Por mi parte, ya tomé una decisión. He optado por el
ateísmo social. Este ateísmo es el que he ido exponiendo
desde hace unos quince años en una serie de obras…
GEORGES PALANTE
Crónica filosófica del Mercure de France
(Dic., 1912)
1
En el año 1890, durante el pontificado de León XIII, la fama del doctor X, especialista en enfermedades de origen reumático, llevó a Roma a Anthime Armand-Dubois, francmasón.
—¿Cómo? —exclamó su cuñado Julius de Baraglioul—. ¿Vas a Roma a curar tu cuerpo? ¡Ojalá allí te dieras cuenta de que tu alma está más enferma todavía!
A lo que contestó Armand-Dubois con un tono de consideración exagerada:
—Pobre amigo mío: fíjate en mis hombros.
El bueno de Baraglioul alzó los ojos a pesar suyo hacia lo hombros de su cuñado que se agitaban como impulsados por una risa profunda, irresistible. Y era, en verdad, lamentable ver cómo aquel corpachón medio impedido empleaba las pocas fuerzas que le quedaban en aquella parodia. ¡En fin! Sus posiciones se hallaban establecidas de una vez por todas y la elocuencia de Baraglioul no podría alterarlas en nada. Acaso el tiempo, el íntimo consejo de los santos lugares… Con un inmenso desánimo, Julius se limitaba a decir:
—Anthime, me pones muy triste —los hombros dejaron de bailotear al punto, pues Anthime quería a su cuñado—. ¡Ojalá dentro de tres años, cuando llegue el jubileo y vaya a reunirme contigo, te encuentre cambiado!
Menos mal que Verónica acompañaba a su esposo con una disposición de ánimo bien diferente: era tan piadosa como su hermana Margarita y como Julius, y aquella larga estancia en Roma colmaba uno de sus deseos más entrañables. Poblaba de menudas devociones su vida monótona y desencantada y, como era estéril, deparaba a los ideales los cuidados que ningún niño le exigía. Desgraciadamente, no tenía ninguna esperanza de llevar hacia Dios a su Anthime. Conocía desde hace tiempo la terquedad de que era capaz aquella despejada frente marcada con semejante negativa. Ya se lo había advertido el padre Flons:
—Las resoluciones más inquebrantables —le decía— son las peores, señora. Sólo puede usted confiar en un milagro.
Incluso había dejado de entristecerse. Desde los primeros días de su instalación en Roma, los dos esposos habían ordenado, cada uno a su modo, su vida retirada: Verónica con sus ocupaciones domésticas y sus devociones; Anthime, con sus investigaciones científicas. Vivían así uno cerca del otro, uno pegado al otro, sosteniéndose de espaldas. Gracias a ello reinaba entre ambos algo parecido a la concordia, planeaba sobre ambos una especie de felicidad a medias, con lo que cada uno encontraba en el apoyo del otro un discreto empleo de sus virtudes.
El piso que habían alquilado por medio de una agencia presentaba —como la mayoría de las viviendas italianas—, junto con algunas ventajas imprevistas, notables inconvenientes. Ocupaba todo el primer piso del palacio Forgetti, en la via in Lucina, y disfrutaba de una terraza bastante hermosa, en la que en seguida Verónica se empeñó en cultivar aspidistras, que tan mal se aclimataban en los pisos de París. Pero, para ir a la terraza, era forzoso atravesar el invernadero que Anthime había transformado inmediatamente en laboratorio, y por donde —según lo convenido— él dejaba libre el paso de tal a tal hora del día.
Sin hacer ruido, Verónica empujaba la puerta, se deslizaba luego furtivamente, con los ojos bajos, igual que un converso pasa ante los graffiti obscenos, porque desdeñaba mirar —allá en el fondo de la habitación, sobresaliendo del sillón en el que se apoyaba una muleta— la enorme espalda de Anthime encorvada sobre quién sabe qué maligna operación. Anthime, por su parte, hacía como si no la oyera. Pero, tan pronto como su mujer había vuelto a pasar, se levantaba de su asiento, se arrastraba hacia la puerta y, lleno de encono con los labios apretados, de un manotazo autoritario, ¡zas!, echaba el pestillo.
Pronto sería la hora en que por la otra puerta entraría Beppo, el recadero, para ver lo que le encargaba.
Era un pilluelo de doce o trece años, andrajoso, sin padres, sin casa. Anthime lo había descubierto pocos días después de su llegada a Roma. Delante del hotel de la via di Bocca di Leone, en donde se había alojado al principio el matrimonio, Beppo atraía la atención de los transeúntes gracias a un saltamontes agazapado entre un manojo de hierba en una nasa de juncos. Anthime le había dado cincuenta céntimos por el insecto y después, con el poco italiano que sabía, le dio a entender como pudo que, en el piso al que iba a mudarse al día siguiente, en la via in Lucina, necesitaría pronto algunas ratas. Todo lo que reptaba, nadaba, trotaba o volaba servía para documentarlo. Trabajaba con carne viva.
Beppo, buscón de nacimiento, hubiera podido proporcionarle el águila o la loba del Capitolio. Le gustaba aquel oficio en el que satisfacía su afán de merodear. Le daban cincuenta céntimos al día y, por otra parte, ayudaba en los trabajos domésticos. Al principio, Verónica lo miraba con malos ojos, pero, desde que lo vio santiguarse al pasar delante de la Madona, en la esquina norte de la casa, le perdonó sus harapos y le dejó llevar a la cocina el agua, el carbón, la leña y el sarmiento; hasta le llevaba la cesta cuando acompañaba a Verónica al mercado, los martes y viernes, días en que Carolina, la criada que habían traído de París, estaba demasiado ocupada con la limpieza.
Beppo no apreciaba a Verónica, pero quería mucho al sabio que pronto, en vez de bajar penosamente al patio para recoger a sus víctimas, permitió que el niño subiera al laboratorio. Se podía entrar directamente en él por la terraza, comunicada con el patio por una escalera disimulada. En la desabrida soledad, el corazón de Anthime latía un poco cuando se acercaban las débiles pisadas de los piececitos descalzos en las baldosas. No lo dejaba traslucir: nada interrumpía su trabajo.
El niño no llamaba a la puerta acristalada: la arañaba y, como Anthime seguía encorvado ante la mesa sin contestar, se adelantaba cuatro pasos y lanzaba con su voz fresca un permesso? que ponía azul toda la habitación. Por su voz parecía un ángel, y era un ayudante de verdugo. ¿Qué nueva víctima traía en aquel saco que depositaba en la mesa de tortura? A menudo, Anthime, demasiado absorto, no abría en seguida el saco: le echaba una rápida ojeada; puesto que la tela se movía, ya estaba bien: rata, ratón, pájaro, rana, todo era bueno para aquel Moloch. A veces, Beppo no traía nada, pero entraba de todas formas: sabía que Armand-Dubois lo estaba esperando aunque fuera con las manos vacías; y, cuando el niño silencioso, al lado del sabio, se inclinaba sobre algún experimento abominable, me gustaría poder asegurar que el sabio no saboreaba el vanidoso placer de un falso dios al sentir cómo la mirada atónita del pequeño se posaba, ya cargada de espanto sobre el animal, ya cargada de admiración sobre él mismo.
Antes de dedicarse al hombre, Anthime Armand-Dubois se proponía simplemente reducir a «tropismos» la actividad entera de los animales que observaba. ¡Tropismos! Apenas se había inventado la palabra, ya no se oía otra cosa. Cierta categoría de psicólogos no hablaba más que de tropismos. ¡Tropismos! ¡Qué repentina luz emanaba de aquellas sílabas! Era evidente que el organismo respondía a los mismos estímulos que el heliotropo, cuando la planta sin voluntad vuelve su flor de cara al sol (cosa que se puede reducir fácilmente a unas simples leyes de física y de termoquímica). El cosmos se revestía por fin de una benignidad tranquilizadora. En los más sorprendentes movimientos del ser podía reconocerse invariablemente una obediencia perfecta al agente.
Para conseguir sus fines, para obtener del animal dominado la confesión de su sencillez, Anthime Armand-Dubois acababa de inventar un complicado sistema de cajas con pasillos, trampas, laberintos, compartimentos —con comida en unos, nada en otros, o bien cierto polvo estornutatorio— provistos de puertas de colores o formas diferentes: instrumentos diabólicos que poco después se pusieron de moda en Alemania y que, con el nombre de Vexierkasten, utilizó la nueva escuela psico-fisiológica para dar un paso más por los caminos de la incredulidad. Y para actuar por separado sobre tal o cual sentido del animal, sobre tal o cual parte del cerebro, cegaba a éste, dejaba sordo a aquél, castrándolos, deshollándolos, quitándoles el cerebro, arrancándoles tal o cual órgano que uno hubiera creído indispensable y del que prescindía el animal para instrucción de Anthime.
Su Comunicación sobre los «reflejos condicionados» acababa de causar revuelo en la Universidad de Upsala, suscitando violentas discusiones, en las que habían participado los mejores sabios extranjeros. En la mente de Anthime, mientras tanto, bullían nuevos interrogantes. Dejando la polémica para sus colegas, orientaba sus investigaciones por otros caminos con la pretensión de que Dios se replegara hacia trincheras más alejadas.
No le bastaba con admitir grosso modo que toda actividad comportara un desgaste, ni que el animal gastara energías sólo con ejercitar los músculos o los sentidos. Después de cada desgaste, se preguntaba: «¿Cuánto?». Y si el paciente extenuado trataba de recuperarse, Anthime, en vez de alimentarlo, lo pesaba. La aportación de nuevos elementos hubiera complicado demasiado el siguiente experimento: seis ratas atadas y en ayunas eran comparadas cotidianamente; dos ciegas, dos tuertas y dos que veían; a estas últimas, un molinillo mecánico les cansaba la vista sin cesar. Después de cinco días de ayuno, ¿cuál era la relación entre sus pérdidas respectivas?
En unos cuadritos ad hoc, Armand-Dubois, todos los días, a las doce, añadía nuevas cifras triunfales.
2
Ya se acercaba el jubileo. Los Armand-Dubois esperaban a los Baraglioul de un día para otro. La mañana en que se recibió el telegrama anunciando que llegaban por la tarde, Anthime salió a comprarse una corbata.
Anthime salía poco, lo menos posible, ya que se movía con dificultad. Verónica le hacía gustosa las compras; hacían venir a los vendedores, que tomaban nota de los modelos que encargaba. Anthime ya no se preocupaba de la moda; pero por sencilla que quisiera su corbata (un modesto lazo de surá negro), deseaba escogerla personalmente. La pechera de raso marrón claro, que se compró para el viaje y que se había puesto durante su estancia en el hotel, se le salía constantemente del chaleco, que acostumbraba a llevar muy abierto; con toda seguridad, Margarita de Baraglioul encontraría muy desaliñado el pañuelo de seda crema que se había puesto en su lugar, sujeto con un camafeo grueso y viejo, montado sobre un imperdible; había hecho muy mal en quitarse las pajaritas negras, ya hechas, que llevaba corrientemente en París, y sobre todo en no quedarse con alguna de muestra. ¿Qué modelos iban a presentarle? No se decidiría antes de haber entrado en varias camiserías del Corso y de la via dei Condotti. Las chalinas, para un hombre de cincuenta años, eran poco serias; desde luego, lo que le convenía era un lacito bien tieso, de un negro mate…
No comerían hasta la una. Anthime volvió a eso de las doce con su compra, a tiempo de pesar a sus animales.
No es que fuera presumido, pero Anthime sintió la necesidad de probarse la corbata antes de empezar a trabajar. Por allí había un trozo del espejo que hasta hace poco le servía para provocar tropismos; lo apoyó al momento contra una jaula y se inclinó hacia su propio reflejo.
Anthime llevaba a lo cepillo un pelo aún abundante, antes rojo y hoy de ese incierto color amarillo grisáceo que adquieren los antiguos objetos de plata sobredorada. Sus cejas sobresalían revueltas por encima de una mirada más gris, más fría que un cielo invernal. Sus patillas, cortas y cuidadas, habían conservado el mismo tono leonado que su áspero bigote. Se pasó el dorso de la mano por las mejillas planas, por debajo de la ancha y cuadrada barbilla:
—Sí, sí —refunfuñó—; ya me afeitaré después.
Sacó la corbata del paquete, la puso delante de él; se quitó el camafeo imperdible y después el pañuelo. Tenía una nuca recia, ceñida por un cuello duro semialto, abierto por delante y con las puntas dobladas hacia abajo. Y aquí, pese a mi firme deseo de no contar sino lo esencial, no puedo por menos que hablar del lobanillo de Armand-Dubois.
Y es que, mientras yo no aprenda a distinguir con mayor seguridad lo accidental y lo necesario, ¿qué podría pedirle a mi pluma, sin exactitud y rigor? ¿Quién podría afirmar, en efecto, que aquel lobanillo no había representado ningún papel, o no había sido de ningún peso en las decisiones de aquel libre-pensador, como Anthime se llamaba? Podía pasar por alto su ciática, pero no le perdonaba a Dios aquella mezquindad.
Le había salido no sabía cómo, poco después de su matrimonio. Primero, sólo se había notado, al sureste de su oreja izquierda, en donde el cuero empieza a ser cabelludo, un bultito sin importancia. Durante mucho tiempo pudo disimular la excrecencia debajo del abundante cabello, tapándola con un rizo. Ni siquiera Verónica se había dado cuenta hasta que, en una caricia nocturna, su mano lo encontró:
—¡Oye! ¿Qué tienes ahí? —exclamó.
Y como si una vez desenmascarado ya no tuviese que contenerse, el bulto alcanzó en pocos meses el tamaño de un huevo de perdiz, luego de pintada, después de gallina y así se quedó, mientras que el pelo, cada vez más escaso, se partía a ambos lados y lo dejaba al descubierto. A los cuarenta y seis años, Anthime Armand-Dubois ya no tenía que preocuparse de gustar; se cortó el pelo a lo cepillo y adoptó aquel tipo de cuello duro semialto en el que una especie de alveolo discreto tapaba el lobanillo y lo dejaba ver a un tiempo. Y vamos a dejar de hablar del lobanillo de Anthime…
Se puso la corbata. En el centro de la corbata había un pasador metálico por donde corría el lazo, que quedaba fijo gracias a una palanquita. Ingenioso aparato, pero que sólo estaba esperando la llegada del lazo para desprenderse de la corbata, que cayó encima de la mesa de operaciones. No quedaba más remedio que recurrir a Verónica, que acudió a su llamada.
—Toma, cóseme esto —dijo Anthime:
—Cosido a máquina: no vale nada —murmuró Verónica.
—La verdad es que no se sostiene.
Verónica llevaba siempre prendidas en la pechera de la blusa de estar en casa, al lado izquierdo, dos agujas enhebradas, una con hilo blanco, otra con hilo negro. Cerca del ventanal, sin sentarse siquiera, emprendió la reparación. Anthime la miraba mientras tanto. Era una mujer más bien alta y gruesa, de rasgos acusados, testaruda como él, pero amable sin embargo y sonriente casi siempre, de manera que un ligero bigote no conseguía endurecer mucho su rostro.
—Tiene cosas buenas —pensaba Anthime mientras la miraba manejar la aguja—. Hubiera podido casarme con una coqueta que me hubiera engañado, con una frívola que me hubiera dejado plantado, una parlanchina que me hubiera dado dolor de cabeza, una pava que me hubiera sacado de quicio, una cascarrabias como mi cuñada…
Y con un tono menos altanero que de costumbre, le dijo «Gracias», cuando Verónica se marchaba, una vez acabado su trabajo.
Con la corbata nueva puesta ya, Anthime está ahora enfrascado en sus pensamientos. Ya no se alza ninguna voz, ni fuera, ni dentro de su corazón. Ha pesado ya las ratas ciegas. ¿Qué hay de nuevo? Las ratas tuertas siguen pesando lo mismo. Va a pesar la pareja intacta. De pronto, un sobresalto tan brusco que la muleta cae al suelo. ¡Estupor! Las ratas intactas… Las vuelve a pesar; pero no, hay que convencerse, las ratas sanas ¡han aumentado desde ayer! Una idea ilumina su cerebro:
—¡Verónica!
Con gran esfuerzo, recoge su muleta y se abalanza hacia la puerta.
—¡Verónica!
Verónica acude de nuevo, complaciente. Entonces Anthime, en el umbral, pregunta solemnemente:
—¿Quién ha tocado mis ratas?
Ninguna respuesta. Insiste él lentamente, separando cada palabra, como si Verónica ya no entendiera el francés con facilidad.
—Mientras yo estaba fuera, alguien les ha dado de comer. ¿Has sido tú?
Entonces Verónica, recobrando un poco el valor, se vuelve hacia él casi agresiva:
—Los dejabas morir de hambre a esos pobres animales. No he estropeado tu experimento; simplemente, les he…
Pero ya él la ha agarrado por la manga y, cojeando, la lleva hasta la mesa, en donde le señala los cuadros de observaciones:
—Ves estas hojas, en donde desde hace quince días estoy anotando mis observaciones sobre estos animales: son precisamente las que está esperando mi colega Potier para leerlas en la Academia de Ciencias, en la sesión del diecisiete de mayo próximo. En el día de hoy, quince de abril, al pie de estas columnas de cifras, ¿qué puedo escribir?. ¿Qué tengo que escribir?…
Y como ella no suelta ni una palabra, con la punta cuadrada de su dedo índice, como si fuera un estilete, rascando el espacio de papel en blanco, continúa:
—Aquel día, la señora de Armand-Dubois, esposa del investigador, sin atender más que a su buen corazón, cometió la… ¿Qué quieres que ponga? ¿La torpeza? ¿La imprudencia? ¿La necedad?…
—Escribe más bien: tuvo compasión de esos pobres animales, víctimas de una curiosidad descabellada.
Anthime se yergue, muy digno.
—Si lo tomas así, comprenderás que desde ahora me vea obligado a rogarte que pases por la escalera del patio para ir a cuidar tus plantas.
—¿Crees que entro en tu cuchitril por gusto?
—No te tomes la molestia de entrar aquí de ahora en adelante.
Después, uniendo a estas palabras la elocuencia del ademán, coge los apuntes y los hace pedacitos.
«Desde hace quince días», ha dicho; la verdad es que sus ratas sólo ayunan desde hace cuatro. Y, sin duda, su irritación se ha atenuado al exagerar el percance, ya que a la hora de comer consigue poner cara serena; su estoicismo le lleva hasta a tender a su media naranja una diestra conciliadora. Porque le preocupa, más aún que a Verónica, el no dar el espectáculo de sus disensiones a un matrimonio de ideas tan estrictas como los Baraglioul, que no dejarían de achacar la responsabilidad a las ideas de Anthime.
Hacia las cinco, Verónica se quita su blusón de estar por casa, se pone una chaquetilla de paño negro y se va a esperar a Julius y Margarita, que llegarán a la estación de Roma a las seis. Anthime se dispone a afeitarse; ha accedido a cambiar el pañuelo por un lazo tieso: con eso basta; le repugna la etiqueta y no quisiera renunciar ante su cuñada a una chaqueta de alpaca, un chaleco blanco jaspeado de azul, un pantalón de dril y unas confortables chanclas de cuero negro, que lleva hasta cuando sale, justificándolo con su cojera.
Mientras espera a los Baraglioul, recoge las hojas hechas pedazos, junta los fragmentos y copia cuidadosamente todas las cifras.
3
La familia Baraglioul (la gl se pronuncia como ll, a la italiana, como en Broglie —el duque de— y en miglionnaire) es oriunda de Parma. Fue un Baraglioli (Alessandro) quien se casó en segundas nupcias con Filippa Visconti, en 1514, pocos meses después de la anexión del ducado a los Estados de la Iglesia. Otro Baraglioli (también Alessandro) se distinguió en la batalla de Lepanto y murió asesinado en 1580, en circunstancias que siguen siendo un misterio. Resultaría fácil, pero sin gran interés, seguir las vicisitudes de la familia hasta 1807, época en que Parma quedó unida a Francia, y en la que Robert de Baraglioul, abuelo de Julius, fue a instalarse a París. En 1828 recibió de Carlos X la corona de conde —corona que un poco más tarde llevaría tan dignamente un Juste-Agénor, su tercer hijo (los dos primeros murieron de corta edad), en las embajadas en donde brillaba su inteligencia sutil y triunfaba su diplomacia.
El segundo hijo de Juste-Agénor de Baraglioul, Julius, que desde su matrimonio había sentado la cabeza, tuvo algunos amoríos en su juventud. Sin embargo, lograba justificarse diciéndose que su corazón no se había rebajado nunca. La arraigada distinción natural y aquella especie de elegancia moral que respiraban cualquiera de sus escritos habían frenado sus deseos en la pendiente en que su curiosidad de novelista les podría haber dado rienda suelta. Su sangre fluía sin turbulencia, pero no sin calor, como hubiera podido atestiguar más de una belleza aristocrática… Y no hablaría yo de esto aquí, si sus primeras novelas no lo hubieran dado a entender claramente; a ello se debió en parte el gran éxito mundano que obtuvieron. La alta calidad del público susceptible de admirarlas hizo que se publicaran: una en el Correspondant, otras dos en la Revue des Deux Mondes. Así fue cómo, casi a pesar suyo, se encontró, aún joven, camino de la Academia: parecían destinarlo a ella su buen porte, la grave unción de su mirada y la palidez pensativa de su frente.
Anthime profesaba hondo desprecio por las ventajas del rango, de la fortuna y de la presencia, lo cual no dejaba de mortificar a Julius; pero apreciaba en Julius cierto buen talante y una gran torpeza en las discusiones, con lo que a menudo salía ganando el librepensador.
A las seis, Anthime oye que el coche de sus huéspedes se para a la puerta. Sale a esperarlos al rellano de la escalera. Julius sube el primero. Con su sombrero cronstadt, su abrigo recto forrado de seda, parece vestido para ir de visita, no de viaje, a no ser por la manta escocesa que lleva al brazo; lo largo del trayecto no le ha afectado en absoluto. Le sigue Margarita de Baraglioul, del brazo de su hermana: ella, al contrarío, muy descompuesta, con el sombrero y el moño torcidos, tropezando en los escalones, con parte de la cara tapada con el pañuelo que mantiene como una compresa…
Al acercarse a Anthime, Verónica murmura:
—Margarita tiene una mota de carbonilla en el ojo.
Su hija Julia, graciosa niña de nueve años, y la criada, que cierran el cortejo, guardan un silencio lleno de consternación.
Con el carácter de Margarita no hay modo de tomar la cosa a broma: Anthime les propone llamar a un oculista; pero Margarita conoce de oídas la reputación de los medicuchos italianos, y no quiere «por nada en el mundo» oír hablar de ello. Con voz moribunda, deja escapar:
—Agua fresca. Un poco de agua fresca solamente. ¡Ay!
—Mi querida hermana —vuelve a decir Anthime—, en efecto, el agua fresca podrá aliviarte un instante, descongestionándote el ojo; pero no hará desaparecer la causa.
Después, se vuelve hacia Julius:
—¿Has podido ver lo que era?
—No muy bien. En cuanto se paraba el tren y me proponía examinarla, Margarita empezaba a ponerse nerviosa…
—¡No digas eso, Julius! Has estado horriblemente torpe. Para levantarme el párpado, has empezado por volverme todas las pestañas del revés…
—¿Quieres que pruebe yo? —dijo Anthime—. A ver si soy un poco más habilidoso.
Un facchino subía las maletas. Caroline encendió un quinqué.
—Vamos, hombre, no lo vas a hacer aquí mismo —dijo Verónica, llevando a los Baraglioul a su habitación.
El piso de los Armand-Dubois estaba dispuesto alrededor del patio cuya luz entraba por las ventanas de un corredor que arrancaba del vestíbulo y llegaba hasta el invernadero. A este pasillo daban las puertas de las habitaciones: primero, la del comedor; luego, la del salón (una enorme habitación en forma de L, mal amueblada y que los Anthime no utilizaban), las de dos dormitorios para los invitados, la primera para el matrimonio Baraglioul, la segunda —más pequeña— para Julia, junto a la última habitación, que era la de los Armand-Dubois. Todas estas habitaciones estaban además comunicadas entre sí. La cocina y los dos cuartos del servicio daban al otro lado de la escalera…
—Por favor, no estéis todos a mi alrededor —gimió Margarita—. Julius, ocúpate del equipaje.
Verónica ha instalado a su hermana en un sillón y sostiene el quinqué, mientras que Anthime se desvive.
—El hecho es que está inflamado. Si te quitaras el sombrero…
Pero Margarita —temiendo quizá que su pelo, despeinado, dejara ver lo que tenía de postizo— declara que se lo quitará después: una capota atada con cintas no le impediría apoyar la nuca contra el respaldo.
—¿Conque me pides que te saque la paja del ojo, antes de quitar la viga del mío? —dice Anthime con una especie de risita—. Eso me parece muy contrario a los preceptos evangélicos.
—Por favor, no me hagas pagar tus cuidados demasiado caros.
—No diré ni una palabra más… Con la punta de un pañuelo limpio… Ya veo lo que es… ¡No tengas miedo, rediez! ¡Mira hacia arriba!… Ya la tengo.
Y con la punta del pañuelo Anthime saca una imperceptible mota de carbonilla.
—¡Gracias, gracias! Dejadme ahora: tengo una jaqueca horrible.
Mientras descansa Margarita, mientras Julius deshace las maletas con la criada y Verónica supervisa los preparativos de la cena, Anthime se ocupa de Julia, a la que ha llevado a su habitación. Había dejado a su sobrina muy pequeñita y apenas reconoce a aquella jovencita de sonrisa ya ingenuamente grave. Al cabo de un rato de estar junto a ella, hablando de cositas pueriles que esperaba le gustarían, su mirada se fija en una cadenita de plata que la niña lleva al cuello y de la que deben colgar —se lo huele— algunas medallas. Con su grueso dedo índice, mediante un tironcito indiscreto, las saca del escote y, ocultando su repugnancia enfermiza tras la máscara del asombro, pregunta:
—¿Pero qué son estos chismes?
Julia comprende muy bien que la pregunta no va en serio, pero ¿por qué ofuscarse?
—¡Cómo, tío! ¿Es que nunca has visto medallas?
—Pues la verdad, no, chiquilla —miente—; no son muy bonitas que digamos, pero supongo que servirán para algo.
Y como la religiosidad serena no está reñida con cierta picardía inocente, la niña —advirtiendo una fotografía suya, apoyada contra el cristal que hay encima de la chimenea— la señala con el dedo:
—Tío, ahí tienes el retrato de una niña que tampoco es muy bonito que digamos. ¿Para qué te sirve?
Sorprendido de encontrar en aquella beatilla un talento tan malicioso para replicar y, sin duda, tanto sentido común, tío Anthime se queda desarmado un instante. ¡Con una chiquilla de nueve años no va a empezar una discusión metafísica! Sonríe. Entonces la pequeña, aprovechándose de su ventaja, le enseña las medallitas, diciéndole:
—Mira: la de Santa Julia, mi santa patrona, y la del Sagrado Corazón de…
—¿Y de Dios no tienes ninguna? —interrumpe Anthime, insensato.
La niña le contesta con toda naturalidad:
—No; de Dios no las hacen… Pero mira la más bonita: es la de la Virgen de Lourdes. Me la dio tía Fleurissoire; la trajo de Lourdes. La llevo al cuello desde el día en que papá y mamá me ofrecieron a la Virgen.
Aquello era demasiado para Anthime. Sin tratar de comprender ni un instante la gracia palpable que evocaban aquellas imágenes —el mes de mayo, el cortejo blanco y azul de los niños—, se deja vencer por una morbosa necesidad de blasfemia:
—Ya que estás aquí con nosotros, ¿es que la Virgen no quiso que fueras con ella?
La pequeña no contesta nada. ¿Acaso se da cuenta de que es mejor no contestar nada a ciertas impertinencias? Por lo demás, ¿qué sucede? Tras de aquella descabellada pregunta, no es Julia, sino el francmasón, el que se ruboriza, ligera turbación, compañera callada de la indecencia, pasajera confusión que disimulará tío Anthime depositando en la cándida frente de su sobrina un respetuoso beso reparador.
—¿Por qué te haces el malo, tío Anthime?
La pequeña no se engaña: en el fondo, el sabio descreído es un hombre sensible.
¿Por qué, entonces, esa obstinada resistencia?
En aquel momento, Adela abre la puerta:
—La señora dice que vaya la señorita.
Es como si Margarita de Baraglioul temiera la influencia de su cuñado y prefiera que su hija no estuviese mucho tiempo con él. Anthime se atreverá a decírselo en voz baja, un poco más tarde, cuando la familia se dirige al comedor. Pero Margarita alzará la mirada hacia Anthime, con un ojo levemente inflamado todavía, para decirle:
—¿Miedo de ti? Pero, hombre, Julia sería capaz de convertir a doce como tú, antes de que tus burlas lograran el menor resultado en su alma. No, no; nosotros somos más fuertes de lo que tú crees. De todas formas, piensa un poco que es una niña. Ya sabe todas las blasfemias que se puede esperar en una época tan corrompida y en un país gobernado tan vergonzosamente como el nuestro. Pero es triste que los primeros motivos de escándalo se los ofrezcas tú, su tío, a quien quisiéramos enseñarle a respetar.
4
Aquellas palabras, tan mesuradas, tan juiciosas, ¿conseguirían calmar a Anthime?
Así sería durante los dos primeros platos (por lo demás, la cena —buena, pero sencilla— no tenía más que tres) y mientras la conversación familiar mariposeaba en torno de asuntos nada comprometidos. En atención al ojo de Margarita, hablarán primero de asuntos oculísticos (los Baraglioul fingen no ver lo que ha crecido el lobanillo[1] de Anthime), después de la cocina italiana, por amabilidad hacia Verónica, con alusiones a su excelente cena. Después, Anthime preguntará por los Fleurissoire, a los que han visitado los Baraglioul hace poco en Pau, y por la condesa de Saint-Prix, la hermana de Julius, que veranea no lejos de allí; finalmente, por Genoveva, la deliciosa hija mayor de los Baraglioul: hubieran querido que viniera con ellos a Roma, pero ella no se había decidido a dejar el hospital de Niños enfermos de la rue de Sèvres al que va todas las mañanas para curar las llagas de los pobrecitos. Luego, Julius pondrá sobre el tapete el grave problema de la expropiación de los bienes de Anthime: se trata de unos terrenos que Anthime había comprado en Egipto durante un primer viaje que de joven hizo por aquel país. Aquellos terrenos mal situados, no habían adquirido hasta ahora gran valor; pero últimamente se rumoreaba que la nueva línea de ferrocarril de El Cairo a Heliópolis iba a pasar por ellos. Desde luego, al bolsillo de los Armand-Dubois —bastante exhausto a causa de arriesgadas especulaciones— no le vendría nada mal aquella bicoca. Sin embargo, Julius, antes de su viaje, pudo hablar con Maniton, ingeniero encargado del estudio de la línea, y aconseja a su cuñado que no se haga demasiadas ilusiones: podría ser que se llevara un chasco. Pero lo que no dice Anthime es que el asunto está en manos de la Logia, que jamás desampara a los suyos.
Ahora Anthime le habla a Julius de su candidatura a la Academia: lo comenta sonriendo, porque no se lo cree; y el mismo Julius finge una indiferencia serena, como resignada: ¿para qué contar que su hermana, la condesa Guy de Saint-Prix, tiene al cardenal André metido en el bolsillo y, por consiguiente, a los quince inmortales que votan siempre como él? Anthime esboza un levísimo cumplido sobre la última novela de Baraglioul, El aire de las cimas. La verdad es que ha encontrado el libro detestable; y Julius, que no se llama a engaño, se apresura a decir, para dejar a salvo su amor propio:
—Yo estaba seguro de que un libro así no te iba a gustar.
Anthime llegaría hasta a admitir el libro, pero le fastidia aquella alusión a sus opiniones. Protesta diciendo que sus opiniones nada influyen en los juicios que emite sobre las obras de arte en general y sobre los libros de su cuñado en particular. Julius sonríe con benévola condescendencia y, para cambiar la conversación, le pregunta a su cuñado cómo sigue de su ciática, a la que, por error, llama lumbago. ¡Ay! ¿Por qué no le habrá preguntado más bien acerca de sus investigaciones científicas? Hubiera sido muy fácil contestarle. ¡Su lumbago! Y ya puestos, ¿por qué no su lobanillo? Pero su cuñado parece ignorar sus investigaciones científicas, prefiere ignorarlas… Anthime, que ya está muy acalorado y que, en aquel preciso momento, siente el dolor de su «lumbago», suelta una risita y contesta huraño:
—¿Que si estoy mejor?… ¡Je, je! ¡Pues no te fastidiaría!
Julius se extraña y ruega a su cuñado que le diga por qué le cree capaz de sentimientos tan poco caritativos.
—¡Pardiez! También vosotros soléis llamar al médico cuando alguno de los vuestros está enfermo; pero cuando el enfermo se cura, la medicación no ha tenido nada que ver: ha sido gracias a las oraciones que rezabais mientras os atendía el médico. El que no va a cumplir con parroquia… ¡Pardiez! ¡Os parecería una impertinencia que se curase!
—¿Prefieres seguir enfermo a rezar? —dice Margarita con un tono lleno de seguridad.
¿Para qué se meterá ella? Generalmente, no suele intervenir en las conversaciones de alcance general y se achica en cuanto Julius abre la boca. Hablan entre hombres. ¡Basta ya de melindres! Se vuelve bruscamente hacia ella:
—Mi encantadora cuñada: has de saber que si la curación estuviera aquí, aquí, ¿me oyes bien? —y señala desaforadamente el salero—, muy cerca, pero de tal manera que para tener derecho a ella hubiese de implorar al Señor Director —así es cómo se complace en llamar al Ser Supremo en sus momentos de mal humor— o rogarle que interviniera, que torciera por mí el orden establecido, el orden natural de los efectos y causas, el orden venerable… ¡Pues bien! No querría ni oír hablar de mi curación. Le diría al Director: ¡Déjeme en paz! No quiero tu milagro.
Corta las palabras, las sílabas; ha alzado el tono de voz hasta el diapasón de su cólera; está odioso.
—No lo querrías… ¿Por qué? —pregunta Julius, muy sereno.
—Porque eso me obligaría a creer en Él que no existe.
Al decir esto da un puñetazo en la mesa.
Margarita y Verónica, inquietas, se han hecho una seña con la mirada y luego han vuelto ambas la vista hacia Julia.
—Me parece que ya es hora de irse a acostar, hijita —dice la madre—. Date prisa; iremos a darte un beso a la cama.
Aterrada por las atroces palabras de su tío y por su aspecto demoníaco, la niña huye.
—Si me curo, no quiero tener que agradecerlo más que a mí mismo. Y basta.
—Bueno, ¿y el médico, qué? —se atreve a decir Margarita.
—Le pago su trabajo y estamos en paz.
Pero Julius, con su registro más grave, continúa:
—Mientras que el agradecimiento a Dios te comprometería…
—Sí, hermano; y por eso no rezo.
—Otros rezan por ti, amigo mío.
Verónica es la que así habla; hasta ahora no había dicho nada. Al escuchar aquella dulce voz harto conocida, Anthime se sobresalta, pierde toda discreción. En sus labios se atropellan frases contradictorias: en primer lugar, nadie tiene derecho a rezar por alguien contra su voluntad, a pedir una merced para él, sin que se entere; es una traición. Verónica no ha conseguido nada: ¡mejor! ¡A ver si aprende de qué valen sus oraciones! ¡Es como para estar orgullosa!… Pero, a fin de cuentas, tal vez sea que no ha rezado lo suficiente.
—Puedes estar tranquilo, que continúo —vuelve a decir Verónica, tan suavemente como antes.
Luego, toda sonrisas y como al margen de aquella cólera, le cuenta a Margarita que todas las noches, sin falta, le pone dos cirios en nombre de Anthime a la vulgar Madona que está en la esquina norte de la casa, la misma ante la que Verónica había sorprendido a Beppo santiguándose. El niño se alojaba, anidaba allí cerca, en una oquedad del muro, en donde Verónica podía encontrarlo a hora fija. Ella no hubiese podido llegar a la hornacina, que estaba fuera del alcance de los transeúntes; Beppo (que era entonces un esbelto adolescente de quince años), agarrándose a las piedras y a una anilla metálica, ponía los cirios encendidos ante la santa imagen… Y la conversación, imperceptiblemente, se desviaba de Anthime, se trababa por encima de él; las dos hermanas hablaban ahora del fervor popular, tan conmovedor, en virtud del cual la imagen más vulgar es también la más venerada… Anthime se encontraba anonadado. ¡Vamos! ¿No era ya bastante que aquella mañana, a sus espaldas, Verónica hubiera dado de comer a sus ratas? ¡Ahora resulta que le pone velas ala Virgen! ¡Para él! ¡Su mujer! Y mete a Beppo en aquella inútil gazmoñería… ¡Bueno, ya veremos!
A Anthime se le sube la sangre a la cabeza, se ahoga; parece que sus sienes tocan a rebato. Con un inmenso esfuerzo se levanta, tirando la silla; vuelca un vaso de agua en la servilleta; se enjuga la frente… ¿Se encontrará mal? Verónica se acerca solícita, él la aparta con un manotazo brusco y se escapa dando un portazo; y ya en el corredor se oyen sus pasos desiguales alejándose con el acompañamiento sordo y renqueante de la muleta.
Aquella brusca salida deja a nuestros comensales tristes y perplejos. Permanecen silenciosos unos instantes.
—¡Pobrecilla! —dice al fin Margarita, dirigiéndose a su hermana.
Pero en esta ocasión se confirma una vez más la diferencia de carácter entre las dos hermanas. El alma de Margarita está cortada con el mismo patrón admirable con que Dios hace a sus mártires. Ella lo sabe y aspira al sufrimiento. La vida, por desgracia, no le concede ninguna pena; se halla colmada de toda suerte de venturas y su capacidad de resignación tiene que contentarse con humillaciones insignificantes; aprovecha la menor cosa para sentirse arañada; se agarra y se aferra a todo. Desde luego, sabe arreglárselas para que la hieran; pero Julius parece afanarse por dejar cada vez más ociosa su virtud. ¿Cómo extrañarse entonces de que se muestre con él siempre insatisfecha y quisquillosa? Con un marido como Anthime…, ¡qué carrera tan espléndida! Le fastidia ver que su hermana lo aprovecha tan mal. En efecto, Verónica esquiva los agravios; por encima de su invariable mansedumbre sonriente, todo le resbala: sarcasmos, burlas. Seguramente se ha resignado desde hace tiempo a vivir metida en sí misma. Por lo demás, Anthime no es malo con ella y bien puede decir lo que quiera. Verónica explica que, si habla fuerte, es porque no puede moverse; no se dejaría llevar tanto por la cólera si estuviera más ágil. Y como Julius pregunta adonde habrá ido, le responde:
—A su laboratorio.
Y a Margarita, que pregunta si no sería mejor ir a verlo —¡podría encontrarse mal después de un acceso de cólera así!—, le asegura que vale más dejar que se calme solo y no hacer demasiado caso de su salida.
—Acabemos de cenar tranquilamente —concluye.
5
No, tío Anthime no se ha ido al laboratorio.
Ha atravesado rápidamente el gabinete en donde acaban de sufrir las seis ratas. ¿Por qué no se queda un poco en la terraza inundada por una luminosidad occidental? La seráfica claridad de la tarde, apaciguando su alma rebelde, quizá consiguiera… Pero no; escapa a su consejo. Por la incómoda escalera de caracol ha llegado al patio y lo cruza. La prisa del inválido resulta trágica para nosotros, que sabemos el esfuerzo que le cuesta cada zancada y el dolor que supone cada esfuerzo. ¿Cuándo le veremos dedicar al bien una energía tan feroz? A veces se escapa un gemido de sus labios retorcidos; se le desencajan las facciones. ¿Adónde le lleva su rabia impía?
La Madona —que, derramando con las manos tendidas la gracia y el reflejo de los celestiales rayos sobre el mundo, vela sobre la casa y hasta quizás interceda por el blasfemo— no es una de esas imágenes modernas como las que hoy fabrican con el cartón piedra de Blafaphas los almacenes de objetos de arte «Fleurissoire-Lévichon». El que sea una imagen ingenua, reflejo de la devoción popular, no la hará sino más bella y más elocuente a nuestros ojos. Su rostro exangüe, los rayos que salen de sus manos y el manto azul aparecen iluminados por un farol —enfrente de la estatua, pero bastante lejos de ella— colgado de un alero de cinc que sobresale de la hornacina y resguarda al mismo tiempo los exvotos que llenan las paredes de ambos lados. A la altura de las manos del transeúnte, una reja cuya llave tiene el sacristán de la parroquia, protege la cuerda de la que cuelga la linterna. Además hay dos cirios encendidos día y noche ante la imagen y que hace poco ha traído Verónica. Al ver aquellos cirios que —como sabe— arden por él, el francmasón siente crecer su furia. Beppo, que —en el hueco del muro donde se oculta— terminaba de comerse un mendrugo y unas raíces de hinojo, corre a su encuentro. Sin responder a su amable saludo, Anthime lo coge por los hombros y se inclina hacia él. ¿Qué le estará diciendo que hace estremecer al chico? «¡No! ¡No!», protesta el muchacho. Del bolsillo del chaleco, Anthime saca un billete de cinco liras; Beppo se indigna… Más tarde quizá llegue a robar, a matar incluso —¿quién sabe con qué sórdida salpicadura manchará su frente la miseria?—, pero levantar la mano contra la Virgen, su protectora, hacia la que suspira todas las noches antes de dormirse y a quien sonríe al despertarse cada mañana… Ya puede probar Anthime a exhortarle, a corromperlo, a maltratarlo, a amenazarlo: no le sacará más que una negativa.
Con todo, no nos equivoquemos: la rabia de Anthime no va precisamente contra la Virgen, sino contra los cirios de Verónica en particular. Pero el alma sencilla de Beppo no entiende esos matices y, además, nadie tiene derecho a apagar aquellos cirios una vez bendecidos…
Exasperado por aquella resistencia, Anthime aparta al niño. Actuará solo. Apoyado contra el muro, empuña la muleta por la punta, toma un tremendo impulso echando el mango hacia atrás y, con todas sus fuerzas, la lanza hacia el cielo. El palo rebota en la pared de la hornacina y cae al suelo con estruendo, arrastrando un cascote, un trozo de yeso, no sabe. Recoge su muleta y retrocede para ver la hornacina… ¡Por todos los diablos! Los dos cirios siguen encendidos. Pero ¿qué sucede? La imagen, en lugar de la mano derecha, no presenta sino una varilla de metal negro.
Como saliendo de una borrachera, contempla por un instante el triste resultado de su acción: llegar a aquel ridículo atentado… ¡Vamos! Busca a Beppo con la mirada; el muchacho ha desaparecido. Cierra la noche. Anthime está solo. En la acera ve el cascote que hace un momento había arrancado su muleta, lo recoge; es una manita de estuco que, encogiéndose de hombros, se mete en el bolsillo del chaleco.
Con la frente roja de vergüenza y el corazón lleno de rabia, el iconoclasta sube ahora a su laboratorio. Le gustaría trabajar, pero aquel odioso esfuerzo lo ha dejado roto; sólo tiene ganas de dormir. Desde luego, se irá a la cama sin decirle buenas noches a nadie… Sin embargo, cuando va a entrar en su habitación, le detiene un rumor de voces. La puerta de la habitación de al lado está abierta; se desliza por la sombra del pasillo…
Como un angelito familiar, la pequeña Julia, en camisón, está arrodillada encima de la cama; a la cabecera, bañadas por la claridad de la lámpara, Verónica y Margarita, de rodillas; un poco más atrás, erguido a los pies de la cama, Julius, con una mano sobre el corazón y la otra tapándose los ojos, en actitud a la vez devota y viril: escuchan rezar a la niña. El silencio que envuelve la escena es tal que al sabio le recuerda una tarde tranquila y dorada, a orillas del Nilo, en la que —al igual que se eleva la oración de la niña— se elevaba una columna de humo azulado, recta hacia el cielo purísimo.
Sin duda, las oraciones tocan a su fin. Ahora la niña, dejando las fórmulas aprendidas, reza improvisando, según lo que le dicta el corazón; reza por los huerfanitos, por los enfermos y por los pobres, por su hermana Genoveva, por su tía Verónica, por su papá, para que se cure pronto el ojo de su querida mamá… Mientras tanto, a Anthime se le encoge el corazón. Se asoma a la puerta y, desde el extremo opuesto de la habitación, se le oye decir muy fuerte y con un tono que quisiera ser irónico:
—Y para el tío Anthime, ¿no le pides nada a Dios?
La niña entonces, con una voz extraordinariamente firme, prosigue, ante el asombro de todos:
—Y también te pido, Señor, por los pecados de tío Anthime.
Aquellas palabras dan de lleno en el corazón del ateo.
6
Aquella noche tuvo Anthime un sueño. Llamaban a la puertecita de su habitación; no a la puerta del pasillo, ni a la que comunicaba con la habitación de al lado, llamaban a otra puerta, una puerta en la que no se había fijado estando despierto y que daba directamente a la calle. Por eso sintió miedo y al principio, por toda respuesta, se quedó inmóvil. Una leve claridad le permitía distinguir los menudos objetos de su habitación; una claridad suave y extraña, como la de una lamparilla de noche; sin embargo, no había ninguna luz encendida. Intentaba explicarse de dónde provenía aquella luz, cuando llamaron por segunda vez.
—¿Qué hay? —exclamó con voz temblorosa.
A la tercera vez se sintió invadido por una extraordinaria dejadez, una dejadez tal que todo su sentimiento de miedo se disipó (más tarde la llamaría una resignada ternura). De pronto sintió que estaba sin resistencia y, a la vez, que la puerta iba a ceder. Se abrió sin ruido y durante un instante sólo vio un hueco oscuro, pero en él, como si de una hornacina se tratara, apareció luego la Santísima Virgen. Era una figura baja y blanca, que al principio tomó por su sobrinita Julia, tal y como acababa de verla, con los pies descalzos saliendo un poco por debajo del camisón; pero un instante después reconoció a Aquélla a quien había ofendido (quiero decir que presentaba el aspecto de la imagen de la esquina); y hasta distinguió la herida del antebrazo derecho; sin embargo, el enérgico rostro era más bello, más sonriente todavía que de costumbre. Sin verla andar exactamente, avanzó hacia él como deslizándose, y al llegar junto a su cabecera le dijo:
—¿Acaso crees, tú que me has herido, que necesito mi mano para curarte? —y mientras tanto, levantaba hacia él su manga vacía.
Ahora le parecía que aquella extraña claridad emanaba de ella. Pero, cuando la varilla de metal se hundió de repente en su costado, sintió que un dolor agudo lo traspasaba y se despertó en la oscuridad.
Anthime tardó quizás un cuarto de hora en volver en sí. Sentía en todo el cuerpo una especie de entumecimiento extraño, de atontamiento; después, un hormigueo casi agradable, de tal manera que llegó a dudar si había sentido verdaderamente aquel dolor agudo en el costado; no comprendía bien dónde empezaba y dónde acababa su sueño, ni si ahora estaba despierto, ni si antes había estado soñando. Se palpó, se pellizcó, se examinó, sacó un brazo de la cama y finalmente encendió una cerilla. A su lado dormía Verónica de cara a la pared.
Entonces, incorporándose y apartando las sábanas y las mantas, dejó caer las piernas hasta tocar las zapatillas con las puntas de los pies descalzos. Allí estaba la muleta, apoyada en la mesilla de noche; sin cogerla, se incorporó, apoyando las manos en el borde de la cama; luego metió los pies en el cuero; se alzó del todo sobre sus piernas; después, inseguro aún, con un brazo extendido hacia delante y otro hacia atrás, dio un paso, dos pasos junto a la cama, tres pasos, y luego, atravesando la habitación… ¡Virgen Santísima! ¿Estaría…? Sin hacer ruido, se puso los pantalones, el chaleco, la chaqueta… ¡Detente, oh insensata pluma mía! Cuando ya palpitan las alas de un alma que se libera, ¿qué importa la torpe agitación de un cuerpo paralítico que sana?
Cuando un cuarto de hora después se despertó Verónica, advertida por no sé qué presentimiento, se inquietó, primero, al no sentir a Anthime junto a ella; aún se puso más inquieta cuando, al encender una cerilla, vio a la cabecera de la cama la muleta, compañera forzosa del enfermo. La cerilla acabó de consumirse entre sus dedos, pues Anthime, al salir, se había llevado la vela; Verónica, a tientas, se vistió someramente y luego, saliendo a su vez de la habitación, se dirigió hacia el hilo de la luz que pasaba por debajo de la puerta de la buhardilla.
—Anthime, ¿estás ahí?
Silencio. No obstante, prestando atención, Verónica percibió un rumor extraño. Angustiada, empujó entonces la puerta; lo que vio, la dejó clavada en el umbral.
Su Anthime estaba allí, frente a ella; no estaba ni sentado, ni de pie; su cabeza a la altura de la mesa, recibía de lleno la luz de la vela colocada en el borde. Anthime, el sabio, el ateo, aquel que durante años y años jamás había doblado sus rodillas maltrechas ni su voluntad insumisa (pues es de notar hasta qué punto el espíritu y el cuerpo corrían parejos en él); Anthime estaba arrodillado.
Estaba de rodillas Anthime; sostenía con ambas manos un pedacito de escayola: lo bañaba en lágrimas, lo cubría de frenéticos besos. No se inmutó al principio y Verónica —sobrecogida ante aquel misterio, sin atreverse a retroceder ni a entrar— pensaba ya arrodillarse también en el umbral, frente a su marido, cuando éste, levantándose sin esfuerzo, ¡oh, milagro!, se dirigió hacia ella con pasos seguros, la tomó entre sus brazos, la apretó contra su corazón y, con el rostro inclinado hacia ella, le dijo:
—De ahora en adelante, querida mía, rezarás siempre conmigo.
7
La conversión del francmasón no podía quedar en secreto mucho tiempo. Julius de Baraglioul no esperó ni un día tan sólo para comunicársela al cardenal André, que la divulgó entre el partido conservador y el alto clero francés, mientras que Verónica se la anunciaba al padre Anselmo, de tal manera que la noticia pronto llegó a oídos del Vaticano.
No cabía duda de que Armand-Dubois había sido objeto de un favor insigne. Acaso fuera imprudente afirmar que la Virgen se le hubiera aparecido realmente; pero, aun cuando sólo la hubiera visto en sueños, ahí estaba, en cambio, su curación, innegable, demostrable, milagrosa con toda seguridad.
Ahora bien, si a Anthime le bastaba tal vez con estar curado, para la Iglesia no era ello suficiente: exigió una abjuración expresa y se propuso rodearla de singular esplendor.
—¡Cómo! —le decía algunos días después el padre Anselmo—. Mientras andaba descarriado ha propagado usted por todos los medios la herejía, ¿y ahora querría escapar a las altísimas enseñanzas que el cielo exige de usted? ¡A cuántas almas no habrán desviado de la luz los falsos resplandores de su vana ciencia! Hoy le toca atraerlas a Dios ¿y vacila en hacerlo? ¿Qué digo «le toca»? Es su estricto deber; y no cometeré la injuria de suponer que no se da usted cuenta.
No, Anthime no trataba de esquivar aquel deber; sin embargo, no dejaba de temer sus consecuencias. Los grandes intereses que tenía en Egipto estaban —como dijimos— en manos de los masones. ¿Qué podía hacer sin ayuda de la Logia? ¿Y cómo esperar que continuase apoyando a quien precisamente renegaba de ella? Como había esperado de la Logia toda su fortuna, se veía ahora completamente arruinado.
Se lo confió al padre Anselmo. Éste, que no conocía la alta graduación de Anthime, se llenó de alegría, pensando que su abjuración sería tanto más notoria por ello. Dos días después, la alta graduación de Anthime ya no era ningún secreto para los lectores del Osservatore ni de la Santa Croce.
—Me van ustedes a perder —decía Anthime.
—¡No, hijo mío! ¡Al contrario! —respondía el padre Anselmo—. Le traemos la salvación. Por lo que a las necesidades materiales se refiere, no se preocupe: la Iglesia proveerá. He hablado detenidamente de su caso con el cardenal Pazzi, que ha de informar a Rampolla; en fin, me atreveré a decirle que su abjuración ya no es ignorada por nuestro Santo Padre. La Iglesia sabrá reconocer lo que usted sacrifica por ella y no permitirá que usted quede frustrado. Por lo demás, ¿no cree usted que exagera la eficacia —sonreía— de los masones al respecto? ¡Y no es que yo no sepa que hay que contar con ellos demasiado a menudo! En fin, ¿ha calculado usted cuánto teme perder por su hostilidad? Díganos la cantidad aproximadamente y… —levantó el índice de la mano izquierda a la altura de la nariz con maliciosa benignidad— y no tema nada.
Diez días después de las fiestas del jubileo, se llevó a cabo en el Gesù la abjuración de Anthime, rodeada de una pompa excesiva. No necesito contar aquella ceremonia, que recogieron todos los periódicos italianos de la época. El padre T., socius del general de los jesuitas, pronunció en aquella ocasión uno de sus más notables sermones. Seguramente, el alma del francmasón estaba atormentada hasta la locura y el mismo exceso de su odio fue un presagio de amor. El orador sagrado recordaba a Saulo de Tarsia, descubría entre el ademán iconoclasta de Anthime y la lapidación de San Esteban sorprendentes analogías. Y mientras la elocuencia del reverendo padre se hinchaba y rugía a través de la nave como ruge el espeso oleaje de las mareas dentro de una sonora gruta, Anthime pensaba en la débil voz de su sobrina y, en el fondo de su corazón, agradecía a la niña que hubiera atraído sobre los pecados del tío incrédulo la atención misericordiosa de Aquélla a quien sólo quería servir en adelante.
A partir de aquel día, lleno de más altas preocupaciones, apenas se dio cuenta Anthime del revuelo que se formaba en torno a su nombre. Julius de Baraglioul se cuidaba de sufrir por él y no abría ni un periódico sin que le palpitase el corazón. Al primer entusiasmo de las páginas ortodoxas contestaba ahora el clamor de los órganos liberales: al importante artículo del Osservatore, «Una nueva victoria de la Iglesia», se oponía la diatriba de Tempo Felice, «Un imbécil más». Finalmente, en la Depêche de Toulouse, la crónica que Anthime había enviado la antevíspera de su curación, apareció precedida de una nota burlona; Julius contestó en nombre de su cuñado con una carta, a la vez digna y seca, para advertir a la Depêche que en lo sucesivo no contase al «convertido» entre sus colaboradores. La Zukunft tomó la delantera y despidió cortésmente a Anthime. Éste aceptaba los golpes con el rostro sereno que da un alma verdaderamente devota.
—Afortunadamente, el Correspondant va a abrirte sus puertas; yo respondo de ello —decía Julius con voz sibilante.
—Pero, amigo mío, ¿qué quieres que escriba en él? —objetaba Anthime con benevolencia—. Nada de lo que me preocupaba ayer me interesa hoy.
Luego vino el silencio. Julius tuvo que volver a París.
Mientras tanto, Anthime, impulsado por el padre Anselmo, se marchó dócilmente de Roma. Su ruina material había llegado rápidamente, en cuanto las Logias le privaron de su apoyo; y las visitas que le aconsejaba hacer Verónica, confiada en el apoyo de la Iglesia, no habían conseguido sino cansar e indisponer al fin al alto clero. Amistosamente le aconsejaron que se fuese a Milán, a esperar la recompensa anteriormente prometida y los relieves de un favor celestial esparcido a los cuatro vientos.