodeos, las más mínimas palabras, las miradas, las sonrisas con que ella los había favorecido, Árnica, encerrada en su habitación, escribía en unos papelitos que después quemaba cuidadosamente con la llama de la vela, y repetía sucesivamente una y otra vez: ¿Árnica Blafaphas?… ¿Árnica Fleurissoire?…, incapaz de decidirse entre lo atroz de aquellos dos nombres.
Al fin, de repente, un día de baile, escogió a Fleurissoire. ¿Acaso no acababa Amadeo de llamarla Arníca, con acento en la penúltima sílaba de su nombre de una forma que le pareció italiana? (Fue sin intención, por lo demás, arrastrado sin duda por el piano de Mme. Semène que ritmaba el ambiente en aquel momento). El nombre de Árnica, su propio nombre, le resultó de repente lleno de una música imprevista, capaz de expresar también poesía y amor… Estaban los dos solos en un cuartito de estar al lado del salón y tan cerca uno de otro que, cuando Árnica, desfallecida, inclinó su cabeza cargada de agradecimiento, su frente tocó el hombro de Amadeo, el cual entonces, muy digno, tomó la mano de Árnica y le besó la punta de los dedos.
Cuando al volver, anunció Amadeo su dicha a su amigo, Gastón, contra su costumbre, no dijo nada y, al pasar delante de un farol, le pareció a Fleurissoire que estaba llorando. Por muy grande que fuera la ingenuidad de Amadeo, ¿podía acaso imaginar que su amigo iba a compartir su dicha hasta aquel extremo? Desconcertado, corrido, estrechó a Blafaphas en sus brazos (la calle estaba desierta) y le juró que, por muy grande que fuera su amor, su amistad era aún mayor y no consentiría que disminuyera lo más mínimo por su matrimonio y, en fin, antes que ver sufrir a Blafaphas de celos, estaba dispuesto a prometerle, por su felicidad, que jamás haría uso de sus derechos conyugales.
Ni Blafaphas ni Fleurissoire eran de temperamento muy fogoso; sin embargo Gastón, a quien la virilidad preocupaba un poco más, se calló y dejó que Amadeo hiciera su promesa.
Poco tiempo después de la boda de Amadeo, Gastón, que para consolarse se había entregado de lleno al trabajo, descubrió el Cartón plástico. El primer resultado de este invento, que al principio parecía banal, fue el dar un nuevo impulso a la amistad, un tanto enfriada, de Lévichon por los Blafafoires. Eudoxio Lévichon presintió en seguida el provecho que la imaginería podría sacar de aquella materia nueva, a la que empezó por bautizar, con notable sentido de la oportunidad, Cartón romano[3]. La casa Blafaphas, Fleurissoire y Lévichon quedó fundada.
Se emprendió el negocio con un capital declarado de sesenta mil francos y los Blafafoires participaban modestamente con diez mil entre los dos. Lévichon aportaba generosamente los cincuenta restantes, pues no había admitido que sus amigos se empeñasen. Verdad es que de esos cincuenta mil francos, cuarenta los había prestado Fleurissoire, sacándolos de la dote de Árnica, y reintegrables en diez años, con un interés compuesto del 41/2%, cosa que representaba más de lo que Árnica hubiera podido esperar, y que ponía la pequeña fortuna de Amadeo al abrigo de los grandes riesgos que aquella empresa no podía dejar de correr. En cambio, los Blafafoires aportaban el apoyo de sus relaciones y las de los Baraglioul. Es decir que, cuando el Cartón romano se acreditó, gozaron de la protección de numerosos miembros influyentes del clero, que (además de hacer algunos importantes encargos) convencieron a muchas parroquias pequeñas de que se dirigiesen a la casa F. B. L. con el fin de responder a las crecientes necesidades de los fieles, ya que la educación artística, cada vez más perfecta, exigía obras más finas que aquéllas con las que hasta ahora se había contentado la tosca fe de nuestros mayores. Gracias a esto, algunos artistas de mérito reconocido por la Iglesia, incorporados a la obra de Cartón romano, pudieron por fin ver sus obras aceptadas por el jurado del Salón. Dejando en Pau a los Blafafoires, Lévichon se estableció en París, donde, gracias a su mundología, la casa adquirió en seguida considerable extensión.
¿Qué más natural que la condesa Valentine de Saint-Prix tratara de interesar, por medio de Árnica, a la casa Blafaphas y Cía. en la causa secreta de la liberación del Papa, y que confiara en la mucha devoción de los Fleurissoire para recuperar una parte del dinero que había adelantado? Por desgracia, los Blafafoires, por lo poco que habían invertido al emprender el negocio, cobraban muy poco: dos duodécimas partes de los ingresos reconocidos y nada en absoluto de los demás. Eso era lo que ignoraba la condesa, ya que Árnica, como Amadeo, era muy reservada en lo tocante al bolsillo.
3
—¡Mi querida señora! ¿Qué ocurre? Su carta me ha alarmado.
La condesa se dejó caer en el sillón que le acercaba Árnica.
—¡Ay, Madame Fleurissoire…! Bueno, déjeme llamarla «querida amiga»… Esta pena, que también a usted le concierne, nos acerca. ¡Ay, si usted supiera!
—¡Cuénteme, cuénteme! No me haga esperar más.
—Pero la cosa de la que acabo de enterarme y que le voy a decir ha de quedar secreta entre nosotras.
—Nunca he defraudado la confianza de nadie —dijo con voz doliente Árnica, a quien nadie había confiado aún secreto alguno.
—No va usted a creerme.
—¡Sí, sí! —gemía Árnica.
—¡Ay! —gemía la condesa—. Óigame, ¿tendría la bondad de prepararme una taza de algo…? Me siento desfallecer.
—¿Quiere usted hierbabuena?, ¿tila?, ¿manzanilla?
—Cualquier cosa… Té, mejor… Al principio, me parecía mentira…
—Hay agua hirviendo en la cocina. En seguida estará listo su té.
Y mientras Árnica se afanaba, los ojos interesados de la condesa examinaban el salón. Reinaba en él una modestia descorazonadora. Silla de reps verde, un sillón de terciopelo granate, otro de tapicería ordinaria, en el que estaba sentada; una mesa, una consola de caoba; delante del hogar, un felpudo de lana; encima de la chimenea, y a ambos lados de un reloj de alabastro metido en un fanal, dos jarrones grandes de alabastro con calados, cubiertos también por fanales; en la mesa, un álbum de fotografías familiares, encima de la consola, una imagen de Nuestra Señora de Lourdes dentro de su gruta, de Cartón romano, modelo reducido. Todo aquello desanimaba a la condesa y le restaba esperanzas.
Al fin y al cabo, quizá fueran falsos pobres, avarientos…
Árnica volvía con la tetera, el azúcar y una taza en una bandeja.
—¡Cuánto la estoy molestando!
—¡No, por Dios…! Pero prefería hacerlo antes, por si después me faltaba ánimo.
—Bueno, verá usted —empezó Valentine en cuanto se hubo sentado Árnica—. El Papa…
—¡No! ¡No me diga! —exclamó inmediatamente Mme. Fleurissoire deteniéndola con la mano extendida; luego, con un grito ahogado, se echó hacia atrás con los ojos cerrados.
—¡Pobre amiga mía!, ¡pobrecilla! —decía la condesa dándole palmaditas en la muñeca—. Ya sabía yo que este secreto estaría por encima de sus fuerzas.
Por fin, Árnica abrió un ojo y murmuró tristemente.
—¿Ha muerto?
Entonces, Valentine, inclinándose hacia ella, le murmuró al oído:
—Prisionero.
El estupor hizo que Mme. Fleurissoire se recuperara y Valentine empezó su largo relato, tropezando con las fechas, enredándose en la cronología; pero el hecho allí estaba, cierto, indiscutible: el Santo Padre había caído en manos de los infieles; se estaba organizando una cruzada secreta para liberarlo; y, en primer lugar, hacía falta mucho dinero para llevarla a cabo.
—¿Qué dirá Amadeo? —gemía Árnica consternada.
No regresaría hasta la noche. Había salido de paseo con su amigo Blafaphas…
—Sobre todo, encomiéndele usted bien que guarde el secreto —repitió Valentine varias veces al despedirse de Árnica—. Déme un beso, querida amiga, y ¡ánimo! —Árnica, confusa, tendía a la condesa su frente húmeda—. Mañana pasaré por aquí para saber lo que piensan ustedes hacer. Consúltelo con M. Fleurissoire, pero piense que entra en juego la Iglesia. Y ya sabe, ¡no se lo cuente más que a su marido! Prométamelo: ni una palabra, ¿verdad?, ni una palabra.
La condesa de Saint-Prix había dejado a Árnica en un estado de depresión muy cercano al desfallecimiento. En cuanto Amadeo volvió de pasear, le dijo:
—Cariño, acabo de enterarme de algo enormemente triste. El pobre Santo Padre está prisionero.
—¡No es posible! —exclamó Amadeo como quien dice «¡Bah!».
—Ya sabía yo, ya sabía yo que no me creerías.
—Pero vamos a ver, vamos a ver, cariño —replicó Amadeo quitándose el abrigo, sin el que casi nunca salía, por temor a los cambios bruscos de temperatura—. ¡Pero piensa un poco! Lo sabría todo el mundo, si se hubiera metido alguien con el Santo Padre. Vendría en los periódicos… ¿Y quién hubiera podido encarcelarlo?
—Valentine dice que ha sido la Logia.
Amadeo miró a Árnica pensando que se había vuelto loca. Sin embargo, dijo:
—¿La Logia?… ¿Qué Logia?
—¿Pero cómo quieres que yo lo sepa? Valentine ha prometido no decir nada.
—¿Y quién le ha contado todo eso?
—Me ha prohibido decirlo… Un canónigo que venía de parte de un cardenal, con una tarjeta suya…
Árnica no entendía nada de asuntos públicos y, de lo que le había contado Mme. de Saint-Prix, sólo le quedaba una idea confusa. Las palabras cautividad, encarcelamiento le ponían ante los ojos imágenes tenebrosas y semirrománticas; la palabra cruzada la exaltaba hasta lo infinito, y cuando, convencido al fin, Amadeo habló de marcharse, ella lo vio de repente con coraza y casco, a caballo… Ahora, él recorría la habitación a grandes zancadas diciendo:
—En primer lugar, dinero no tenemos. ¿Y tú crees que me contentaría con dar dinero? ¿Crees que, por privarme de algunos billetes, podría descansar tranquilo?… Pero, querida, si lo que dices es verdad, es algo espantoso, algo que no nos permite descansar. Espantoso, ¿comprendes?
—Sí, ya lo sé; espantoso… Pero, de todas formas, explícame un poco… por qué.
—¡Vamos! ¡Si tengo que ponerme a explicártelo ahora! —y Amadeo, con la frente empapada de sudor, alzaba los brazos en ademán de desaliento—. ¡No, no! —continuaba—; no es dinero lo que hay que dar en este trance: se ha de dar uno mismo. Voy a consultar con Blafaphas, a ver lo que me dice.
—Valentine de Saint-Prix me ha obligado a prometerle que no hablaríamos de esto con nadie —se atrevió a decir Árnica tímidamente.
—Blafaphas no es cualquiera; y le pediremos que guarde el más riguroso secreto.
—¿Y cómo vas a marcharte sin que la gente lo sepa?
—Sabrán que me marcho, pero no sabrán adonde voy —después, volviéndose hacia ella, con tono patético, imploró—: Árnica, querida, deja que me marche.
Árnica sollozaba. Ahora era ella la que reclamaba la ayuda de Blafaphas. Ya iba Amadeo a buscarlo, cuando apareció Blafaphas en persona, llamando antes en los cristales del salón, como de costumbre.
—¡Es la historia más curiosa que he oído en mi vida! —exclamó en cuanto le pusieron al corriente—. ¡No! ¿Quién podía esperarse una cosa semejante? —y bruscamente, antes de que Fleurissoire hubiera dicho nada sobre sus intenciones, añadió—: Amigo mío, no tenemos más que una solución: ir a Roma.
—Ya lo ves —dijo Amadeo—; es lo primero que se le ocurre.
—A mí, por desgracia, me lo impide la salud de mi pobre padre —fue lo segundo.
—Al fin y al cabo, vale más que vaya yo solo —replicó Amadeo—. Los dos juntos llamaríamos la atención.
—¿Pero vas a saber cómo arreglártelas?
Entonces Amadeo hinchó el pecho y enarcó las cejas como diciendo: «Lo haré lo mejor que pueda, ¿qué quieres que te diga?». Blafaphas insistía:
—¿Sabrás a quién dirigirte? ¿Adónde ir?… ¿Qué vas a hacer allá exactamente?
—Primero, saber qué pasa.
—Pero, en fin, ¿y si nada de eso fuera verdad?
—Pues ahí está: no puedo quedarme con la duda.
Y al instante exclamaba Gastón:
—Yo tampoco.
—Cariño, piénsalo más —decía Árnica, intentando convencerle.
—Ya está pensado. Me voy en secreto, pero me voy.
—¿Cuándo? No tienes nada preparado.
—Esta misma noche. No me hacen falta muchas cosas.
—Pero si no has viajado nunca… No vas a saber.
—Ya lo verás, pequeña. Os contaré mis aventuras —decía Fleurissoire con una risita irónica que le sacudía la nuez.
—Vas a coger un catarro, seguro.
—Me pondré tu bufanda.
Se paraba, para levantar la barbilla de Árnica con la punta del dedo índice como se hace con los bebés para que sonrían. Gastón permanecía en actitud reservada. Amadeo se le acercó:
—Cuento contigo para consultar la guía de ferrocarriles. Ya me dirás cuándo sale un buen tren para Marsella; con tercera. Sí, sí; quiero ir en tercera. En fin, prepárame un horario detallado, señalando en dónde tengo que hacer cambio de tren, y las cantinas. Hasta la frontera. Después, una vez lanzado, ya me las arreglaré y Dios me guiará hasta Roma. Me escribiréis allí, a lista de correos.
La importancia de su misión le calentaba peligrosamente los cascos. Después de marcharse Gastón, aún seguía recorriendo el salón.
—¡Que me haya sido reservado esto a mí! —murmuraba lleno de admiración y de agradecimiento enternecido. Su vida, por fin, tenía razón de ser. ¡Ay, por caridad, señora, no lo detenga usted! Hay tan pocas personas en el mundo que sepan encontrar su camino…
Lo único que consiguió Árnica fue que aún pasara aquella noche en casa. Además, Gastón había señalado, en la guía que luego trajo, el tren de las ocho de la mañana como el más conveniente.
Aquella mañana llovía copiosamente. No consintió Amadeo que Árnica ni Gastón le acompañaran a la estación. Y nadie tuvo una mirada de adiós para el cómico viajero de ojos de sábalo, con una bufanda granate al cuello, que llevaba en la mano derecha una maleta de tela gris en la que había clavado su tarjeta de visita, un paraguas viejo en la mano izquierda, una manta de cuadros verdes y castaños al brazo y que el tren se llevó hacia Marsella.
4
Por entonces, Julius de Baraglioul acudió otra vez a Roma para asistir a un Congreso de sociología. Tal vez no fuera especialmente invitado (ya que, en cuestiones sociales, más bien tenía convicciones que competencia), pero le complacía aquella ocasión de entrar en contacto con algunos hombres ilustres. Y como le venía de camino Milán, donde —como ya sabemos— habían ido a vivir los Armand-Dubois siguiendo los consejos del padre Anselmo, aprovecharía para volver a ver a su cuñado.
El mismo día en que Fleurissoire salía de Pau, Julius llamaba a la puerta de Anthime.
Entró en un miserable piso con tres habitaciones, si se puede llamar habitación a un oscuro desván en donde la propia Verónica cocía algunas verduras, su comida habitual. Una horrible placa metálica reflejaba en el interior del cuarto la luz lívida y estrecha de un patinillo. Julius, quedándose con el sombrero en la mano por no dejarlo encima del dudoso hule que cubría una mesa ovalada, y sin sentarse por horror al cuero de imitación, cogió el brazo de Anthime y exclamó:
—¡Pero, hombre, no podéis seguir aquí!
—¿Por qué me compadeces? —dijo Anthime.
Al oír las voces, acudió Verónica:
—¿Creerás, querido Julius, que no encuentra otra cosa que decir ante los atropellos y los abusos de confianza de que somos víctimas?
—¿Quién os hizo venir a Milán?
—El padre Anselmo. De todas formas, no podíamos quedarnos con el piso de Lucina.
—¿Y para qué lo necesitábamos? —dijo Anthime.
—La cuestión no es ésa. El padre Anselmo te había prometido compensaciones. ¿Sabe la pobreza en que vivís?
—Finge ignorarlo —dijo Verónica.
—Tienes que quejarte al obispo de Tarbes.
—Ya lo ha hecho Anthime.
—¿Y qué ha dicho?
—Es una persona excelente; me ha animado mucho a perseverar en mi fe.
—Pero, desde que estáis aquí, ¿no habéis acudido a nadie?
—Estuve a punto de ver al cardenal Pazzi, que se había interesado por mí y a quien escribí hace poco. Pasó, en efecto, por Milán, pero mandó a un criado para decirme…
—Que, por desgracia, un ataque de gota le impedía salir de su habitación —interrumpió Verónica.
—¡Pero esto es inconcebible! Hay que decírselo a Rampolla —exclamó Julius.
—¿Decirle qué, mi querido amigo? La verdad es que tenemos poco, pero ¿para qué queremos más? Yo estaba en el error; en mi época de prosperidad, era un pecador, estaba enfermo. Ahora estoy curado. Antes me compadecíais, era natural. Pero ya sabéis: los falsos bienes nos apartan de Dios.
—Pero, bueno, esos falsos bienes te pertenecen. Admito que la Iglesia te enseñe a despreciarlos, pero no que te prive de ellos.
—Así se habla —dijo Verónica—. ¡Cuánto me alivia oírte, Julius! Su resignación me crispa los nervios. No hay manera de hacer que se defienda. Se ha dejado desplumar como un tonto, dando las gracias a todos los que se llenaban los bolsillos, y que se los llenaban en nombre del Señor.
—Verónica, me resulta muy duro oírte hablar así. Todo lo que se hace en nombre del Señor está bien hecho.
—Si te divierte pasar por tonto…
—También a Job lo tomarían por tonto, mi querido amigo.
Entonces Verónica, volviéndose hacia Julius:
—¿Lo oyes? Pues todos los días es igual. De su boca no salen más que sermoncitos; y cuando yo estoy cansada de trajinar, después de hacer las compras, la comida y la casa, el señor cita el Evangelio, piensa que me preocupo demasiado y me aconseja que mire los lirios del campo.
—Te ayudo todo lo que puedo, mujer —continuó Anthime con voz seráfica—. Te he propuesto muchas veces, ya que ahora tengo las piernas ágiles, ir al mercado o limpiar la casa en tu lugar.
—No es cosa de hombres. Conténtate con escribir tus homilías y preocúpate sólo de que te las paguen un poco mejor —y después, con un tono cada vez más irritado (ella, antes tan sonriente) añadió—: ¿No es una vergüenza? ¡Cuando pienso en lo que ganaba en La Depêche con sus artículos impíos! Y de las pocas perras que le paga hoy Le Pélerin por sus pláticas, todavía se las arregla para dar las tres cuartas partes a los pobres.
—¡Entonces, es verdaderamente un santo…! —exclamó Julius consternado.
—¡Ay! ¡Lo que me fastidia con su santidad!… Mira, ¿sabes lo que es esto? —y se dirigió hacia un rincón oscuro de la habitación para sacar una jaula—. Son dos ratas a las que este ilustrísimo sabio sacó los ojos hace tiempo.
—¡Pero, Verónica!, ¿por qué vuelves otra vez sobre lo mismo? Tú les dabas de comer cuando yo hacía experimentos con ellas, y entonces te lo reprochaba… Sí, Julius, en mi época pecadora yo había dejado ciegos, por vana curiosidad científica, a estos pobres animales, y ahora los cuido; es lo más natural.
—Me gustaría que también la Iglesia encontrara natural el hacer por ti lo que tú haces por esas ratas, después de haberte cegado de la misma manera.
—¡Cegado, dices! ¿Eres tú quién así habla? Iluminado, hermano; iluminado.
—Te estoy hablando de lo positivo. El estado en que te dejan me resulta inadmisible. La Iglesia se comprometió contigo y es necesario que responda, por su honor y por nuestra fe —después se volvió hacia Verónica—: Si no habéis conseguido nada, tenéis que acudir a personas más importantes, cada vez más importantes. ¿Hablaba yo de Rampolla? Ahora es al mismo Papa al que quiero dirigir una petición. Al Papa, sí, que no ignora tu conversión. Merece enterarse de semejante injusticia. Mañana mismo vuelvo a Roma.
—Te quedarás a comer con nosotros, ¿no? —se arriesgó a proponer Verónica con temor.
—Disculpadme, pero no tengo el estómago muy bien —y Julius, que llevaba unas uñas muy cuidadas, se fijaba en los dedos cortos, con las uñas cuadradas, de Anthime—. Cuando vuelva de Roma estaré más tiempo, querido Anthime, y te hablaré del nuevo libro que estoy preparando.
—He vuelto a leer hace unos días El aire de las cimas y lo he encontrado mejor de lo que al principio me pareció.
—¡Peor para ti! Es un libro malogrado; ya te explicaré por qué cuando estés en disposición de oírme y de apreciar las extrañas preocupaciones que me embargan. Tengo demasiadas cosas que decir. Por hoy, punto en boca.
Se despidió de los Armand-Dubois deseándoles mucha suerte.