LIBRO QUINTO
LAFCADIO

—There is only one remedy! One thing alone

can cure us from being ourselves…

—Yes; strictly speaking, the question is not

bow to get cured, but how to live.

JOSEPH CONRAD. Lord Jim

1

Una vez que, por mediación de Julius y con la asistencia del notario, tomó Lafcadio posesión de las cuarenta mil libras de renta que el difunto conde Juste-Agénor de Baraglioul le había dejado, su mayor preocupación fue que no se notara.

—Comerás las mismas cosas —se dijo entonces—, aunque la vajilla sea de oro.

No tomaba en cuenta, o aún no sabía, que a partir de entonces no le apetecerían los mismos manjares. O al menos no encontraba un idéntico placer en luchar contra su apetito y en ceder a él, ahora que no se sentía acuciado por la necesidad, su resistencia se relajaría. Hablemos sin rodeos: de aristocrática naturaleza, no había permitido que la sociedad le impusiera ningún ademán y ahora, se podía permitir, por malicia, por juego o por diversión, preferir su placer a su interés.

Siguiendo la voluntad del conde, no se había puesto de luto. Una desagradable sorpresa le esperaba en la sastrería del marqués de Gesvres, su último tío, cuando se presentó para renovar su guardarropa. Al ir en nombre del marqués, el sastre le sacó unas cuantas facturas que aquél había dejado sin pagar. A Lafcadio le repugnaban las granujadas; inmediatamente fingió haber venido ex profeso a pagar aquellas cuentas, y sus trajes nuevos los pagó al contado. Le ocurrió lo mismo con el zapatero. En cuanto al camisero, Lafcadio juzgó más prudente dirigirse a otro.

—Si supiera la dirección del tío de Gesvres, me daría el gustazo de enviarle sus facturas pagadas —pensaba Lafcadio—. Esto me valdría su desprecio; pero soy un Baraglioul y, a partir de ahora, sinvergüenza de marqués, te destierro de mi corazón.

Nada le retenía en París ni en ningún sitio; atravesando Italia a pequeñas jornadas, se dirigía a Brindisi, en donde pensaba embarcarse en algún Lloyd con dirección a Java.

Solo en el vagón que lo alejaba de Roma, se había echado sobre las piernas, a pesar del calor, una manta suave, color de té, sobre la que destacaban sus manos enguantadas en color ceniza que contemplaba complacido. A través del flexible y suave tejido del traje, respiraba el bienestar por todos los poros. Llevaba un cuello poco apretado, más bien alto pero poco almidonado, del que se escapaba, fina como un lución, una corbata de seda de color de bronce sobre la camisa de pliegues. Se encontraba a gusto, satisfecho de su traje, de sus zapatos —mocasines flexibles, de ante, igual que los guantes—. Dentro de aquella blanda prisión, su pie se estiraba, se arqueaba, se sentía vivo. Su sombrero de castor, un poco echado sobre los ojos, lo separaba del paisaje; fumaba en una boquilla de enebro y dejaba fluir sus pensamientos. Pensaba:

—Aquella vieja, con una nubecilla blanca encima de la cabeza que me señalaba diciendo: «Tampoco lloverá hoy…». Aquella vieja a la que ayudé a llevar el saco, cargándomelo a la espalda (por gusto, había atravesado a pie los Apeninos, en cuatro días, entre Bolonia y Florencia, durmiendo en Covigliajo) y a la que abracé al llegar a lo alto de la cuesta…, eso forma parte de lo que el cura de Covigliajo llamaba «buenas obras». Lo mismo hubiera podido apretarle la garganta —sin ningún temblor en la mano— cuando sentí el tacto de aquella asquerosa piel arrugada… Y cómo me acariciaba el cuello de la chaqueta para quitarme el polvo, diciéndome figlio mio!, carino!… ¿De dónde me venía aquella alegría intensa cuando luego me tendí sobre el musgo, aún sudoroso, a la sombra de aquel alto castaño y sin fumar? Me sentía capaz de abrazar a la humanidad entera, o bien de estrangularla… ¡Qué poca cosa es la vida humana! ¡Y con qué presteza arriesgaría yo la mía si se me ofreciera alguna proeza temeraria y hermosa que realizar!… Pero bueno, no puedo hacerme alpinista o aviador… ¿Qué me aconsejaría ese enclaustrado de Julius?… ¡Lástima que sea tan colérico! Me hubiera gustado tener un hermano.

¡Pobre Julius! ¡Tanta gente que escribe y tan poca que lee! Es un hecho: cada vez se lee menos… a juzgar por mí, como decía aquél. Terminará en catástrofe: ¡una hermosa catástrofe impregnada de horror! Echaremos lo impreso por la borda, y será un milagro si lo mejor no se junta en el fondo con lo peor.

Pero lo curioso hubiera sido saber lo que habría dicho la vieja si yo hubiera empezado a apretar… Uno imagina lo que pasaría si, pero siempre queda un pequeño lapso por donde se abre paso lo imprevisto. Nada ocurre nunca del todo igual a como uno piensa que va a ocurrir… Y esto es lo que me lleva a actuar… ¡Hace uno tan poco! «¡Que todo lo que pueda ser sea!». Así es como yo me explico la Creación… Enamorado de lo que pudiera ser… Si yo fuera el Estado, me haría encerrar.

No es muy divertida la correspondencia del tal señor Gaspar Flamand que fui a reclamar como mía a la lista de correos de Bolonia. Nada que valiera la pena remitirle.

¡Dios mío! ¡Qué poca gente se encuentra uno a la que desearía registrarle las maletas!… Y, sin embargo, qué pocos hay en quienes cierta palabra, cierto ademán, no provocaría una reacción insólita… Hermosa colección de marionetas; pero se ven demasiado los hilos, la verdad. Sólo nos cruzamos por la calle con holgazanes y con palurdos. ¿Puede un hombre honrado, Lafcadio, se lo pregunto, tomarse esta farsa en serio?… ¡Vamos! ¡Larguémonos que ya es hora! Huyamos hacia un nuevo mundo; vamos a dejar Europa imprimiendo nuestro talón descalzo en el suelo… Si aún queda en Borneo, en lo más profundo de los bosques, algún antropopiteco, iremos allí a calcular los recursos para una posible humanidad…

Me hubiera gustado volver a ver a Protos. Seguramente habrá embarcado hacia América. Decía que sólo estimaba a los bárbaros de Chicago… No son bastante voluptuosos para mi gusto esos lobos: soy de naturaleza felina. Pasemos a otra cosa.

El cura de Covigliajo, tan buenazo, no padecía dispuesto a pervertir al niño con quien estaba hablando. Seguramente se lo habrían confiado. Me hubiera hecho con gusto amigo suyo; no del cura, ¡pardiez!, sino del niño… ¡Qué ojos tan bonitos alzaba hacia mí! Buscaban mi mirada de una forma igual de inquieta que mi mirada buscaba la suya; pero yo la desviaba en seguida… No tenía ni cinco años menos que yo. Sí, de catorce a dieciséis años, no más… ¿Cómo era yo a esa edad? Un stripling lleno de deseos con el que me gustaría encontrarme hoy; creo que me hubiera gustado mucho… Al principio, Faby se sentía confuso de haberse enamorado de mí; hizo bien confesándoselo a mi madre; se sintió más aliviado después. ¡Pero cuánto me fastidiaba su discreción!… Cuando más tarde, en Aurés, se lo conté estando debajo de la tienda, nos reímos muchísimo… De buena gana volvería a verlo hoy; es un fastidio que muriese. Pasemos a otra cosa.

La verdad es que yo esperaba desagradar al cura. Buscaba algo desagradable que decirle y sólo he sabido encontrar cosas agradables… ¡Cuánto me cuesta no resultar seductor! Pero no puedo untarme la cara con nogalina, como me aconsejaba Carola, o ponerme a comer ajos… ¡Ay!, no quiero pensar más en aquella pobre chica. Los más mediocres placeres a ella se los debo… ¡Oh! ¿De dónde sale ese viejo tan extraño?

Amadeo Fleurissoire acababa de entrar por la portezuela del pasillo. Fleurissoire había viajado solo en su compartimiento hasta llegar a la estación de Frosinone. En aquella parada del tren había subido al vagón un italiano de cierta edad y se había sentado no lejos de él, empezando a mirarlo con tanta insistencia y con un aire tan sombrío que pronto indujo a Fleurissoire a largarse.

Por el contrario, en el compartimiento de al lado, la juventud y el donaire de Lafcadio le atrajeron.

—¡Qué chico tan agradable! Casi un niño todavía —pensó—. De vacaciones, sin duda. ¡Y qué bien vestido va! Tiene una mirada cándida. ¡Qué descanso va a ser dejar a un lado mi desconfianza! Si supiera francés, me gustaría hablar con él…

Se sentó enfrente de él; en un rincón junto a la portezuela. Lafcadio levantó un poco el borde de su sombrero de castor y se puso a observarlo con una mirada apagada, indiferente en apariencia.

—¿Qué puede haber de común entre ese asqueroso macaco y yo? —pensaba—. Parece como si se creyera listo. ¿Por qué me sonríe así? ¡Pensará que voy a abrazarlo! ¿Cómo puede ser que haya mujeres capaces de acariciar a los viejos?… Se sorprendería mucho, sin duda, si supiera que leo corrientemente lo escrito o lo impreso al revés o por transparencia, por el dorso, en los espejos y en los secantes; tres meses de estudio y dos años de aprendizaje, y todo eso por amor al arte. Cadio, hijo mío, se te plantea un problema: ponerle la zancadilla al destino. ¿Pero cómo?… Mira, voy a ofrecerle una pastilla de regaliz. La acepte o no, ya veremos en qué idioma.

Grazio! Grazio! —dijo Fleurissoire rehusándola.

—¡No hay nada que hacer con el tapir! ¡A dormir! —continúa para sí Lafcadio y, echándose el sombrero de castor sobre los ojos, trata de soñar con uno de los recuerdos de su juventud.

Vuelve a verse en los tiempos en que le llamaban Cadio, en aquel castillo perdido de los Cárpatos que ocuparon su madre y él durante dos veranos, en compañía de Baldi, el italiano, y del príncipe Wladimir Bielkowski. Su habitación está al fondo del pasillo; era el primer año que dormía lejos de su madre… El pomo dorado de su puerta, en forma de cabeza de león, estaba sostenido por un clavo grueso… ¡Qué preciosos son los recuerdos de sus sensaciones!… Una noche despierta del más profundo de los sueños y cree seguir soñando al ver a su tío Wladimir a la cabecera de la cama, más gigantesco aún que de costumbre, parecido a una pesadilla, envuelto en un amplio caftán de color rojizo, con el bigote lacio y un extravagante gorro persa que le hace una figura larga, interminable. Lleva en la mano una linterna sorda que pone sobre la mesilla, junto a la cama, al lado del reloj de Cadio, apartando un poco un saco de canicas. Lo primero que se le ocurre a Cadio es que su madre ha muerto o que se ha puesto enferma: se lo va a preguntar a Bielkowski cuando éste coloca un dedo ante los labios y le hace seña de levantarse. A toda prisa, el niño se pone la bata que suele llevar cuando sale del baño y que su tío ha cogido del respaldo de una silla para alcanzársela; todo esto con el ceño fruncido y sin aspecto de bromear. Pero Cadio tiene tanta confianza en Wladi que no siente miedo ni por un instante; se pone las zapatillas y lo sigue, muy intrigado por aquel comportamiento de su tío y, como siempre, con ganas de diversión.

Salen al pasillo. Wladimir avanza con gravedad, misteriosamente, llevando la linterna bien adelantada; se diría que están cumpliendo un rito o que van en una procesión. Cadio se tambalea un poco, aún borracho de sueño; pero pronto la curiosidad consigue despejarle la cabeza. Delante de la puerta de su madre, se paran los dos un instante y escuchan atentos. Ni un ruido. La casa duerme. Al llegar al descansillo, oyen los ronquidos de un criado cuya habitación está junto al granero. Bajan. Wladi pisa los escalones con pies de algodón; al menor crujido, se vuelve con un aire tan furioso que a Cadio le cuesta mucho contener la risa. Le señala en particular un escalón haciéndole señas para que se lo salte, tan serio como si hubiera algún peligro. Cadio no quiere echar a perder su placer preguntándose si son necesarias aquellas precauciones ni nada de lo que están haciendo; se presta al juego y, deslizándose por la barandilla, franquea el escalón… Le divierte tanto Wladi, que atravesaría fuego con tal de seguirlo.

Una vez en la planta baja, los dos se sientan en el penúltimo escalón para descansar un instante; Wladi menea la cabeza y deja escapar un suspiro por la nariz como para decir: ¡de buena nos hemos librado! Continúan. ¡Qué de precauciones delante de la puerta del salón! La linterna, que lleva ahora Cadio, ilumina la habitación de una forma tan extraña que el niño apenas la reconoce: le parece desmesurada. Un rayo de luna se cuela por la rendija de una contraventana. Todo está bañado de una calma sobrenatural. Parece un estanque adonde fueran a echar las redes clandestinamente. Puede reconocer todas las cosas, cada una en su sitio, pero por vez primera se da cuenta de lo extrañas que son.

Wladi se acerca al piano, lo abre y acaricia con la punta del dedo algunas teclas que responden muy débiles. De repente, la tapa se le escapa y, al caer, hace un estruendo formidable (aún se sobresalta Lafcadio al recordarlo). Wladi se precipita sobre la linterna, la apaga, se deja caer después en un sillón. Cadio se desliza debajo de una mesa. Los dos permanecen mucho tiempo allí, en la oscuridad, sin moverse, al acecho…, pero nada. Nada se ha movido dentro de la casa. A lo lejos, un perro ladra a la luna. Entonces, suavemente, lentamente, Wladi vuelve a encender un poco de luz.

Ya en el comedor, ¡con qué cara da la vuelta a la llave del aparador! El niño sabe muy bien que aquello no es más que un juego, pero el tío parece también enfrascado en él. Husmea como para olfatear dónde huele mejor; se apodera de una botella de tokay, llena dos copas para mojar bizcochos y le invita a brindar con un dedo ante los labios. El cristal suena imperceptiblemente… Una vez acabada la colación nocturna, Wladi se preocupa de ponerlo todo en orden. Con Cadio enjuaga los vasos en el barreño de la cocina, los seca, tapa la botella, cierra la caja de bizcochos, limpia meticulosamente las migas y mira por última vez si todo está bien colocado en el armario… Ni visto ni oído.

Wladi acompaña a Cadio hasta su habitación y se despide con un ceremonioso saludo. Cadio vuelve a dormirse y, al día siguiente, se preguntará si no habría soñado todo aquello.

¡Qué juego tan raro para un niño! ¿Qué hubiera opinado Julius de todo aquello?

Lafcadio no duerme, aunque tenga los ojos cerrados; no consigue dormirse.

—El viejecito que está ahí cree que estoy durmiendo —piensa—. Si entreabro los ojos, podría ver cómo me mira. Protos pretendía que es verdaderamente difícil fingirse dormido y estar atento a la vez; se jactaba de reconocer si el sueño es fingido o no por ese ligero temblorcillo de los párpados… que yo estoy reprimiendo en este momento. Incluso Protos se dejaría engañar…

Mientras tanto, se había puesto el sol; se iban atenuando ya los últimos reflejos de su esplendor, que Fleurissoire contemplaba emocionado. De repente, en el techo abovedado del vagón, se encendió la luz, una luz demasiado brutal al lado de aquel crepúsculo enternecedor; y, por temor a que la luz turbara el sueño de su vecino, Fleurissoire dio la vuelta al conmutador, cosa que no produjo una oscuridad completa, sino que desvió la corriente de la lámpara central hacia una lamparilla que daba una luz suave y azulada. Para el gusto de Fleurissoire, aquella bombilla azul aún daba demasiada luz. Dio otra vuelta a la clavija: se apagó la lamparilla pero se encendieron inmediatamente dos apliques laterales, aun más desagradables que la lámpara central; otra vuelta más y otra vez la lamparilla: se conformó con ella.

—¿Cuándo acabará de jugar con la luz? —pensaba Lafcadio impaciente—. ¿Qué estará haciendo ahora? (No, no voy a abrir los ojos). Está de pie… ¿Acaso le atrae mi maleta? ¡Bravo! Comprueba que está abierta. La verdad es que, para perder la llave tan pronto, no hacía falta que le mandase poner, en Milán, una complicada cerradura que he tenido que forzar en Bolonia. Por lo menos, un candado se puede remplazar… ¡Dios me valga! ¿Se está quitando la chaqueta? Bueno, vamos a mirar.

Sin preocuparse para nada de la maleta de Lafcadio, Fleurissoire, ocupado con su nuevo cuello duro, se había quitado la chaqueta para poder abrochárselo más fácilmente; pero el madapolá almidonado, duro como el cartón, se resistía a todos sus esfuerzos.

—No tiene cara de ser feliz —seguía diciéndose Lafcadio—. Debe tener alguna fístula o alguna enfermedad oculta. ¿Y si le ayudase? No va a poder él solo…

Sí que lo consiguió, sin embargo. Por fin, el cuello admitió al botón. Fleurissoire recogió entonces su corbata del cojín donde la había dejado, al lado de su sombrero, de su chaqueta y de sus puños. Se acercó a la portezuela y, como Narciso en el agua, trató de distinguir su imagen en el cristal de la ventanilla.

—No puede verse bien.

Lafcadio volvió a dar la luz. El tren corría a lo largo de un terraplén que se veía a través de los cristales de la ventanilla, iluminado por las luces que proyectaban los compartimientos; formaban una sucesión de cuadrados claros que danzaban a lo largo de la vía y se deformaban alternativamente según los accidentes del terreno. En medio de uno de ellos se percibía la sombra grotesca de Fleurissoire; los otros cuadrados estaban vacíos.

—¿Quién lo vería? —pensaba Lafcadio—. Aquí, muy cerca de mi mano, al alcance de mi mano, esta doble cerradura que yo podría abrir con facilidad; esta puerta que, cediendo de golpe, lo dejaría caer hacia delante; un empujoncito bastaría. Caería en la noche como una masa. Ni siquiera se oiría un grito… Y mañana, ¡en marcha hacia las islas!… ¿Quién iba a enterarse?

La corbata ya estaba en su sitio, hecho el lacito marinero. Ahora Fleurissoire había cogido uno de los puños y se lo ajustaba a la muñeca izquierda; al mismo tiempo, miraba, encima del asiento que antes ocupaba, la fotografía (una de las cuatro que decoraban el compartimiento) de un palacio a orillas del mar.

—Un crimen sin motivo —continuaba pensando Lafcadio—. ¡Vaya lío para la policía! Pero en este condenado terraplén cualquiera puede, desde el compartimiento vecino, darse cuenta de cómo se abre una puertecilla y ver brincar la sombra chinesca. Menos mal que las cortinas del pasillo están echadas… Siento más curiosidad por mí que por los acontecimientos. Hay quien se cree capaz de todo y luego retrocede a la hora de actuar… ¡Qué lejos está la imaginación del hecho concreto!… Y uno no tiene derecho a repetir la jugada, es como en el ajedrez. ¡Bah! Si no hubiera ningún riesgo, el juego perdería todo su interés… Entre imaginar un hecho y… ¡Anda! Se acabó el terraplén. Estamos encima de un puente, creo; un río…

En el fondo del cristal, oscuro ahora, los reflejos aparecían de una manera más clara. Fleurissoire se inclinó para retocarse la corbata.

—Aquí, al alcance de mi mano, esta doble cerradura —mientras, está distraído y mira a lo lejos— se abre más fácilmente todavía de lo que hubiera yo creído. Si cuento hasta doce, sin apresurarme, antes de ver en el campo alguna luz, el tapir está salvado. Empiezo: uno, dos, tres, cuatro (¡despacio!, ¡despacio!), cinco, seis, siete, ocho, nueve… Diez, ¡una luz!

2

Fleurissoire no lanzó ni un grito. Al empujarle Lafcadio y ante el abismo que se abría bruscamente delante de él, hizo un gran ademán para sujetarse, se agarró con la mano izquierda al marco liso de la portezuela, mientras que, medio vuelto de espaldas, echaba la derecha por encima de Lafcadio, enviando a rodar, debajo de la banqueta, al otro lado del vagón, el segundo puño de la camisa que estaba poniéndose en aquel momento.

Lafcadio sintió en la nuca un horrible zarpazo, bajó la cabeza y dio un segundo empujón, más impaciente que el primero; las uñas le arañaron el cuello y Fleurissoire no encontró más cosa a qué agarrarse que el sombrero de castor, cogiéndolo desesperadamente y llevándoselo en su caída.

—Ahora, sangre fría —se dijo Lafcadio—. No cerremos la puertecilla de golpe; podrían oírlo en el compartimiento de al lado.

Tiró de la puertecilla hacia sí, contra el viento, haciendo un esfuerzo, y luego cerró suavemente.

—Me ha dejado su horrible sombrero plano; por poco lo envío a juntarse con él de una patada, pero me ha cogido el mío y le basta. ¡Menos mal que tuve la precaución de quitarle las iniciales!… Pero en el forro lleva la marca del sombrerero, a quien no le deben encargar sombreros de castor todos los días… ¡Qué le vamos a hacer, ya está echada la suerte…! Que puedan creer en un accidente… No, puesto que he cerrado la portezuela… ¿Parar el tren?… Vamos, vamos, Cadio, sin retoques: todo ha salido como tú querías.

Prueba de que estoy perfectamente seguro de mí: voy a mirar primero tranquilamente lo que representa esta fotografía que contemplaba el viejo hace un momento… ¡Miramar! Ningún interés de ver eso… Falta aire aquí.

Abrió la ventana.

—El animal me ha arañado. Me sale sangre… Me ha hecho mucho daño. Vamos a ponernos un poco de agua. El lavabo está al final del pasillo, a la izquierda. Me llevaré otro pañuelo.

Bajó su maleta de la red y la abrió encima del asiento, en el sitio donde antes estaba sentado.

—Si me cruzo con alguien en el pasillo, calma… No, no me late ya tan fuerte el corazón. ¡Adelante! ¡Ah, su chaqueta! La puedo esconder fácilmente debajo de la mía. Hay papeles en el bolsillo: me distraerán durante el resto del viaje.

Era una pobre chaqueta raída, de color de regaliz, de paño ligero, áspero y vulgar, que le daba un poco de asco; Lafcadio la colgó en una percha en el estrecho lavabo donde se había encerrado; luego, inclinado sobre la pila, empezó a examinarse en el espejo.

Tenía dos señales bastante feas en el cuello; un fino trazo rojo partía de detrás de la nuca y, dando la vuelta por el lado izquierdo, terminaba encima de la oreja; otra, más corta, una verdadera desolladura, dos centímetros más abajo de la primera, subía recta hacia la oreja y le despegaba un poco el lóbulo. Sangraba, pero menos de lo que se temía; en cambio, el dolor, que no había sentido al principio, se hacía bastante fuerte. Mojó el pañuelo en el lavabo, se restañó la sangre y lavó luego el pañuelo.

—No me mancharé el cuello duro —pensó mientras se arreglaba—. Todo va bien.

Iba a salir cuando silbó la locomotora; una hilera de luces pasó por detrás del cristal esmerilado del water. Era Capua. En aquella parada, tan cercana al lugar del accidente, bajar y correr en la noche, recuperar el sombrero de castor… Aquella idea brotó resplandeciente. Sentía mucho haber perdido aquel sombrero flexible, ligero, sedoso, tibio y fresco al mismo tiempo, inarrugable, de una elegancia tan discreta. No obstante, jamás escuchaba del todo sus deseos y no le gustaba ceder ni siquiera a sí mismo. Pero sobre todo le producía horror la indecisión y conservaba desde hacía varios años, como un fetiche, el dado de un juego de tric-trac que le había dado Baldi tiempo atrás. Lo llevaba siempre encima; lo tenía allí, en el bolsillo del chaleco:

—Si me sale un seis —dijo sacando el dado— me bajo.

Le salió un cinco.

—Bajo de todas formas. ¡Rápido! ¡La chaqueta de la víctima!… Ahora, mi maleta…

Corrió a su compartimiento.

¡Ay! ¡Cuán inútiles parecen, ante la extrañeza de un hecho, las exclamaciones! Cuanto más sorprendente sea el suceso, más sencillo será mi relato. Diré simplemente lo siguiente: cuando Lafcadio entró en el compartimiento para recoger su maleta, la maleta ya no estaba allí.

Al principio, creyó haberse equivocado, volvió a salir al pasillo… Pero sí, sí: allí era donde estaba antes. La vista de Miramar… ¿Pero entonces…? Se lanzó a la ventanilla y creyó estar soñando: por el andén de la estación, todavía no lejos del vagón, su maleta se iba tranquilamente en compañía de un buen mozo que se la llevaba andando sin prisas.

Lafcadio estuvo a punto de abalanzarse: el ademán que hizo para abrir la portezuela hizo caer a sus pies la chaqueta de color regaliz.

—¡Diablo! ¡Un poco más y me delato!… De todas formas, el bromista se iría un poco más de prisa, si pensara que puedo correr detrás de él… ¿Habrá visto algo?

En aquel momento, como seguía inclinado hacia adelante, una gota de sangre le corrió por la mejilla.

—¡Al diablo la maleta! Ya lo había dicho el dado: no debo bajar aquí.

Cerró la portezuela y volvió a sentarse.

—No hay papeles en la maleta y mi ropa no está marcada. ¿Qué riesgo puedo correr?… No importa: tengo que embarcarme lo antes posible. Será quizás algo menos divertido pero, desde luego, mucho más prudente.

El tren, mientras tanto, había echado a andar.

—No lo siento tanto por la maleta…, sino por el castor que me hubiera gustado recuperar. No pensemos más en ello.

Llenó otra pipa, la encendió y luego, metiendo la mano en el bolsillo interior de la otra chaqueta, sacó de golpe una carta de Árnica, unos billetes de la agencia Cook y un sobre de papel cebolla. Al abrirlo exclamó:

—Tres, cuatro, cinco, seis billetes de a mil. Sin interés para personas honradas.

Volvió a meter los billetes en el sobre y el sobre en el bolsillo de la chaqueta.

Pero cuando, un instante después, examinó los billetes Cook, Lafcadio sintió un mareo. En la primera hoja estaba escrito el nombre de Julius de Baraglioul.

—¿Me estaré volviendo loco? —pensó—. ¿Qué relación puede haber con Julius?… ¿Billetes robados?… No, no es posible. Billetes prestados, sin duda alguna. ¡Diablos! Quizás haya cometido una tontería: estos viejos están mejor relacionados de lo que uno cree.

Luego, temblando de curiosidad, abrió la carta de Árnica. Lo ocurrido parecía demasiado extraño: no lograba fijar su atención. Desde luego, no conseguía desentrañar qué parentesco o qué relación podía haber entre Julius y el viejo, pero al menos pudo sacar en claro una cosa: Julius estaba en Roma. Inmediatamente tomó una decisión: le invadió un deseo urgente de volver a ver a su hermano, una curiosidad desenfrenada de asistir a la repercusión de aquel asunto sobre aquel espíritu lógico y tranquilo.

—¡Ya está decidido! Esta noche duermo en Nápoles; recojo mi baúl y mañana vuelvo a Roma en el primer tren. Será seguramente mucho menos prudente, pero quizás algo más divertido.

3

En Nápoles, Lafcadio se alojó en un hotel cerca de la estación. Tuvo la precaución de llevar consigo el baúl, ya que los viajeros sin equipaje resultan sospechosos y no quería llamar la atención; luego corrió a buscar los objetos de aseo que le faltaban y un sombrero para reemplazar al horrible canotier (además le estaba pequeño) que Fleurissoire le había dejado. Quería también comprarse un revólver, pero tuvo que dejarlo para el día siguiente: ya estaban cerrando las tiendas.

El tren que pensaba coger al día siguiente salía temprano: llegaba a Roma a la hora de comer.

Era su intención no ir a ver a Julius hasta que los periódicos no hubieran hablado del «crimen». ¡El «crimen»! Aquella palabra le resultaba un tanto extraña. Y completamente impropia, tratándose de él, la de criminal. Prefería la de aventurero, palabra tan flexible como su sombrero de castor: podía moldearse a su gusto.

Los periódicos de la mañana no hablaban todavía de la aventura. Esperaba impacientemente los de la tarde, con prisa por volver a ver a Julius y ver cómo empezaba la partida. Igual que el niño que juega al escondite y que, claro, no quiere que lo encuentren pero sí que lo busquen por lo menos, se aburría esperando. Era un estado indefinible que aún no conocía, y la gente con la que se cruzaba por la calle le parecía especialmente mediocre, desagradable y horrorosa.

Al caer la tarde, compró el Corriere a un vendedor del Corso. Luego entró en un restaurante; pero, a modo de desafío y para encender aun más su deseo, se esforzó primero en cenar, dejando el periódico doblado, colocado allí, a su lado, encima de la mesa. Luego salió y, otra vez en el Corso, parándose a la luz de un escaparate, abrió el periódico y, en segunda página, vio las siguientes palabras en la sección de sucesos.

CRIMEN, SUICIDIO… O ACCIDENTE

Después leyó lo que traduzco a continuación:

En la estación de Nápoles, los empleados de la Compañía han encontrado en el portamaletas de un compartimiento de primera del tren procedente de Roma, una chaqueta de color oscuro. En el bolsillo de la chaqueta había un sobre amarillo abierto que contenía seis billetes de mil francos. No había ningún otro papel que permitiera identificar al propietario de la chaqueta. Si se trata de un crimen, no se explica que hayan dejado una suma tan importante en la prenda de la víctima: ello explicaría, al menos, que el móvil del crimen no ha sido el robo.

No se han visto indicios de lucha en el compartimiento, pero se ha encontrado debajo de un asiento un puño con un gemelo que representa dos cabezas de gato, unidas una a otra por una cadenita de plata dorada y talladas en un cuarzo semitransparente, llamado ágata nebulosa con reflejos, de una clase llamada por los joyeros «piedra de luna».

Se están llevando a cabo investigaciones muy activas a lo largo de la vía.

Lafcadio estrujó el periódico.

—¿Cómo? ¿Ahora los gemelos de Carola? ¡Este viejo es una encrucijada! Pasó la hoja y vio en las noticias de última hora:

RECENTÍSIMO

UN CADÁVER AL LADO DE LA VÍA

Sin leer nada más, Lafcadio corrió al Gran Hotel.

Metió en un sobre una tarjeta, con las siguientes palabras debajo de su nombre:

LAFCADIO WLUIKI

Desearía saber si el Conde Julius Baraglioul necesita un secretario

Luego pidió que la entregasen.

Un lacayo vino por fin a buscarlo al vestíbulo donde esperaba, lo guió por los pasillos y lo hizo pasar.

A la primera ojeada, Lafcadio distinguió, tirado en un rincón del cuarto, el Corriere della Sera. Encima de la mesa, en medio de la habitación, un frasco grande de agua de colonia destapado esparcía su fuerte olor. Julius abrió los brazos.

—¡Querido Lafcadio! ¡Qué contento estoy de verle!

Sus cabellos se levantaban flotando y agitándose sobre sus sienes. Parecía hinchado. Llevaba un pañuelo de lunares negros en la mano y se daba aire con él.

—Es usted una de las personas a quien menos esperaba, pero con las que más deseaba charlar esta noche… ¿Ha sido Madame Carola quién le ha dicho que estaba aquí?

—¡Qué pregunta tan extraña!

—Bueno, como acabo de encontrármela… Claro que no estoy seguro de que ella me haya visto.

—¿Carola? ¿Está en Roma?

—¿No lo sabía usted?

—Acabo de llegar de Sicilia hace un instante y es usted la primera persona a quien veo aquí. No tengo interés en volver a verla a ella.

—La he encontrado muy bonita.

—No es usted muy exigente.

—Quiero decir: mucho más que en París.

—Es el exotismo; pero si se encuentra con ganas…

—Lafcadio, frases como ésa no valen entre nosotros.

Julius intentó poner una expresión severa, pero sólo consiguió una mueca, y continuó:

—Me encuentra muy agitado. Estoy en un momento decisivo de mi vida. Tengo la cabeza ardiendo y siento en todo el cuerpo una especie de vértigo como si fuera a evaporarme. Desde hace tres días que estoy en Roma, para un Congreso de Sociología, voy de sorpresa en sorpresa. Su llegada es el golpe de gracia… Ya no sé quién soy.

Daba grandes zancadas; se paró delante de la mesa, cogió el frasco, echó en su pañuelo un chorro oloroso, se puso la compresa en la frente y la mantuvo así.

—Querido joven, si me permite que le llame así: creo que ya tengo mi nuevo libro. Los términos, aunque exagerados, con que me habló en París del Aire de las cumbres, me deja suponer que éste no le dejará insensible.

Sus pies esbozaron una especie de trenzado; el pañuelo cayó al suelo; Lafcadio se apresuró a recogerlo y, cuando se agachaba, sintió la mano de Julius posarse suavemente en su hombro, igual que había hecho precisamente la mano del viejo Juste-Agénor. Lafcadio sonreía al incorporarse.

—Hace tan poco tiempo que le conozco… —dijo Julius—, pero esta noche no puedo contenerme y le hablo como a un…

Se detuvo.

—Le escucho como a un hermano, señor de Baraglioul —respondió atrevido Lafcadio—, ya que usted me invita a hacerlo así.

—Ve usted, Lafcadio; en el ambiente en que vivo en París, entre todas las personas con quien trato —personas de la alta sociedad, eclesiásticos, literatos, académicos— no encuentro, a decir verdad, a nadie con quien hablar. Quiero decir, a quien confiar las nuevas preocupaciones que me agitan. Porque debo confesarle que, desde que le conocí, mis puntos de vista han cambiado por completo.

—¡Más vale así! —dijo con impertinencia Lafcadio.

—Usted que no es del oficio, no puede imaginarse cómo una ética errónea impide el libre desarrollo de la facultad creadora. Por eso, nada más lejos de mis primeras novelas que la que ahora preparo. La lógica, la consecuencia que yo exigía de mis personajes, me la exigía primero a mí mismo para conseguirla mejor, y eso no era natural. Vivimos contrahechos, a fin de parecemos al retrato nuestro que previamente hemos trazado. Es absurdo. Con esto, nos exponemos a estropear lo mejor de nosotros mismos.

Lafcadio seguía sonriendo, a la espera de lo que iba a seguir divirtiéndose al reconocer el lejano efecto de su primera conversación.

—¿Qué le diría yo, Lafcadio?… Por primera vez veo el campo libre ante mí… ¿Comprende lo que quieren decir estas palabras: el campo libre?… Me digo que ya lo estaba; me repito que sigue estándolo y que, hasta ahora, sólo me sentía condicionado por impuras consideraciones de carrera, de público y de una crítica ingrata de la que el poeta espera en vano recompensa. De ahora en adelante, lo espero todo de mí. Lo espero todo del hombre sincero y exijo lo que sea, ya que ahora presiento las más extrañas posibilidades dentro de mí mismo. Puesto que sólo se trata de escribirlas en el papel, me atrevo a darle rienda suelta. ¡Ya veremos lo que pasa!

Respiraba a fondo, echaba los hombros hacia atrás, alzaba los omóplatos casi como si se tratara ya de alas, como si lo ahogaran nuevas perplejidades. Proseguía confusamente, en voz más baja.

—Y como no quieren nada de mí esos señores de la Academia, me dispongo a darles buenas razones para no admitirme. Porque no tenían ninguna. No la tenían.

Su voz se hacía de pronto casi aguda, al entrecortar estas últimas palabras. Se paraba y luego seguía, más tranquilo:

—Así que mire lo que imagino… ¿Me escucha?

—¡Con toda el alma! —dijo Lafcadio sin dejar de reírse.

—¿Y sigue mi razonamiento?

—Hasta el infierno.

Julius humedeció de nuevo el pañuelo, se sentó en un sillón; frente a él, Lafcadio se puso a horcajadas en una silla.

—Se trata de un joven del que quiero hacer un criminal.

—No veo en ello dificultad.

—¡Ya, ya! —dijo Julius, que pretendía hacer algo difícil.

—Pero, siendo novelista, ¿quién se lo impide? Si de imaginar se trata, ¿quién puede impedirle imaginar lo que se le antoje?

—Cuanto más extraño es lo que imagino, más necesario es aportar un motivo, una explicación.

—No es difícil encontrar motivos de crimen.

—Sin duda… pero, precisamente, no me interesan. No quiero un crimen con motivo; me basta con motivar al criminal. Sí; pretendo llevarlo a cometer gratuitamente el crimen; a desear cometer un crimen perfectamente inmotivado.

Lafcadio empezaba a prestar más atención.

—Tomémosle muy joven, adolescente: quiero que en esto se reconozca la elegancia de su naturaleza, que actúe sobre todo por juego y que suela moverse más por placer que por interés.

—Eso no es corriente, quizá… —se aventuró a decir Lafcadio.

—¿Verdad? —dijo Julius encantado—. Vamos a añadir que disfruta reprimiendo sus impulsos…

—Hasta el disimulo.

—Inculquémosle el amor al peligro.

—¡Bravo! —exclamó Lafcadio cada vez más divertido—. Si sabe escuchar al demonio de la curiosidad, creo que su alumno está a punto.

Y así, saltando y pasándose unas veces uno y otras otro, parecía como si estuvieran jugando a saltacabrilla.

Julius.—Lo veo primero ejercitándose; tiene una gran habilidad para los hurtos pequeños.

Lafcadio.—Me he preguntado muchas veces cómo no se cometían más. Es verdad que, de ordinario, sólo se les presenta la ocasión a los que, a cubierto de las necesidades, no se dejan tentar.

Julius.—A cubierto de las necesidades: mi personaje es de ésos, ya lo he dicho. Pero sólo le tientan las ocasiones que exigen de él alguna habilidad, astucia…

Lafcadio.—Y que presentan algún riesgo…

Julius.—Ya he dicho que le gustaba el peligro. Por lo demás, le repugna la estafa; no trata de apropiarse de los objetos, sino que se divierte desplazándolos subrepticiamente. Tiene para ello verdadero talento de escamoteador.

Lafcadio.—Y además, la impunidad le enardece…

Julius.—Pero al mismo tiempo le hace sentir despecho. Si no lo cogen, es porque su juego es demasiado fácil.

Lafcadio.—Busca algo más peligroso.

Julius.—Lo hago razonar así…

Lafcadio.—¿Está seguro de que razone?

Julius (prosiguiendo).—El autor de un crimen se delata por la necesidad que tenía de cometerlo.

Lafcadio.—Dijimos que era muy hábil…

Julius.—Sí, y lo es todavía más por actuar con sangre fría. Imagínese: un crimen que no aparece motivado ni por pasión ni por necesidad. Su razón de cometer el crimen es precisamente de cometerlo sin razón.

Lafcadio.—Usted es quien razona su crimen; él, simplemente, lo comete.

Julius.—No hay ninguna razón para considerar criminal al que ha cometido el crimen sin razón.

Lafcadio.—Es usted demasiado sutil. Tal como lo ha descrito, es lo que se llama un hombre libre.

Julius.—A la merced de la primera ocasión.

Lafcadio.—Estoy impaciente por verlo actuar. ¿Qué le propondrá usted?

Julius.—Bueno, todavía vacilaba. Sí; hasta esta misma tarde estaba indeciso… Y de repente, esta noche, el periódico, en la sección de últimas noticias, me proporciona precisamente el ejemplo que yo deseaba. ¡Una aventura providencial! ¡Es horrible! ¡Figúrese que acaban de asesinar a mi cuñado!

Lafcadio.—¿Cómo? ¿El viejecillo del vagón es…?

Julius.—Era Amadeo Fleurissoire, a quien yo había prestado mi billete y que acababa de dejar instalado en el tren. Una hora antes, había sacado de mi Banco seis mil francos y, como los llevaba encima, se despedía de mí con miedo; le venían ideas grises, ideas negras, ¿qué sé yo?, presentimientos. Pues bien, en el tren… Pero habrá leído usted el periódico.

Lafcadio.—Sólo los titulares de la sección de «Sucesos».

Julius.—Escuche; se lo leo. (Abrió el Corriere ante él). Traduzco:

La policía que investigaba activamente a lo largo de la vía férrea, entre Roma y Nápoles, ha descubierto esta tarde, en el cauce seco del río Volturno, a cinco kilómetros de Capua, el cuerpo de la víctima a quien sin duda pertenece la chaqueta encontrada ayer por la noche en un vagón. Es un hombre de apariencia modesta, de unos cincuenta años aproximadamente. (Representaba más edad de la que tenía). No se le ha encontrado encima ningún documento que permita esclarecer su identidad. (Por fortuna, eso me deja tiempo de respirar). Al parecer, salió despedido del vagón tan violentamente que pasó por encima del pretil del puente, en reparación en aquel lugar y simplemente reemplazado por unas vigas. (¡Vaya estilo!). El puente se eleva a más de quince metros por encima del río; la muerte debió de ser consecuencia de la misma caída, ya que el cuerpo no lleva rastro de heridas. Está en mangas de camisa; en la manga derecha lleva un puño igual al que se encontró en el vagón pero al que le falta el gemelo… (¿Qué le pasa a usted? —Julius se detuvo: Lafcadio no había podido reprimir un sobresalto al ocurrírsele la idea de que habían quitado el botón después de cometido el crimen—, Julius continuó). Su mano izquierda había quedado crispada agarrando un sombrero blando de fieltro

—¡Un sombrero blando de fieltro! ¡Patanes!

Julius levantó la nariz del periódico.

—¿De qué se extraña usted?

—De nada, de nada; continúe.

blando de fieltro, demasiado ancho para su cabeza y que parece ser más bien el del agresor; la etiqueta del sombrero ha sido cuidadosamente recortada de la tirilla de cuero, donde falta un pedazo de la forma y dimensiones de una hoja de laurel

Lafcadio se levantó, inclinándose para leer por encima del hombre de Julius y quizá para disimular su palidez. Ahora ya no le cabía ninguna duda: habían retocado su crimen; alguien se había metido por medio, había recortado aquella etiqueta. Sin duda, el desconocido que se había apoderado de su maleta.

Mientras tanto, Julius seguía:

lo que parece indicar la premeditación de este crimen. (¿Por qué precisamente de este crimen? Quizá mi héroe hubiera tomado sus precauciones por si acaso…). Inmediatamente después de que la policía hiciera sus comprobaciones, el cadáver fue transportado a Nápoles para procurar su identificación. (Sí, yo sé que allí disponen de medios y tienen la costumbre de conservar los cuerpos durante mucho tiempo…).

—¿Está usted seguro de que sea él? —la voz de Lafcadio temblaba un poco.

—¡Pues claro!, lo esperaba esta noche para cenar.

—¿Ha informado usted a la policía?

—Aún no. Primero necesito ordenar mis ideas. Como estoy de luto, ya estoy tranquilo, al menos por eso (me refiero a la ropa); pero ya comprenderá usted que, en cuanto se haya divulgado el nombre de la víctima, tendré que advenir a toda mi familia, enviar telegramas, escribir cartas, ocuparme de los recordatorios, de la inhumación, ir a Nápoles a reclamar el cuerpo de… Por cierto, querido Lafcadio, como me veo obligado a asistir a ese Congreso, si usted aceptase, por delegación, ir a buscar el cuerpo en mi lugar…

—Ya veremos eso luego.

—Siempre que no le impresione demasiado. Mientras tanto, le estoy evitando a mi pobre cuñada unas horas crueles. ¿Cómo podría ella descubrirlo por las vagas noticias de los periódicos? Y vuelvo a mi tema: cuando leí este «suceso», me dije: este crimen que imagino tan bien, que reconstruyo, que veo… Yo sé por qué razón ha sido cometido; y sé también que, de no haber existido los seis mil francos, el crimen no se hubiera llevado a cabo.

—Pero supongamos, sin embargo…

—Sí, claro: supongamos por un instante que no estuvieran esos seis mil francos, o mejor aún: que el criminal no los haya cogido. Ahí tenemos a mi hombre.

Lafcadio, mientras tanto, se había levantado; había recogido el periódico que Julius había dejado caer y, abriéndolo por la segunda página, dijo con la mayor sangre fría de que fue capaz:

—Veo que no ha leído usted las últimas noticias: el criminal, precisamente, no ha cogido los seis mil francos. Tome, lea: Ello indicaría, al menos que el móvil del crimen no ha sido el robo.

Julius cogió la hoja que le tendía Lafcadio, leyó con avidez; luego, se pasó la mano por los ojos; se sentó, volvió a levantarse bruscamente, se acercó a Lafcadio y agarrándolo por los brazos, gritó:

—¡El móvil no ha sido el robo! —y como arrebatado por el delirio, zarandeaba a Lafcadio con furia—. ¡El móvil no ha sido el robo! Pero entonces… —empujaba a Lafcadio, corría al otro lado de la habitación, se abanicaba, se golpeaba la frente y se sonaba—: ¡Entonces ya sé, pardiez! Ya sé por qué lo mató aquel bandido… ¡Ay, desgraciado amigo! ¡Ay, pobre Fleurissoire! ¡Entonces era verdad lo que decía! Y yo que le creí loco… Pero entonces es espantoso.

Lafcadio, extrañado, esperaba el final de la crisis; estaba un poco irritado: le parecía que Julius no tenía derecho a desviarse así.

—Yo creía que precisamente usted…

—¡Cállese! Usted no sabe nada. ¡Y yo que estoy perdiendo el tiempo a su lado haciendo conjeturas ridículas…! ¡Deprisa! Mi bastón, mi sombrero…

—¿Pero dónde va usted?

—¡A la policía, caramba!

Lafcadio se puso delante de la puerta, y le ordenó con firmeza:

—Primero, explíqueme. Palabra, parece como si se volviera usted loco.

—Hace un momento sí que estaba loco. Salgo de mi locura… ¡Pobre Fleurissoire! ¡Desgraciado amigo! ¡Víctima santa! Su muerte me hace detenerme a tiempo en el camino de la irreverencia, de la blasfemia. Su sacrificio me redime. ¡Y yo que me reía de él!…

Se había puesto a andar de nuevo; pero, parándose de repente y colocando su bastón y su sombrero al lado del frasco, encima de la mesa, se plantó delante de Lafcadio.

—¿Quiere usted saber por qué le ha matado ese bandido?

—Creía que sin motivo…

Julius dijo entonces, furioso:

—En primer lugar, no hay crimen sin motivo. Se han deshecho de él por ser depositario de un secreto importante… que me había confiado, un secreto considerable e incluso demasiado importante para él. Le tenían miedo, ¿comprende? Eso fue… Le es muy fácil reír a usted que no entiende nada de los asuntos de la fe —luego, muy pálido y enderezándose, prosiguió—: El secreto, soy yo quien lo hereda.

—¡Tenga cuidado! Ahora será de usted de quien van a tener miedo.

—Ya ve usted que tengo que prevenir en seguida a la policía.

—Una pregunta más —dijo Lafcadio, interrumpiéndole de nuevo.

—No. Déjeme salir. Tengo muchísima prisa. Puede estar seguro de que la continua vigilancia que tanto atemorizaba a mi cuñado la dirigirán ahora contra mí; me estarán vigilando ahora mismo. No puede ni imaginarse la habilidad de esa gente. Le digo a usted que lo saben todo… Ahora es aun más necesario que vaya usted a buscar el cadáver en mi lugar… Estando vigilado como ahora lo estoy, nunca se sabe lo que podría ocurrirme. Se lo pido como un favor, querido Lafcadio —juntaba las manos, imploraba—. No tengo la cabeza muy clara en este momento, pero me informaré en el juzgado a fin de poder darle una autorización en regla. ¿Adónde podré enviársela?

—Para que sea más fácil, reservaré una habitación en este hotel. Hasta mañana. Váyase rápido.

Dejó que Julius se marchara. Le invadía poco a poco un asco inmenso y casi una especie de odio contra sí mismo y contra Julius, contra todo. Se encogió de hombros y luego sacó del bolsillo los billetes Cook expedidos a nombre de Baraglioul, que había cogido de la chaqueta de Fleurissoire, los colocó encima de la mesa, bien a la vista, apoyados en el frasco de perfume, apagó la luz y salió.

4

A pesar de todas las precauciones que había tomado, a pesar de las recomendaciones que hizo en el juzgado, Julius de Baraglioul no pudo impedir que los periódicos divulgasen su parentesco con la víctima, ni siquiera que indicasen bien claro el nombre del hotel en que se hospedaba.

Desde luego, la noche anterior había pasado unos minutos llenos de angustia cuando, al volver del juzgado, a eso de la medianoche, había encontrado en su habitación, bien a la vista, los billetes Cook a su nombre, que había aprovechado Fleurissoire. Inmediatamente tocó el timbre y, volviendo a salir al pasillo lívido y tembloroso, le pidió al camarero que mirase debajo de la cama, porque no se atrevía a hacerlo él. Sin más tardar, llevó a cabo una especie de investigación que no dio ningún resultado, pero ¿cómo fiarse del personal de los grandes hoteles?… Sin embargo, después de haber dormido bien toda la noche tras una puerta cerrada a piedra y lodo, Julius se había despertado más tranquilo; la policía le protegía ahora. Escribió un montón de cartas y telegramas, y él mismo los llevó a correos.

Al volver al hotel, acudieron a avisarle de que una señora había venido a preguntar por él; no había dicho su nombre y estaba esperando en el reading-room. Julius se dirigió a él, y grande fue su sorpresa al encontrar allí a Carola.

No en la primera sala, sino en otra más retirada, más pequeña y con poca luz, se había sentado de lado, en la esquina de una mesa apartada, y, para pasar el rato hojeaba distraídamente un álbum. Al ver entrar a Julius se levantó, más confusa que sonriente. Llevaba un abrigo negro que dejaba ver una blusa oscura, sencilla, casi de buen gusto; en cambio, el sombrero estrafalario, aunque negro, llamaba desgraciadamente la atención.

—Perdone mi atrevimiento, señor conde. No sé cómo he tenido valor para entrar en el hotel y preguntar por usted, pero me había saludado tan amable ayer… Y además, lo que tengo que decirle es tan importante…

Seguía de pie, detrás de la mesa. Fue Julius quien se acercó; por encima de la mesa le tendió la mano sin cumplidos.

—¿A qué debo el placer de su visita?

Carola agachó la cabeza.

—Sé que acaba usted de experimentar una gran pérdida.

Julius no comprendió al principio, pero como Carola sacaba un pañuelo y se enjugaba los ojos, dijo:

—¡Cómo! ¿Su visita es para darme el pésame?

—Yo conocía al señor Fleurissoire —continuó ella.

—¡Quiá!

—Bueno, no hace mucho tiempo. Pero le quería mucho. Era tan amable, tan bueno… Precisamente fui yo quien le di los gemelos, ¿sabe?, esos gemelos de que hablaban en el periódico; por ese detalle supe que era él. Pero yo no sabía que era cuñado suyo. Me sorprendió mucho y ya se imagina cuánto me he alegrado al saberlo… ¡Oh, perdone! No es eso lo que quería decir.

—No tiene por qué turbarse, querida amiga; querrá usted decir, sin duda, que se alegra de tener la ocasión de volverme a ver.

Sin responder, Carola escondió el rostro en el pañuelo; rompió en sollozos y Julius se sintió obligado a cogerle la mano:

—Yo también —decía con tono compungido—, yo también, querida amiga; créame que…

—Aquella misma mañana, antes de que se marchara, ya le decía yo que no se fiara… Pero eso no iba con su carácter. Era demasiado confiado, ¿sabe?

—Un santo, señorita; era un santo —dijo Julius en un arranque de cariño, sacando también su pañuelo.

—Eso me parecía a mí —exclamó Carola—. Por la noche, cuando creía que yo estaba durmiendo, se levantaba, se ponía de rodillas al pie de la cama y…

Aquella confesión inconsciente acabó de trastornar a Julius. Se guardó el pañuelo en el bolsillo y, acercándose más, le dijo:

—Pero quítese el sombrero, querida amiga.

—Gracias, no me molesta.

—A mí sí… Permítame.

Pero como Carola retrocedía un poco, consiguió dominarse.

—Permítame una pregunta: ¿tiene usted miedo de algo?

—¿Yo?

—Sí; cuando usted le dijo a mi cuñado que desconfiase, me pregunto si ya tenía alguna razón para suponer… Ábrame su corazón. Nadie viene aquí por la mañana y no pueden oírnos. ¿Sospecha usted de alguien?

Carola agachó la cabeza.

—Comprenda usted que esto me interesa especialmente —continuó Julius con desenvoltura— y póngase en mi situación. Ayer noche, al volver del juzgado a donde fui a prestar declaración, me encontré en mi habitación, encima de la mesa, justo en medio de la mesa, el billete de ferrocarril que había utilizado el pobre Fleurissoire. Estaba a mi nombre. Claro que esos billetes circulares son personales e intransferibles; hice mal en prestarlo, pero no es ésa la cuestión… En el hecho de traerme mi billete, cínicamente, y dejarlo en mi habitación aprovechando un instante en que había salido, no puedo por menos que ver un desafío, una fanfarronada y casi un insulto… No me afectaría, ni qué decir tiene, si yo no tuviera buenas razones para considerarme señalado también, y verá porqué: ese pobre Fleurissoire, amigo suyo, era depositario de un secreto…, de un secreto abominable…, de un secreto muy peligroso… Yo no le hice preguntas…; no me interesaba en absoluto saber…, pero él tuvo la fastidiosa imprudencia de confiármelo. Y ahora, yo le pregunto: la persona que, para ahogar ese secreto, no ha tenido miedo de llegar hasta el crimen…, ¿sabe usted quién es?

—Tranquilícese, señor conde. Ayer por la tarde lo denuncié a la policía.

—Señorita Carola, no esperaba menos de usted.

—Él me había prometido no hacerle daño. Si hubiera mantenido su promesa, yo hubiera mantenido la mía. Ahora ya estoy harta: que me haga lo que quiera.

Carola se exaltaba. Julius pasó por detrás de la mesa y, acercándose de nuevo a ella, dijo:

—Quizás estuviéramos mejor en mi habitación para hablar.

—¡Oh, señor! —dijo Carola—. Ahora ya le he dicho todo lo que tenía que decirle; no quisiera entretenerlo más.

Como seguía apartándose, terminó de darle la vuelta a la mesa y se acercó a la salida.

—Vale más que nos separemos, señorita —continuó dignamente Julius, que pretendía adjudicarse el mérito de aquella resistencia—. ¡Ah! También quería decirle que, si pasado mañana piensa venir al entierro, haga como si no me conociera.

Se separaron con estas palabras, sin haber pronunciado el nombre del insospechado Lafcadio.

5

Lafcadio traía de Nápoles el cadáver de Fleurissoire. Venía éste en un furgón mortuorio enganchado a la cola del tren, pero Lafcadio no había considerado indispensable subir en él. Sin embargo, por delicadeza, se había instalado en el compartimiento, si no más cercano, ya que el último vagón era un vagón de segunda clase, sí al menos tan cerca del cuerpo como las «primeras» lo permitían. Había salido de Roma por la mañana y volvía aquella misma noche. No quería admitir la nueva sensación que pronto invadió su alma, ya que nada le parecía tan vergonzoso como el aburrimiento, ese mal secreto del que hasta ahora se había librado, primero por su hermosa despreocupación juvenil y luego por la dura necesidad. Al salir de su compartimiento con el corazón vacío de esperanza y alegría, vagaba de un extremo a otro del pasillo, acosado por una indecisa curiosidad y tratando de encontrar algo nuevo o absurdo que intentar; no sabía. Todo resultaba insuficiente para sus deseos. Ya no pensaba embarcarse y reconocía de mala gana que Borneo apenas le atraía. Tampoco el resto de Italia. Se desinteresaba incluso de las consecuencias de su aventura; ahora le parecía comprometedora y absurda. Le guardaba rencor a Fleurissoire por no haberse defendido mejor; protestaba contra aquella lamentable figura, hubiera querido borrarla de su mente.

En cambio, le hubiera gustado volver a ver al tipo que le quitó la maleta. ¡Vaya con el bromista dichoso! Y como si fuera a encontrarlo, al llegar a la estación de Capua, se asomó a la ventanilla, recorriendo el andén desierto con la mirada. ¿Pero acaso podía reconocerlo siquiera? Sólo lo había visto de espaldas, distante ya y alejándose en la penumbra… Lo seguía con la imaginación a través de la noche, llegando hasta el cauce del Volturno, acercándose al horroroso cadáver, desvalijándolo y, a modo de desafío, recortando del forro del sombrero, de su sombrero, del sombrero de Lafcadio, aquel trocito de cuero «de forma y dimensiones de una hoja de laurel», como decía elegantemente el periódico, aquel indicio que daba la dirección de su sombrerero. Al fin y al cabo, Lafcadio le estaba muy agradecido al ladrón por habérselo sustraído a la policía. Sin duda, aquel ladrón de muertos tenía también mucho interés en no llamar la atención y si, a pesar de todo, pretendía sacar partido del recorte, podría resultar divertido, la verdad entrar en tratos con él.

Se había hecho de noche. Un camarero del vagón restaurante iba de una punta a otra del tren, avisando a los viajeros de primera y de segunda que la cena les estaba esperando. No tenía apetito, pero al menos se veía a salvo de la inacción durante una hora. Siguiendo a otros viajeros, pero bastante retirado de ellos, Lafcadio se encaminó hacia el restaurante, que iba a la cabeza del tren. Los vagones por los que pasaba Lafcadio estaban vacíos. Diversos objetos, aquí y allá, en los asientos, indicaban y reservaban los sitios de los que habían ido a cenar: chales, almohadas, libros, periódicos. Una cartera de abogado atrajo su mirada. Seguro de ir el último, se paró delante del compartimiento y entró. Por lo demás, aquella cartera apenas lo atraía y sólo para tranquilizar su conciencia la registró.

En un fuelle interior, escrito con discretas letras doradas, la cartera llevaba la siguiente indicación:

DEFOUQUEBLIZE

Facultad de Derecho de Burdeos

Contenía dos folletos sobre derecho criminal y seis números de la Gaceta de los tribunales.

—¡Más ganado para el Congreso! ¡Puah! —pensó Lafcadio volviendo a ponerlo todo en su sitio y apresurándose a alcanzar la fila de viajeros que se dirigían al restaurante.

Una frágil chiquilla y su madre cerraban la marcha, ambas vestidas de luto. Delante iba un señor con levita, sombrero de copa, de cabellos largos y lacios y patillas grisáceas: debía ser el Dr. Defouqueblize, el dueño de la cartera. Avanzaban lentamente, zarandeados por los vaivenes del tren. Al final del pasillo, en el momento en que el profesor iba a lanzarse a esa especie de acordeón que une un vagón con otro, una sacudida más fuerte lo hizo vacilar; para recobrar el equilibrio, hizo un movimiento brusco con el que sus anteojos salieron disparados hacia el rincón del estrecho vestíbulo que forma el pasillo delante de la puerta de los lavabos. Mientras se agachaba para buscar sus ojos, pasaron la señora y la niña. Lafcadio se divirtió unos momentos contemplando los esfuerzos del sabio: desamparado lastimosamente, lanzaba sus inquietas manos a la ventura, al ras del suelo. Nadaba en lo abstracto. Parecía la danza informe de un plantígrado o como si el sabio hubiera vuelto a la infancia y estuviera jugando a Savez vous planter les choux. ¡Vamos, Lafcadio, un buen impulso! Cede a tu buen corazón, que aún no está corrompido. Ayuda al inválido. Dale esos cristales indispensables porque no conseguirá alcanzarlos él solo. Les está dando la espalda. Un poco más y los aplasta… En aquel momento, un nuevo vaivén precipitó al desgraciado de cabeza contra la puerta del water. El sombrero de copa amortiguó el choque, arrugándose bastante y hundiéndosele hasta las orejas. M. Defouqueblize lanzó un gemido, se incorporó, se quitó el sombrero. Entonces Lafcadio, considerando que la broma ya había durado bastante, recogió los anteojos y los depositó en el sombrero del postulante; luego huyó, eludiendo todo agradecimiento.

Ya estaban comiendo. Al lado de la puerta acristalada, a la derecha del pasillo, Lafcadio encontró una mesa para dos y se sentó: enfrente de él quedaba un sitio vacío. A la izquierda del pasillo, a la misma altura, la viuda y su hija ocupaban una mesa para cuatro, en la que quedaban dos sitios desocupados.

—¡Qué aburrido es este lugar! —se decía Lafcadio, cuya mirada indiferente resbalaba sobre los comensales sin encontrar ningún rostro en el que posarse—. Todo este rebaño cumple, como si fuera un trabajo monótono, con la vida, que es algo tan divertido si se enfoca bien… ¡Qué mal vestidos están! ¡Pero aún serían más feos si estuvieran desnudos! Me muero antes de llegar al postre, si no encargo champaña.

Entró el profesor. Parecía acabar de lavarse las manos, que se le habían ensuciado mientras buscaba por el suelo; se miraba las uñas. Un camarero le hizo sentarse enfrente de Lafcadio. El camarero que se ocupaba de servir las bebidas iba de mesa en mesa. Lafcadio, sin decir ni una palabra, señaló en la carta un Montebello Grand-Crémant de veinte francos, mientras que M. Defouqueblize encargaba una botella de agua de Saint-Galmier. Ahora, cogiendo los anteojos con dos dedos, les echaba el aliento encima suavemente y luego, con la punta de la servilleta, limpiaba los cristales. Lafcadio lo observaba; le chocaban sus ojos de topo sobre los que temblaban unos gruesos párpados enrojecidos.

—¡Menos mal que no sabe que soy yo quien acaba de devolverle la vista! Si empezara a darme las gracias, me largaba inmediatamente.

El camarero volvió con la Saint-Galmier y el champaña, que descorchó primero y colocó entre los dos comensales. En cuanto vio la botella encima de la mesa, Defouqueblize la cogió, sin fijarse en lo que era, se llenó el vaso y lo apuró de un trago… El camarero hacía ya un ademán, pero Lafcadio lo detuvo, riéndose.

—¡Oh! ¿Qué es lo que estoy bebiendo? —exclamó Defouqueblize haciendo una mueca horrible.

—El Montebello de este señor —dijo el camarero con dignidad—. Aquí tiene su agua de Saint-Galmier.

Dejó en la mesa la segunda botella.

—Lo siento muchísimo, caballero… Veo tan mal… Estoy completamente confuso, créame.

—Me haría usted un favor no disculpándose —interrumpió Lafcadio—, e incluso aceptando otro vaso, si el primero le ha gustado.

—Por desgracia, señor, le confesaré que lo he encontrado detestable y no comprendo cómo, por distracción, he podido beberme un vaso lleno; tenía tanta sed… Dígame usted, por favor: es muy fuerte este vino, ¿no? Porque la verdad…, sólo bebo agua y la menor gota de alcohol se me sube a la cabeza sin remedio… ¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué me va a ocurrir? ¿Y si volviera en seguida a mi compartimiento?… Seguramente haría bien en tumbarme.

Hizo ademán de levantarse.

—Quédese usted, por favor, caballero —le dijo Lafcadio, que empezaba a divertirse—. Creo que, al contrario, lo que le sentaría bien es comer, sin inquietarse por el vino. Le acompañaré después, si es qué necesita que alguien le sostenga. Pero no se preocupe: lo que ha bebido no emborracharía ni a un niño.

—Acepto el augurio. Pero, la verdad, no sé cómo usted… ¿Puedo ofrecerle un poco de agua de Saint-Galmier?

—Se lo agradezco mucho, pero, si me lo permite, prefiero mi champaña.

—¡Ah! ¡Entonces era champaña! Y… ¿va usted a beberse todo eso?

—Para tranquilizarle.

—Es usted muy amable, pero yo en su lugar…

—Y si comiera usted un poco… —interrumpió Lafcadio empezando a comer, harto ya de las observaciones de Defouqueblize.

Ahora era la viuda la que atraía su atención. Seguramente era italiana. Viuda de algún oficial, sin duda. ¡Qué decoro en sus ademanes! ¡Qué ternura en su mirada! ¡Qué frente tan pura! ¡Qué manos tan inteligentes! ¡Qué elegancia en su forma de vestir, a pesar de su sencillez!… Lafcadio, ¡ojalá deje de latir tu corazón, cuando ya no seas capaz de percibir las notas de un acorde semejante! Su hija se le parece; ¡y con qué nobleza ya, un poco seria e incluso algo triste, se contrarresta el exceso de gracia de la niña! ¡Con qué solicitud se inclina la madre hacia ella! Ante unos seres como éstos, hasta el mismo demonio cedería. Para unos seres semejantes, Lafcadio, tu corazón sería sin duda capaz de sacrificio…

En aquel momento pasaba el camarero cambiando los platos. Lafcadio dejó que se llevara el suyo aún medio lleno, porque lo que estaba viendo ahora le llenaba de estupor: la viuda, la delicada viuda, se agachaba hacia afuera, hacia el pasillo y levantándose la falda rápidamente, con toda naturalidad, descubría una media escarlata y la pantorrilla mejor formada.

Tan inopinadamente estallaba aquella nota ardiente en la grave sinfonía que pensó si estaría soñando. Mientras tanto, el camarero traía el segundo plato. Lafcadio iba a servirse; sus ojos se dirigieron hacia el plato y lo que vio fue el golpe de gracia.

Allí, delante de él, en el plato, caído no se sabe de dónde, horroroso e inconfundible entre mil…, no lo dudes, Lafcadio: ¡es el gemelo de Carola! El gemelo que faltaba en uno de los puños de Fleurissoire. Parece una pesadilla… Pero ya el camarero se inclina con la fuente. De un manotazo, Lafcadio vacía el plato, dejando caer la horrible joya en el mantel y, poniendo el plato encima, se sirve en abundancia, se llena el vaso de champaña, lo vacía de un trago y lo vuelve a llenar. ¡Si antes de beber tiene ya visiones de borracho…! No, no era una alucinación: oye crujir el gemelo debajo del plato; levanta el plato, coge el gemelo, se lo mete en el bolsillo del chaleco, junto con el reloj; sigue palpando, quiere cerciorarse de que el gemelo está allí bien seguro… ¿Pero quién le dirá cómo ha podido llegar hasta su plato? ¿Quién lo ha puesto allí?… Lafcadio mira a Defouqueblize: el sabio come inocentemente, con la cabeza baja. Lafcadio intenta pensar en otra cosa: mira otra vez a la viuda, pero todo en sus ademanes y en su postura ha vuelto a ser de nuevo decente, banal; ahora le parece menos bonita. Trata de imaginar otra vez el ademán provocativo, la media roja, y no puede. Trata de recordar el gemelo dentro de su plato y, si no lo sintiera allí, en su bolsillo, la verdad es que dudaría… Pero, mirándolo bien, ¿por qué ha cogido aquel gemelo… que no era suyo? Por aquel ademán absurdo, instintivo, ¡qué confesión!, ¡cómo ha reconocido su falta! Se ha delatado ante aquél, quienquiera que sea, de la policía quizá, que sin duda le está observando, acechándole… Ha caído como un idiota en aquella burda trampa. Se siente palidecer. Se vuelve bruscamente: nadie tras la puerta vidriera del pasillo. Pero quizás alguien lo haya visto antes… Se esfuerza en seguir comiendo, pero los dientes se le cierran de despecho. ¡Desgraciado! Lo que lamenta no es su horrible crimen, sino aquel ademán inoportuno. ¿Por qué le sonríe ahora el profesor?

Defouqueblize había terminado de comer. Se limpió los labios y luego, con los dos codos en la mesa y arrugando nervioso la servilleta se puso a mirar a Lafcadio; un extraño rictus le hacía mover los labios, por fin, como si ya no pudiera contenerse, le dijo:

—¿Puedo atreverme a pedirle un poquito más?

Adelantó tímidamente el vaso hacia la botella casi vacía.

Lafcadio, distraído de su inquietud y contento de que así fuera, le puso las últimas gotas diciéndole:

—Ya no queda mucho…, pero ¿quiere usted que pida otra botella?

—Bueno…, creo que con media botella bastaría.

Defouqueblize, que ya estaba visiblemente achispado había perdido el sentido del decoro. Lafcadio, que no se asustaba del vino y que se reía de la ingenuidad de su vecino, mandó descorchar otro Montebello.

—¡No, no! No me eche usted demasiado —decía Defouqueblize levantando vacilante el vaso que Lafcadio le acababa de llenar—. Es curioso que me haya parecido tan malo antes. Ve uno el peligro en muchas cosas, mientras no las conoce. Sencillamente, yo creía estar bebiendo agua de Saint-Galmier y, para ser agua de Saint-Galmier, le encontraba un gusto raro, ¿comprende? Es igual que si a usted le dan agua de Saint-Galmier, cuando cree usted estar bebiendo champaña. Seguramente diría usted: «Para ser champaña, le encuentro un gusto raro…».

Se reía de sus propias palabras y luego, inclinándose por encima de la mesa hacia Lafcadio, que también se estaba riendo, le decía a media voz:

—No sé lo que me pasa para reírme así; debe de tener la culpa su vino. Sospecho que debe de ser algo más fuerte de lo que usted dice. ¡Je, je, je! Pero me acompañará usted al vagón, ¿de acuerdo, no? Estaremos solos y, si hago alguna tontería, ya sabrá usted por qué.

—En un viaje —sugirió Lafcadio— no trae consecuencias.

—¡Ay, señor mío! —se apresuró a decir el otro—. ¡Cuántas cosas haría uno en esta vida si estuviera seguro de que no traían consecuencias, como ha dicho usted con tanto acierto! Si al menos uno estuviera seguro de que no se compromete para nada… Mire: hasta lo que yo le estoy diciendo ahora, y que sin embargo no es más que un pensamiento bien natural, ¿cree usted que me atrevería a comunicárselo sin más ni más, si estuviéramos en Burdeos? Le hablo de Burdeos, porque en Burdeos, es donde vivo. Allí me conocen y me respetan; aunque no estoy casado, llevo una vida tranquila, ejerzo una profesión bien considerada —profesor en la Facultad de Derecho; sí, criminología comparada, una nueva cátedra… Ya comprenderá que allí no puedo permitirme, digamos, emborracharme, ni siquiera un día por casualidad. Tengo que llevar una vida respetable—. ¡Imagínese si alguno de mis alumnos me encontrara borracho por la calle!… Respetable, sin que parezca forzado; ahí está el quid. No hay que dar lugar ni a que piensen que el señor Defouqueblize (ése es mi nombre) hace muy bien en reprimirse… No solamente no hay que hacer nada insólito, sino también persuadir a los demás de que no haría nada insólito, aunque tuviera licencia para ello; que no hay nada insólito dentro que esté pidiendo salir. ¿Queda todavía algo de vino? Sólo unas gotas, querido cómplice, sólo unas gotas… Una ocasión como ésta no se encuentra dos veces en la vida. Mañana, en Roma, en el congreso que nos reúne, encontraré a muchos colegas graves, domesticados, reprimidos, tan envarados como yo mismo lo estaré en cuanto me ponga mi librea. La gente de la buena sociedad, como usted o como yo, no tiene más remedio que vivir reprimida.

Mientras tanto, los viajeros iban acabando de cenar; pasaba un camarero cobrando la cuenta y las propinas.

A medida que el comedor se iba quedando vacío, la voz de Defouqueblize se hacía más sonora. En algunos momentos, sus voces inquietaban un poco a Lafcadio. Continuaba:

—Y aunque no estuviera la sociedad para reprimirnos, bastaría con el grupo de padres y amigos, a quienes no queremos disgustar. Ellos oponen a nuestra sinceridad incivil una imagen de nosotros mismos de la que no somos responsables más que a medias, y que se nos parece muy poco, pero de la que es indecente salirse, se lo aseguro. En este momento, está claro que me salgo de mi papel, me salgo de mí mismo… ¡Oh, vertiginosa aventura! ¡Oh, peligrosa voluptuosidad!… Pero le estoy cansando, ¿no?

—Me interesa usted de una manera asombrosa.

—Hablo y hablo… ¿Qué quiere usted? Aun ebrio sigue siendo uno profesor; y este asunto me interesa mucho… Pero, si ha terminado usted de comer, podría darme el brazo para ayudarme a volver a mi compartimiento mientras aún me mantengo en pie. Me temo que, si espero un poco más, no podré ni levantarme.

Al decir estas palabras, Defouqueblize tomó impulso para abandonar su silla pero, volviendo a caer inmediatamente y desplomándose a medias encima de la mesa ya despejada, con la parte superior del cuerpo inclinada hacia Lafcadio, prosiguió con voz más baja y casi confidencial:

—Mi tesis es ésta: ¿sabe usted lo que hace falta para convertir a un hombre honrado en un granuja? Basta un cambio de ambiente, un olvido. ¡Sí, señor! Un fallo de memoria basta para que se abra paso la sinceridad… Una solución de continuidad: una simple interrupción de corriente. Naturalmente, esto no lo digo en mis cursos… Pero aquí, entre nosotros, ¡qué ventaja la del bastardo! Imagínese: aquél cuyo ser es el producto de un extravío, de un zigzag en la línea recta.

El profesor había vuelto a alzar la voz; ahora miraba a Lafcadio con ojos extraños, cuya mirada, tan pronto vaga como penetrante, empezaba a resultar inquietante. Lafcadio se preguntaba ahora si la miopía de aquel hombre no sería fingida, y casi le parecía reconocer aquella mirada. Finalmente, más molesto de lo que hubiera querido admitir, se levantó y dijo bruscamente:

—¡Vamos! Cójase de mi brazo, señor Defouqueblize. Levántese. Ya hemos charlado bastante.

Defouqueblize dejó su silla a duras penas. Los dos se encaminaron, dando traspiés a lo largo del pasillo, hacia el compartimiento en donde el profesor había dejado su cartera. Defouqueblize entró primero; Lafcadio lo instaló y le dijo adiós. Apenas hubo vuelto la espalda para marcharse cuando una garra poderosa se abatió sobre su hombro. Dio media vuelta inmediatamente. Defouqueblize se había levantado de un salto…, pero ¿era aún Defouqueblize el que con voz a la vez burlona, autoritaria y jubilosa, exclamaba?:

—¡No tengas tanta prisa en abandonar a un amigo, señor Lafcadio Yanosesabequién!… ¡Cómo!, ¿pero de veras te quieres escapar?

Ya no quedaba nada del estrambótico profesor medio borracho de hace un instante en aquel mocetón joven y fuerte, en quien Lafcadio reconoció sin vacilar a Protos. Un Protos más alto, más corpulento, más impresionante, con un aspecto temible.

—¡Ah! ¿Eres tú, Protos? —dijo simplemente—. Lo prefiero. Me parecía reconocerte y no lo conseguía del todo.

Ya que, por muy terrible que fuera, Lafcadio prefería algo real a la absurda pesadilla en la que se debatía desde hacía una hora.

—No me había disfrazado mal, ¿eh?… Tratándose de ti, había echado el resto… Pero, de todas formas, deberías ponerte gafas, chico; te harán muchas jugarretas, si no sabes reconocer mejor a los «sutiles».

¡Qué de recuerdos adormecidos despertaba la palabra «sutil» en la mente de Cadio! Un «sutil», en la jerga que empleaban Protos y él en los tiempos en que estaban juntos en la pensión, era un hombre que, por la razón que fuese, no presentaba a todos ni en todos los sitios la misma cara. Según la clasificación que establecieron, había varias categorías de «sutiles», más o menos elegantes y loables, a los que respondía y se oponía la única gran familia de los crustáceos, cuyos representantes se pavoneaban por toda la escala social.

Nuestros amigos daban por admitidos los siguientes axiomas: 1.º Los sutiles se reconocían entre sí. 2.º Los crustáceos no reconocían a los sutiles. Lafcadio se acordaba ahora de todo aquello; como era de los que se prestan a toda clase de juegos, sonrió. Protos continuó:

—De todas formas, el otro día fue una suerte que yo me encontrara presente, ¿eh?… Acaso no fuera del todo casual. Me gusta vigilar a los novatos: son fantasiosos, audaces, presumidos… Pero se imaginan con demasiada facilidad que pueden prescindir de consejos. Tu trabajo necesitaba un montón de retoques, chico. ¿A quién se le ocurre ponerse un sombrerete semejante para trabajar? Con la dirección del sombrerero en aquel indicio, estabas en chirona antes de ocho días. Pero yo tengo buen corazón para los viejos amigos y lo demuestro. ¿Sabes que te quería mucho, Cadio? Siempre pensé que podría hacer algo de ti. Guapo como eras, hubiéramos hecho que todas las mujeres fueran de calle por ti y hasta que más de un hombre nos aflojara la pasta encima. ¡Qué alegría me dio tener por fin noticias tuyas y enterarme de que venías a Italia! ¡Palabra! Estaba impaciente por saber qué había sido de ti desde los tiempos en que íbamos por casa de nuestra antigua amiga. No estás mal todavía, ¿sabes? ¡Carola no se conformaba con poca cosa!

La irritación de Lafcadio se le notaba cada vez más, así como su esfuerzo por disimularla. Todo esto divertía muchísimo a Protos, que fingía no darse cuenta de nada. Había sacado del bolsillo del chaleco un redondelito de cuero y lo estaba examinando:

—Lo recorté limpiamente, ¿eh?

Lafcadio lo hubiera estrangulado; apretaba los puños, hincándose las uñas en la carne. El otro continuaba, guasón:

—¡Menudo favorcito! Bien vale seis billetes de a mil… Por cieno, ¿quieres decirme por qué no te los embolsastes?

Lafcadio dio un salto:

—¿Me tomas por un ladrón?

—Oye, chico —prosiguió tranquilamente Protos—, no me gustan mucho los aficionados; más vale que te lo diga en seguida con franqueza. Y además, conmigo, ya sabes, no se trata de hacer el fanfarrón ni el imbécil. Das muestras de tener aptitudes, desde luego, brillantes aptitudes, pero…

—Déjate ya de guasitas —interrumpió Lafcadio, que ya no podía contener la cólera—. ¿A dónde quieres ir a parar? Metí la pata el otro día, ¿crees que necesito que me lo digan? Sí, tienes un arma contra mí; no voy a examinar si sería muy prudente para ti el utilizarla. ¿Quieres que te compre ese trocito de cuero? ¡Vamos, habla! Deja ya de reírte y de mirarme así. Tú quieres dinero. ¿Cuánto?

El tono era tan decidido que Protos había dado un paso atrás; se dominó en seguida.

—¡Poco a poco! ¡Poco a poco! —dijo—. ¿Te he dicho algo malo? Estamos discutiendo entre amigos, con calma. No hay por qué subirse a la parra. Oye, palabra: ¡estás más joven, Cadio!

Le acariciaba ligeramente el brazo, pero Lafcadio se soltó de un tirón.

—Vamos a sentarnos —continuó Protos—; estaremos mejor para charlar.

Se arrellanó en un rincón al lado de la portezuela del pasillo y colocó los pies en la banqueta de enfrente.

Lafcadio pensó que pretendía cerrarle el paso. Sin duda, Protos iba armado. Él, en aquel momento, no llevaba ningún arma. Se daba cuenta de que, en una lucha cuerpo a cuerpo, llevaría seguramente la peor parte. Y además, aunque por un instante había deseado huir, la curiosidad era ya más fuerte, aquella curiosidad apasionada contra la que nada, ni siquiera su seguridad personal, había podido prevalecer jamás. Se sentó.

—¿Dinero? ¡Quita allá! —dijo Protos. Sacó un puro del estuche, le ofreció otro a Lafcadio, que lo rechazó—. ¿Te molesta el humo?… Pues bueno, escúchame —dio unas chupadas a su puro y luego, con mucha calma, continuó—: No, no, querido Lafcadio, lo que espero de ti no es que me des dinero, sino que me obedezcas. Chico, perdona mi franqueza. No pareces darte cuenta exacta de tu situación. Tienes que enfrentarte valientemente con ella. Permíteme que te ayude.

Así están las cosas: un adolescente ha querido escaparse de las redes sociales que nos aprisionan. Un adolescente simpático; y hasta de esos que a mí me gustan: ingenuo y encantadoramente espontáneo; porque no hacía en este caso, supongo, cálculos de ninguna clase… Recuerdo, Cadio, que en otros tiempos eras muy entendido en números; pero, cuando se trataba de tus propios gastos, nunca consentías en contar… En una palabra: el régimen de los crustáceos te da asco. Otros se extrañarán de eso, no yo… Pero lo que a mí me choca es que, siendo inteligente como eres, hayas creído, Cadio, que puede uno salirse de una sociedad sin meterse en otra, o que una sociedad puede prescindir de leyes.

Lawless, ¿recuerdas? Habíamos leído eso en alguna parte: Two hawks in the air, two fishes swimming in the sea not more lawless than we… ¡Qué bonita es la literatura! Lafcadio, amigo mío, apréndete la ley de los sutiles.

—¿No podrías ir al grano?

—¿Para qué apresurarse? Tenemos tiempo por delante. No me bajo hasta Roma. Amigo Lafcadio, a veces un crimen escapa a la policía. Te voy a explicar por qué somos más listos que ellos: es que nosotros nos jugamos la vida. A veces conseguimos triunfar cuando la policía fracasa. Bueno, tú lo has querido así, Lafcadio; la cosa está ya hecha y no puedes escaparte. Preferiría que me obedecieras porque, la verdad, me disgustaría tener que entregar a un viejo amigo a la policía. ¿Pero qué le iba a hacer? Desde este momento dependes de ella… o de nosotros.

—Entregarme sería entregarte a ti mismo…

—Creía que hablábamos en serio. Comprende esto, Lafcadio: la policía mete en chirona a los rebeldes, pero en Italia se entiende bien con los sutiles. «Se entiende», sí, creo que ésta es la expresión. Soy algo policía, chico. Tengo vista. Ayudo al orden. No actúo, hago que actúen por mí.

Vamos, deja de refunfuñar, Cadio. Mi ley no tiene nada de terrible. Exageras las cosas por ser tan ingenuo, tan espontáneo. ¿No te das cuenta de que ya me estabas obedeciendo, porque así lo quería yo, cuando has cogido del plato, durante la comida, el gemelo de Carola Venitequa? ¡Ay, imprevisto ademán, idílico ademán! ¡Pobre Lafcadio! Te has arrepentido de haberlo hecho, ¿eh? Lo malo es que no he sido yo el único que lo ha visto. ¡Bah! No te extrañes: el camarero, la viuda y la niña están en el ajo. Encantadores. Sólo depende de ti que sean amigos tuyos. Lafcadio, sé razonable. ¿Te sometes?

Quizá debido a una turbación excesiva, Lafcadio había tomado la resolución de no decir nada. Permanecía con el cuerpo en tensión, los labios apretados y los ojos fijos mirando al frente.

Protos continuó, encogiéndose de hombros:

—¡Qué cuerpo tan singular! ¡Y en realidad, tan flexible!… Pero quizás hubieses aceptado ya, si te hubiera dicho desde un principio lo que esperamos de ti. Lafcadio, amigo, sácame de una duda: tú, a quien yo había dejado siendo tan pobre, ¿encuentras natural no recoger seis billetes de a mil que la casualidad pone a tus pies? El señor Baraglioul, padre (me lo dijo Carola Venitequa), murió al día siguiente de la visita que te hizo el conde Julius, su digno hijo, y aquella misma noche dejabas plantada a la señorita Venitequa. Desde entonces, tus relaciones con el conde Julius han ido creciendo en intimidad, me parece. ¿Querrías explicarme por qué?… Lafcadio, amigo, en otros tiempos conocía a numerosos tíos tuyos; tu pedigree desde entonces me parece que se ha «embaraglioulado» bastante… ¡No! No te enfades, estoy bromeando. ¿Pero cómo no quieres que suponga…? A no ser que le debas directamente a Monsieur Julius tu actual fortuna; cosa que (¿permites que te lo diga?), seductor como eres, Lafcadio, me parecería bastante más escandaloso. Sea una cosa u otra, y supongamos lo que supongamos, querido Lafcadio, el asunto está bien claro y tu deber trazado: vas a chantajear a Julius. ¡Vamos, no te pongas así! El chantaje es una institución sana, necesaria para el mantenimiento de las buenas costumbres. ¿Cómo? ¿Te vas?

Lafcadio se había levantado.

—¡Déjame pasar de una vez! —gritó saltando por encima del cuerpo de Protos, que atravesado en el compartimiento estirado de una banqueta a la otra, no hizo nada por retenerlo. Lafcadio, extrañado al ver que no le impedía el paso, abrió la puerta del pasillo y, volviéndose, dijo—: No huyo; no tengas miedo. Puedes tenerme a la vista, pero prefiero cualquier cosa antes que seguir escuchándote por más tiempo. Discúlpame, pero prefiero la policía. Vete a avisarle, la espero.

6

Aquel mismo día, en el tren de la noche que venía de Milán, llegaban los Anthime; como viajaban en tercera, sólo al llegar pudieron ver a la condesa de Baraglioul y a su hija mayor, que venían de París en el mismo tren, pero en coche-cama.

Pocas horas antes del telegrama que comunicaba la muerte de Fleurissoire, la condesa había recibido una carta de su marido; el conde le hablaba elocuentemente de la gran alegría que le había causado su inesperado encuentro con Lafcadio. Por supuesto, en la carta no había ninguna alusión a la semifraternidad que, a los ojos de Julius, adornaba con tan pérfido atractivo al joven. (Julius, fiel a las órdenes de su padre, no se había confiado abiertamente a su mujer, como tampoco a Lafcadio.). Pero ciertas alusiones, ciertas reticencias informaban suficientemente a la condesa. Ni siquiera estoy muy seguro de que Julius, a quien faltaban alicientes en la rutina cotidiana de su vida burguesa, no jugara a dar vueltas alrededor del escándalo y a quemarse la punta de los dedos. Tampoco estoy muy seguro de que la presencia en Roma de Lafcadio y la esperanza de volverlo a ver no tuvieran nada —o mucho— que ver con la decisión que tomó Genoveva de acompañar a su madre.

Julius las esperaba en la estación. Las llevó rápidamente al Gran Hotel, dejando casi inmediatamente a los Anthime, a los que volvería a ver en el cortejo fúnebre al día siguiente. Fueron éstos al hotel en donde se habían alojado la primera vez, en la via di Bocca di Leone.

Margarita traía buenas noticias para el novelista: su elección no ofrecía ninguna duda. Dos días antes, el cardenal André le había dicho extraoficialmente que el candidato no tendría ni que reanudar sus visitas; la Academia vendría a él, con las puertas abiertas de par en par: lo estaban esperando.

—¡Ya lo ves! —decía Margarita—. ¿No te lo decía yo en París? Todo llega a su debido tiempo. En este mundo, basta con esperar.

—Y no cambiar —proseguía Julius contrito, llevándose a los labios la mano de su esposa y sin darse cuenta de que la mirada de su hija, clavada en él, se cargaba de desprecio—. Fiel a ti, a mis ideas, a mis principios. La perseverancia es la más indispensable de las virtudes.

Ya se alejaba de él el recuerdo de su reciente extravío, así como cualquier pensamiento que no fuera ortodoxo y cualquier proyecto que no fuera decente. Admiraba aquella lógica sutil por la que su espíritu se había extraviado un instante. Él no había cambiado: había sido el Papa.

—Al contrario —se decía—, ¡qué constancia la de mi pensamiento! ¡Qué lógica! Lo difícil es saber a qué atenerse. El pobre Fleurissoire ha muerto por haber querido saber demasiado. Lo más sencillo, cuando uno es sencillo, es conformarse con lo que sabe. Ese horrible secreto lo ha matado. El conocimiento sólo fortalece a los fuertes… No importa; estoy contento de que Carola haya podido avisar a la policía: eso me permite meditar con mayor libertad… De todas formas, si Anthime supiera que su infortunio y su exilio no se deben al verdadero Santo Padre, ¡qué consuelo para él!, ¡qué estímulo para su fe!, ¡qué alivio!… Mañana, después de la ceremonia fúnebre, tendría que hablar con él.

La ceremonia no atrajo a mucha concurrencia. Tres coches acompañaban al féretro. En el primer coche, Blafaphas acompañaba amistosamente a Árnica (en cuanto acabe el luto, se casará con ella, sin duda alguna); habían salido juntos de Pau dos días antes (abandonar a la viuda con su pena, dejarla sola al emprender tan largo viaje era algo que Blafaphas no hubiera consentido y, además, aunque él no fuera de la familia, también se había puesto de luto; ¿qué pariente podría significar lo que un amigo como aquél?), pero acababan de llegar a Roma hacía apenas unas horas, a causa de haber perdido un tren.

En el último coche se habían instalado Mme. Armand-Dubois con la condesa y su hija; en el segundo, el conde con Anthime Armand-Dubois.

Sobre la tumba de Fleurissoire, no se hizo ninguna alusión a su desgraciada aventura. Pero al volver del cementerio, Julius de Baraglioul, de nuevo a solas con Anthime, inició la conversación:

—Te había prometido interceder por ti ante el Santo Padre.

—Dios es testigo de que yo no te lo había pedido.

—Es verdad; indignado por el desamparo en que te dejaba la Iglesia, no había escuchado más que a mi corazón.

—Dios es testigo de que yo no me quejaba.

—¡Ya lo sé, ya lo sé!… ¡Anda y que no me fastidiaba tu resignación! E incluso te diré, ya que me invitas a volver sobre el asunto, mi querido Anthime, que me parecía ver en ti más orgullo que santidad, y que el exceso de tu resignación, la última vez que te vi en Milán, me parecía estar más cerca de la rebeldía que de la piedad verdadera; hasta me resultaba un grave problema para mi fe. Dios no te pedía tanto, ¡qué diablo! Hablemos francamente: tu actitud me había chocado.

—La tuya, también te lo puedo confesar, me había entristecido, querido hermano. ¿No eras tú, precisamente, quién me incitaba a la rebeldía y…?

Julius que empezaba a acalorarse, lo interrumpió:

—Yo había experimentado suficientemente, y lo he dado a entender a los demás a lo largo de toda mi carrera, que se puede ser un perfecto cristiano sin por ello despreciar las legítimas ventajas que nos ofrece el rango en que Dios, en su infinita sabiduría, ha querido colocarnos. Lo que yo reprochaba en tu actitud era precisamente que, por su afectación, parecía aventajar a la mía…

—Dios es testigo de que…

—¡Bueno! ¡No protestes continuamente! —interrumpió de nuevo Julius—. Dios no tiene nada que ver en esto. Precisamente estoy intentando explicártelo. Cuando digo que tu actitud estaba muy cerca de la rebeldía, quiero decir de mi rebeldía. Y eso es precisamente lo que te reprocho: que, al aceptar la injusticia, dejes que otro se rebele por ti. Porque yo no admitía que la Iglesia tuviera la culpa de esto, y tu actitud, sin parecerlo, la culpaba. Por eso había resuelto ir a quejarme en tu lugar. Pronto verás qué razón tenía yo al indignarme.

Julius, cuya frente perlaba el sudor, colocó su sombrero de copa encima de las rodillas.

—¿Quieres que deje entrar un poco de aire? —y Anthime, complaciente, abrió la ventanilla que había a su lado.

—Apenas llegué a Roma —prosiguió Julius— solicité una audiencia. Me recibieron. Un extraño éxito coronó mis gestiones…

—¡Ah! —dijo, indiferente, Anthime.

—Sí, amigo mío. Porque si no obtuve nada de lo que había ido a reclamar, saqué por lo menos de mi visita una conclusión… que ponía a nuestro Santo Padre a cubierto de todas las suposiciones injuriosas que hacíamos sobre él.

—Dios es testigo que jamás he dicho nada injurioso sobre nuestro Santo Padre.

—Yo lo hacía por ti. Te veía arruinado y me indignaba.

—Vamos al grano, Julius. ¿Viste al Papa?

—¡Pues bien, no! No vi al Papa —estalló Julius por fin—, pero me enteré de un secreto, un secreto del que dudaba al principio, pero que pronto, por la muerte de nuestro querido Amadeo, había de encontrar una confirmación repentina; un secreto espantoso, desconcertante, pero que podrá reconfortar tu fe, querido Anthime. Porque has de saber que el Papa es inocente de la injusticia de que has sido víctima…

—Pero si nunca lo he dudado…

—Anthime, óyeme bien: no vi al Papa porque nadie puede verlo; el que está sentado ahora en el trono pontificio, el que es escuchado por la Iglesia y promulga las leyes, el que me habló, el Papa que todos ven en el Vaticano, el Papa que yo he visto, no es el verdadero.

Ante estas palabras, a Anthime le dio un ataque de risa.

—¡Ríete, ríete! —continuó Julius, picado—. Yo también me reía al principio. Si me hubiera reído un poco menos, no habrían asesinado a Fleurissoire. ¡Ay, santo amigo! ¡Tierna víctima!… —su voz expiró en un sollozo.

—¡Oye! ¿Pero va en serio lo queme estás contando?… Pero… pero… pero… —exclamó Armand-Dubois, a quien inquietaba el pathos de Julius—. Es que habría que saber…

—Por haber querido saber es por lo que ha muerto.

—Porque, en fin, si yo me he jugado mis bienes, mi situación, mi ciencia, si he consentido que se burlasen de mí… —continuaba Anthime que, a su vez, se iba excitando.

—Te lo estoy diciendo: de todo esto, el verdadero no es en nada responsable. El que se burlaba de ti es un agente del Quirinal…

—¿Debo creer lo que estás diciendo?

—Si no me crees a mí, cree por lo menos a ese pobre mártir.

Los dos permanecieron silenciosos algunos instantes. Había dejado de llover; un rayo de sol pasaba por entre las nubes. El coche, con un lento traqueteo, entraba en Roma.

—En ese caso, ya sé lo que tengo que hacer —continuó Anthime con voz decidida—. Voy a pregonarlo todo.

Julius se sobresaltó.

—Amigo mío, me espantas. Harás que te excomulguen, seguro.

—¿Quién? ¿Un falso Papa? ¡Me importa un bledo!

—Y yo que pensaba ayudarte a encontrar en este secreto algún consuelo… —prosiguió Julius consternado.

—¿Estás bromeando?… ¿Y quién me dirá si Fleurissoire, cuando llegue al paraíso, no descubre que su Dios tampoco es el verdadero?

—Vamos, querido Anthime, estás divagando. ¡Como si pudiera haber dos! ¡Como si pudiera haber otro!

—No, pero la verdad: te es muy cómodo hablar de Él a ti, que no has renunciado a nada por Él; a ti, que, sea verdadero o falso, te aprovechas de todo… Mira, necesito refrescarme.

Asomándose a la ventanilla, tocó con la punta del bastón el hombro del cochero e hizo parar el coche. Julius se disponía a bajar con él.

—No, déjame. Ya me he enterado de lo bastante para saber qué hacer. Quédate con lo demás para una novela. Por mi parte, esta misma noche le escribo al gran Maestre de la Orden y, a partir de mañana, reanudo mis crónicas científicas en La Depêche. Nos vamos a reír.

—¿Qué te pasa? ¿Cojeas? —dijo Julius sorprendido al ver que cojeaba de nuevo.

—Sí, desde hace algunos días me han vuelto los dolores.

—¡Ah, vamos, no me digas más! —exclamó Julius y, sin mirar cómo se alejaba, se arrellanó dentro del coche.

7

¿Tenía Protos la intención de entregar a Lafcadio a la policía, como le había amenazado?

No lo sé; por lo demás, los acontecimientos demostraban que, entre los señores de la policía, no sólo tenía amigos. Prevenidos el día anterior por Carola, habían montado una ratonera en el vicolo dei Vecchierelli; conocían la casa desde hacía mucho tiempo y sabían que ofrecía, en el piso superior, fáciles comunicaciones con la casa vecina, cuyas salidas vigilaron también.

Protos no temía a los polizontes. No le daba miedo ni la acusación ni la máquina de la justicia. Sabía que no sería fácil condenarlo, ya que no era culpable en realidad de ningún crimen, sino sólo de delitos tan menudos que escaparían al castigo. No se asustó, pues, demasiado cuando comprendió que estaba rodeado, y lo comprendió muy pronto, ya que tenía un olfato especial para reconocer, tras de cualquier disfraz, a los señores de la policía.

Sólo algo perplejo, se encerró primero en el cuarto de Carola y esperó a que volviese, pues no la había visto desde el asesinato de Fleurissoire. Quería pedirle consejo y dejarle algunas indicaciones, en el caso probable de que lo metieran en chirona.

Carola, mientras tanto, obediente a la voluntad de Julius, no había aparecido por el cementerio. Nadie supo que, escondida detrás de un mausoleo y tapada con un paraguas, asistía de lejos a la triste ceremonia. Esperó pacientemente, humildemente, a que estuvieran desiertas las cercanías de la tumba reciente; vio cómo se volvía a formar el cortejo, cómo Julius subía con Anthime al coche y cómo se alejaban todos bajo la fina lluvia. Entonces, a su vez, se acercó a la tumba, sacó de debajo de su toquilla un ramo grande de margaritas y lo colocó lejos de las coronas de la familia, permaneciendo largo rato bajo la lluvia, sin mirar nada, sin pensar nada y llorando, ya que no podía rezar.

Al volver al vicolo dei Vecchierelli distinguió, en el umbral, a dos figuras insólitas; no comprendió, sin embargo, que la casa estaba rodeada. Estaba impaciente por encontrarse con Protos, no dudaba de que fuese el asesino y ahora lo odiaba…

Algunos instantes más tarde, la policía acudía al oír sus gritos. ¡Demasiado tarde, por desgracia! Furioso al saberse denunciado por ella, Protos acababa de estrangular a Carola.

Esto ocurría a eso de las doce. Los periódicos de la tarde publicaban ya la noticia y, como le habían encontrado a Protos el recorte del forro del sombrero, su doble culpabilidad no ofrecía lugar a dudas.

Lafcadio, mientras tanto, había vivido hasta la noche a la espera, con un temor vago, quizá no de la policía, con la que Protos le había amenazado, sino del mismo Protos o de no sabía qué, y no trataba ya de defenderse. Le invadía una incomprensible dejadez, que acaso no fuera más que cansancio: abandonaba la partida.

El día anterior, sólo vio a Julius un instante, cuando éste, a la llegada del tren de Nápoles, había ido a recoger el cadáver; luego anduvo mucho tiempo por la ciudad, sin rumbo fijo, para mitigar aquella exasperación que le producía, desde la conversación en el vagón, el saber que dependía de Protos.

Y, sin embargo, al enterarse de que lo habían detenido, Lafcadio no sintió el alivio que era de suponer. Parecía haber sufrido una decepción. ¡Extraño ser! Habiendo rechazado deliberadamente cualquier beneficio material del crimen, no renunciaba gustoso a ninguno de los riesgos de la partida. No admitía que acabara tan pronto. De buena gana, como antaño hacía jugando al ajedrez, le hubiera regalado la torre al adversario y, como si los acontecimientos le hicieran de repente la victoria más fácil y le quitaran al juego sus alicientes, sentía que no iba a parar hasta llevar más lejos su desafío.

Cenó en una trattoria vecina, para no tener que vestirse de etiqueta. Inmediatamente después, al regresar al hotel, vio a través de la puerta acristalada del restaurante al conde Julius, sentado a la mesa en compañía de su mujer y de su hija. Le impresionó la belleza de Genoveva, a quien no había vuelto a ver desde su primera visita. Estaba en el salón para fumadores, esperando a que acabara la comida, cuando vinieron a avisarle que el conde había subido a su habitación y le estaba aguardando.

Entró Julius de Baraglioul estaba solo; había vuelto a cambiarse de traje.

—Bueno, el asesino está en la cárcel —dijo en seguida, tendiéndole la mano.

Pero Lafcadio no se la dio. Se quedó parado en el hueco de la puerta.

—¿Qué asesino? —preguntó.

—¡El asesino de mi cuñado, caramba!

—El asesino de su cuñado soy yo.

Si Lafcadio hubiera presentado un aspecto hosco, quizá Julius hubiera sentido miedo, pero su expresión era infantil. Hasta parecía más joven que la primera vez que Julius lo había visto; su mirada era igual de limpia, su voz igual de clara. Había cerrado la puerta, pero permanecía recostado contra ella. Julius, cerca de la mesa, se dejó caer en un sillón.

—Pero hijo… —dijo ante todo—. Hable más bajo… ¿Qué le ha pasado? ¿Cómo podría haber hecho eso?

Lafcadio agachó la cabeza, arrepintiéndose ya de haber hablado.

—¿Quién sabe? Lo hice muy rápido, mientras me apetecía hacerlo.

—¿Y qué tenía usted en contra de Fleurissoire, un hombre tan digno y tan lleno de virtudes?

—No lo sé… No parecía feliz… ¿Cómo quiere que le explique lo que ni yo mismo puedo explicarme?

Iba creciendo entre ellos, un penoso silencio que sus palabras rompían a sacudidas, pero que luego volvía a hacerse más profundo; podían oírse entonces las oleadas de una música napolitana banal que subían del vestíbulo principal del hotel. Julius rascaba con la uña su dedo meñique, que llevaba puntiaguda y muy larga, una manchita de cera sobre el tapete de la mesa. De repente se dio cuenta de que aquella hermosa uña estaba rota. Era una raya transversal que echaba a perder el color rosado de toda la uña. ¿Cómo se lo había hecho? ¿Y cómo no se había dado cuenta de ello en seguida? De cualquier modo, el daño era irreparable. A Julius no le quedaba más remedio que cortar. Experimentó una viva contrariedad, ya que se cuidaba mucho las manos y, en especial, aquella uña que había crecido lentamente y que realzaba el dedo, acentuando su elegancia. Las tijeras estaban en el cajón del tocador y Julius iba a levantarse para cogerlas, pero hubiera tenido que pasar por delante de Lafcadio; con mucho tacto, dejó la delicada operación para más tarde.

—Y… ¿qué piensa hacer ahora? —dijo.

—No sé. Quizás entregarme. Me concedo esta noche para pensarlo.

Julius dejó caer el brazo contra el sillón; contempló unos instantes a Lafcadio y luego, con tono descorazonado, suspiró:

—Y yo que estaba empezando a quererle…

Lo había dicho sin mala intención. Lafcadio no podía equivocarse. Pero, por inconsciente que fuera aquella frase, no dejaba de ser cruel y se le clavó en el corazón. Levantó la cabeza, crispado ante la angustia que lo atenazaba bruscamente. Miró a Julius. «¿De verdad es éste el mismo del que ayer me sentía casi hermano?», se decía. Recorrió con la mirada aquella habitación donde dos días antes, a pesar de su crimen, había podido charlar con tanta alegría; el frasco de perfume estaba todavía encima de la mesa, casi vacío.

—Escuche, Lafcadio —continuó Julius— su situación no me parece desesperada del todo. El presunto autor de ese crimen…

—Sí, ya sé que acaban de arrestarlo —interrumpió Lafcadio con sequedad—. ¿Va usted a aconsejarme que deje acusaren mi lugar a un inocente?

—El que llama usted inocente, acaba de asesinar a una mujer; incluso la conocía usted…

—Eso me resulta muy cómodo, ¿no?

—No quiero decir eso precisamente, pero…

—Añadamos a eso que él es precisamente el único que podía denunciarme.

—Todavía le queda alguna esperanza, ya lo ve usted.

Julius se levantó, se dirigió hacia la ventana, retocó los pliegues de la cortina, volvió sobre sus pasos y, en fin, inclinándose hacia delante, con los brazos cruzados sobre el respaldo del sillón del que se había levantado, dijo:

—Lafcadio, no quisiera dejarle marchar sin darle un consejo: sólo depende de usted, estoy convencido, volver a ser un hombre honrado y ocupar un puesto en la sociedad, al menos el que le permite su nacimiento… La Iglesia está para ayudarle. Vamos, hijo, un poco de valor: vaya a confesarse.

Lafcadio no pudo reprimir una sonrisa.

—Reflexionaré sobre sus amables palabras —dio un paso hacia delante y luego añadió—: Sin duda, preferirá usted no estrechar la mano de un asesino. Sin embargo, quisiera darle las gracias por su…

—Está bien, está bien —dijo Julius con un ademán cordial y distante—. Adiós, hijo mío. No me atrevo a decirle hasta pronto. Sin embargo, si más adelante usted…

—De momento, ¿no tiene usted nada más que decirme?

—Nada más, por ahora.

—Adiós, señor.

Lafcadio saludó gravemente y se marchó.

Subió a su habitación, un piso más arriba. Medio vestido, se echó en la cama. El atardecer había sido muy caluroso; la noche no había traído consigo frescor. Su ventana estaba abierta de par en par, pero no se movía ni un soplo. Los lejanos faroles eléctricos de la plaza de las Termas, al otro lado de los jardines, llenaban la habitación de una claridad azulada y difusa que parecía la luz de la luna. Intentaba reflexionar, pero un extraño torpor le adormecía desesperadamente el entendimiento. No pensaba ni en su crimen ni en la manera de escaparse; trataba sólo de no oír aquellas palabras atroces de Julius: «Yo empezaba a quererle…». Si él no quería a Julius, ¿merecían aquellas palabras que llorase? ¿Lloraba verdaderamente por eso?… La noche era tan suave… Le parecía que no habría más que abandonarse para morir. Alcanzó una botella de agua que había junto a la cama, empapó su pañuelo y se lo puso sobre el corazón, que le dolía.

«Ya no habrá bebida en este mundo que refresque de ahora en adelante este corazón seco», se decía, dejando rodar sus lágrimas hasta los labios para saborear su amargura. Le rondaban por la cabeza unos versos que había leído no sabía dónde y que no recordaba bien:

My heart aches; a drowsy numbness pains

My senses…

Se quedó dormido.

¿Estará soñando? ¿No ha oído llamar a la puerta? La puerta que él no cierra nunca por la noche se abre lentamente para dejar paso a una frágil figura blanca. Oye que le llaman bajito:

—Lafcadio… ¿Está usted aquí, Lafcadio?

Medio dormido aún, Lafcadio reconoce, sin embargo, aquella voz. Pero ¿duda aún de que sea real una aparición tan agradable? ¿Teme acaso que una palabra, un ademán, la hagan huir?… Sigue callado.

Genoveva de Baraglioul, cuya habitación estaba junto a la de su padre, había oído, a pesar suyo, toda la conversación entre su padre y Lafcadio. Una invencible angustia la había empujado a la habitación de éste y, como su llamada quedaba sin respuesta, persuadida de que Lafcadio acababa de matarse, se precipitó a la cabecera de la cama y cayó de rodillas sollozando.

Al verla así, Lafcadio se incorporó, se inclinó, todo él concentrado hacia ella, pero sin atreverse todavía a poner sus labios en la hermosa frente que veía brillar en la sombra. Genoveva de Baraglioul sintió entonces cómo se deshacía toda su voluntad; echando hacia atrás aquella frente que ya el aliento de Lafcadio acariciaba y no sabiendo a quién acudir que no fuera él mismo, le dijo:

—Tenga piedad de mí, amigo mío.

Lafcadio se dominó inmediatamente, y apartándose de ella y rechazándola a la vez, le dijo:

—Levántese, señorita de Baraglioul. ¡Apártese! Ya no soy… No puedo ser ya un amigo suyo.

Genoveva se levantó, pero no se apartó de la cama en la que seguía medio echado aquél a quien había creído muerto y, tocando con ternura la frente ardorosa de Lafcadio como para asegurarse de que aún vivía, le dijo:

—Pero, Lafcadio; he oído todo lo que le ha dicho esta noche a mi padre. ¿No comprende que por eso es por lo que estoy aquí?

Lafcadio, incorporándose más, la miró. Sus cabellos desatados caían a su alrededor; todo su rostro estaba en la sombra, de manera que no distinguía sus ojos, pero se sentía envuelto por su mirada. Como si no pudiera soportar su dulzura, se cubrió el rostro con la manos, gimiendo:

—¡Ay!, ¿por qué nos habremos encontrado tan tarde? ¿Qué he hecho yo para que me ames? ¿Por qué me hablas así cuando ya no soy libre ni digno de amarte?

Ella protestó tristemente:

—Vengo hacia ti, Lafcadio, no hacia otro. Hacia ese criminal que eres. Lafcadio, ¡cuántas veces he susurrado tu nombre, desde aquel primer día en que apareciste ante mí como un héroe, hasta demasiado temerario…! Ahora tienes que saberlo: en secreto me había prometido que sería tuya desde el momento en que vi cómo te entregabas con tanta grandeza de ánimo. ¿Qué ha ocurrido desde entonces? ¿Es posible que hayas matado? ¿Cómo has podido cambiar así?

Y como Lafcadio movía la cabeza sin responder, continuó:

—¿Pero no he oído decir a mi padre que habían detenido a otro? Sí, a un bandido que acababa de matar a alguien… ¡Lafcadio! Mientras aún estás a tiempo, escápate. Huye esta misma noche. ¡Huye!

Entonces Lafcadio murmuró:

—Ya no puedo —y como el cabello suelto de Genoveva rozaba sus manos, lo cogió y lo apretó apasionadamente contra sus ojos, contra sus labios—. Huir, ¿eso es lo que me aconsejas? ¿Pero adónde quieres que huya ahora? Aunque escapase a la policía, no escaparía a mí mismo… Y, además, me despreciarías por escapar.

—¿Yo, despreciarte?…

—Vivía inconsciente; he matado como en un sueño, una pesadilla que me agita desde entonces…

—Quiero arrancarte de esa pesadilla —gritó Genoveva.

—¿Para qué despertarme, si es para despertarme siendo un criminal? —la cogió del brazo—: ¿No comprendes que me da horror la impunidad? ¿Qué otra cosa puedo hacer, si no entregarme en cuanto amanezca?

—A Dios es a quien debes entregarte, no a los hombres. Si mi padre no te lo hubiera dicho, te lo diría yo ahora. Lafcadio, ahí tienes a la Iglesia para señalarte tu penitencia y ayudarte a recobrar la paz, más allá de tu arrepentimiento.

Genoveva tiene razón. Desde luego, lo mejor que puede hacer Lafcadio es someterse cómodamente; tarde o temprano se dará cuenta de ello y verá que no hay otra salida… ¡Lástima que haya sido el majadero de Julius el que se lo aconsejó primero!

—¿Pero qué lección me estás contando? —dijo con hostilidad—. ¿Eres tú quién me habla así?

Suelta de golpe el brazo que le había cogido y, mientras Genoveva se aparta, siente crecer en él una especie de rencor hacia Julius y, a la vez, la necesidad de apartar a Genoveva de su padre, de llevarla más abajo, más cerca de él; al bajar la vista, distingue, en unas chinelas de seda, sus pies descalzos.

—¿Pero no comprendes que no es el remordimiento lo que temo, sino…?

Se ha levantado de la cama. Se aparta de ella. Va hacia la ventana abierta. Se ahoga. Apoya la frente contra el cristal y las palmas ardientes en el hierro helado del balcón. Quisiera olvidar que ella está allí, que está cerca de él…

—Genoveva, has hecho por un criminal todo lo que una joven de buena familia puede hacer y hasta un poco más. Te lo agradezco de todo corazón. Vale más que me dejes solo ahora. Vuelve con tu padre; vuelve a tus costumbres, a tus deberes… Adiós. ¿Quién sabe si te volveré a ver? Piensa que es para ser un poco menos indigno del cariño que me tienes por lo que me entregaré mañana. Piensa que… ¡No! No te acerques a mí… ¿Crees que me bastaría con un apretón de manos?

Genoveva desafiaría la cólera de su padre, la opinión del mundo y su desprecio, pero ante aquel tono helado de Lafcadio, le falta valor. ¿Pero no habrá comprendido él que, para venir así, de noche, a hablarle, a confesarle su amor, tampoco ella carece de resolución ni de valor y que su amor merece acaso algo más que su agradecimiento?

¿Cómo podría decirle que también ella, hasta aquel día, se movía como en un sueño —un sueño del que sólo escapaba algunos instantes en el hospital donde, a veces, entre los niños pobres, curando sus auténticas heridas, le parecía tomar contacto, por fin, con alguna realidad—, un sueño mediocre en el que se movían, a su lado, sus padres y se erguían todas las absurdas convenciones de su mundo, y que ella no conseguía tomar en serio sus ademanes, ni sus opiniones, sus ambiciones, sus principios, ni siquiera su misma persona? ¿Qué había, entonces, de extraño en que Lafcadio no hubiera tomado en serio a Fleurissoire?… ¿Acaso podían separarse así? El amor la empuja, la lanza hacia él. Lafcadio la toma en sus brazos, la estrecha, cubre de besos su pálida frente…

Aquí empieza otro libro.

¡Oh, verdad palpable del deseo! Tú sumerges en la penumbra los fantasmas de mi espíritu.

Dejaremos a nuestros dos amantes en esa hora del canto del gallo, cuando el color, el calor y la vida van a triunfar por fin de la noche. Lafcadio, encima de Genoveva dormida, se aparta. Sin embargo, no mira el hermoso rostro de su amante, ni aquella frente sudorosa, ni aquellos párpados nacarados, ni aquellos cálidos labios entreabiertos, ni aquellos senos perfectos, ni aquellos miembros cansados; no, no contempla nada de todo aquello, sino, por la ventana abierta de par en par, el amanecer en el que se estremece un árbol del jardín.

Pronto será hora de que Genoveva se vaya, pero aún espera; escucha, inclinado sobre ella, a través de su leve respiración, el confuso rumor de la ciudad, que ya sale de su letargo. A lo lejos, en un cuartel, suena una corneta. ¿Y qué? ¿Va a renunciar a vivir? Y, por aprecio a Genoveva, a la que ya aprecia un poco menos desde que ella lo ama un poco más, ¿sigue pensando en entregarse?