«Porque nunca hay que negarle el regreso a nadie».
RETZ. VIII, p. 93
1
El 30 de marzo, a medianoche, regresaron los Baraglioul a París y volvieron a instalarse en su piso de la rue de Verneuil.
Mientras Margarita se preparaba para irse a la cama, Julius, con una lamparilla en la mano y en zapatillas, penetró en su despacho, que volvía a encontrar siempre con gusto. La habitación estaba decorada con sobriedad; de las paredes colgaban varios Lépine y un Boudin; en un rincón, sobre una base giratoria, un busto de mármol de su mujer, hecho por Chapu, ponía una mancha un tanto cruda; en medio del cuarto, una enorme mesa de estilo Renacimiento, en la que se amontonaban libros, folletos y prospectos desde que se marchó; en una bandeja de mosaico esmaltado, algunas tarjetas de visita con un pico doblado y, separada de lo demás, apoyada bien a la vista contra una estatuilla de bronce de Barye, una carta en la que Julius reconoció la letra de su anciano padre. Abrió inmediatamente el sobre y leyó:
Querido hijo:
Mis fuerzas han disminuido mucho en estos últimos días. Por ciertas señales que no engañan, comprendo que ya es hora de preparar el equipaje; por lo demás, ya no puedo esperar mayor provecho de una estancia más prolongada.
Sé que vuelves a París esta noche y confío en que quieras hacerme un favor sin tardar. A fin de tomar ciertas disposiciones de las que te informaré más adelante, necesito saber si un joven llamado Lafcadio Wluiki (se pronuncia Luki; la W y la i apenas se notan) vive aún en el número doce del callejón de Claude Bernard.
Mucho te agradecería que te llegaras a esa dirección y trataras de ver al susodicho. Como novelista que eres, encontrarás fácilmente un pretexto para presentarte. Me interesa conocer:
1.º) Qué hace ese chico.
2.º) Qué piensa hacer (¿tiene ambiciones?, ¿de qué clase?).
3.º) En fin, señálame tus impresiones sobre sus posibilidades, sus facultades, sus anhelos, sus gustos…
No vengas a verme, de momento; no ando muy bien de ánimos. Puedes comunicarme estos informes por escrito. Si me entrasen ganas de charlar o si me sintiera cerca de emprender el último viaje, te llamaría.
Un abrazo,
Juste-Agénor de Baraglioul
P. S. No dejes traslucir que vas de mi parte; el joven ignora que existo y debe seguir ignorándolo.
Lafcadio Wluiki tiene ahora diecinueve años. De nacionalidad rumana. Huérfano.
He hojeado tu último libro. Si después de eso no entras en la Academia, no tienes perdón de haber escrito semejantes pamplinas.
No se podía negar: el último libro de Julius tenía mala prensa. Aunque estaba cansado, el novelista echó una mirada a los recortes de periódico en los que se citaba su nombre sin benevolencia. Luego abrió una ventana y respiró el aire brumoso de la noche. Las ventanas del despacho de Julius daban a los jardines de una embajada, estanques de sombra lustral donde los ojos y el espíritu se lavaban de las villanías del mundo y de la calle. Escuchó unos instantes el canto puro de un mirlo invisible. Después entró en la habitación donde ya dormía Margarita.
Como temía el insomnio, cogió de encima de la cómoda un frasco de agua de azahar, del que con frecuencia se servía. Siempre atento a los detalles de la vida conyugal, tuvo la precaución de poner en el suelo, a espaldas de su mujer dormida, el quinqué con la llama al mínimo; pero un ligero tintineo del cristal, al dejar el vaso después de beber, alcanzó en lo hondo de su adormecimiento a Margarita, que, con un gemido animal, se volvió hacia la pared. Julius, contento de verla despierta, se acercó a ella y le dijo mientras se desvestía:
—¿Quieres saber cómo habla mi padre de mi libro?
—Cariño, tu pobre padre no tiene ninguna sensibilidad literaria; ya me lo has dicho cien veces —murmuró Margarita, que no deseaba más que dormir.
Pero Julius tenía el corazón demasiado oprimido.
—Dice que no tengo perdón por haber escrito esas pamplinas.
Hubo un silencio bastante largo, durante el cual Margarita se sumergió en el sueño perdiendo de vista la literatura; ya se decidía Julius a quedarse solo, cuando ella, por amor a él, hizo un gran esfuerzo y regresó a la superficie:
—Confío en que no irás a preocuparte por eso.
—Me lo tomo con toda frialdad, ya lo ves —replicó rápidamente Julius—. Pero de todas formas no creo que sea mi padre quien debiera expresarse así; mi padre menos que cualquier otro; y precisamente a propósito de ese libro que, en el más estricto sentido, no es sino un monumento en su honor.
¿No era, en efecto, la carrera tan representativa del viejo diplomático lo que Julius había recogido en aquel libro? Frente a las turbulencias románticas, ¿no había ensalzado la digna, tranquila, clásica vida de Juste-Agénor, una vida a la vez política y familiar?
—Afortunadamente, no escribiste ese libro para que te lo agradeciera.
—Me da a entender que he escrito El aire de las cumbres para entrar en la Academia.
—¡Y aunque así fuera! ¡Aunque entrases en la Academia por escribir un buen libro!… —y añadió, como lamentándose—: En fin, esperemos que los periódicos y revistas le harán ver la verdad.
Julius estalló:
—¡Los periódicos! ¡No me digas!… ¡Las revistas! —y furiosamente se dirigió hacia Margarita, como si fuese culpa suya, con una sonrisa amarga—. Me dan palos por todas partes.
Ante aquello, Margarita se despertó completamente.
—¿Te han hecho muchas críticas? —preguntó solícita.
—Y elogios de una hipocresía conmovedora.
—¡Qué bien hacías en despreciar a esos periodistas! Pero acuérdate de lo que te escribió anteayer M. de Vogüé: «Una pluma como la suya defiende a Francia como si fuera una espada».
—«Una pluma como la suya, contra la barbarie que nos amenaza, defiende a Francia mejor que una espada» —rectificó Julius.
—Y el cardenal André, al prometerte su voto, te afirmó últimamente que toda la Iglesia estaba contigo.
—¡Para mí, como si lloviera!
—Cariño…
—Ya hemos visto, en el caso de Anthime, de qué vale la alta protección del clero.
—Julius, te estás volviendo amargo. Me has dicho muchas veces que no trabajas para alcanzar recompensas ni aprobaciones de los demás; que tu aprobación te bastaba; hasta has escrito sobre esto páginas muy hermosas.
—Ya lo sé, ya lo sé —dijo Julius con impaciencia.
Aquello no era bálsamo para su profundo tormento. Se metió en el cuarto de baño.
¿Cómo se dejaba llevar por aquel arrebato lamentable ante su mujer? Su pesar no era de esos que las mujeres saben mimar y compadecer; por orgullo, por vergüenza, tenía que haberlo encerrado en su corazón. «¡Pamplinas!». Mientras se limpiaba los dientes, aquella palabra le golpeaba las sienes, atropellaba sus pensamientos más nobles. ¿Y qué importaba aquel último libro? Olvidaba la frase de su padre: por lo menos olvidaba que aquella frase venía de su padre… Por primera vez en su vida, una horrible interrogación se elevaba dentro de él —de él, que hasta entonces sólo había encontrado elogios y sonrisas—, una duda sobre la sinceridad de aquellas sonrisas, sobre el valor de aquellos elogios, sobre el valor de sus obras, sobre la realidad de su pensamiento, sobre la autenticidad de su vida.
Entró en su habitación, absorto, con el vaso en una mano y el cepillo de dientes en la otra; puso el vaso, medio lleno de un agua de color de rosa, en la cómoda, el cepillo dentro del vaso y se sentó delante de un escritorio de arce en el que Margarita solía escribir su correspondencia. Cogió la pluma de su esposa; en un papel violáceo y delicadamente perfumado empezó a escribir:
Querido padre:
Acabo de encontrar su carta esta tarde, a mi regreso. Mañana mismo trataré de cumplir la misión que me encomienda y que espero realizar a su gusto, deseoso de probarle mi afecto.
Y es que Julius es una de esas personas nobles que, en los momentos penosos, manifiestan su verdadera grandeza. Luego, echándose hacia atrás, se quedó un momento con la pluma levantada, sopesando su frase:
Es para mí muy duro ver que precisamente usted duda de un desinterés que…
No. Más bien:
Cree usted que concedo menos valor a esta probidad literaria que…
La frase no le salía. Julius estaba en pijama; sintió que iba a coger frío, arrugó el papel, recogió el vaso de lavarse los dientes, fue a dejarlo en el lavabo y tiró el papel arrugado en el cubo.
Cuando ya iba a meterse en la cama, tocó a su mujer en el hombro.
—Y tú, ¿qué piensas de mi libro?
Margarita entreabrió unos ojos apagados. Julius tuvo que repetirle la pregunta. Volviéndose un poco, Margarita lo miró. Con las cejas levantadas bajo un cúmulo de arrugas y los labios apretados, Julius daba lástima.
—¿Pero qué te pasa? ¡Vamos! ¿Es que crees que tu último libro es menos bueno que los anteriores?
No era una respuesta aquello; Margarita se zafaba.
—Creo que los otros no son mejores que éste, eso es.
—¡Pues sí que…!
Y Margarita, descorazonada ante aquella porfía y sintiendo que sus cariñosos argumentos eran inútiles, se dio la vuelta hacia la sombra y se volvió a dormir.
2
Pese a cierta curiosidad profesional y a la ilusión que se hacía de que nada humano debía serle ajeno, Julius se había salido hasta entonces muy pocas veces de las costumbres de su clase social y sólo se había relacionado con personas de su misma condición. Le faltaban ocasiones, más que ganas de hacerlo. Cuando se disponía a salir para hacer aquella visita, Julius se dio cuenta de que tampoco tenía un traje apropiado. Su abrigo, su pechera, incluso su sombrero cronstadt, presentaban un algo pulcro, discreto y distinguido… Pero, en definitiva, tal vez fuera mejor que su forma de vestir no inspirara excesiva confianza al joven. Más bien eran las palabras, pensaba, las que habían de darle esa confianza. Y mientras se dirigía hacia el callejón de Claude Bernard, Julius imaginaba las precauciones y los pretextos para introducirse y llevar a cabo su inquisición.
¿Qué podía tener que ver aquel Lafcadio con el conde Juste-Agénor de Baraglioul? La pregunta zumbaba, importuna, en torno a Julius. No iba a ser ahora, que acababa de escribir la vida de su padre, cuando se iba a permitir preguntas sobre él. No quería saber nada más que lo que su padre quisiera decirle. De unos años a esta pane, el conde se había vuelto taciturno, pero nunca se había andado con tapujos. Un chaparrón sorprendió a Julius mientras atravesaba el Luxemburgo.
En el callejón de Claude Bernard, delante del n.º 12, había un simón parado en el que, al pasar, Julius pudo distinguir, bajo un sombrero demasiado grande, a una señora más bien llamativa.
El corazón le latía con fuerza mientras daba el nombre de Lafcadio Wluiki al portero de la casa; al novelista le parecía sumirse en la aventura; pero a medida que subía la escalera, lo mediocre del lugar le repelía, así como lo insignificante del decorado; su curiosidad, al no encontrar con qué alimentarse, decaía y dejaba paso a la repugnancia.
En el cuarto piso, a unos pasos del descansillo, torcía un pasillo sin alfombra y sin más luz que la que le llegaba del hueco de la escalera; a derecha e izquierda había varias puertas cerradas. La del fondo, entreabierta, dejaba pasar un poco de luz. Julius llamó. En vano. Tímidamente, empujó la puerta un poco más; no había nadie en la habitación. Julius volvió a bajar.
—Si no está, no tardará en volver —dijo el portero.
La lluvia caía a raudales. En el vestíbulo, enfrente de la escalera, había una sala de espera en donde Julius se dispuso a entrar; el olor pegajoso, el aspecto desesperado del lugar le hicieron retroceder y pensó que hubiera podido abrir la puerta de arriba y esperar tranquilamente al joven en su habitación. Julius volvió a subir.
Estaba ya en el pasillo, cuando una mujer salió de la habitación vecina a la del fondo. Julius tropezó con ella y se disculpó.
—¿Qué deseaba usted?
—¿Vive aquí el señor Wluiki?
—Ha salido.
—¡Ah! —dijo Julius con tan marcado tono de contrariedad que la mujer le preguntó:
—¿Es urgente lo que tenía usted que decirle?
Julius, preparado únicamente para enfrentarse con el desconocido Lafcadio, se quedó desconcertado; sin embargo, era una buena ocasión; aquella mujer quizá supiera muchas cosas acerca del joven; si él pudiera hacerla hablar…
—Quería pedirle una información.
—¿De parte de quién?
«¿Creerá que soy de la policía?», pensó Julius.
—Soy el conde Julius de Baraglioul —dijo con voz un tanto solemne, levantando un poco el sombrero.
—¡Ah! ¡Señor conde! Perdóneme por no haberle… ¡Este pasillo es tan oscuro! Entre usted, por favor, —abrió la puerta del fondo—. Lafcadio no tardará en… Sólo ha ido a… ¡Con su permiso!…
Y como Julius iba a entrar, se metió ella antes dentro de la habitación, abalanzándose hacia unas bragas de mujer indiscretamente extendidas sobre una silla y, no consiguiendo disimularlas, se esforzó al menos por reducirlas.
—Hay tal desorden aquí…
—¡Deje, deje! Estoy acostumbrado —decía Julius, complaciente.
Carola Venitequa era una mujer joven y bastante robusta, mejor dicho, un poco gruesa, pero bien proporcionada y llena de salud, de facciones comunes pero no vulgares y bastante atractivas, de mirada animal y dulce, de voz quejumbrosa. Como iba a salir, llevaba puesto un sombrerito blando de fieltro; sobre el corpiño en forma de blusa, partido en dos por un lazo marinero, llevaba un cuello de hombre y puños blancos.
—¿Hace mucho que conoce usted al señor Wluiki?
—¿Quiere que le dé yo el recado? —prosiguió ella sin contestar.
—Verá… Quisiera saber si está muy atareado en estos momentos.
—Depende de los días.
—Es que, si tuviera un poco de tiempo libre, pensaba pedirle que… hiciera un trabajillo para mí.
—¿De qué clase?
—Bueno, precisamente, ahí está… Antes quisiera saber un poco acerca de sus ocupaciones.
La pregunta no era muy hábil, pero el aspecto de Carola no invitaba a sutilezas. Mientras tanto, el conde de Baraglioul había recobrado ya su seguridad; estaba sentado ahora en la silla que Carola había dejado libre, y ésta, cerca de él, apoyada sobre la mesa, iba a empezar a hablar cuando se sintió un estrépito en el corredor: se abrió la puerta de golpe y apareció aquella mujer que Julius había percibido en el coche.
—Estaba segura —dijo—; cuando le he visto subir…
Carola, al punto, se separó un poco de Julius.
—Nada de eso, querida…, estábamos hablando. Mi amiga Bertha Grand-Marnier; el señor conde… ¡Perdone, pero se me ha olvidado su nombre!
—No importa —dijo Julius un poco violento, estrechando la mano enguantada que le tendía Bertha.
—Preséntame a mí también… —dijo Carola.
—Mira, chica, hace una hora que nos están esperando —dijo la otra después de haber presentado a su amiga—. Si quieres hablar con este señor, tráetelo: tengo un coche.
—Pero si no venía a verme a mí…
—¡Entonces, vente! ¿Cenará esta noche con nosotras?
—Lo siento mucho, pero no es posible.
—Discúlpeme, señor conde —dijo Carola ruborizándose y con prisa ahora de llevarse a su amiga—. Lafcadio volverá de un momento a otro.
Las dos mujeres habían dejado la puerta abierta al salir; la falta de alfombra acentuaba los ruidos del pasillo, el recodo que formaba impedía ver si llegaba alguien, pero se oía si se acercaban.
—Al fin y al cabo, la habitación podrá informarme aún mejor que esta mujer —se dijo Julius. Y tranquilamente empezó a examinarla.
En aquella banal habitación amueblada apenas había cosa, por desgracia, que se prestase a su curiosidad inexperta.
No había biblioteca ni cuadros en las paredes. Encima de la chimenea, la Moll Flanders de Daniel Defoe, en inglés, en una mala edición abreviada, y las Novelle de Antón Francesco Grazzini, llamado el Lasca, en italiano. Aquellos dos libros intrigaron a Julius. A su lado y detrás de una botella de alcohol de menta había una fotografía que le interesó igualmente: en una playa, una mujer ya no muy joven pero de extraña belleza, colgada del brazo de un hombre de marcado tipo inglés, elegante y esbelto, en traje sport; a sus pies, sentado sobre una piragua vuelta boca abajo, un chico robusto de unos quince años, de pelo abundante, claro y revuelto, reía con aire descarado y completamente desnudo.
Julius tomó la fotografía y la acercó a la luz para leer, en la esquina derecha, unas palabras descoloridas —Duino, julio 1886— que no le dijeron gran cosa, aunque recordase que Duino es un pueblecito del litoral austríaco del Adriático. Sacudiendo la cabeza de arriba abajo y encogiendo los labios, dejó la fotografía. En el hogar apagado de la chimenea se refugiaban un bote de harina de avena, una bolsa de lentejas y un saquito de arroz; apoyado contra la pared, un poco más allá, un tablero de ajedrez. No había nada que le permitiera a Julius adivinar la clase de estudios o de ocupaciones a las que dedicaba sus días aquel joven.
A lo que parecía, Lafcadio acababa de desayunar: en una mesa había una cacerolita colocada sobre un infiernillo de gasolina y, dentro, uno de esos huevecitos huecos de metal perforado que emplean para preparar el té los turistas deseosos de llevar el menor equipaje posible. Y migajas alrededor de una taza sucia. Julius se acercó a la mesa; la mesa tenía un cajón y el cajón tenía puesta la llave…
No querría que nadie se equivocara sobre el carácter de Julius por lo que viene a continuación. Julius no era nada indiscreto; respetaba, en la vida de cada cual, el revestimiento que cada cual quisiera darle; era muy escrupuloso en materia de discreción. Pero, ante la orden de su padre, no tenía más remedio que ir contra su forma de ser. Esperó aún un instante, atento a cualquier ruido, y luego, al no oír nada —a disgusto y contra sus principios, pero con un agudo sentido del deber—, tiró del cajón de la mesa que no estaba cerrado con llave. Dentro había una agenda encuadernada en piel de Rusia que Julius cogió y abrió. Leyó en la primera página estas palabras, escritas con la misma letra que las de la fotografía.
A Cadio, para que anote aquí sus cuentas.
A mi compañero leal, su viejo tío.
Faby
Y debajo, sin apenas espacio, con una letra un poco infantil, formal, derecha y regular:
Duino. Esta mañana, 10 de julio 86, lord Fabián ha venido a reunirse con nosotros. Me ha traído una piragua, una carabina y esta preciosa agenda.
Nada más en esta primera página.
En la página tercera, con fecha de 29 agosto, se leía:
Le he sacado cuatro brazas a Faby.
Y al día siguiente:
Le he sacado 12 brazas…
Julius vio que aquello no era más que un diario de entrenamiento. No obstante, pronto se interrumpía la lista de días y, después de una página en blanco, se leía:
20 de septiembre: Salida de Argel para los Aures.
Después, algunas indicaciones de lugares y fechas; y, al fin, esta última indicación:
5 de octubre: Regreso a El Kantara. 50 Km on horseback, sin parar.
Julius pasó algunas hojas en blanco, pero poco después parecía reanudarse el diario. A guisa de título, se veía en la cabecera de una página, con letra más grande y cuidada:
QUI INCOMINCIA IL LIBRO
DELLA NOVA ESIGENZA
E
DELLA SUPREMA VIRTU
Y debajo, a modo de epígrafe:
«Tanto quanto se ne taglia»
BOCACCIO
Ante la expresión de ideas morales, el interés de Julius se despertó bruscamente: aquello era una buena presa para él. Pero ya en la página siguiente quedó defraudado: se volvía a la contabilidad. Sin embargo, era una contabilidad de otro tipo. Sin indicación de fechas ni lugares, se leía:
Por ganarle a Protos al ajedrez = 1 punta.
Por dejar ver que hablaba italiano = 3 punte.
Por contestar antes que Protos = 1 p.
Por haberme salido con la mía = 1 p.
Por haber llorado al enterarme de la muerte de Faby = 4 p.
Julius, que leía apresuradamente, pensó que «punta» sería una moneda extranjera y no vio en aquellas cuentas más que una pueril y mezquina evaluación de méritos y de recompensas. Después se interrumpían de nuevo las cuentas. Julius pasó una página más y leyó:
Hoy, 4 de abril, conversación con Protos:
«¿Comprendes lo que quieren decir estas palabras: SALTAR POR ENCIMA?».
Aquí terminaba lo escrito.
Julius se encogió de hombros, apretó los labios, meneó la cabeza y dejó el cuaderno en su sitio.
Miró el reloj, se levantó, se acercó a la ventana y miró a la calle: había parado de llover. Se dirigió hacia el rincón del cuarto en donde había dejado su paraguas al entrar; fue en aquel momento cuando vio, apoyado en el quicio de la puerta, a un hermoso joven rubio que lo observaba sonriendo.
3
El adolescente de la fotografía no había madurado apenas. Juste-Agénor había dicho «diecinueve años»; no se le echarían más de dieciséis. Seguramente Lafcadio acababa de llegar; al dejar la agenda en su sitio, Julius había levantado la vista hacia la puerta y no había visto a nadie; pero ¿cómo no lo habría oído llegar? Entonces, al mirar instintivamente los pies del joven, Julius vio que en lugar de botines llevaba botas de goma.
Lafcadio sonreía con una sonrisa que no tenía nada de hostil; más bien parecía divertido, pero irónico; llevaba puesta una gorra de viaje pero, al encontrarse con la mirada de Julius, se descubrió y se inclinó ceremoniosamente.
—¿El señor Wluiki? —preguntó Julius.
El joven volvió a inclinarse sin responder.
—Perdone que me haya instalado en su habitación para esperarle. La verdad es que no me lo hubiera permitido si no me hubieran hecho pasar.
Julius hablaba más de prisa y más alto que de costumbre para probarse que no estaba violento. La frente de Lafcadio se frunció de modo casi imperceptible; fue hacia el paraguas de Julius; sin decir ni una palabra, lo cogió y lo puso a escurrir en el pasillo; luego volvió a entrar en la habitación, y con una seña indicó a Julius que se sentara.
—¿Sin duda se extrañará usted de verme aquí?
Lafcadio sacó tranquilamente un cigarrillo de una pitillera de plata y lo encendió.
—Voy a explicarle en pocas palabras las razones que me han traído aquí y en seguida lo comprenderá usted…
Cuanto más hablaba, más sentía volatilizarse su aplomo.
—Bueno… Pero permítame primero que me presente —y al punto, como si le molestara tener que pronunciar su nombre, sacó de su chaleco un tarjeta de visita y se la tendió a Lafcadio, quien la puso, sin mirarla, encima de la mesa—. Estoy… Acabo de terminar un trabajo de cierta extensión; es un trabajillo que no tengo tiempo de pasar a limpio yo mismo. Alguien me ha hablado de usted diciéndome que tenía una letra excelente y he pensado que, por otra parte —aquí la mirada de Julius recorrió elocuentemente la desnudez de la habitación—, he pensado que quizá no le vendría mal…
—No hay nadie en París —interrumpió entonces Lafcadio—, nadie, que haya podido hablarle de mi letra.
Dirigió entonces la mirada hacia el cajón —en el que Julius, sin darse cuenta, había hecho saltar un imperceptible sello de cera blanda— y después, cerrándolo con llave violentamente, se metió ésta en el bolsillo y continuó viendo cómo Julius se ponía rojo.
—Nadie que tenga derecho a hablar de ello. Por otra parte —hablaba muy despacio, como torpe, sin ninguna entonación—, aún no veo muy bien las razones que puede tener el señor… —miró la tarjeta—, que puede tener el señor conde Julius de Baraglioul para interesarse especialmente por mí. No obstante —y de repente su voz, a semejanza de la de Julius, se volvió meliflua y flexible—, su proposición merece ser tenida en cuenta por alguien que necesita dinero, cosa que no le ha escapado a usted —se levantó—. Permítame usted que vaya mañana a su casa a darle una contestación.
La invitación a salir estaba clara. Julius se sentía en una posición demasiado incómoda como para insistir; cogió el sombrero y, vacilando un instante, dijo torpemente:
—Hubiera querido hablar más con usted. Confío en que mañana… Le esperaré de las diez en adelante.
Lafcadio se inclinó.
En cuanto Julius dio la vuelta al pasillo, Lafcadio cerró la puerta y echó el pestillo. Corrió hacia el cajón, sacó su cuaderno, lo abrió por la última hoja indiscreta y, allí mismo donde lo había interrumpido muchos meses atrás, escribió, a lápiz y con una letra grande y furiosa, muy diferente a la anterior:
Por dejar que Don Fanfarrón meta sus narices en esta agenda = 1 punta.
Sacó del bolsillo una navajita con una hoja tan fina que se reducía a una especie de punzón corto, la quemó con una cerilla y, a través del bolsillo del pantalón, de un golpe, se la clavó en pleno muslo.
No pudo reprimir una mueca. Pero no le bastó con aquello. Debajo de la frase anterior, inclinado sobre la mesa sin sentarse, escribió:
Y por darle a entender que me había dado cuenta = 2 punte.
Esta vez vaciló, se desabrochó el pantalón y se lo bajó de un lado se miró el muslo donde sangraba la heridita que acababa de hacerse; vio antiguas cicatrices que le dejaban alrededor como marcas de vacuna. Volvió a quemar la hoja de la navajita y después, muy rápido, se la clavó dos veces en la carne.
—Antes no me tomaba tantas precauciones —se dijo cogiendo el frasco del alcohol de menta y echándose unas gotas en las heridas.
Se había calmado un poco su cólera cuando, al dejar el frasco en su sitio, se dio cuenta de que la fotografía en la que se le veía al lado de su madre no estaba exactamente en su sitio. La cogió entonces, la contempló por última vez con una expresión como de desamparo y luego, mientras una oleada de sangre le subía a la cara, la hizo pedazos con rabia. Intentó quemar los trozos, pero no acababan de prender; entonces, quitando las bolsas amontonadas en la chimenea, colocó en el hogar, a guisa de morillos, sus dos únicos libros, despedazó su cuaderno, lo rasgó, lo arrugó, tiró encima su retrato y le prendió fuego a todo.
Con la cara casi pegada a las llamas, parecía convencerse de que veía con un indecible contento cómo se quemaban aquellos recuerdos; pero cuando se levantó, después de que todo quedara hecho cenizas, la cabeza le daba vueltas. Estaba la habitación llena de humo. Fue hacia el lavabo, se echó agua en la frente y se secó.
Ahora ya podía examinar la tarjeta de visita con una mirada más serena.
—Conde Julius de Baraglioul —repetía—. Dapprima importa sapere chi é.
Se quitó el pañuelo que hacía las veces de corbata y de cuello, se desabrochó la camisa y, delante de la ventana abierta, dejó que el aire le refrescara el pecho. Después, como si de repente le urgiera salir, se puso de prisa los zapatos, la corbata, un discreto sombrero gris de fieltro y —aplacado y decente hasta donde era posible— Lafcadio cerró la puerta tras de sí y se dirigió hacia la plaza Saint-Sulpice. Allí, frente al Ayuntamiento, en la biblioteca Cardinal, encontraría seguramente la información deseada.
4
Al pasar por el Odeón, la novela de Julius, expuesta en un escaparate, le llamó la atención. Era un libro de tapas amarillas, cuyo aspecto hubiera bastado para hacer bostezar a Lafcadio cualquier otro día. Hurgó en el monedero y puso una moneda encima del mostrador.
—¡Menuda hoguera para esta noche! —pensó, recogiendo el libro y el cambio.
En la biblioteca, un Diccionario de personalidades contemporáneas trazaba en pocas palabras la carrera amorfa de Julius, citaba los títulos de sus obras y las alababa con términos tan convencionales que le quitarían a cualquiera el deseo de leerlas.
—¡Pues sí!… —exclamó Lafcadio. Y ya iba a cerrar el diccionario cuando captó tres palabras del artículo anterior y el corazón le dio un vuelco. Era unas líneas más arriba de Julius de Baraglioul (vizconde), en la biografía de Juste-Agénor. Lafcadio leía: Embajador en Bucarest en 1873. ¿Qué tendrían aquellas simples palabras para hacer que su corazón latiera así?
Lafcadio, a quien su madre dio cinco tíos, no había conocido nunca a su padre; accedía a darlo por muerto y siempre se había abstenido de hacer preguntas sobre él. En cuanto a sus tíos (todos de nacionalidad diferente y tres de ellos diplomáticos), pronto se dio cuenta de que no tenían con él más parentesco que aquel que la hermosa Wanda quería darles. Pero Lafcadio acababa de cumplir diecinueve años. Había nacido en Bucarest en 1874, precisamente a finales del segundo año en que el conde de Baraglioul había ejercido allí sus funciones.
Puesto sobre aviso por aquella misteriosa visita de Julius, ¿cómo no iba a ver en ello algo más que una fortuita coincidencia? Realizó un gran esfuerzo por leer el artículo sobre Juste-Agénor, pero las líneas daban vueltas ante sus ojos; por lo menos, comprendió que el conde de Baraglioul, padre de Julius, era un personaje importante.
Una insolente alegría estalló en su corazón, haciéndolo latir con tal alboroto que pensó que iban a oírlo los demás. Pero ¡qué va! Aquella vestidura de carne era verdaderamente sólida, impermeable. Observó solapadamente a sus vecinos, asiduos de la sala de lectura, absortos todos en su estúpido trabajo… Estaba calculando: «Si nació en 1821, el conde tendría ahora setenta y dos años. Ma chi sa si vive ancora?…». Colocó el diccionario en su sitio y salió.
El cielo se desprendía de algunas nubes ligeras arrastradas por una brisa bastante fuerte. «Importa di domesticare questo nuovo proposito», se dijo Lafcadio, preocupado ante todo por disponer libremente de sí mismo; y temiendo no poder dominar aquella turbulenta idea, decidió desterrarla por unos instantes de su mente. Sacó del bolsillo la novela de Julius y puso el mayor empeño en distraerse leyéndola; pero el libro era directo y sin misterio alguno, todo lo contrario de lo que le hacía falta para evadirse.
—¡Y, sin embargo, voy a ir mañana a casa del que ha escrito esto para jugar al secretario! —se repetía a pesar suyo.
Compró un periódico en un quiosco y entró en el jardín del Luxemburgo. Los bancos estaban mojados; abrió el libro, se sentó encima y abrió el periódico para leer los sucesos. Al punto, como si hubiera sabido de antemano que las encontraría allí, sus ojos dieron con las siguientes líneas:
La salud del conde Juste-Agénor de Baraglioul, que —como es sabido— había sido motivo de grandes inquietudes estos últimos días, parece ir mejorando; no obstante, su estado sigue siendo precario y sólo le permite recibir a algunos amigos íntimos.
Lafcadio saltó del banco; en un instante, su resolución quedó tomada. Olvidándose del libro, se abalanzó hacia una papelería de la calle de Médicis en cuyo escaparate recordaba haber visto anunciadas tarjetas de visita al minuto, a tres francos las cien. Sonreía mientras iba andando: le divertía la audacia de su repentino proyecto, porque se encontraba falto de aventuras.
—¿Cuánto tiempo tardará en hacerme cien tarjetas? —preguntó al dependiente.
—Antes de esta noche las tendrá usted.
—Le pagaré el doble si me las entrega a las dos.
El vendedor hizo que consultaba el libro de pedidos.
—Por hacerle un favor… bueno; puede usted pasar a recogerlas a las dos. ¿A qué nombre?
Entonces, en la hoja que le tendió el hombre, sin temblar, sin ponerse colorado, pero con el pulso un tanto alterado, firmó así:
LAFCADIO DE BARAGLIOUL
—Este mamarracho no me toma en serio —se dijo al salir, picado por no recibir un saludo más profundo del vendedor. Después, al pasar por delante del cristal de un escaparate, se dijo—: ¡Hay que reconocer que no tengo el aspecto de un Baraglioul! Trataremos de parecemos más dentro de poco.
Aún no eran las doce. Lafcadio, lleno de una exaltación fabulosa, no sentía hambre todavía.
—Vamos a andar antes un poco, porque, si no, voy a echarme a volar —pensaba—. Y vayamos por en medio de la calle; si me mezclo con los transeúntes, van a darse cuenta de que les llevo por lo menos la cabeza. Otro rasgo de superioridad que he de ocultar. Nunca se puede dar por terminado un aprendizaje.
Entró en una estafeta de correos.
—Plaza de Malesherbes… ¡luego iremos! —se dijo copiando del listín de teléfonos la dirección del conde Juste-Agénor—. Pero ¿quién me impide ir a explorar esta mañana la calle de Verneuil? —era la dirección escrita en la tarjeta de Julius.
Lafcadio conocía aquel barrio y le gustaba; dejando las calles demasiado concurridas, dio un rodeo por la tranquila calle de Vaneau en donde su alegría juvenil podía respirar más a gusto. Al doblar la esquina de la calle de Babylone vio gente que corría: cerca de la callejuela de Oudinot se había formado una aglomeración frente a una casa de dos pisos de donde salía un humo desagradable. Hizo un esfuerzo para no alargar el paso aunque lo tenía muy elástico…
Lafcadio, amigo mío, te metes en un suceso banal y mi pluma te abandona. No esperes que recoja la charla entrecortada del gentío, los gritos…
Metiéndose por entre aquella turba y colándose como una anguila, Lafcadio llegó a primera fila. Había una pobre mujer que sollozaba de rodillas.
—¡Mis hijos! ¡Mis hijitos! —decía.
La sostenía una joven que, a juzgar por su vestido sencillo y elegante, no era pariente suya; muy pálida y tan hermosa que Lafcadio se sintió inmediatamente atraído por ella y se acercó a preguntarle.
—No, señor. No la conozco. Todo lo que he podido comprender es que sus dos hijos están en aquella habitación del segundo piso que pronto alcanzarán las llamas. La escalera ya está ardiendo. Han llamado a los bomberos, pero cuando lleguen el humo habrá ahogado a esos chiquillos… Oiga, ¿es que no sería posible alcanzar el balcón escalando esa tapia y agarrándose a aquel canalillo? Esto es lo que una vez hicieron unos ladrones, según dicen estas personas; pero lo que otros hicieron para robar, nadie se atreve a hacerlo ahora para salvar a unos niños. He prometido en vano esta bolsa. ¿Por qué no seré yo un hombre?
Lafcadio no escuchó más. Dejando el bastón y el sombrero a los pies de la joven, se lanzó adelante. No necesitó ayuda de nadie para agarrarse al remate de la tapia; de un impulso se encaramó. Ahora, ya de pie, avanzaba por lo alto de la tapia, evitando los trozos de vidrio incrustados en algunas partes.
Pero el estupor de la gente fue en aumento cuando lo vieron agarrarse a la tubería vertical y elevarse a pulso, apoyándose apenas, aquí y allá, con la punta de los pies en las armellas. Ya alcanza el balcón y se agarra con una mano a la barandilla; la muchedumbre lo admira y deja de temblar porque su soltura es verdaderamente perfecta. Con el hombro, de un golpe, hace añicos los cristales; desaparece dentro de la habitación… Momentos de espera y de indecible angustia… Después lo ven salir llevando en sus brazos un crío que llora. Partiendo una sábana por la mitad y atando los dos trozos, ha hecho una especie de cuerda. Ata al niño, lo descuelga hasta los brazos de su madre delirante. El segundo corre la misma suerte…
Cuando Lafcadio bajó a su vez, el gentío lo aclamaba como a un héroe:
—Me toman por un payaso —pensó furioso, al notar que se ponía colorado, y cortó la ovación con un gesto brutal. En cambio, cuando la joven a la que se había acercado de nuevo le tendió confusa, junto con el bastón y el sombrero, la bolsa que había prometido, la tomó sonriendo y, sacando los sesenta francos que había dentro, tendió el dinero a la pobre madre que cubría de besos a sus hijos.
—¿Me permite conservar la bolsa como recuerdo suyo, señorita?
Era una bolsita bordada; la besó. Se miraron los dos un instante. La joven parecía conmovida, aun más pálida y como deseosa de hablar. Pero, bruscamente, Lafcadio se escapó, abriéndose paso por entre la multitud a bastonazos, con un ceño tan fruncido que, sin tardar, dejaron de seguirlo y aclamarlo.
Volvió hacia el Luxemburgo y, después de una breve comida en el Gambrinus, junto al Odeón, volvió rápidamente a su casa. Debajo de una tabla del piso escondía sus ahorros; tres monedas de veinte francos y una de diez salieron del escondite. Calculó:
Tarjetas de visita: seis francos.
Un par de guantes: cinco francos.
Una corbata: cinco francos (¿y qué voy a encontrar por ese precio que sea decente?).
Un par de zapatos: treinta y cinco francos (no les pediré que duren mucho).
Quedan diecinueve francos para imprevistos.
(Deber le horrorizaba y Lafcadio pagaba siempre al contado).
Fue hacia un armario y sacó un traje de cheviot suave y oscuro, de corte perfecto y en buen uso:
—Lo malo es que he crecido desde entonces… —se dijo al recordar la época brillante, no lejana, en que el marqués de Gesvres, su último tío, lo llevaba como un figurín a sus sastres.
Un traje indecoroso era para Lafcadio tan chocante como una mentira para un calvinista.
—Primero lo más urgente. Mi tío de Gesvres decía que se conoce a un hombre por sus zapatos.
Y, en atención a los zapatos que iba a probarse, empezó por cambiarse de calcetines.
5
Hacia cinco años que el conde Juste-Agénor de Baraglioul no había salido de su lujoso piso de la plaza de Malesherbes. Allí era donde se preparaba para morir, errando pensativamente por aquellas salas llenas de colecciones o, más a menudo, recluido en su habitación y sometiendo sus hombros y sus brazos doloridos a los efectos bienhechores de toallas calientes y compresas sedantes. Envolvía su cabeza un enorme pañuelo de color vino oscuro, a manera de turbante y cuya punta quedaba flotando y tocaba el encaje del cuello y el ceñido chaleco de gruesa lana marrón sobre el que se esparcía su barba como una cascada de plata. Sus pies, enfundados en unas babuchas de cuero blanco, descansaban sobre una bolsa de agua caliente. Alternativamente sumergía sus manos exangües en un baño de arena muy caliente debajo del cual ardía un infiernillo de alcohol. Una manta gris le cubría las rodillas. Desde luego, se parecía a Julius, pero aún más a cierto retrato del Tiziano; los rasgos de Julius eran tan sólo una réplica insípida de los suyos, de igual modo que el Aire de las cumbres sólo era una imagen edulcorada de su vida, reducida a la insignificancia.
Juste-Agénor de Baraglioul se tomaba una taza de tisana mientras escuchaba una homilía del padre Avril, su confesor, a quien últimamente solía consultar con frecuencia. En aquel momento llamaron a la puerta y el fiel Héctor, que desde hacía veinte años desempeñaba las funciones de lacayo, de enfermero y hasta de consejero, trajo en una bandeja de laca un sobrecito cerrado.
—Este señor espera que el señor conde acceda a recibirlo.
Juste-Agénor dejó la taza, abrió el sobre y sacó la tarjeta de Lafcadio. La estrujó nerviosamente.
—Dígale que… —y después, conteniéndose, añadió—: ¿Un señor? ¿Querrás decir un chico joven? En fin, ¿cómo es?
—Alguien a quien puede recibir el señor.
—Querido padre —dijo el conde volviéndose hacia el padre Avril—, discúlpeme pero tengo que rogarle que dejemos aquí nuestra conversación; pero vuelva usted mañana sin falta: seguramente tendré cosas nuevas que contarle y creo que se sentirá satisfecho.
Siguió con la frente apoyada en la mano mientras el padre Avril se retiraba por la puerta del salón; luego, levantando por fin la cabeza, dijo:
—Hazle entrar.
Lafcadio entró en la habitación con la cabeza levantada, con varonil aplomo; al llegar ante el viejo, se inclinó solemne. Como se había prometido contar hasta doce antes de hablar, fue el conde quien empezó:
—Sepa usted, en primer lugar, que no existe ningún Lafcadio de Baraglioul —dijo rompiendo la tarjeta— y haga el favor de advertir a don Lafcadio Wluiki, puesto que es amigo suyo, que si piensa divertirse con estos trozos de cartulina, en vez de romperlos todos, igual que hago yo con éste —lo redujo a pedacitos y los echó en la taza vacía—, lo denuncio inmediatamente a la policía y hago que lo detengan como a un vulgar bandolero. ¿Me ha entendido?… Y ahora, acérquese a la luz del día, que lo vea bien.
—Lafcadio Wluiki le obedecerá, señor —le temblaba un poco la voz, llena de respeto—. Perdónele los medios de que se ha servido para llegar hasta usted. No albergaba en su espíritu ninguna mala intención. Quisiera poder convencerle de que merece… por lo menos su aprecio.
—Es usted apuesto, pero este traje le sienta mal —continuó el conde como si no hubiera oído nada.
—Entonces, ¿no me había equivocado? —dijo Lafcadio atreviéndose a sonreír mientras se prestaba de buen grado al examen.
—¡Gracias a Dios, se parece a su madre! —murmuró el viejo Baraglioul.
Lafcadio esperó un momento y después, casi en voz baja y mirando al conde fijamente, dijo:
—Si no es dejar ver demasiado, ¿me está terminantemente prohibido parecerme también a…?
—Me refería a lo físico. Y aun cuando no se pareciera sólo a su madre, Dios no me dejará tiempo para saberlo.
En aquel instante, la manta gris resbaló de sus rodillas al suelo.
Lafcadio se apresuró a recogerla y, cuando estaba inclinado, sintió que la mano del viejo se posaba suavemente sobre sus hombros.
—Lafcadio Wluiki —continuó Juste-Agénor cuando se hubo levantado—, mis horas están contadas; no competiré en agudeza contigo: me cansaría. Admito que no eres tonto; me complace que no seas feo. Lo que te has atrevido a hacer revela cierta petulancia que no te sienta mal; al principio pensé que era insolencia, pero tu voz y tu porte me tranquilizan. Por lo demás, le había pedido a mi hijo Julius que me informase sobre ti, pero me doy cuenta de que no me importa: prefiero verte personalmente. Y ahora, Lafcadio, escúchame: ninguna partida de nacimiento, ningún papel atestiguan tu identidad. He tenido cuidado de no dejarte ninguna posibilidad de reclamación. No, no saques a relucir tus sentimientos: es inútil; no me interrumpas. El silencio que has guardado hasta hoy me garantiza que tu madre supo mantener la promesa de no hablarte de mí. Está bien. Ya verás los efectos de mi agradecimiento, de acuerdo con lo que a ella le prometí. Por mediación de Julius, mi hijo, y a pesar de las dificultades legales, te haré llegar la parte de mi herencia que a tu madre le dije que te reservaría. Es decir, que le dejaré a mi hijo Julius más que a mi hija, la condesa de Saint-Prix, en la medida en que la ley me lo autorice, y la diferencia será precisamente la cantidad que yo quisiera legarte a través de él. Creo que se elevará a… pongamos unas cuarenta mil libras de renta; tengo que ver pronto a mi notario y examinaré esas cifras con él… Siéntate, si estás mejor para escucharme —Lafcadio acababa de apoyarse en el borde de la mesa—. Julius puede oponerse a todo esto: tiene la ley a su favor. Cuento con su honradez para que no lo haga. Y cuento con la tuya para que no molestes nunca a la familia de Julius, igual que tu madre no molestó nunca a la mía. Para Julius y para los suyos, sólo existe Lafcadio Wluiki. No quiero que lleves luto por mí. La familia, hijo, es algo grande y cerrado; tú serás siempre un bastardo.
Lafcadio no se había sentado pese a la invitación de su padre que lo había visto tambalearse; dominado ya el vértigo, se apoyaba en el borde de la mesa donde estaban la taza y los infiernillos; se mantenía en una postura muy respetuosa.
—Y ahora, dime: has visto esta mañana a mi hijo Julius. ¿Te ha dicho…?
—No ha dicho nada, en realidad: lo he adivinado.
—¡El muy torpe!… Me refiero al otro… ¿Vas a volverlo a ver?
—Me ha pedido que le sirva de secretario.
—¿Has aceptado?
—¿Le disgusta?
—No. Pero creo que vale más que no… os deis a conocer.
—Yo también lo pienso. Pero, aunque no como hermano, quisiera conocerlo un poco.
—¿Pero no tendrás la intención, supongo, de estar mucho tiempo en ese empleo subalterno?
—Sólo lo necesario para orientarme.
—Y luego, ¿qué piensas hacer, ahora que eres rico?
—¡Ay, señor! Ayer apenas tenía para comer; déjeme algún tiempo para saber lo que me apetece.
En aquel momento, Héctor llamó a la puerta.
—El señor vizconde pregunta por el señor. ¿Debo hacerle pasar?
La cara del viejo se ensombreció; se quedó en silencio un instante, pero, al ver que Lafcadio se levantaba discretamente para marcharse, le gritó:
—¡Quédate!
Aquella violencia conquistó al muchacho. Luego, Juste-Agénor se dirigió a Héctor:
—¡Qué le vamos a hacer! Ya le había recomendado que no intentase verme… Dile que estoy ocupado, que… ya le escribiré.
Héctor se inclinó y salió.
El viejo conde permaneció unos instantes con los ojos cerrados; parecía dormir, pero, a través de su barba, podía verse cómo se movían sus labios. Finalmente abrió los ojos, le tendió la mano a Lafcadio y con una voz distinta, más dulce y como rota, le dijo:
—Adiós, hijo. Tienes que marcharte ya.
—He de confesarle una cosa —dijo Lafcadio vacilando—; para presentarme ante usted decentemente me he gastado todo lo que me quedaba. Si no me ayuda no sé cómo voy a cenar esta noche, ni qué haré mañana… A menos que su hijo…
—Toma por lo menos esto —dijo el conde sacando quinientos francos de un cajón—. Bueno, ¿a qué esperas?
—También quisiera preguntarle si… podré volver a verle.
—La verdad, confieso que me gustaría. Pero las reverendas personas encargadas de mi salvación se cuidan de que mis gustos pasen a segundo término. En cuanto a mi bendición, voy a dártela en seguida —y el viejo abrió los brazos para estrecharlo contra sí. Lafcadio, en vez de echarse en los brazos del conde, se arrodilló piadosamente delante de él y, con la cabeza apoyada en sus rodillas, sollozando, lleno de ternura ante el abrazo, sintió que en su corazón se derretían sus indómitas resoluciones.
—¡Hijo mío! ¡Hijo mío! —balbuceaba el viejo—. Estoy en deuda contigo.
Cuando Lafcadio se levantó, tenía el rostro bañado en lágrimas.
A punto de salir, al meterse en el bolsillo el billete que no había cogido antes, Lafcadio encontró las tarjetas de visita y, tendiéndoselas al conde, le dijo:
—Tenga, aquí tiene todo el paquete.
—Tengo confianza en ti; las romperás tú mismo. ¡Adiós!
—Hubiera sido el mejor de los tíos —pensaba Lafcadio al regresar hacia el barrio Latino—, y hasta algo más —añadía con cierta melancolía—. ¡Bah!
Sacó el paquete de tarjetas, lo desplegó en forma de abanico y lo partió de un golpe, sin esfuerzo.
—Nunca me he fiado de las alcantarillas —murmuró al tirar «Lafcadio» en una boca de alcantarillado; el «Baraglioul» lo tiró dos bocas más adelante.
—¿Qué más da Baraglioul o Wluiki? Vamos a liquidar el pasado.
Conocía una joyería en el bulevar St. Michel, ante la que le hacía pararse Carola todos los días. En el insolente escaparate había visto ella, dos días antes, unos gemelos extraños. Eran cuatro cabezas de gato engastadas en círculos, unidas dos a dos por un corchete de oro y talladas en un cuarzo extraño, como ágata turbia, que no dejaba ver nada a través de ella, aunque parecía transparente. Como Venitequa llevaba puños —con ese tipo de corpiño de forma masculina que llaman traje de sastre— y como tenía un gusto extravagante, codiciaba aquellos gemelos.
—Una hojita de papel, por favor —y en la hoja que le tendió el joyero escribió, inclinado sobre el mostrador:
A Carola Venitequa:
En agradecimiento por haber hecho pasar a un desconocido a mi habitación y rogándole que no vuelva a poner los pies en ella.
Una vez doblado el papel, lo metió en la cajita donde el joyero iba a empaquetar los gemelos.
—No nos precipitemos —se dijo cuando ya se disponía a entregarle la cajita al portero—. Pasemos esta noche todavía bajo este techo y contentémonos por hoy con cerrarle la puerta a la señorita Carola.
6
Julius de Baraglioul vivía bajo el régimen prolongado de una moral provisional, la misma moral a la que se sometía Descartes mientras esperaba establecer unas reglas según las que poder vivir y actuar en adelante. Pero como el temperamento de Julius no era tan exigente, ni su pensamiento tan firme, no se había sentido incómodo hasta ahora por someterse a las convenciones. En definitiva, sólo exigía comodidad, de la cual formaban parte sus éxitos como hombre de letras. Con el descrédito de su último libro, se sentía escocido por primera vez.
No le había mortificado poco el ver que su padre se negaba a recibirlo, pero aún le habría mortificado más si hubiera sabido quién se le había adelantado. Mientras se volvía a la calle de Verneuil, intentaba rechazar, cada vez con menos fuerza, la impertinente suposición que ya le había asaltado al ir a la casa de Lafcadio. También él relacionaba datos y fechas; también él se negaba ahora a no ver más que una simple coincidencia en aquella extraña conjunción. Por lo demás, el juvenil donaire de Lafcadio lo había conquistado y aunque se imaginaba que su padre le quitaría una parte de su patrimonio, a favor de aquel hermano bastardo, no sentía ninguna malevolencia hacia él; incluso lo esperaba aquella mañana con una curiosidad más bien cariñosa y deferente.
A Lafcadio, por su parte, por receloso y reticente que fuera, le apetecía aquella ocasión de hablar; y también las ganas de incomodar un poco a Julius. Porque ni siquiera con Protos había ido muy lejos en el terreno de las confidencias. ¡Cuánto camino había recorrido desde entonces! Al fin y al cabo, Julius no le disgustaba aunque le pareciera un fantoche; le divertía saberse hermano suyo.
Al encaminarse hacia la casa de Julius aquella mañana, al día siguiente de haber recibido su visita, le ocurrió algo bastante extraño: a Lafcadio le gustaba dar rodeos y —llevado quizá por su temperamento, así como para aplacar cierta agitación de su espíritu y de su carne, y deseando presentarse con pleno dominio de sí mismo en casa de su hermano— tomó por el camino más largo. Fue por el bulevar des Invalides, volvió a pasar por el escenario del incendio y continuó luego por la calle de Bellechasse.
—Calle de Verneuil, número treinta y cuatro —se repetía mientras caminaba—. Cuatro y tres, siete: buen número.
Ya salía de la calle Saint-Dominique, en el cruce con el bulevar Saint-Germain, cuando, en la acera de enfrente del bulevar vio, y creyó reconocer al punto, a aquella joven en la que, desde el día anterior, pensaba de vez en cuando. En seguida apresuró el paso… ¡Era ella! La alcanzó en la esquina de la calle de Villersexel, que era muy corta, pero pensando que sería poco digno de un Baraglioul acercarse a ella, se contentó con sonreírle inclinándose un poco y quitándose discretamente el sombrero. Luego, pasando rápidamente de largo, juzgó oportuno meterse en un estanco, mientras la joven seguía su camino y daba la vuelta por la calle de la Universidad.
Cuando Lafcadio salió del estanco y se metió, a su vez, por dicha calle, miró a derecha e izquierda: la joven había desaparecido. Lafcadio, amigo mío, estás cayendo en lo más banal; si vas a enamorarte, no cuentes con mi pluma para pintar la ansiedad de tu corazón… Pero no: le hubiera parecido incorrecto ir en pos de ella; además, no quería llegar tarde a casa de Julius y el rodeo que acababa de dar no le dejaba tiempo para entretenerse. Por fortuna, la calle de Verneuil ya estaba cerca; la casa de Julius se hallaba en la próxima esquina. Lafcadio le dijo al portero el nombre del conde y se lanzó escaleras arriba.
Mientras tanto, Genoveva de Baraglioul —pues era ella, la hija mayor del conde Julius, que volvía del Hospital de Niños adonde iba todas las mañanas—, bastante más turbada que Lafcadio por aquel nuevo encuentro, había regresado a toda prisa a casa de sus padres. Entraba en el portal en el preciso momento en que Lafcadio daba la vuelta a la esquina, y llegaba ya al segundo piso cuando unos pasos apresurados, más abajo, le hicieron volverse; alguien subía más de prisa que ella; se apartó para dejar paso, pero, de pronto reconoció a Lafcadio, que se paraba desconcertado.
—¿Le parece digno de usted el seguirme? —le dijo con la voz más encolerizada que pudo poner.
—Por Dios, señorita, ¿qué pensará usted de mí? —exclamó Lafcadio—. No me creerá si le digo que no la he visto entrar en esta casa y que estoy muy sorprendido de encontrarla aquí. ¿No es aquí dónde vive el conde Julius de Baraglioul?
—¡Cómo! —dijo Genoveva ruborizándose—. ¿Acaso es usted el nuevo secretario que espera mi padre? ¿Es usted el señor Lafcadio Wlui…? Tiene un nombre tan raro que no sé cómo se pronuncia —y como Lafcadio, poniéndose colorado a su vez, se inclinaba, siguió—: Ya que le encuentro a usted aquí, ¿puedo pedirle, por favor, que no le diga nada a mis padres de la aventura de ayer? Creo que no les gustaría. Y, sobre todo, ni una palabra de la bolsa: les dije que la había perdido.
—También iba yo a suplicarle que guardase silencio sobre el absurdo papel que me vio usted desempeñar. Me pasa como a sus padres: no comprendo por qué lo hice y no lo apruebo en absoluto. Debió usted tomarme por un Terranova. No pude contenerme… Discúlpeme. Aún tengo mucho que aprender… Pero aprenderé, se lo aseguro… ¿Quiere usted darme la mano?
Genoveva de Baraglioul no quería confesarse a sí misma que encontraba a Lafcadio muy apuesto, y tampoco confesó a Lafcadio que, lejos de encontrarlo ridículo, había desempeñado a sus ojos el papel de héroe. Le tendió la mano y él la llevó a sus labios fogosamente; luego, sonriendo con sencillez, le rogó ella que bajara unos cuantos peldaños y esperase a que entrara y cerrara la puerta antes de llamar a su vez, para que no les vieran llegar juntos; y, sobre todo, que no diera a entender más adelante que ya se conocían.
Algunos minutos más tarde, Lafcadio entraba en el despacho del novelista.
El recibimiento de Julius fue alentador. Julius no sabía qué hacerse. El otro se defendió inmediatamente:
—Ante todo, señor, debo advertirle que me horroriza el agradecimiento tanto como las deudas; y haga lo que haga por mí, no podrá hacer que me sienta obligado a agradecérselo.
Julius, a su vez, se sublevó:
—No intento comprarlo a usted, señor Wluiki —dijo con altivez… Pero los dos, viendo que iba a alzarse una barrera entre ellos, depusieron su actitud. Tras unos minutos de silencio, Lafcadio reanudó la conversación con un tono más suave:
—¿Qué trabajo es el que quería usted encargarme?
Julius esquivó la pregunta, pretextando que aún no tenía preparado el texto; además, no estaba mal que antes se conocieran mejor.
—Confiese usted —continuó Lafcadio con tono jovial— que no ha esperado a hoy para conocerme, y que ayer se dignó ojear cierto cuaderno…
Julius perdió su aplomo y, más bien confuso, dijo:
—Confieso haberlo hecho —y añadió con dignidad—: Le ruego me disculpe. Si volviera a presentarse la ocasión, no lo haría.
—Ya no volverá a presentarse: he quemado el cuaderno.
Julius mostró una expresión desolada.
—¿Está usted muy enfadado?
—Si aún estuviera enfadado, no le hablaría de ello. Discúlpeme por el tono con que le he hablado al principio —continuó Lafcadio decidido a ir más lejos—. De todas formas, me gustaría saber si también leyó usted una carta que había en el cuaderno…
Julius no había leído aquella carta por la sencilla razón de que no la había encontrado; pero aprovechó para protestar sobre su discreción. Lafcadio se divertía a su costa y aún se divertía más dejándoselo ver.
—Ayer me desquité un poco leyendo su último libro.
—No creo que le interese mucho —se apresuró a decir Julius.
—Bueno, no lo he leído entero. He de confesarle que no tengo mucha afición por la lectura. La verdad es que sólo me ha gustado Robinson… En fin, Aladino también… Supongo que esto me descalifica ante usted…
Julius levantó suavemente la mano:
—Le compadezco simplemente: se priva usted de grandes satisfacciones.
—Conozco otras.
—Que acaso no sean de tan buena calidad.
—¡Puede usted estar seguro! —y Lafcadio se reía con cierta impertinencia.
—Eso le hará sufrir algún día —continuó Julius algo picado por aquel tono burlón.
—Cuando sea demasiado tarde —concluyó sentenciosamente Lafcadio; y después cambió de conversación—: ¿Le divierte mucho escribir?
Julius se irguió:
—No escribo para divertirme —dijo con nobleza—. La satisfacción que encuentro escribiendo es superior a la que podría encontrar viviendo. Además, una cosa no impide la otra…
—Eso dicen —y después, alzando bruscamente el tono que había bajado como por negligencia, siguió—: ¿Sabe usted lo que me quita las ganas de escribir? Las correcciones, las tachaduras, los afeites a los que hay que acudir.
—¿Cree usted que no se corrige uno en la vida? —preguntó Julius encendido.
—No me entiende usted: dicen que en la vida se corrige uno, mejora; pero no puede uno corregir lo que ya ha hecho. El derecho al retoque es lo que hace de la literatura algo tan gris y tan… —no acabó la frase—. Sí; eso es lo que me parece tan hermoso de la vida: hay que pintar en lo vivo. La tachadura está prohibida.
—¿Habría algo que tachar en su vida?
—No…, no mucho todavía… Y además, como no se puede… —Lafcadio calló un instante y siguió luego—: ¡Y sin embargo, si tiré al fuego mi agenda fue como quién desea hacer una tachadura!… Demasiado tarde, ya lo ve usted… Pero reconozca que no entendió muchas cosas.
No; eso no lo reconocería Julius.
—¿Me permite que le haga algunas preguntas? —le dijo a modo de respuesta.
Lafcadio se levantó tan bruscamente que Julius creyó que quería huir; pero fue sólo hacia la ventana y, levantando el visillo de estameña, dijo:
—¿Es de usted ese jardín?
—No —contestó Julius.
—Señor, hasta ahora no le he dejado a nadie fisgar ni lo más mínimo en mi vida —continuó Lafcadio sin volverse. Y después, yendo hacia Julius, que ya no veía en él más que a un chiquillo, añadió—: Pero hoy es día de fiesta; voy a tomarme vacaciones por una sola vez en mi vida. Pregúnteme lo que quiera; me comprometo a responderle a todo… Bueno, ante todo le diré que he echado a la calle a la chica que le abrió ayer.
Julius se creyó obligado a poner cara de consternación.
—¡Por culpa mía! Créame que…
—¡Bah! Hace algún tiempo que buscaba la forma de deshacerme de ella…
—Usted…, ¿vivía con ella? —preguntó torpemente Julius.
—Sí; por higiene… Pero lo menos posible, y en recuerdo de un amigo que fue amante suyo.
—¿No será el señor Protos? —se aventuró a decir Julius, firmemente decidido a tragarse su indignación, su repugnancia, su reprobación y a no aparentar aquel primer día más extrañeza que la necesaria para animar un poco sus réplicas.
—Sí, Protos —respondió Lafcadio muy risueño—. ¿Quiere usted saber quién es Protos?
—Conocer un poco a sus amigos quizá me enseñara a conocerle a usted.
—Era un italiano que se apellidaba… Ya no me acuerdo, la verdad. ¡No importa! Sus compañeros y hasta sus profesores sólo lo llamaban por su apodo, a partir del día en que ganó inesperadamente el número uno en traducción griega.
—No recuerdo haber sido nunca primero personalmente —dijo Julius para favorecer las confidencias—, pero también a mí me ha gustado siempre codearme con los primeros. Protos, entonces…
—Bueno, fue por una apuesta. Hasta entonces estaba entre los últimos de la clase, aunque era de los mayores. Yo, en cambio, era de los más jóvenes, pero la verdad es que no por eso trabajaba más. Protos sentía un gran desprecio por lo que nos enseñaban los profesores; sin embargo, un día en que uno de los empollones, al que no podía ver, le dijo que era muy fácil despreciar lo que uno no es capaz de hacer (o algo por el estilo), Protos se picó, machacó durante quince días, de tal manera que en el examen siguiente pasó por encima del otro. ¡Quedó el primero con gran estupor de todos nosotros! Mejor dicho: de todos ellos. Por mi pane, tenía una opinión tan buena de Protos que aquello no me extrañó mucho. Él me había dicho: «¡Les demostraré que no es tan difícil!». Le creí.
—Si le entiendo bien, Protos tuvo cierta influencia en usted.
—Quizá. Me impresionaba. A decir verdad, no tuve con él más que una conversación íntima; pero me resultó tan persuasiva que al día siguiente me escapé de la pensión donde me estaba quedando más pálido que una lechuga bajo una teja y volví andando a Baden, donde vivía mi madre entonces en compañía de mi tío, el marqués de Gesvres… Pero estamos empezando por el final. Presiento que va a interrogarme usted muy mal. Mire, déjeme contarle mi vida lisa y llanamente. Así se enterará de muchas más cosas de las que se enteraría preguntándome; y acaso más de lo que desearía saber… No, gracias, prefiero los míos —dijo sacando su pitillera y tirando el cigarrillo que antes le había ofrecido Julius y que se le había apagado mientras hablaba.
7
—Nací en Bucarest, en 1874 —empezó lentamente—, y como usted ya sabe, creo, perdí a mi padre pocos meses después de nacer. La primera persona que recuerdo haber visto al lado de mi madre fue un alemán, mi tío, el barón de Heldenbruck. Pero como murió cuando yo tenía doce años, sólo he conservado de él un recuerdo bastante borroso. Parece que era un financiero notable. Me enseñó a hablar su lengua y a calcular con tan hábiles artimañas que me resultó en seguida algo tremendamente divertido. Había hecho de mí lo que se complacía en llamar su cajero, es decir, que me confiaba una fortuna en monedas y billetes pequeños y, adondequiera que le acompañaba, era yo el encargado de los gastos. Comprara lo que comprase (y compraba mucho), quería que yo supiera hacer la suma mientras yo sacaba el dinero o el billete de mi bolsillo. A veces me desconcertaba con monedas extranjeras y tenía que hallar el cambio; más adelante, me habló de descuento, de interés, de préstamo; y hasta de especulación, en fin. Con aquel oficio, pronto fui lo bastante hábil como para hacer multiplicaciones, e incluso divisiones de varias cifras, sin papel… Tranquilícese —dijo al ver que Julius fruncía el ceño—, aquello no consiguió aficionarme ni al dinero, ni al cálculo. Por ejemplo, nunca llevo mis cuentas, si le interesa saberlo. La verdad es que aquella temprana educación no pasó de ser práctica y positiva, sin tocar ninguna fibra profunda… Por otra parte, Heldenbruck entendía muchísimo de higiene infantil. Convenció a mi madre de que me dejara ir descalzo y con la cabeza descubierta, hiciera el tiempo que hiciera, y estar lo más posible al aire libre. Él mismo me metía en agua fría, tanto en invierno como en verano; me gustaba muchísimo… Pero no le interesarán todos estos detalles.
—¡Sí, sí!
—Después se trasladó a América a causa de sus negocios. Ya no le he vuelto a ver.
En Bucarest, la casa de mi madre tenía las puertas abiertas para las gentes más brillantes y —a juzgar por lo que recuerdo— también las más heterogéneas; sin embargo, las visitas íntimas de entonces eran sobre todo las de mi tío, el príncipe Wladimir Bielkowski y Ardengo Baldi, a quien —no sé por qué— nunca llamé tío. Los intereses de Rusia (iba a decir de Polonia) y de Italia los tuvieron en Bucarest tres o cuatro años. Ambos me enseñaron su idioma; es decir, el italiano y el polaco, porque el ruso, aunque lo leo y lo comprendo sin demasiado esfuerzo, nunca lo he hablado con soltura. A causa de las personas que visitaban a mi madre y que me mimaban, no pasaba ni un día sin que yo tuviera ocasión de practicar cuatro o cinco lenguas que a la edad de trece años hablaba ya sin el menor acento y poco más o menos igual; sin embargo, hablaba sobre todo el francés porque era la lengua de mi padre y porque mi madre había procurado que la aprendiera primero.
Bielkowski se ocupaba mucho de mí, como todos los que querían atraerse a mi madre; parecía como si fuera a mí a quien cortejaban. Pero Bielkowski lo hacía —creo— sin interés, pues siempre cedía a sus inclinaciones, que eran espontáneas y variadas. Se ocupaba de mí incluso cuando no se enteraba mi madre, y yo no dejaba de sentirme halagado por ese cariño especial que me demostraba. Aquel hombre extraño transformó de la noche a la mañana nuestra vida más bien reposada en algo parecido a una fiesta delirante. No, no basta con decir que se dejaba llevar por sus inclinaciones: se precipitaba, se abalanzaba; ponía en sus diversiones una especie de frenesí.
Nos llevó tres veranos seguidos a una casa de campo, o mejor dicho a un castillo en la vertiente húngara de los Cárpatos, cerca de Eperjes, adonde íbamos con frecuencia en coche. Pero lo que hacíamos con mayor frecuencia aún era montar a caballo, y nada divertía tanto a mi madre como recorrer al azar el campo y el bosque de los alrededores, que son muy hermosos. El poney que me regaló Wladimir fue durante más de un año lo que yo más quise en el mundo.
Al segundo verano, Ardengo Baldi se vino con nosotros; fue entonces cuando me enseñó a jugar al ajedrez. Como yo dominaba, gracias a Heldenbruck, el cálculo mental, pronto me acostumbré a jugar sin mirar al tablero.
Baldi se entendía muy bien con Bielkowski. Por la noche, en una torre solitaria, inmersos en el silencio del parque y del bosque, los cuatro nos quedábamos hasta bastante tarde jugando y jugando a las cartas. Y es que, aunque yo no era más que un niño todavía —tenía trece años—, Baldi me había enseñado a jugar al whist y a hacer trampas, porque les tenía horror a los «mirones».
Era malabarista, escamoteador, prestidigitador, acróbata. Cuando empezó a venir a casa, mi imaginación apenas acababa de salir del largo ayuno en que la había tenido Heldenbruck. Estaba yo hambriento de maravillas, lleno de candor y de tierna curiosidad. Más tarde, Baldi me enseñó sus juegos de manos, pero el descubrir sus secretos no logró borrar la impresión de misterio que sentí cuando, la primera noche, vi que encendía tranquilamente el cigarrillo con la uña del dedo meñique y luego, como acababa de perder en el juego, sacaba de mi oreja y de mi nariz todos los rublos que necesitaba. Aquello me dejó verdaderamente aterrorizado, pero divirtió muchísimo a la concurrencia, porque él, con un tono imperturbable, decía: «¡Menos mal que este niño es una mina inagotable!».
Las noches en que estaba solo con mi madre y conmigo, siempre inventaba algún juego nuevo, alguna sorpresa o alguna broma; remedaba a todos nuestros conocidos, hacía muecas, cambiaba de cara hasta tal punto que no parecía él, imitaba todas las voces, los gritos de animales, los ruidos de instrumentos, se sacaba de dentro sonidos extraños, cantaba acompañándose con una guzla, bailaba, daba volteretas, andaba con las manos, saltaba por encima de las mesas o de las sillas y, descalzo, hacía juegos malabares con los pies, a estilo japonés, haciendo girar el biombo o el velador del salón con la punta del dedo gordo del pie. Sus juegos de manos eran aún mejores: de un papel arrugado y roto sacaba varias mariposas blancas que yo perseguía soplando y que él mantenía por encima del revuelo de un abanico. Así, los objetos que se encontraban a su alcance perdían peso y realidad, incluso presencia, o bien tomaban un significado nuevo, inesperado, barroco, alejado de toda utilidad. «Hay muy pocas cosas que no se presten a hacer juegos malabares», solía decir. Y encima, era tan gracioso que yo me desternillaba de risa y mi madre tenía que gritar: «¡Déjelo ya, Baldi! Cadio no se va a poder dormir». La verdad es que mis nervios eran lo bastante sólidos como para resistir semejantes excitaciones.
Saqué buen provecho de aquellas enseñanzas; a los pocos meses, en más de un número, le habría dado ciento y raya al mismo Baldi y hasta…
—Ya veo, hijo, que recibió usted una educación esmerada —interrumpió en aquel punto Julius.
Lafcadio se echó a reír, tremendamente divertido por el aire consternado del novelista.
—¡Uy! Nada de todo aquello me caló muy hondo. ¡No se asuste! Pero ya era hora —¿verdad?— de que llegara el tío Faby. Vino a vivir con mi madre cuando Bielkowski y Baldi fueron destinados a otros puestos.
—¿Faby? ¿Era de él la letra que vi en la primera hoja de su cuaderno?
—Sí. Fabián Taylor, lord Gravensdale. Nos llevó a mi madre y a mí a una casa de campo que había alquilado cerca de Duino, a orillas del Adriático, donde me hice un muchacho fuerte. La finca abarcaba toda una península rocosa que formaba la costa en aquel lugar. Allí, bajo los pinos, entre las rocas, en el fondo de las calas o en el mar, nadando y remando, vivía como un salvaje todo el día. De esta época data la fotografía que vio usted; también la he quemado.
—Me parece —dijo Julius— que, para hacerse la fotografía, hubiera podido vestirse de manera más decente.
—Pues no podía —replicó Lafcadio riendo—. So pretexto de que me pusiera moreno, Faby guardaba con llave todos mis trajes, hasta mi ropa interior…
—Y su madre ¿qué decía?
—Aquello le divertía mucho; decía que, si nuestros invitados se escandalizaban, no tenían más que marcharse; pero ninguno de cuantos nos visitaban se marchó por eso.
—Y durante todo aquel tiempo, su instrucción…, ¡pobrecillo!
—Sí; yo aprendía con tanta facilidad que hasta entonces mi madre la había descuidado un poco. Iba a cumplir dieciséis años. Mi madre pareció darse cuenta repentinamente de ello y, después de un maravilloso viaje a Argelia que hice con el tío Faby (aquélla fue, creo, la mejor época de mi vida), me enviaron a París y me confiaron a una especie de carcelero impenetrable que se encargó de mis estudios.
—Después de aquella excesiva libertad, comprendo que, en efecto, una época de disciplina le pareciera un poco dura.
—No lo habría podido soportar si no hubiera sido por Protos. Vivía en la misma pensión que yo. Decían que estudiaba francés; pero lo hablaba de maravilla y nunca comprendí lo que estaba haciendo allí. Tampoco lo que estaba haciendo yo. Me aburría. No es que sintiera precisamente amistad hacia Protos, pero me agarraba a él como si de él dependiera la liberación. Era bastante mayor que yo y aún representaba más edad de la que tenía: no había ya nada infantil en su manera de andar ni en los gustos. Sus facciones eran enormemente expresivas cuando él quería, y podían decirlo todo; sin embargo, cuando se quedaba fijo, ponía cara de imbécil. Un día en que me burlaba de esto, me respondió que en este mundo es muy importante no exteriorizar demasiado lo que uno es.
No se daba por satisfecho con sólo parecer modesto; quería pasar por tonto. Solía decir que lo que pierde a los hombres es preferir la ostentación al ejercicio y no saber ocultar sus dotes; pero esto sólo me lo decía a mí. Vivía apartado de los demás y hasta de mí, el único de la pensión a quien no despreciaba. Cuando yo conseguía hacerle hablar, era de una elocuencia extraordinaria, pero lo más frecuente era verlo taciturno, y entonces parecía rumiar negros proyectos que me hubiera gustado conocer. Cuando yo le preguntaba: «¿Qué hace usted aquí?» (ninguno de nosotros lo tuteaba), respondía: «Estoy tomando impulso». Pensaba que en la vida sale uno de los pasos más difíciles si en el momento oportuno sabe decirse: «¡Que por mí no quede!». Es lo que yo dije cuando decidí escaparme.
Me marché con dieciocho francos y fui a Baden viajando a pequeñas etapas, comiendo no sé qué y durmiendo en cualquier sitio… Estaba un tanto deshecho cuando llegué, pero, en definitiva, satisfecho de mí, pues aún me quedaban tres francos en el bolsillo. Es verdad que por el camino había recogido cinco o seis. Encontré allí a mi madre con mi tío Gesvres, a quien le hizo mucha gracia mi fuga y decidió llevarme a París: no se resignaba, decía, a que París me dejara mal recuerdo. Y el hecho es que, al volver con él, París me descubrió facetas mejores.
Al marqués de Gesvres le gustaba frenéticamente gastar dinero: era una necesidad continua, una especie de voracidad. Se diría que me estaba agradecido por ayudarle a satisfacerla y por añadir mi apetito al suyo. Al contrario de Faby, él me inculcó el interés por el vestir; creo que yo lo hacía bastante bien: en él tenía un buen maestro; su elegancia era perfectamente natural, como una segunda sinceridad. Me llevé muy bien con él. Pasábamos juntos mañanas enteras en casa de camiseros, zapateros, sastres. Concedía especial importancia al calzado, por el que se conoce a la gente —según decía él—, de un modo tan seguro y más íntimo que por el traje y los rasgos del rostro… Me enseñó a gastar sin llevar la cuenta y sin preocuparme de si tendría suficiente dinero para satisfacer mis fantasías, mis deseos o mi hambre. Su principio era que siempre hay que satisfacer el hambre en último lugar, ya que (recuerdo sus palabras) el deseo o la fantasía nos llaman de manera fugitiva, mientras que el hambre no deja de presentarse y es más imperiosa cuanto más le hemos hecho esperar. En fin, me enseñó a no disfrutar más de una cosa por el hecho de que fuera más cara, y a no disfrutar menos si, por fortuna, no me costaba nada en absoluto.
Así andaba yo cuando perdí a mi madre. Un telegrama me hizo volver urgentemente a Bucarest; cuando llegué, ya había muerto. Allí me enteré de que mi madre, después de marcharse el marqués, había contraído tantas deudas que apenas quedaron cubiertas con la fortuna que le quedaba, de tal modo que yo no podía esperar ni un copek, ni un pfenning, ni un groschen. Una vez terminadas las honras fúnebres volví a París, en donde pensaba encontrar a mi tío Gesvres, pero se había marchado inesperadamente a Rusia sin dejar su dirección.
No hará falta que le diga los pensamientos que pasaron por mí. Bueno, yo tenía en mi haber ciertas industrias de esas que pueden sacarlo a uno de sus apuros; pero cuanto mayor era la necesidad, más me repugnaba recurrir a ellas. Por fortuna, una noche en que vagabundeaba sin saber qué hacer, me encontré en la calle a Carola Venitequa —una examante de Protos a la que ya conoce usted—, y ella me proporcionó un alojamiento decente. Al cabo de unos días, se me comunicó que un notario me pagaría una modesta pensión todos los primeros de mes, de una forma bastante misteriosa. Me dan horror las aclaraciones y cobré sin tratar de averiguar nada. Después llegó usted… Ahora ya sabe poco más o menos todo lo que me interesa que sepa.
—Es una suerte —dijo solemnemente Julius—, es una suerte, Lafcadio, que pueda contar ahora con algún dinero: sin oficio, sin instrucción, condenado a vivir de expedientes…; conociéndole como ahora le conozco, era usted capaz de todo.
—De nada, al contrario —replicó Lafcadio mirando a Julius con seriedad—. A pesar de todo lo que le he dicho, veo que aún no me conoce bien. Nada me paraliza tanto como la necesidad; nunca he buscado más que aquello que no podía servirme de nada.
—¡Vaya con las paradojas! ¿Y cree usted que eso alimenta?
—Depende de los estómagos. Usted llama paradojas a lo que repugna al suyo… Yo, en cambio, preferiría morir de hambre ante ese guisado de lógica con que usted alimenta a sus personajes.
—Permítame…
—Por lo menos, al héroe de su último libro. ¿Es verdad que ha retratado con él a su padre? Esa preocupación por mantenerlo, siempre, en todas partes, consecuente con usted y consigo mismo, fiel a sus deberes, a sus principios, es decir, a las teorías de usted…, ¡en fin, ya se imagina lo que puedo decir yo de todo eso!… Señor de Baraglioul, tenga usted por cierto lo que voy a decirle: soy una persona inconsecuente. ¡Fíjese cuánto he hablado! Pues ayer mismo yo me consideraba el más silencioso, el más cerrado, el más introvertido de los seres. Pero está bien que nos hayamos conocido en seguida. Y que no tengamos que volver sobre el asunto. Mañana, esta misma noche, volveré a encerrarme dentro de mí.
El novelista, desorientado por aquellas palabras, hizo un esfuerzo por recobrar el timón:
—Convénzase antes de que no existe la inconsecuencia, ni en psicología ni en física: Usted es un ser en formación y…
Lo interrumpieron algunos golpes en la puerta. Pero, como no entraba nadie, salió Julius. Por la puerta, que había quedado abierta, llegaba hasta Lafcadio un confuso rumor de voces. Luego se hizo un gran silencio. Después de esperar diez minutos, Lafcadio se disponía ya a marcharse, cuando un criado con librea vino a decirle:
—El señor conde me ruega que le diga al señor que no lo retiene más por hoy. El señor conde ha recibido hace un instante malas noticias de su padre y se disculpa por no poder despedirse del señor.
Por el tono de aquellas palabras, Lafcadio pudo colegir que acababan de anunciar la muerte del anciano conde. Dominó su emoción.
—¡Vamos! —se decía al llegar al callejón de Claude Bernard—. Ha llegado el momento. It is time to launch the ship. A partir de ahora, venga de donde venga el viento, el que sople será bueno. Ya que no puedo estar junto al viejo, vamos a alejarnos más aún de él.
Al pasar por la portería, entregó al conserje del hotel la cajita que llevaba encima desde el día anterior…
—Le entregará usted este paquete a la señorita Venitequa esta misma noche, cuando llegue —le dijo—. Y haga el favor de prepararme la cuenta.
Una hora después, con la maleta preparada, enviaba a buscar un coche de punto. Se marchó sin dejar ninguna dirección. La de su notario bastaba.