LIBRO CUARTO
EL CIEMPIÉS

Y sólo puedo aprobar a los que buscan gimiendo.

PASCAL, 3421

1

Amadeo Fleurissoire había salido de Pau con quinientos francos en el bolsillo, cosa que, desde luego, había de bastar para el viaje, aun contando con los gastos imprevistos que le ocasionara la malignidad de la Logia. Además, si aquella cantidad no bastaba, si se veía obligado a prolongar más su estancia, acudiría a Blafaphas, que tenía a su disposición una pequeña reserva.

Como nadie debía saber en Pau adonde iba, sólo había sacado billete hasta Marsella. De Marsella a Roma, el billete de tercera no costaba más que treinta y ocho francos con cuarenta y le dejaba la posibilidad de pararse en el camino. Pensaba aprovecharlo para satisfacer no su curiosidad por conocer lugares desconocidos (nunca había sido en él muy viva tal curiosidad), sino su necesidad de sueño, que era extraordinariamente exigente. Es decir, temía el insomnio por encima de todo. Y, como era importante para la Iglesia que llegara a Roma bien descansado, no vacilaría en retrasarse dos días, en hacer algunos gastos suplementarios de hotel… ¿Qué significaba eso al lado de una noche en tren, una noche en blanco, sin duda, y malsana, en especial a causa de las exhalaciones de los otros viajeros? Y si a alguno, deseoso de renovar el aire, se le ocurría abrir una ventanilla, ya tenía el catarro asegurado… Dormiría, pues, la primera noche en Marsella, la segunda en Génova, en alguno de esos hoteles no fastuosos, pero confortables, que pueden encontrarse fácilmente junto a las estaciones, y llegaría a Roma dos días después, por la tarde.

Por lo demás, le gustaba aquel viaje y poder viajar solo, por fin. Hasta entonces, a sus cuarenta y siete años, siempre había vivido bajo tutela, escoltado en todas partes por su mujer o por su amigo Blafaphas. Arrellanado en su rincón del compartimiento, ponía una sonrisita de cabra, asomando los dientes y deseando que la aventura le fuera leve. Todo resultó bien hasta llegar a Marsella.

El segundo día confundió la salida. Totalmente enfrascado en la lectura del Baedeker de Italia central que acababa de comprar, se equivocó de tren y se fue derecho hacia Lyon, se dio cuenta en Arles cuando ya el tren reemprendía la marcha y tuvo que seguir hasta Tarascón. Le tocó desandar lo andado. Tomó luego un tren vespertino que lo llevó hasta Toulón, pues prefería no tener que dormir otra noche en Marsella, donde le habían molestado las chinches.

Sin embargo, la habitación, que daba a la Canebière, no tenía mal aspecto, ni tampoco la cama, la verdad. Se había acostado confiadamente después de doblar su ropa, hacer sus cuentas y sus oraciones. Se caía de sueño y se durmió en seguida.

Las chinches tienen unas costumbres muy especiales: esperan a que uno apague la vela y, ya a oscuras, se lanzan. No se dirigen al buen tuntún, van derechas al cuello, su parte predilecta; a veces se encaminan a las muñecas; algunas, pocas, prefieren los tobillos. No sabe uno muy bien por qué inyectan bajo la piel del que duerme un sutil aceite urticante cuya virulencia se exaspera a la menor fricción…

La comezón que despertó a Fleurissoire era tan grande que encendió la vela y corrió al espejo para contemplar, bajo el maxilar inferior, una confusa inflamación sembrada de imperceptibles puntitos blancos; pero la vela alumbraba poco, el espejo era sucio de puro desazogado, su mirada velada por el sueño… Se volvió a acostar, sin parar de rascarse; apagó de nuevo; a los cinco minutos volvió a encender, pues el picor se hacía intolerable; se precipitó al lavabo, mojó el pañuelo en el aguamanil y lo aplicó sobre la zona inflamada que, cada vez más extensa, llegaba ya hasta la clavícula; Amadeo creyó que iba a caer enfermo y rezó; después volvió a apagar. El alivio producido por el frescor de la compresa fue de corta duración, como para permitir que el paciente volviera a dormirse. Ahora, a la atrocidad de la urticaria se unía la molestia del cuello empapado del camisón que él seguía empapando con sus lágrimas. Y de repente se sobresaltó horrorizado: ¡chinches! ¡Eran chinches!… Se sorprendió de no haberlo pensado antes, pero no conocía al insecto más que de nombre, y ¿cómo hubiera podido relacionar el efecto de una picadura precisa con aquella quemadura indefinida? Saltó de la cama; por tercera vez volvió a encender la vela.

Como teórico y nervioso que era, tenía, igual que mucha gente, ideas falsas sobre las chinches, y, helado de asco, empezó a buscárselas por encima. No vio ni una. Pensó que se había equivocado; pero, antes de volverse a acostar, tuvo la ocurrencia de levantar la almohada. Entonces distinguió tres minúsculas pastillas negruzcas que se escondieron con presteza en un repliegue de la sábana. ¡Ellas eran!

Dejando la vela encima de la cama, las acorraló, deshizo el pliegue y sorprendió a cinco que no se atrevió a aplastar con la uña por asco. Las arrojó al orinal y orinó encima. Durante unos instantes las estuvo viendo debatirse, contento, feroz y con ello se sintió más aliviado. Se volvió a acostar, respiró.

Casi en seguida volvieron a empezar los picores; ahora, en la nuca. Exasperado, encendió, se levantó y esta vez se quitó el camisón para poder examinar concienzudamente el cuello. Por fin, vio correr, al ras de la costura, unos puntitos de color rojo y los aplastó contra la tela, donde dejaron una marca de sangre. Aquellos asquerosos bichos, tan pequeños… Casi no podía creer que fueran chinches; pero poco después, al levantar otra vez la almohada, descubrió una enorme: la madre, seguramente. Entonces, animado, excitado, casi divertido, quitó la almohada, deshizo la cama y empezó a registrar metódicamente. Ahora le parecía verlas por todas partes, pero en total sólo cogió cuatro. Volvió a acostarse y pudo gozar de una hora de calma.

Más tarde empezó otra vez la desazón. Emprendió la caza una vez más. Al fin, harto, dejó que le picasen y se dio cuenta de que, al fin y al cabo, si no se tocaba, la comezón se calmaba bastante pronto. Al amanecer, las últimas, saciadas ya, lo dejaron en paz. Dormía con un sueño profundo cuando el botones vino a despertarlo para el tren.

En Toulón, fueron las pulgas. Seguramente las había cogido en el vagón. Estuvo toda la noche rascándose, dando vueltas y más vueltas sin dormir. Notaba cómo le corrían por las piernas, le hacían cosquillas, le ponían febril. Como tenía una piel delicada, sus picotazos le producían exuberantes ronchas que irritaba al rascarse a más y mejor. Varias veces encendió la vela; se levantaba, se quitaba el camisón, se lo volvía a poner, sin haber podido matar ni una: se le escapaban, e incluso si lograba atraparlas, cuando ya las creía muertas, aplastadas entre sus dedos, se volvían a hinchar al instante y se escapaban sanas y salvas, saltando como antes. Hasta llegaba a echar de menos a las chinches. Estaba rabioso y, con el nerviosismo que le producía aquella caza inútil, acabó por perder el sueño.

Y al día siguiente, las ronchas que le habían salido por la noche le siguieron picando, mientras que otros cosquilleos le advertían que aún tenía compañía. El excesivo calor aumentaba considerablemente su malestar. El vagón estaba repleto de obreros que bebían, fumaban, escupían, eructaban y comían un embutido de olor tan fuerte que más de una vez Fleurissoire estuvo a punto de vomitar. No se atrevió, con todo, a dejar aquel compartimento hasta llegar a la frontera, por temor a que los obreros, al ver que se trasladaba a otro, supusieran que le estaban molestando. En el compartimiento adonde fue después, una voluminosa nodriza le cambiaba los pañales a un crío. Intentó dormirse a pesar de todo, pero le molestaba el sombrero. Era uno de esos sombreros aplastados, de paja blanca y cinta negra, que se llaman canotiers. Cuando Fleurissoire lo dejaba en su posición normal, el ala rígida le impedía reclinar la cabeza en el respaldo; si, para apoyarse, levantaba un poco el sombrero, el respaldo lo precipitaba hacia adelante; cuando, al contrario, echaba hacia atrás el sombrero, el ala quedaba presa entre la pared y su nuca y el sombrero se levantaba sobre su frente como una válvula. Terminó por quitárselo sin más y por cubrirse la cabeza con la bufanda que, para resguardarse de la luz, dejaba caída sobre sus ojos. Menos mal que había tomado sus precauciones para la noche siguiente: había comprado en Toulón, por la mañana, una caja de polvos insecticidas y además, aunque tuviera que pagar mucho —pensaba— no vacilaría en ir aquella noche a uno de los mejores hoteles; porque si pasaba otra noche sin dormir, ¿en qué estado de miseria fisiológica llegaría a Roma?, a la merced de cualquier francmasón.

Delante de la estación de Génova estacionaban los autobuses de los principales hoteles. Se fue derecho hacia uno de los más lujosos, sin dejarse intimidar por la actitud despectiva del lacayo que cogió su lamentable maleta; pero Amadeo no quería separarse de ella; se negó a dejar que la pusieran en la baca y exigió que la tuvieran allí, a su lado, en el asiento. Más tranquilo se sintió en el vestíbulo del hotel, al ver que el portero hablaba francés. Entonces se lanzó y, no contentándose con pedir una «habitación muy buena», preguntó los precios de las que le enseñaban, decidido a no encontrar nada que le gustase por menos de doce francos.

La habitación de diecisiete francos, que escogió después de haber visto varias, era amplia, limpia, elegante sin exceso; la cama invadía la habitación, una cama de cobre, reluciente, sin habitantes con toda seguridad, en la que el pelitre hubiera sido una ofensa. En una especie de armario enorme se ocultaba el lavabo. Dos amplias ventanas daban a un jardín; Amadeo, asomándose a la noche contemplaba despaciosamente confusos y sombríos follajes, dejando que el aire tibio calmase lentamente su agitación y le infundiera el sueño. Sobre la cama caía un velo de tul como una bruma, cubriendo tres de sus lados; unos cordoncitos parecidos al rizo de una vela lo alzaban por delante en una graciosa curva. Fleurissoire reconoció lo que llaman «mosquitero», cosa que él nunca se había dignado usar.

Después de lavarse, se tendió deliciosamente entre las frescas sábanas. Dejaba abierta la ventana, no del todo, desde luego, por temor al catarro y a la oftalmía, pero con una de las contraventanas entornada de forma que no le llegasen directamente los efluvios. Hizo sus cuentas y sus oraciones y después apagó. (Era luz eléctrica y se apagaba girando la clavija de un interruptor de corriente).

Ya iba a dormirse Fleurissoire cuando un débil canturreo vino a recordarle una precaución que no había tomado, la de no abrir la ventana hasta no haber apagado, ya que la luz atrae a los mosquitos. También recordó haber leído en alguna parte los agradecidos que debemos estar a Dios por haber dotado al volátil insecto de una musiquilla peculiar, destinada a advertir al durmiente en el instante en que le van a picar. Después dejó caer a su alrededor la muselina infranqueable. «¡Cuánto mejor es esto, al fin y al cabo —pensaba cuando le iba ganando el sueño— que esos cucuruchos rellenos de hierba seca que, con el extraño nombre de fidibus, vende el bueno de Blafaphas! Se encienden en un platito metálico y se consumen desprendiendo humo narcótico en abundancia, pero antes que atontar a los mosquitos, dejan medio asfixiada a la persona que duerme. ¡Fidibus! ¡Vaya nombrecito! Fidibus…». Ya se estaba quedando dormido. De repente, en el ala izquierda de la nariz, un vivo picotazo. Se llevó la mano allí y, mientras se palpaba suavemente el punzante habón, … picotazo en la muñeca. Después, junto a su oreja, un zumbido socarrón… ¡Horror! ¡Había encerrado dentro al enemigo! Alcanzó el interruptor y dio la luz.

¡Sí! Allí estaba el mosquito, en lo alto del mosquitero. Aunque era un poco présbita, Amadeo lo distinguía muy bien, absurdamente delgado, plantado sobre dos pares de patas y alzando hacia atrás el último par, largo y como rizado. ¡Insolente! Amadeo se puso de pies sobre la cama. Pero ¿cómo aplastar al insecto contra una tela huidiza, vaporosa…? ¡No importa! Le dio con la palma de la mano, tan fuerte, tan rápido que creyó haber roto el mosquitero. Seguro que había caído el mosquito. Buscó el cadáver. No vio nada. Pero sintió un nuevo picotazo en la corva.

Entonces, para proteger al menos la mayor parte posible de su cuerpo, se metió en la cama y permaneció quizás un cuarto de hora atontado, sin atreverse ni a apagar. Después, tranquilizado al fin por no ver ni oír a ningún otro enemigo, apagó. Y al punto la música volvió a empezar.

Entonces sacó un brazo manteniendo la mano cerca de la cara y, de vez en cuando, cuando creía sentir alguno, plantado en la frente o en la mejilla, se daba una enorme bofetada. Pero inmediatamente oía cantar al insecto de nuevo.

En vista de esto, se le ocurrió taparse la cabeza con la bufanda, cosa que mermó considerablemente su voluptuosidad respiratoria y no impidió que le picaran en la barbilla.

El mosquito entonces, saciado sin duda, se quedó quieto. Se había quitado el pañuelo y dormía con un sueño agitado. Se rascaba dormido. A la mañana siguiente, su nariz, que normalmente era aquilina, parecía una nariz de borracho. La roncha de la corva proliferaba como un forúnculo y la de la barbilla presentaba un aspecto volcánico. Lo confió a la solicitud del barbero cuando antes de salir de Génova fue a afeitarse para llegar decente a Roma.

2

Ya en Roma, permanecía delante de la estación sin saber qué hacer, con la maleta en la mano, tan cansado, tan desorientado, tan perplejo que no se decidía por nada ni sentía fuerzas más que para rechazar las proposiciones de los porteros de hoteles, cuando Fleurissoire tuvo la suerte de encontrar un facchino que hablaba francés. Baptistin era un muchacho nacido en Marsella, de mirada viva, que, al reconocer en Fleurissoire a un compatriota, se ofreció a guiarlo y a llevarle la maleta.

Fleurissoire, durante el viaje se había empollado el Baedeker. Una especie de instinto, de presentimiento, de advertencia interior desvió en seguida del Vaticano su piadoso celo para concentrarlo en el Castillo Sant’Angelo, el antiguo Mausoleo de Adriano, la célebre prisión que en sus secretas mazmorras albergó antaño a tantos prisioneros ilustres y que, al parecer, está unida al Vaticano por un pasadizo subterráneo.

Contemplaba el plano. «Aquí es donde hay que encontrar alojamiento», había decidido, poniendo el dedo índice sobre la ribera de Tordinona, frente al Castillo Sant’Angelo. Y, por una coincidencia providencial, allí era donde Baptistin pensaba llevarlo; no exactamente en la misma orilla del río que, para ser exactos, no es más que un malecón, pero muy cerca: en la via dei Vecchierelli —es decir, «de los viejecitos»—, la tercera calle a partir del puente Umberto que va a parar al pretil. Conocía una casa tranquila (desde las ventanas del tercero se puede ver el Mausoleo), donde unas señoras atentísimas hablan todas las lenguas, y una de ellas en particular, francés.

—Si el señor está cansado, podemos tomar un coche: está lejos… Sí, el aire está más fresco esta tarde; ha llovido. Andar un poco, después de un largo viaje, sienta bien… No, la maleta no pesa demasiado; la puedo llevar muy bien hasta allí… ¡Es la primera vez que viene a Roma! ¿No vendrá usted de Toulouse?… No. ¿De Pau? Ya hubiera podido reconocer el acento.

Así iban hablando mientras andaban. Tomaron por la via del Viminal; después, por la via Agostino Depretis, que une el Viminal con el Pincio; luego, por la via Nazionale llegaron al Corso y lo cruzaron; a partir de allí siguieron por un laberinto de callejuelas sin nombre. La maleta no pesaba mucho y el facchino podía permitirse un paso rápido que Fleurissoire seguía a duras penas. Iba detrás de Baptistin trotando, muerto de cansancio y deshecho de calor.

—Ya estamos —dijo al fin Baptistin cuando ya el otro iba a pedir clemencia.

La calle, o más bien, la callejuela de los Vecchierelli, era estrecha y tenebrosa, tanto que Fleurissoire vacilaba en meterse en ella. Pero Baptistin ya había entrado en la segunda casa a mano derecha, cuya puerta se abría a pocos metros de la esquina que daba a la orilla del río. En aquel mismo instante, Fleurissoire vio salir de allí a un bersagliere; el elegante uniforme, en el que ya se había fijado al pasar la frontera, lo tranquilizó: tenía confianza en el ejército. Dio varios pasos hacia delante. En el umbral apareció una señora —la patrona de la pensión, seguramente— que le sonrió afable. Llevaba un delantal negro de raso, pulseras y una cinta de tafetán cerúleo alrededor del cuello. Su pelo, de un negro de azabache, formaba un edificio en lo alto de la cabeza y estaba sujeto con una enorme peineta de concha.

—Han subido tu maleta al tercero —le dijo a Amadeo, que en el tuteo creyó ver una costumbre italiana o un conocimiento insuficiente del francés.

Grazia! —respondió sonriendo a su vez. Grazia, era la única palabra italiana que sabía y le parecía más correcto ponerla en femenino al dirigirse a una señora.

Subió, parándose en cada descansillo para recobrar el aliento y los ánimos, porque estaba rendido y la sórdida escalera se empeñaba en desesperarlo. Había un descansillo cada diez escalones, la escalera vacilaba, se torcía, seguía tres veces antes de llegar a otro piso. Del techo del primer descansillo, frente a la puerta de entrada, colgaba la jaula de un canario. En el segundo descansillo, un gato sarnoso había arrastrado un poco de merluza y se preparaba a tragársela. En el tercer descansillo se encontraba el retrete, cuya puerta abierta de par en par dejaba ver, al lado de la taza, un jarro alto de barro amarillo, de cuya boca salía el mango de una escobilla. En aquel descansillo no se paró Amadeo.

En el primer piso, un quinqué de gasolina echaba humo, junto a una ancha puerta acristalada, en la que estaba escrita la palabra Salone con letras deslucidas; pero la habitación era oscura y, a través del cristal, Amadeo distinguía apenas, en la pared de enfrente, un espejo de marco dorado.

Estaba llegando al séptimo descansillo, cuando otro militar, un artillero esta vez, salió de una de las habitaciones del segundo piso, tropezó con él por bajar muy de prisa y siguió farfullando entre risas una disculpa en italiano después de restablecer su equilibrio. Y es que Fleurissoire parecía estar ebrio y, de tan cansado, apenas se tenía de pie. Si el primer uniforme lo había tranquilizado, el segundo más bien le inquietó.

—Estos militares van a hacer mucho ruido —pensaba—. Menos mal que mi habitación está en el tercero; prefiero tenerlos debajo.

Apenas había pasado del segundo piso, cuando una mujer con la bata desabrochada y el pelo en desorden salió del fondo del pasillo llamándole.

—Me confundirá con otro —se dijo, y se apresuró a subir desviando la mirada para que no se sintiera molesta de que la sorprendieran tan poco vestida.

Llegó al tercer piso sin aliento y allí encontró a Baptistin hablando en italiano con una mujer de edad indefinida, que le recordó extraordinariamente, aunque menos gruesa, a la cocinera de los Blafaphas.

—Su maleta está en el número dieciséis, la tercera puerta. Tenga cuidado al pasar, con el cubo que está en el pasillo.

—Lo he puesto fuera porque se salía —explicó la mujer en francés.

La puerta del dieciséis estaba abierta; encima de la mesa había una vela encendida que alumbraba la habitación y daba un poco de luz al pasillo, en cuyo piso, delante de la puerta del quince, y alrededor de un cubo metálico, brillaba un charco de agua que Fleurissoire evitó de una zancada. De él se desprendía un olor acre. Allí estaba la maleta, bien a la vista, encima de una silla. En cuanto se vio en la sofocante atmósfera de la habitación, Amadeo sintió que la cabeza le daba vueltas y, después de echar encima de la cama el paraguas, la manta y el sombrero, se dejó caer en un sillón. Tenía la frente sudorosa; creyó que iba a ponerse enfermo.

—Ésta es Madame Carola, la que habla francés —dijo Baptistin.

Los dos habían entrado en la habitación.

—Abran un poco la ventana —musitó Fleurissoire, incapaz de levantarse.

—¡Uy, qué acalorado está! —decía Madame Carola limpiándole el rostro lívido y sudoroso con un pañuelito perfumado, que se sacó de la pechera.

—Vamos a llevarlo cerca de la ventana.

Y levantando entre ambos el sillón en el que Amadeo, medio desvanecido, dejaba que lo bambolearan, lo pusieron de forma que pudiera respirar, en vez de los malos olores del pasillo, los variados hedores de la calle. Con todo, el frescor consiguió reanimarlo. Se metió la mano en el bolsillo y sacó el arrugado billete de cinco liras que había preparado para Baptistin.

—Muchas gracias. Déjeme ahora.

El facchino salió.

—No tenías que haberle dado tanto —dijo Carola.

Amadeo aceptaba el tuteo pensando que era costumbre italiana. Ahora ya no pensaba más que en acostarse, pero Carola no parecía dispuesta a marcharse, y entonces, dejándose llevar por su buena educación, se puso a charlar con ella.

—Habla usted francés tan bien como una francesa.

—No tiene nada de extraño: soy de París. ¿Y usted?

—Yo soy del Sur.

—Ya lo había adivinado. Al verle, me he dicho: este señor debe ser de provincias. ¿Es la primera vez que viene a Italia?

—La primera.

—¿Viene de negocios?

—Sí.

—Es preciosa Roma. Tiene muchas cosas que ver.

—Sí… Pero esta noche estoy un poco cansado —se atrevió a decir, y, como para disculparse, añadió:

—Llevo tres días viajando.

—Se hace muy largo venir hasta aquí.

—Y no he dormido en tres noches.

Al oír estas palabras, Madame Carola, con aquella súbita familiaridad italiana que aún seguía desconcertando a Fleurissoire, le pellizcó la barbilla, diciéndole:

—¡Pillín!

Aquel ademán llevó un poco de sangre al rostro de Amadeo que, deseoso de rechazar inmediatamente aquella desagradable insinuación, habló sin parar de pulgas, chinches y mosquitos.

—Aquí no encontrarás nada de eso. Ya ves qué limpio está todo.

—Sí, espero dormir bien.

Pero ella seguía sin marcharse. Amadeo se levantó penosamente del sillón y empezó a desabrocharse los primeros botones del chaleco, mientras se atrevía a decir:

—Creo que me voy a acostar.

Madame Carola notó que Fleurissoire estaba violento.

—Ya veo que quieres que te deje un poco solo —dijo con tacto.

En cuanto salió, Fleurissoire dio una vuelta a la llave de la puerta, sacó el camisón de la maleta y se metió en la cama.

Pero, al parecer, el pestillo no cerraba bien, porque aún no había apagado la vela cuando la cabeza de Carola volvió a aparecer por la puerta entreabierta, detrás de la cama, muy cerca de la cama, sonriente…

Una hora más tarde, cuando consiguió recuperarse, Carola estaba acostada junto a él, entre sus brazos, completamente desnuda.

Sacó de debajo de su cuerpo el brazo izquierdo, que se le había anquilosado y después se apartó. Estaba dormida. De la callejuela llegaba una luz tenue que llenaba la habitación y no se oía más ruido que el de la respiración acompasada de aquella mujer. Entonces, Amadeo Fleurissoire, que sentía en todo el cuerpo y hasta en el alma una languidez insólita, sacó sus delgadas piernas de entre las sábanas y, sentado en el borde de la cama, se echó a llorar.

Igual que antes el sudor, las lágrimas lavaban ahora su rostro y se mezclaban con el polvo del vagón; brotaban sin ruido, sin descanso, poquito a poco, del fondo de su corazón como una fuente escondida. Pensaba en Árnica, en Blafaphas. ¡Ay! ¡Si pudieran verlo! Después de esto, jamás se atrevería a presentarse ante ellos… Y además pensaba en su augusta misión, comprometida desde ahora.

Gemía a media voz:

—¡Se acabó! Ya no soy digno… ¡Ay! ¡Se acabó! ¡Ya se acabó todo!

El extraño acento de sus suspiros despertó entonces a Carola. Ahora, de rodillas a los pies de la cama, se daba golpecitos en su débil pecho, y Carola, estupefacta, le oía castañetear los dientes y repetir entre sollozos:

—¡Sálvese quién pueda! La Iglesia se derrumba…

Al fin, sin poder aguantarse más le preguntó:

—¿Pero qué te pasa, hombre? ¿Te estás volviendo loco?

Se volvió hacia ella:

—Por favor, Madame Carola, déjeme. Necesito estar solo. Ya la veré mañana por la mañana.

Y luego, como en realidad sólo se culpaba a sí mismo, la besó con dulzura en el hombro:

—¡Ay! No sabe usted lo grave que es lo que hemos hecho. No, no. No lo sabe. Nunca llegará a saberlo.

3

Con el pomposo nombre de Cruzada por la liberación del Papa, la estafa organizada extendía sus tenebrosas ramificaciones por diversas provincias francesas. Protos, el falso canónigo de Virmontal no era el único agente, ni la condesa de Saint-Prix la única víctima. Y todas las víctimas no eran tan complacientes, por más que todos los agentes hubieran dado pruebas de la misma habilidad. Incluso Protos, el antiguo amigo de Lafcadio, después de cada operación, tenía que tomar grandes precauciones; vivía con un continuo recelo de que el clero de verdad llegara a enterarse del asunto, y para proteger su retaguardia derrochaba tanto ingenio como para llevar el asunto adelante. Pero contaba con diversos secuaces, y muy admirables, además; de un extremo a otro de la banda (que tenía por nombre El ciempiés) reinaba una unión y una disciplina maravillosas.

Aquella misma noche Baptistin le había puesto al corriente de la llegada del extranjero y, bastante alarmado al enterarse de que éste venía de Pau, Protos se presentó al día siguiente en casa de Carola a las siete de la mañana. Carola estaba todavía acostada.

La información que sacó de ella, el confuso relato que le hizo de lo que había pasado por la noche, las angustias del «peregrino» (así motejaba ella a Amadeo), sus lamentos y sus lágrimas no le dejaban lugar a duda. Desde luego, la predicción de Pau daba frutos, pero no precisamente la clase de frutos que Protos podía desear; había que tener los ojos abiertos para vigilar a aquel ingenuo cruzado que con sus torpezas bien podía descubrir el pastel…

—¡Vamos! Déjame pasar —le dijo bruscamente a Carola.

Aquella frase podría parecer extraña, ya que Carola seguía acostada, pero ni lo extraño lograba detener a Protos. Puso una rodilla encima de la cama, pasó la otra por encima de la mujer y saltó con tanta habilidad que, empujando un poco la cama, se encontró de repente entre la cama y la pared. Seguramente, Carola estaba acostumbrada a aquel tejemaneje, porque se limitó a preguntar:

—¿Qué vas a hacer?

—Vestirme de cura —respondió Protos con la misma naturalidad.

—¿Vas a salir por ahí?

Protos dudó un instante y después dijo:

—Tienes razón. Es más natural.

Dicho esto, se agachó e hizo girar una puerta secreta disimulada en el revestimiento de la pared y tan baja que la cama la tapaba por completo. Cuando ya se metía por la puerta, Carola lo agarró por el hombro:

—Óyeme —le dijo con cierta gravedad—, a éste no quiero que le hagas daño.

—¿No te he dicho que voy a vestirme de cura?

En cuanto desapareció, Carola se levantó y empezó a vestirse.

No sé qué pensar de Carola Venitequa. Ese grito que acaba de lanzar me hace suponer que su corazón aún no está corrompido del todo. Así, a veces, en el mismo seno de la abyección, descúbrese de pronto una extraña delicadeza de sentimientos, al igual que crece una flor azul celeste en medio de un montón de estiércol. Carola, sumisa y abnegada en el fondo, necesitaba, como tantas otras mujeres, un director. Cuando Lafcadio la abandonó, se lanzó inmediatamente a la búsqueda de Protos, su primer amante, por desafío, por despecho, para vengarse. De nuevo había pasado malos ratos y Protos, en cuanto la encontró, volvió a convertirla en objeto suyo. Y es que a Protos le gustaba dominar.

Un hombre distinto de Protos hubiera podido levantar, rehabilitar a aquella mujer. Habría sido preciso, ante todo, quererlo así. Se diría que, por el contrario, Protos se empeñaba en envilecerla. Ya hemos visto el vergonzoso trabajo que aquel bandido le exigía. Parecía, bien es verdad, que aquella mujer se prestaba a ello sin oponer demasiada resistencia; pero, cuando un alma se rebela contra lo ignominioso de su suerte, es frecuente que sus primeros impulsos le pasen inadvertidos a ella misma; sólo con ayuda del amor se hace consciente la secreta repulsa. ¿Estaría Carola enamorándose de Amadeo? Sería temerario pretenderlo; pero, en contacto con aquella pureza, se había conmovido su corrupción; e indudablemente aquel grito que acabo de transcribir había brotado del corazón.

Volvió Protos. No se había cambiado de traje. Llevaba en la mano un paquete de ropa que puso encima de una silla.

—¿Qué hay? —dijo ella.

—Lo he pensado mejor. Antes pasaré por Correos y examinaré sus cartas. No me cambiaré hasta mediodía. Pásame tu espejo.

Se acercó a la ventana, e inclinándose sobre su imagen se puso unos bigotes castaños, apenas más claros que su pelo, cortados a ras del labio.

—Llama a Baptistin.

Carola acababa de arreglarse. Tiró de un cordón que estaba cerca de la puerta.

—Ya te he dicho que no quería verte con esos gemelos. Llamas la atención.

—Ya sabes quién me los regaló.

—Pues por eso.

—¿Pero es que tú te vas a poner celoso?

—¡Imbécil!

En aquel momento, Baptistin llamó a la puerta y entró.

—Toma. A ver si te ganas el ascenso —le dijo Protos, señalándole, encima de la silla, la chaqueta, el cuello duro y la corbata que había traído del otro lado de la pared—. Vas a acompañar a tu cliente por la ciudad. No te lo quitaré hasta esta tarde. De aquí a entonces, no lo pierdas de vista.

Amadeo fue a confesarse en San Luis de los Franceses, mejor que en San Pedro, cuya enormidad le resultaba aplastante. Lo guiaba Baptistin. Después lo llevó a Correos. Como era de esperar, El ciempiés contaba allí con algunos cómplices. Gracias a la tarjeta de visita pegada en la tapa de la maleta, Baptistin se había enterado del nombre de Fleurissoire, y se lo había dicho a Protos; éste, sin ninguna dificultad, consiguió que un empleado complaciente le entregara una carta de Árnica y sin ningún escrúpulo la leyó.

—¡Qué raro! —exclamó Fleurissoire cuando una hora después llegó a su vez a recoger la carta—. ¡Qué raro! Parece como si hubieran abierto el sobre.

—Eso aquí ocurre a menudo —dijo flemático Baptistin.

Afortunadamente, la prudente Árnica sólo aventuraba discretísimas alusiones. Por lo demás, la carta era muy breve: se limitaba a recomendarle, por consejo del padre Mure, que fuera a Nápoles a ver al cardenal San Felice S. B., «antes de hacer nada». No se podían pedir unos términos más vagos y, por lo tanto, menos comprometedores.

4

Ante el Mausoleo de Adriano, llamado Castillo Sant’Angelo, sintió Fleurissoire un amargo desengaño. La enorme masa del edificio se alzaba en medio de un patio interior, prohibido al público y en el que sólo podían entrar los viajeros provistos de tarjeta. Se especificaba incluso que deberían ir acompañados por un guardián…

Ciertamente, aquellas excesivas precauciones confirmaban las sospechas de Amadeo; pero también le permitían medir la extravagante dificultad de la empresa. Por la orilla del río, casi desierta aquel atardecer, a lo largo de la muralla que defendía el castillo, vagaba Fleurissoire habiéndose librado por fin de Baptistin. Delante del puente levadizo de la entrada pasaba y volvía a pasar con el ánimo sombrío y desalentado; se apartaba después hasta llegar a la orilla del Tíber y, por encima de aquella primera muralla, trataba de divisar algo más.

Hasta ahora no había reparado en un sacerdote (¡hay tantos en Roma!), sentado en un banco no lejos de allí, y que parecía enfrascado en su breviario pero que le observaba desde hacía largo rato. El digno eclesiástico llevaba un largo y abundante cabello plateado y su cutis joven y fresco, señal de una vida pura, contrastaba con aquel rasgo de la vejez. Hubiérase reconocido en él a un sacerdote sólo por la cara, y a un sacerdote francés por ese decoro indefinible que suele caracterizarlos. Iba Fleurissoire a pasar por tercera vez delante del banco, cuando el sacerdote se levantó bruscamente, se le acercó y, con una voz gimiente le dijo:

—¡Pero cómo! ¡No estoy solo! ¡Pero también usted le está buscando!

Y al decir esto, ocultó el rostro entre las manos y prorrumpió en sollozos, contenidos demasiado tiempo. Después, recuperándose de súbito, exclamó:

—¡Imprudente! ¡Imprudente! ¡Disimula tus lágrimas! ¡Ahoga tus suspiros! —y cogiendo del brazo a Amadeo siguió:

—No nos quedemos aquí, señor; nos están observando. Ya se habrán dado cuenta de la emoción que no he podido evitar.

Amadeo se puso a andar tras él, estupefacto.

—Pero, bueno —dijo cuando logró encontrar palabras—, ¿cómo ha podido usted adivinar por qué estoy aquí?

—Ojalá no permita el cielo que lo haya sorprendido nadie más. Pero su inquietud, las tristes miradas con que estaba inspeccionando estos lugares, ¿acaso podían escapársele a quien desde hace tres semanas viene aquí de día y de noche? ¡Ay, señor mío! En cuanto lo he visto, no sé qué presentimiento, qué advertencia del cielo me ha hecho reconocer como hermana de la mía su… ¡Cuidado, que alguien se acerca! Por el amor de Dios, finja usted una gran despreocupación.

Un verdulero llegaba por la ribera en dirección contraria. Al punto, como si continuara una frase, sin cambiar de tono pero con un ritmo más vivo, prosiguió:

—Y por eso los Virginias, tan apreciados por algunos fumadores, sólo han de encenderse con la llama de una vela, después de sacar de su interior esa fina paja destinada a mantener a lo largo del puro un estrecho conducto para que pase el humo. Un Virginia que no tira bien, hay que echarlo. Yo he visto a fumadores delicados encender, fíjese, hasta seis, antes de encontrar uno a su gusto…

Cuando ya había pasado el otro, comentó:

—¿Ha visto usted cómo nos miraba? Había que disimular a toda costa.

—¡Cómo! —exclamó estupefacto Fleurissoire—. ¿Pero es posible que ese vulgar verdulero sea también uno de esos de quienes debemos guardarnos?

—No podría afirmarlo, caballero, pero es de suponer. Los alrededores de este castillo están especialmente vigilados; hay agentes de una policía especial que rondan sin cesar por aquí. Para no despertar sospechas, se presentan de las formas más diversas. ¡Son tan hábiles esas gentes, tan hábiles! ¡Y nosotros tan crédulos, tan confiados por naturaleza! Si le dijera que por poco lo echo todo a perder por no desconfiar de un facchino vulgar y corriente al que, el día de mi llegada, le di a llevar mi modesto equipaje de la estación al lugar donde me alojé. Hablaba francés y aunque yo hablo italiano con soltura desde mi infancia… Usted también habrá experimentado, sin duda, esa emoción que yo no pude vencer al oír en tierra extranjera mi lengua materna… Pues bien, ese facchino

—¿Era uno de ellos?

—Lo era. He llegado a tener la casi absoluta certeza. Menos mal que hablé poquísimo.

—Me hace usted temblar —dijo Fleurissoire—. También yo, cuando llegué, o sea, ayer por la tarde, caí en manos de un guía al que confié mi maleta y que hablaba francés.

—¡Santo cielo! —exclamó el cura lleno de espanto—. ¿Acaso se llamaba Baptistin?

—¡Baptistin! ¡Él es! —gimió Amadeo sintiendo que le flaqueaban las piernas.

—¡Desdichado! ¿Qué le dijo usted?

El cura le apretaba el brazo.

—Nada, que recuerde.

—¡Piense, piense! ¡Recuerde usted, por el amor de Dios!…

—No, de veras —balbuceaba Amadeo aterrorizado— no creo haberle dicho nada.

—¿No habrá dejado traslucir algo?

—No, nada, de verdad, se lo aseguro. Pero hace usted muy bien en avisarme.

—¿A qué hotel lo llevó?

—No estoy en un hotel: he alquilado una habitación en una casa particular.

—Lo mismo da. En fin, ¿dónde se aloja usted?

—En una callejuela que no conocerá usted —farfulló Fleurissoire enormemente molesto—. No importa: no voy a seguir allí.

—Tenga cuidado; si se va demasiado pronto, dará a entender que desconfía usted.

—Sí, quizá. Tiene usted razón: más vale que no me marche en seguida.

—¡Pero cuánto le agradezco al cielo por haberle traído a Roma hoy! Un día más tarde y ya no le encuentro. Mañana, sin ir más lejos, tengo que ir a Nápoles para ver a un hombre, un santo, que en secreto hace mucho por este asunto.

—¿No será el cardenal San Felice? —preguntó Fleurissoire temblando de emoción.

El cura, estupefacto, dio dos pasos hacia atrás:

—¿Cómo lo sabe usted? —y después, acercándose, añadió—: ¿Pero, por qué me había de extrañar? Es el único en Nápoles que conoce el secreto que nos embarga.

—Y usted… ¿lo conoce bien?

—¿Si lo conozco? ¡Ay, señor mío! A él le debo yo… Pero poco importa. ¿Pensaba usted ir a verlo?

—Seguramente. Si es necesario.

—Es una bellísima persona… —con un brusco ademán se enjugó una lágrima—. Naturalmente, sabrá usted dónde puede encontrarlo.

—Cualquiera podrá informarme, supongo. En Nápoles, todos lo conocen.

—Desde luego. ¿Pero no tendrá usted la intención, por supuesto, de poner a todo Nápoles al corriente de su visita? Además, no es posible que le hayan informado a usted sobre su participación en… lo que sabemos, y quizá le hayan dado algún mensaje, sin haberle indicado al mismo tiempo la manera de presentarse a él.

—Discúlpeme —dijo temerosamente Fleurissoire, a quien Árnica no había transmitido ninguna indicación de tal índole.

—¡Cómo! ¿Pero tenía usted la intención de ir a verlo así, de sopetón? ¡Incluso al arzobispado, quizá! —el sacerdote se echó a reír—. ¡Y confiarse a él sin rodeos!

—Le confieso que…

—¿Pero no se da usted cuenta —replicó el otro con tono severo—, no se da usted cuenta de que se arriesgaba a que le encarcelaran a él también?

Demostraba estar tan contrariado que Fleurissoire no se atrevía a decir ni una palabra.

—¡Que una causa tan preciada se ponga en manos de tales imprudentes…! —murmuraba Protos, sacando del bolsillo la extremidad de un rosario, volviéndoselo a guardar y persignándose luego febrilmente; después, se volvió hacia su compañero:

—Pero vamos a ver, caballero, ¿quién le ha mandado meterse en este asunto? ¿Quién le ha dado instrucciones?

—Perdóneme, padre —dijo Fleurissoire confuso—. Nadie me ha dado instrucciones: soy una pobre alma llena de angustia que busca por su cuenta.

Aquellas humildes palabras parecieron desarmar al cura; tendió la mano a Fleurissoire.

—Le he hablado con dureza… ¡pero es que nos rodean tantos peligros!… —y después de una corta vacilación, siguió—: Mire, ¿quiere usted acompañarme mañana? Iremos juntos a ver a un amigo… —y elevó los ojos al cielo—. Sí, me atrevo a llamarle amigo —insistió con un tono firme—. Sentémonos un instante en este banco. Voy a escribir unas letras, que firmaremos los dos, para anunciarle nuestra visita. Si las echamos en Correos antes de las 6 (las 18, como dicen aquí), las recibirá mañana por la mañana y estará dispuesto a recibirnos a mediodía; seguramente, hasta podremos comer con él.

Se sentaron. Protos sacó un cuadernito del bolsillo y empezó a escribir en una hoja en blanco, ante la mirada extraviada de Amadeo:

Compadre…

Y disfrutando con el estupor del otro, sonrió con mucha calma:

—¿Qué? ¿Le habría escrito usted al cardenal en persona, si lo hubieran dejado?

Y con un tono más amistoso se dignó informar a Amadeo: una vez a la semana, el cardenal San Felice salía del arzobispado de incógnito, vestido como un sencillo sacerdote, se convertía en el padre Bardolotti, se dirigía a las laderas del Vomero y, en una modesta villa, se reunía con unos pocos amigos íntimos y recibía las cartas secretas que le dirigían con aquel nombre falso los iniciados. Pero ni siquiera con aquel vulgar disfraz se sentía a cubierto: no estaba muy seguro de que en correos no le abriesen las cartas y suplicaba que no se dijera nada significativo en ellas, que ni siquiera el tono de la carta descubriera a su eminencia ni dejara traslucir el más mínimo respeto.

Ahora que ya estaba en el ajo, Amadeo sonreía también.

Compadre… Vamos a ver: ¿qué le digo yo a este querido compadre? —bromeaba el sacerdote con la punta del lápiz en alto—. ¡Ya está! Te llevo a un tío gracioso. (¡Sí, sí! Déjeme: yo sé el tono que se requiere). Prepara una o dos botellas de Palermo y mañana iremos a soplárnoslas contigo. Nos vamos a divertir. Tome: firme usted también.

—Acaso valga más no poner mi verdadero nombre.

—En su caso no tiene importancia —replicó Protos que, junto al nombre de Amadeo Fleurissoire puso Cave[4].

—¡Ah! ¡Muy hábil!

—¿Qué? ¿Se extraña usted de que firme con ese nombre, que quiere decir «sótano»? No piensa usted más que en los del Vaticano. Sepa usted, mi querido señor Fleurissoire, que «Cave» es también una palabra latina que significa «¡Ten cuidado!».

El tono de aquellas palabras era tan elevado y tan extraño que el pobre Amadeo sintió un escalofrío por la espalda. Sólo duró un instante; el padre Cave recobró su tono afable y entregó a Fleurissoire el sobre en donde acababa de poner la dirección apócrifa del cardenal.

—¿Quiere usted llevarla a correos? Es más prudente; a los sacerdotes nos abren las cartas. Y ahora vamos a separarnos; que no nos vean más tiempo juntos. Quedamos en encontrarnos mañana por la mañana en el tren que sale para Nápoles a las siete treinta. En tercera, claro. Naturalmente, no iré vestido así, ¡ya se lo imagina! Me encontrará disfrazado de campesino calabrés. (Es por mi pelo: no me gustaría tener que cortármelo). ¡Adiós, adiós!

Se alejaba diciéndole adiós con la mano.

—¡Bendito sea el cielo, que me ha hecho encontrar a este digno sacerdote! —murmuraba a su regreso Fleurissoire—. ¿Qué hubiera hecho sin él?

Y Protos, al irse, iba murmurando:

—¡Ya te daremos a ti, cardenal!… ¡Pero es que hubiera sido capaz de ir a ver él solo al verdadero!

5

Como Fleurissoire se quejaba de un enorme cansancio, Carola lo dejó dormir aquella noche, a pesar del interés que sentía por él y de la ternura compasiva que la invadió en cuanto le confesó él su poca experiencia en amores. Y pudo dormir, por lo menos todo lo que le permitía el insoportable picor que le producía por todo el cuerpo la gran cantidad de picotazos, tanto de pulgas como de mosquitos.

—¡Haces mal en rascarte de esa manera! —le dijo ella a la mañana siguiente—. Te los irritas. ¡Uy, qué inflamado está éste! —y tocaba el grano de la barbilla. Después, cuando ya iba él a marcharse, le dijo—: Toma, quédate con esto en recuerdo mío —y puso en los puños de la camisa del peregrino aquellos absurdos gemelos que Protos detestaba ver en ella.

Amadeo prometió volver aquella misma noche o, todo lo más tarde, al día siguiente.

—Me juras que no le harás daño —repetía Carola un instante después a Protos, que salía disfrazado ya por la puerta secreta.

Llevaba retraso, porque había esperado para salir a que Fleurissoire se marchara, y tuvo que coger un coche para ir a la estación.

Con aquel nuevo aspecto, con su sayo, sus calzones pardos, sus sandalias atadas sobre unas medias azules, su cachimba, su sombrero rojizo del ala estrecha y plana, es forzoso reconocer que más bien parecía un perfecto bandolero de los Abruzzos que un cura. Fleurissoire, que iba y venía impaciente delante del tren, dudaba si era él o no cuando lo vio venir, con un dedo en los labios como San Pedro Mártir, pasar fingiendo no verlo y meterse en uno de los primeros vagones del tren. Pero al poco rato apareció en la portezuela y mirando hacia Amadeo, guiñando levemente un ojo, le hizo disimuladamente señas de acercarse y, cuando éste se disponía a subir, le susurró:

—Haga el favor de asegurarse de que no hay nadie ahí al lado.

Nadie. Y su comportamiento estaba en el extremo del vagón.

—Le seguía desde lejos, por la calle —continuó Protos—, pero no he querido acercarme por temor a que nos sorprendieran juntos.

—¿Cómo es posible que no le haya visto? —dijo Fleurissoire—. Me he vuelto varias veces, precisamente para asegurarme de que no me seguían. Lo que me dijo ayer me alarmó tanto que veo espías por todas partes.

—Desgraciadamente, se le nota demasiado. ¿Cree usted que es natural volverse cada veinte pasos?

—¿Cómo? ¿De verdad parecía yo?…

—Receloso. Por desgracia, ésa es la palabra: receloso. Es la actitud más comprometedora que cabe.

—¡Y con todo y con eso, ni siquiera he podido descubrir que usted me seguía!… En cambio, desde nuestra conversación, a todas las personas que encuentro por la calle les veo una apariencia sospechosa, no sé qué… Me inquieto si me miran, y los que no me miran, parece como si fingieran no verme. No me había dado cuenta hasta hoy de en qué pocos casos se explica la presencia de la gente en la calle. De doce personas, no hay ni cuatro cuya ocupación salte a la vista. ¡Ah! ¡Ya puede decir que me ha hecho reflexionar! Sabe usted, para un alma crédula por naturaleza como la mía, la desconfianza no es fácil, se requiere un aprendizaje…

—¡Bah! ¡Ya se acostumbrará! Y pronto, ya lo verá usted; al cabo de algún tiempo, llega a ser una costumbre. ¡Por desgracia, he tenido que adquirirla…! Lo importante es mantener un gesto alegre. ¡Ah! Para su conocimiento: cuando crea que le siguen, no se vuelva; deje caer simplemente al suelo el bastón o el paraguas, según el tiempo que haga, o el pañuelo, y mientras lo recoge, con la cabeza hacia abajo, mire entre las piernas hacia atrás con naturalidad. Le aconsejo que se ejercite. Pero, dígame, ¿cómo me encuentra con este traje? Me temo que aún se transparente que soy cura.

—Tranquilícese —dijo cándidamente Fleurissoire—; nadie que no sea yo, estoy seguro, reconocería quién es usted —después, observándolo con expresión afable y con la cabeza un poco inclinada, añadió—: Naturalmente, a través de su disfraz, y mirándolo bien, noto un no sé qué de eclesiástico, y por debajo de esa jovialidad en el tono de su voz, la angustia que a los dos nos atormenta. Pero ¡qué dominio de sí mismo ha de tener usted para que se le note tan poco! A mí aún me queda mucho por hacer, bien lo veo; sus consejos…

—¡Qué gemelos tan curiosos lleva usted! —interrumpió Protos, regocijándose al ver que Fleurissoire llevaba los gemelos de Carola.

—Es un regalo —dijo el otro ruborizándose.

Hacía un calor tórrido. Protos, mirando por la portezuela, dijo:

—Monte Cassino. ¿Divisa usted allá arriba el célebre convento?

—Sí, ya lo veo —dijo Fleurissoire con gesto distraído.

—Me parece que no le gusta a usted mucho el paisaje.

—Sí, sí —protestó Fleurissoire—. ¡Claro que me gusta! ¿Pero cómo quiere usted que me interese por nada mientras dure mi inquietud? Lo mismo que en Roma, con los monumentos: no he visto nada, no he podido ir a ver nada.

—¡Qué bien lo comprendo a usted! —dijo Protos—. A mí me ha pasado igual, ya se lo dije. Desde que estoy en Roma, me he pasado todo el tiempo entre el Vaticano y el Castillo Sant’Angelo.

—Es una lástima. Pero usted ya conocía Roma.

Así iban charlando nuestros viajeros.

Bajaron en Caserte y, cada uno por su lado, fueron a comer algo de embutido y a beber.

—En Nápoles —dijo Protos—, cuando nos acerquemos a su villa, nos separaremos igual que ahora, si le parece. Usted me seguirá de lejos. Como necesitaré un rato, sobre todo si no está solo, para explicarle quién es usted y el motivo de su visita, usted no entrará más que un cuarto de hora después que yo.

—Lo aprovecharé para afeitarme. No he tenido tiempo esta mañana.

Un tranvía los llevó a la piazza Dante.

—Ahora vamos a separarnos —dijo Protos—. Aún queda un buen trecho, pero más vale así. Vaya a cincuenta pasos detrás, y no me esté mirando todo el rato como si tuviera miedo de perderme; no se vuelva usted tampoco, porque entonces podrían seguirle. Ponga cara alegre.

Se adelantó. Con los ojos más bien bajos le seguía Fleurissoire. La calle era estrecha y empinada. El sol caía a plomo. Sudaban. Tropezaban con un gentío efervescente que hablaba a gritos, gesticulaba, cantaba y aturdía a Fleurissoire. Delante de un organillo bailaban unos niños semidesnudos. A dos perras la papeleta, se había organizado una lotería espontánea en torno a un enorme pavo desplumado que con los brazos en alto enseñaba una especie de saltimbanqui. Para dar impresión de naturalidad, Protos compraba una papeleta al pasar y se metía entre la gente. Fleurissoire no podía avanzar y creyó durante un instante que ya lo había perdido, pero una vez pasado el atasco volvió a verlo andando a paso corto cuesta arriba con el pavo bajo el brazo.

Por fin las casas se espaciaban, se hacían más bajas y había menos gente. Protos caminaba despacio. Se paró delante de una barbería y, volviéndose hacia Fleurissoire, le guiñó un ojo; después, veinte pasos más allá, se paró de nuevo ante una puertecilla baja y llamó.

La fachada de la barbería no era muy atractiva, pero sus razones tendría el padre Cave al señalársela. Además, Fleurissoire habría tenido que volver atrás para encontrar otra y seguramente no más vistosa que aquélla. La puerta, a causa del excesivo calor, estaba abierta; una cortina de estameña gruesa retenía a las moscas y dejaba pasar el aire. Había que descorrerla para entrar. Entró.

Ciertamente, era un hombre experto aquel barbero que, precavido, con una punta de la toalla, después de haber enjabonado la barbilla de Amadeo, quitaba la espuma y dejaba al descubierto el grano rojizo que su temeroso cliente le señalaba. ¡Oh, somnolencia, cálido embotamiento de aquella tranquila barbería!… Amadeo, con la cabeza echada hacia atrás, medio acostado en el sillón de cuero, se abandonaba. ¡Ah! ¡Olvidar al menos durante un instante! No pensar en el Papa, en los mosquitos, en Carola… Creerse en Pau, al lado de Árnica; creerse en otro sitio; no saber ya muy bien dónde está uno… Cerraba los ojos y después, entreabriéndolos, distinguía como en un sueño, frente a él, en la pared, a una mujer con los cabellos sueltos, saliendo del mar napolitano y trayendo del fondo de las aguas, con una voluptuosa sensación de frescor, un deslumbrante frasco de loción filocapilar. Debajo de aquel anuncio había otros frascos ordenados encima de una placa de mármol, al lado de una barra de cosmético, una borla para polvos, unas pinzas, un peine, una lanceta, un tarro de pomada, un frasco en donde navegaban indolentemente varias sanguijuelas, un segundo frasco que encerraba la cinta de una solitaria, un tercero, en fin, sin tapa, medio lleno de sustancia gelatinosa y con una etiqueta pegada en el transparente cristal en la que se leía, en mayúsculas caprichosas escritas a mano: ANTISÉPTICO.

Ahora el barbero, para rematar su trabajo a la perfección, extendía de nuevo por la cara ya afeitada una espuma untuosa y, sacando una segunda navaja, que afiló en la palma de su mano sudada, se puso a apurarlo. Amadeo ya no pensaba que lo estaban esperando, ya no pensaba en marcharse, se dormía… Y entonces entró en la barbería un siciliano hablando fuerte, rompiendo aquella tranquilidad, y el barbero, locuaz de repente, siguió afeitando distraído y, de un limpio navajazo, ¡zas!, rebanó el grano.

Amadeo dio un grito, intentó llevarse la mano a la desolladura, en la que perlaba una gota de sangre.

Niente! Niente! —dijo el barbero sujetándole el brazo, y acto seguido, resueltamente, cogió del fondo de un cajón un poco de algodón amarillento y, empapándolo en el ANTISÉPTICO, lo aplicó sobre la pupa.

¿Adónde corrió Fleurissoire, calle abajo, sin preocuparse ya de si la gente se volvía a su paso? Ahí lo tenemos, enseñándole su herida al primer farmacéutico que encuentra. Sonríe el boticario, un viejo verdoso de aspecto enfermizo, que saca de una caja un redondelito de tafetán, se lo pasa por la ancha lengua y…

Fleurissoire salió disparado de la botica, escupió de asco, se arrancó el tafetán pegajoso y, apretándose el grano entre los dedos, lo hizo sangrar todo lo que pudo. Luego se frotó con el pañuelo empapado de saliva, de su propia saliva esta vez. Tras esto, miró el reloj y se puso nervioso; volvió a subir la calle a paso de carrera y llegó ante la puerta del cardenal, sudoroso, jadeante, sangrando, congestionado y con un cuarto de hora de retraso.

6

Protos lo recibió con un dedo en los labios.

—No estamos solos —dijo rápido—. Mientras estén aquí los criados, nada que pueda dar la alarma. Hablan todos francés; ni una palabra, ni un ademán que dé a entender nada. Y, sobre todo, no vaya a llamarle cardenal; el que lo va a recibir es el capellán Ciro Bardolotti. Y yo no soy «el padre Cave», soy «Cave» a secas. ¿Entendido? —y cambiando bruscamente de tono, le dijo en voz muy alta y dándole una palmada en el hombro—: ¡Pero si es él, pardiez! ¡Es Amadeo! ¡Pero, bueno, hijito, sí que has tardado en afeitarte! Un poco más y, per Baccho!, nos poníamos a comer sin ti. El pavo que está dando vueltas en el asador se ha puesto ya tostado como un sol poniente —y añadió bajito—: ¡Ay, mi querido amigo, cuánto me cuesta fingir! Me atormenta el corazón —y siguió a voces—: ¿Pero qué es eso? ¡Te han cortado! ¡Estás sangrando! ¡Dorino! Ve corriendo al granero y tráete una tela de araña: es algo soberbio para las heridas…

Y así, haciendo la comedia, empujaba a Fleurissoire por el vestíbulo, en dirección a un jardín interior a modo de terraza, en el que habían puesto la mesa bajo una parra.

—Mi querido Bardolotti, le presento al señor de la Fleurissoire, mi primo, el barbián de quien le he hablado.

—Sea bienvenido nuestro invitado —dijo Bardolotti con un ademán grandilocuente, pero sin levantarse del sillón en el que estaba sentado. Y añadió, enseñando sus pies descalzos metidos en un barreño de agua clara—: Los pediluvios me abren el apetito y me bajan la sangre de la cabeza.

Era un hombrecillo extraño, regordete y con un rostro barbilampiño que no manifestaba ni edad ni sexo. Iba vestido de alpaca. Nada en su aspecto denunciaba al alto dignatario. Hacía falta ser muy perspicaz o estar al tanto, como Fleurissoire, para descubrir, por debajo de su aspecto jovial, una discreta unción cardenalicia. Apoyaba un codo en la mesa y se abanicaba indolente con una especie de sombrero puntiagudo hecho con una hoja de periódico.

—¡Cuánto le agradezco…! ¡Qué jardín más bonito!… —balbuceaba Fleurissoire confuso, sin saber cómo hablar sin decir nada.

—¡Ya me he remojado bastante! —gritó el cardenal—. ¡Vamos a ver si se llevan este cacharro! ¡Assunta!

Acudió una criada joven, vivaracha y regordeta, cogió el barreño y lo vació en un macizo del jardín. Las tetillas se le salían del corsé y le bailaban debajo de la blusa; se reía, haciéndose la remolona cerca de Protos, y a Fleurissoire lo ponían incómodo sus deslumbrantes brazos desnudos. Dorino puso unos fiaschi encima de la mesa. El sol jugueteaba a través de los pámpanos, cosquilleando con luz cambiante los platos que estaban en la mesa, sin mantel.

—Aquí nada de ceremonias —dijo Bardolotti, y se puso el sombrero de periódico—. Ya me entiende usted, ¿verdad, querido amigo?

Con voz autoritaria, entrecortando las sílabas y dando un puñetazo en la mesa, el padre Cave insistió a su vez:

—Aquí nada de ceremonias.

Fleurissoire guiñó maliciosamente un ojo. ¡Ya lo creo que entendía! Y no hacía falta insistir; pero en vano buscaba alguna frase que pudiera a la vez no decir nada y expresarlo todo.

—¡Hable, hable! —apuntaba Protos—. Diga algo gracioso; entienden muy bien el francés.

—Vamos, siéntese —dijo Ciro—. Mi querido Cave, despanzurre ésa sandía y córtela en rajas musulmanas. ¿No será usted de ésos, señor de la Fleurissoire, que prefieren los pretenciosos melones del Norte, los melones de azúcar, los prescots, qué sé yo, los de Cantalupo, a los jugosos melones de aquí?

—Ninguno podría compararse con éste, estoy seguro; pero permítame que no tome, no tengo el estómago muy bien —dijo Amadeo, que se llenaba de repugnancia acordándose del farmacéutico.

—Entonces, unos higos, ¿no? Acaba de cogerlos Dorino.

—No, no, tampoco; discúlpeme.

—¡Mal, muy mal! Diga algo gracioso —le susurró Protos al oído y volvió a hablar en voz alta—: Vamos a lavar ese estomaguito con vino y a prepararlo para el pavo. Assunta, échale vino a nuestro amable invitado.

Amadeo tuvo que brindar y beber más de lo que tenía por costumbre. Como además estaba el calor y el cansancio, pronto empezó a verlo todo turbio. Ya no tenía que hacer tanto esfuerzo para reírse. Protos le obligó a cantar; tenía una voz aflautada, pero los otros dos le oyeron embelesados. Assunta se empeñó en darle un beso. Con todo, del fondo de su fe en ruinas se alzaba una angustia infinita: reía por no llorar. Admiraba aquella soltura de Cave, aquella naturalidad… ¿Quién, a no ser Fleurissoire y el cardenal, hubiera pensado que fingía? Bien es verdad que Bardolotti, en la capacidad de disimular y en el dominio de sí mismo, no le iba en zaga al padre Cave, y se reía y aplaudía y le daba a Dorino achuchones lascivos, cuando Cave, con Assunta en los brazos, aplastaba el morro contra ella. Y cuando Fleurissoire, inclinándose hacia Cave, le murmuró con el corazón encogido: «¡Cómo debe de sufrir usted!», Cave —por detrás de Assunta— le cogió la mano y se la apretó, sin decir nada, volviendo el rostro y alzando los ojos al cielo.

De repente, levantándose, Cave dio unas palmadas.

—¡Bueno, que nos dejen solos! No, ya quitaréis la mesa más tarde. Marchaos. Via! Via!

Se cercioró de que ni Dorino ni Assunta se quedaban escuchando y volvió con la cara larga y seria de pronto, mientras que el cardenal, pasándose la mano por la cara, se despojó al instante de su profana y ficticia alegría.

—Ya ve usted, señor de la Fleurissoire, ya ve usted, hijo mío, adonde hemos llegado. ¡Ay qué comedia ésta!, ¡qué comedia más vergonzosa!

—Es como para aborrecer —explicó Protos— hasta las más puras y honestas alegrías.

—¡Pobre! Dios se lo pagará, querido padre Cave —comentaba el cardenal, volviéndose hacia Protos—. Dios le recompensará por ayudarme a apurar esta copa —y, simbólicamente, vaciaba de un trago su vaso medio lleno, mientras que en su rostro se dibujaba la más dolorosa expresión.

—¡Pero bueno! —exclamaba Fleurissoire inclinado—. Cómo es posible que aun en este retiro y con este disfraz tenga Su Eminencia que…

—Hijo mío, llámame señor, simplemente.

—Discúlpeme; entre nosotros…

—Tiemblo hasta cuando estoy solo.

—¿No puede usted escoger a sus criados?

—Me los escogen, y estos dos que ha visto usted…

—¡Ay, si yo le dijera —interrumpió Protos— adónde van a ir sin más tardar a referir nuestras más insignificantes palabras…!

—¿Al arzobispado acaso?

—¡Chist! ¡No pronuncie esa palabra! Nos delataría. No olvide que está hablando con el capellán Ciro Bardolotti.

—Estoy en sus manos —gemía Ciro.

Protos se inclinó sobre la mesa y, apoyando los codos, se arrimó a Ciro.

—Y si yo le dijera que no le dejan solo un minuto, ni de día, ni de noche…

—Sí, aunque me disfrace —seguía el falso cardenal— nunca estoy seguro de que no anda tras de mí cierta policía secreta.

—¿Pero saben aquí quién es usted?

—No lo ha entendido —dijo Protos—. Entre el cardenal San Felice y el modesto Bardolotti, sigue usted siendo el único —ante Dios lo digo— que puede establecer una relación. Pero comprenda esto: sus enemigos no son los mismos. Mientras que el cardenal, metido en su arzobispado, tiene que defenderse de los francmasones, al capellán Bardolotti lo acechan…

—¡Los jesuitas! —interrumpió arrebatado el capellán.

—Eso aún no se lo había dicho yo —añadió Protos.

—¡Ay! Si también tenemos a los jesuitas en contra… —sollozó Fleurissoire—. ¿Pero quién lo hubiera supuesto? ¡Los jesuitas! ¿Está usted seguro?

—Reflexione un poco; lo encontrará completamente natural. Comprenda usted que esa nueva política de la Santa Sede, tan conciliadora, tan acomodaticia, está hecha a su gusto y que las últimas encíclicas les favorecen. Quizá no sepan que el Papa que las ha promulgado no es el verdadero, pero sentirían muchísimo que lo cambiaran.

—Si le he comprendido bien —continuó Fleurissoire—, los jesuitas están aliados con los francmasones en este asunto.

—¿De dónde saca usted eso?

—Pero si es lo que el señor Bardolotti me acaba de revelar…

—No le atribuya usted algo tan absurdo.

—Perdóneme; entiendo tan poco de política…

—Pues por eso, no quiera usted ver más que lo que le dicen. Tenemos delante dos grandes partidos: la Logia y la Compañía de Jesús; y como nosotros, que poseemos el secreto, no podemos solicitar el apoyo de uno ni de otro sin descubrirnos, los tenemos a todos en contra.

—¿Eh? ¿Qué le parece esto? —preguntó el cardenal.

Fleurissoire ya no pensaba nada, se sentía completamente aturdido.

—¡Todos contra uno! —insistió Protos—. Siempre ocurre así cuando se posee la verdad.

—¡Ay, qué feliz era yo cuando no sabía nada! —gimió Fleurissoire—. ¡Y ya nunca, por desgracia, podré dejar de saber…!

—Aún no se le ha dicho todo —continuó Protos tocándole suavemente en el hombro—. Prepárese para lo más terrible… —e inclinándose, le dijo en voz baja—: A pesar de todas las precauciones, se ha filtrado el secreto; algunos estafadores se aprovechan y, en algunas provincias devotas, van pidiendo de familia en familia, en nombre de la Cruzada, colectando para ellos el dinero que debería llegarnos a nosotros.

—¡Pero eso es espantoso!

—Añádale a eso —dijo Bardolotti— que nos echan encima el descrédito y la sospecha, y nos obligan a redoblar astucia y circunspección.

—¡Tome! Lea esto —dijo Protos pasándole a Fleurissoire un número de La Croix—. Es el número de anteayer. ¡Esta simple gacetilla dice mucho! Fleurissoire leyó:

Tenemos que poner firmemente en guardia a las almas devotas contra las maniobras de ciertos falsos clérigos, y en particular de un pseudocanónigo que dice estar encargado de una misión secreta, y que, abusando de la credulidad, consigue sacar dinero para una obra que lleva el nombre de CRUZADA POR LA LIBERACIÓN DEL PAPA. El título por sí solo denuncia ya lo absurdo de tal obra.

Fleurissoire sentía que el suelo vacilaba y cedía bajo sus pies.

—¿En quién podremos confiar? ¿Y si ahora les dijera yo que acaso sea a causa de ese granuja —es decir, del falso canónigo— por lo que en este momento estoy entre ustedes?

El padre Cave miró con gravedad al cardenal y luego, dando un puñetazo en la mesa, exclamó:

—¡Pues me lo había imaginado!

—Todo me inclina ahora a temer —continuó Fleurissoire— que la persona que me puso al corriente de este asunto haya sido víctima también de las maquinaciones de ese bandido.

—No me extrañaría —dijo Protos.

—Ya ve usted ahora —comentó Bardolotti— qué difícil es nuestra postura, entre esos granujas que usurpan nuestro papel y la policía que, al querer detenerlos, puede confundirnos con ellos.

—O sea —gimió Fleurissoire—, que no sabe uno a qué acogerse; no veo más que peligros por todas partes.

—¿Le seguirá a usted extrañando, después de esto, nuestro exceso de prudencia? —dijo Bardolotti.

—Y comprenderá usted —continuó Protos— por qué no vacilamos a veces en ponernos la vestidura del pecado y en fingir ciertas complacencias con las más culpables alegrías.

—¡Ay! —balbuceó Fleurissoire—. Ustedes por lo menos se limitan a fingir y sólo simulan el pecado para ocultar sus virtudes. Pero yo…

Y como los vapores del vino se mezclasen con las nubes de la tristeza, y los eructos de la embriaguez con el hipo de los sollozos, inclinándose hacia Protos, empezó por devolver la comida y después relató confusamente la noche pasada con Carola y el luto de su virginidad. Bardolotti y el padre Cave hacían grandes esfuerzos para no soltar la carcajada.

—En fin, hijo mío, ¿se ha confesado usted? —preguntó el cardenal lleno de solicitud.

—La mañana siguiente.

—¿Le dio el sacerdote la absolución?

—Con excesiva indulgencia. Y eso es lo que me atormenta precisamente… ¿Pero acaso podía confesarle que no estaba tratando con un peregrino corriente? ¿Podía revelarle lo que me había traído a este país?… ¡No, no! Ya está todo perdido ahora. Esta especialísima misión requería un servidor intachable. Ahora ya está todo perdido. ¡He caído! —y otra vez lo sacudían los sollozos, mientras se golpeaba el pecho y repetía—: ¡Ya no soy digno! ¡Ya no soy digno! —y luego seguía en una especie de melopea—: ¡Ay! Ustedes que me están escuchando ahora y que conocen mi infortunio, júzguenme, condénenme, castíguenme… Díganme qué extraordinaria penitencia podrá lavarme de este crimen extraordinario, qué castigo…

Protos y Bardolotti se miraban. Este último, por fin, levantándose, empezó a darle palmaditas en el hombro a Amadeo.

—¡Vamos, vamos, hijo mío! No hay que ponerse así. Claro, ha pecado usted. Pero ¡qué diablos!, lo necesitamos de todas formas. (Se ha manchado usted; tome, coja esta servilleta. ¡Frótese!). Comprendo su angustia, eso sí, y ya que acude usted a nosotros, vamos a ofrecerle el modo de redimirse. (Lo hace usted mal. Déjeme ayudarle).

—¡No, no se moleste! Gracias, gracias —decía Fleurissoire.

Y Bardolotti, mientras le iba limpiando, continuaba:

—Desde luego, comprendo sus escrúpulos, y para respetarlos, voy a encargarle, para empezar, un trabajillo sin lucimiento que le dará la ocasión de levantarse y que pondrá su abnegación a prueba.

—Eso es todo lo que pido.

—A ver, mi querido padre Cave, ¿lleva usted encima aquel cheque?

Protos sacó un papel del bolsillo interior de su sayo.

—Rodeados de engaños como estamos —proseguía el cardenal—, nos resulta a veces difícil cobrar las donaciones secretas que algunas almas buenas nos envían. Estando vigilados a la vez por los francmasones y por los jesuitas, por la policía y por los bandidos, no conviene que nos vean cobrar cheques o giros en las ventanillas de correos o de los bancos, donde podrían reconocernos. ¡Han desacreditado tanto las colectas esos estafadores de que antes le hablaba el padre Cave…! (Entretanto Protos tamborileaba impacientemente sobre la mesa). En resumen, aquí tiene un modesto cheque de seis mil francos, y lo que le pido, querido hijo, es que vaya usted a cobrarlo por nosotros; es para el «Credito Commerciale» de Roma, a cuenta de la duquesa de Ponte-Cavallo. Aunque va destinado al arzobispo, el nombre del beneficiario, por prudencia, está en blanco para que pueda cobrarlo cualquiera; no tenga usted reparos en rellenarlo con su verdadero nombre, que no puede despertar sospechas. Tenga cuidado de que no se lo roben, ni… ¿Qué le pasa a usted, querido padre Cave? Parece estar nervioso.

—Siga, siga.

—… Ni el dinero, que me entregará… Vamos a ver, usted vuelve a Roma esta noche; puede tomar mañana por la tarde el rápido de las seis; a las diez llegará de nuevo a Nápoles y me encontrará esperándolo en el andén de la estación. Después ya procuraremos encomendarle un trabajo de mayor envergadura… No, hijo mío, no me bese la mano; ya ve usted que no llevo anillo.

Tocó la frente de Amadeo ligeramente prosternado ante él, y Protos, cogiéndolo por el brazo y sacudiéndole suavemente, le dijo:

—¡Vamos! Tómese un trago antes de emprender el camino. Siento mucho no poder acompañarle a Roma; pero diversas ocupaciones me retienen aquí, y valdrá más que no nos vean juntos. Adiós. Déme un abrazo, querido Fleurissoire. ¡Que Dios le acompañe! Y le doy gracias al Señor por haberme permitido conocerle.

Acompañó a Fleurissoire hasta la puerta y al despedirse le preguntó:

—¡Ah!, señor Fleurissoire, ¿qué piensa usted del cardenal? ¿No le resulta penoso ver lo que las precauciones han hecho de una mente tan noble?

Volvió luego donde estaba el pseudocardenal:

—¡Pedazo de bestia! ¡Pues sí que has tenido una buena ocurrencia…! Endosarle el cheque a un pasmado que ni siquiera tiene pasaporte… Voy a tener que seguirlo.

Pero Bardolotti, muerto de sueño, dejaba caer la cabeza encima de la mesa y murmuraba:

—Hay que entretener a los ancianos.

Protos entró en una habitación de la villa para quitarse la peluca y el traje de campesino. Poco después apareció con treinta años menos, representando a un empleado de almacén o de banco, un modesto subalterno. No le quedaba mucho tiempo para tomar el tren en el que iría Fleurissoire y salió sin despedirse de Bardolotti, que ya estaba durmiendo.

7

Fleurissoire llegó a Roma y a la via dei Vecchierelli aquella misma noche. Estaba sumamente cansado y consiguió que Carola lo dejara dormir.

Cuando se despertó al día siguiente, se tocó el grano, lo notó raro. Fue a mirárselo en un espejo y observó que el tajo estaba recubierto de una costra amarillenta: tenía un aspecto muy feo. Como en aquel momento oyó pasar a Carola por el rellano, la llamó y le pidió que examinara la herida. Carola llevó a Fleurissoire junto a la ventana y, a la primera ojeada, afirmó:

—No es eso que te figuras.

La verdad es que Amadeo no había pensado especialmente en eso, pero el esfuerzo que hizo Carola para que se tranquilizara no hizo más que inquietarlo. Porque, claro, cuando ella afirmaba que no era eso, es que hubiera podido serlo. Al fin y al cabo, ¿estaba segura de que no lo era? Y si era eso, él lo encontraba muy natural, porque había pecado. Se merecía que lo fuera. Debía de serlo. Un escalofrío le corrió por la espalda.

—¿Cómo te has hecho eso? —le preguntó Carola.

¿Y qué importaba la causa ocasional, el corte de la navaja o la saliva del farmacéutico? La causa profunda, la que le merecía aquel castigo, ¿cómo se la iba a decir? ¿La comprendería ella? Seguramente se echaría a reír. Como Carola repetía su pregunta, le contestó:

—Ha sido un barbero.

—Tendrías que ponerte algo ahí.

Aquella solicitud acabó con sus últimas dudas. Lo que antes le había dicho ella era sólo para tranquilizarlo, pero ya se veía con cara y cuerpo comidos de pústulas, objeto de horror para Árnica. Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Pero tú crees que…

—Claro que no, tesoro; no tienes que inquietarte así. Pones una cara de entierro. En primer lugar, si fuera eso, aún no podrías saberlo.

—Sí, sí… ¡Ay, me está bien empleado! ¡Muy bien empleado! —insistía Amadeo.

Carola se enterneció.

—Y, además, nunca empieza así. ¿Quieres que llame a la patrona para que te lo diga?… ¿No? ¡Bueno! Lo que necesitas es salir a distraerte un poco y tomarte un trago de marsala.

Se quedó en silencio un instante. Por fin, sin poder aguantarse más, le dijo:

—Oye, tengo que hablarte de cosas serias. ¿No te encontraste ayer con un cura de pelo blanco?

¿Cómo sabía ella eso? Fleurissoire preguntó estupefacto:

—¿Por qué?

—Pues… —dudó un poco; lo miró y lo vio tan pálido que, lanzándose, continuó—: Pues no te fíes de él. Créeme, hijito, te va a desplumar. No debería decírtelo, pero… no te fíes de él.

Amadeo se disponía a salir, anonadado por aquellas últimas palabras; ya estaba en la escalera, cuando Carola lo llamó:

—Y sobre todo, si lo vuelves a ver, no le digas que te he hablado de esto. Sería lo mismo que si me mataras.

Definitivamente, la vida se estaba poniendo demasiado complicada para Amadeo. Por si fuera poco, tenía los pies helados, la frente ardiendo y las ideas hechas un lío. ¿Cómo saber a qué atenerse si el mismo padre Cave no era más que un farsante?… Entonces, ¿acaso el cardenal también? Pero ¿y aquel cheque? Sacó el papel del bolsillo, lo palpó, se aseguró de que era algo real. ¡No, no! ¡No era posible! Carola estaba equivocada. Y además, ¿qué sabía ella de los misteriosos intereses que obligaban a aquel pobre Cave a desempeñar dos papeles? Seguramente, se trataría más bien de un rencor mezquino de Baptistin. Contra él, precisamente, le había puesto en guardia el buen sacerdote… ¡No importa! Abriría aun más los ojos, desconfiaría en adelante de Cave, igual que desconfiaba ya de Baptistin, ¿y quién sabe si de Carola?

—Todo esto —se decía— es, a la vez, la consecuencia y la prueba de ese fallo inicial, de ese tropiezo de la Santa Sede: todo lo demás zozobra al mismo tiempo.

¿En quién podía uno confiar, sino en el Papa? Si cedía aquella piedra angular sobre la que estaba edificada la Iglesia, nada merecía ya ser verdad.

Amadeo caminaba a pasitos rápidos en dirección a correos, pues esperaba recibir noticias de su tierra, noticias honradas en las que descansara por fin su confianza cansada. La ligera niebla matutina y aquella luz profusa que evaporaba y convertía en irreales todos los objetos favorecían aun más su vértigo. Avanzaba como en sueños, dudando de la solidez del suelo, de las paredes y de la existencia real de los transeúntes con los que se cruzaba; dudando sobre todo de su presencia en Roma… Entonces se pellizcaba para salir de aquella pesadilla y volver a encontrarse en Pau, en su casa, al lado de Árnica, que se había levantado y que, siguiendo la costumbre, se inclinaba hacia él y le preguntaba al fin:

«¿Has dormido bien, cariño?».

El empleado de correos lo reconoció y le entregó sin reparos otra carta de su esposa. Árnica le decía:

… Acabo de enterarme por Valentine de Saint-Prix de que Julius está también en Roma, adonde ha ido para asistir a un congreso. ¡Cuánto me alegro pensando que vas a poder verte con él! Por desgracia Valentine no ha podido darme su dirección. Cree que ha ido al Gran Hotel, pero no está segura. Lo único que sabe es que será recibido en el Vaticano el jueves por la mañana; escribió de antemano al cardenal Pazzi para que se le concediera una audiencia. Llega de Milán, donde fue a ver a Anthime, que es muy desgraciado porque no consigue lo que le había prometido la Iglesia después de su proceso; por eso quiere ir Julius a ver al Santo Padre para pedirle justicia. Naturalmente, Julius no sabe nada todavía. Ya te contará su visita y tú podrás informarle.

Confío en que tomarás precauciones contra el mal tiempo y que no te cansarás demasiado. Gastón viene a verme todos los días; te echamos mucho de menos. ¡Qué contenta me voy a poner cuando nos anuncies tu regreso…! Etc.

Y garabateadas a lápiz, en el margen de la cuarta página, unas letras de Blafaphas:

Si vas a Nápoles, infórmate de cómo hacen el agujero en los macarrones. Estoy a punto de hacer un nuevo descubrimiento.

Una alegría retumbante invadió el corazón de Amadeo, pero entremezclada con cierta desazón: el jueves, día de la audiencia, era aquel mismo día. No se había atrevido a dar su ropa a lavar y no iba a tener qué ponerse. Eso era al menos lo que se temía. Había vuelto a ponerse aquella mañana el mismo cuello duro que el día anterior y ya no lo encontraba bastante limpio desde que se enteró que podría encontrarse con Julius. La alegría que hubiera debido sentir ante aquella coincidencia quedó mitigada por ello. No había que pensar en volver ahora a la vía dei Vecchierelli, si quería pillar a su cuñado a la salida de la audiencia, y eso le daba menos apuro que ir a buscarlo al Gran Hotel. Por lo menos, se cuidó de darles la vuelta a los puños; el cuello se lo tapó con la bufanda, cosa que además tenía la ventaja de tapar un poco el grano.

Pero ¿qué importancia tenían aquellas fruslerías? La verdad es que Fleurissoire se sentía inefablemente animado por aquella carta, y la perspectiva de volver a encontrarse con uno de los suyos, con su vida pasada, relegaba bruscamente en el lugar que les correspondía a los monstruos nacidos de su imaginación de viajero. Carola, el padre Cave, el cardenal…; todo aquello flotaba ante él como un sueño interrumpido de repente por el canto del gallo. ¿Por qué había salido de Pau? ¿Qué significaba aquella fábula absurda que había turbado su felicidad? ¡Pardiez! Había un Papa. Y dentro de algunos instantes, Julius podría declarar: «¡Lo he visto!». Un Papa, y eso bastaba. ¿Acaso podía Dios autorizar aquella sustitución monstruosa en la que él, Fleurissoire, no habría creído de ningún modo, a no ser por aquel absurdo orgullo de desempeñar un papel en el asunto?

Amadeo caminaba a pasitos rápidos; tenía que hacer esfuerzos para no echarse a correr. Volvía por fin a recobrar la confianza, mientras que a su alrededor todo recobraba un peso tranquilizador, una medida, una posición natural y una realidad verosímil. Llevaba su sombrero de paja en la mano; cuando llegó delante de la basílica, sintió una embriaguez tan excelsa que se puso a darle la vuelta a la fuente de la derecha y, al pasar contra el viento que se llevaba el agua del surtidor, dejaba que ésta le mojara la frente y le sonreía al arco iris.

De repente se paró. ¿No era Julius el que estaba allí, cerca de él, sentado en el basamento del cuarto pilar de la columnata? Dudaba si dirigirse a él o no, pues si su forma de vestir era muy correcta, su comportamiento lo era poco: el conde de Baraglioul había puesto el sombrero negro de paja a su lado, en el puño curvo de su bastón clavado entre dos baldosas, y muy atento a lo solemne del lugar, con el pie derecho sobre la rodilla izquierda, cual un profeta de la Sixtina, apoyaba en la rodilla derecha un cuaderno. De vez en cuando, el lápiz que tenía en alto se abatía de golpe sobre las hojas y se ponía a escribir, atendiendo tan exclusivamente al dictado de su apremiante inspiración que Amadeo hubiera podido ponerse a danzar delante de él sin que lo viera. Hablaba mientras escribía y, aunque el murmullo del surtidor impedía oír sus palabras, se veía al menos cómo movía los labios.

Amadeo se acercó, dando discretamente la vuelta a la columna. Cuando iba a tocarlo en el hombro, Julius declamó:

Y EN TAL CASO, ¿QUÉ NOS IMPORTA?

Anotó estas palabras en el cuaderno, al final de la hoja; luego se guardó el lápiz en el bolsillo y, levantándose, de pronto se dio de narices con Amadeo.

—¡Por el Santo Padre! ¿Qué haces aquí?

Amadeo, temblando de emoción, tartamudeaba y no sabía qué decir; estrechaba convulsivamente la mano de Julius entre las suyas. Julius, en tanto, lo examinaba.

—¡Pobre, qué mal aspecto tienes!

La Providencia no había sido muy complaciente con Julius; de los dos cuñados que le quedaban, uno daba en la beatería y el otro parecía un pobretón. Hacía menos de tres años que no había visto a Amadeo y le parecía doce años más viejo: tenía las mejillas hundidas, la nuez prominente; el color amaranto de su bufanda destacaba aun más su palidez; le temblaba la barbilla; movía los ojos saltones de una manera que hubiera sido patética si no fuera cómica; del viaje del día anterior había traído una afonía misteriosa, con lo que sus palabras parecían venir de lejos. Embargado por sus pensamientos, le dijo:

—¿Y qué? ¿Lo has visto?

Y Julius, embargado por los suyos, le preguntó:

—¿A quién?

Aquel «¿a quién?» resonó en Amadeo como un toque fúnebre y como una blasfemia. Discretamente precisó:

—Creía que salías del Vaticano.

—En efecto. Perdona, ya no pensaba en eso… ¡Si supieras lo que me pasa…!

Le brillaban los ojos; parecía que iba a ponerse fuera de sí.

—Por favor —suplicó Fleurissoire—, ya me lo contarás después; háblame primero de tu visita. Estoy tan impaciente por saber…

—¿Te interesa?

—Pronto comprenderás cuánto. ¡Habla! Habla, por favor.

—Bueno, pues mira —comentó Julius cogiendo del brazo a Fleurissoire y llevándoselo lejos de San Pedro—. Tal vez te hayas enterado de que Anthime se quedó en la indigencia después de su conversión. Aún está esperando en vano lo que le prometía la Iglesia en compensación por lo que le habían quitado los francmasones. Se han burlado de Anthime, hay que reconocerlo… Querido cuñado, puedes tomar esta aventura como quieras, a mí me parece una completa tomadura de pelo, pero sin ella no vería quizá tan claro el tema que ahora me preocupa y del que me gustaría hablarte. Es éste: ¡un ser inconsecuente! Es mucho decir… y, seguramente, bajo esa aparente inconsecuencia se oculta un proceso más sutil y escondido. Lo importante es que lo que le lleve a actuar no sea una simple razón de interés, como se dice corrientemente, que no obedezca a motivos interesados.

—No veo muy bien adonde vas a parar —dijo Amadeo.

—Es verdad, perdona; me estaba desviando del tema de mi visita. Decidí encargarme personalmente del asunto de Anthime… ¡Ay, amigo, si hubieras visto el piso que ocupa en Milán!… «No puedes seguir aquí», le dije en seguida. ¡Y cuando pienso en la desgraciada Verónica! Pero él se está volviendo un asceta, un capuchino; no permite que le compadezcan, ¡y menos aún que acusen de nada al clero! «Amigo mío —seguí diciéndole—, admitamos que el alto clero no sea culpable, pero entonces es que ignora todo esto. Permíteme que vaya yo a informarle».

—Yo creía que el cardenal Pazzi… —musitó Fleurissoire.

—Sí, pero no dio resultado. Ya sabes, todos esos altos dignatarios tienen miedo de comprometerse. Para ocuparse de este asunto hacía falta alguien que no fuera de su bando; yo, por ejemplo. Porque admírate de cómo se descubren las cosas, y especialmente las más importantes: podría uno creer en una iluminación repentina, cuando la verdad es que en el fondo no paraba uno de pensar en ello. Así es como desde hace mucho tiempo yo me inquietaba a la vez por el exceso de lógica de mis personajes y por su poca decisión.

—Me temo —dijo suavemente Amadeo— que te estás apartando otra vez del asunto.

—Nada de eso —continuó Julius—, eres tú el que no sigue la trayectoria de mi pensamiento. En resumen, decidí dirigir la instancia al mismo Santo Padre y fui a llevársela esta mañana.

—Entonces… dime rápido: ¿lo has visto?

—Mi querido Amadeo, si no haces más que interrumpirme… Pues bien, no puede uno imaginarse lo difícil que es verlo.

—¡Claro! —exclamó Amadeo.

—¿Qué dices?

—Luego hablaré.

—En primer lugar, tuve que renunciar completamente a hacerle llegar la instancia. La llevaba en la mano; era un decoroso rollo de papel. Pero en cuanto llegué a la segunda antesala (o a la tercera, no recuerdo bien), un buen mozo vestido de rojo y negro me la quitó con mucha amabilidad.

Amadeo empezó a reírse calladamente, como alguien bien informado y que sabe lo que sabe.

—En la siguiente antesala me quitaron el sombrero, colocándolo encima de una mesa. En la quinta o sexta, en donde esperé largo tiempo en compañía de dos señoras y tres prelados, vino a buscarme una especie de chambelán que me introdujo en la sala vecina en donde, una vez frente al Santo Padre (el que estaba, por lo que pude darme cuenta, encaramado en una especie de trono protegido por una especie de dosel), me invitó a prosternarme, lo que yo hice; de tal manera que ya no podía verle.

—Sin embargo, no estarías inclinado tanto tiempo ni tendrías la frente tan baja como para…

—Querido Amadeo, eso es hablar por hablar; ¿es que no te das cuenta de cómo nos ciega el respeto? Y además de que no me atrevía a levantar la cabeza, un mayordomo, con una especie de regla, cada vez que yo empezaba a hablar de Anthime, me pegaba en la nuca unos golpecitos que me hacían inclinar de nuevo.

Él, por lo menos, te diría algo…

—Sí, me habló de mi libro, que confesó no haber leído…

—Mi querido Julius —prosiguió Amadeo después de un momento de silencio—, lo que me estás diciendo es de la mayor importancia. Así que no lo has visto y de todo tu relato deduzco que es muy difícil verlo. Todo esto confirma, ¡ay!, el más cruel de los temores. Julius, debo decírtelo ahora…, pero ven por aquí; esta calle tan concurrida…

Julius se dejó arrastrar, más bien divertido, a un vicolo casi desierto.

—Lo que voy a confiarte es tan grave… Sobre todo, que nadie pueda darse cuenta. Demos la impresión de estar hablando de cosas indiferentes y prepárate a oír algo terrible: Julius, el que has visto esta mañana…

—El que no he visto querrás decir…

—Exacto…, no es el verdadero.

—¿Qué dices?

—Digo que no has podido ver al Papa por una monstruosa razón… Lo sé de fuente clandestina y segura: al verdadero Papa lo han secuestrado.

Aquella extraña revelación produjo sobre Julius el efecto más inesperado: soltó de repente el brazo de Amadeo y trotando delante, a través del vicolo, empezó a gritar:

—¡Ah, no! Eso no. ¿Cómo es posible? ¡No, no, no! —y luego, acercándose a Amadeo, continuó—: ¡Cómo! Llego a duras penas a hacerme el ánimo a todo, me convenzo de que no hay nada que esperar, nadie en quien confiar, nada que admitir. Se han burlado de Anthime, se han burlado de todos nosotros, todo son cuentos y no nos queda más solución que reírnos de todo… Vamos, que me libero; y apenas he conseguido consolarme, llegas tú y me dices: «¡No sigas! Hay un malentendido: ¡vuelve a empezar!». ¡Ah, no; ni hablar! ¡No, eso nunca! Me quedo como estoy. ¡Si éste no es el verdadero, me da igual!

Fleurissoire estaba consternado.

—Pero —decía— la Iglesia… —y deploraba que su ronquera no le permitiese ser más elocuente—. ¿Y si se están burlando incluso de la Iglesia?

Julius se atravesó delante de él, cortándole a medias el paso y con un tono cortante y guasón que no tenía por costumbre emplear, le dijo:

—Bueno, ¿y a ti qué más te da?

Entonces Fleurissoire empezó a dudar; acudía a su mente una nueva sospecha, informe, atroz y que se fundía vagamente con la densidad de su malestar: Julius, el mismo Julius, aquel Julius con el que estaba hablando, Julius, al que se agarraban su esperanza y su desconsolada buena fe, aquel Julius no era tampoco el verdadero Julius.

—¡Cómo! ¿Eres tú quién está hablando así? ¡Tú, con quién yo contaba! ¡Tú, Julius! Conde de Baraglioul, cuyas obras…

—No me hables de mis obras, te lo ruego. ¡Sea verdadero o falso, estoy harto de lo que me ha dicho tu Papa esta mañana! Y cuento con que, gracias a mi descubrimiento, los siguientes sean mejores. Estoy impaciente por hablarte de cosas serias. ¿Vienes a comer conmigo, verdad?

—Con mucho gusto; pero te dejaré pronto. Me esperan en Nápoles esta noche…, sí, por asuntos de los que te hablaré. ¿No me llevarás al Gran Hotel, espero?

—No. Iremos al Colonna.

Tampoco a Julius le apetecía ser visto en el Gran Hotel en compañía de un desarrapado como Fleurissoire; y éste, que se sentía pálido y deshecho, sufría ya de verse a plena luz, donde le había hecho sentar su cuñado, en aquella mesa del restaurante, bien enfrente de él y bajo su mirada escrutadora. Si aquella mirada hubiera buscado siquiera la suya… Pero no; sentía cómo se dirigía hacia el borde de su pañuelo amaranto, a aquel lugar vergonzoso de su cuello en donde brotaba el grano sospechoso. Y mientras el camarero traía los aperitivos, Baraglioul le dijo:

—Deberías tomar baños sulfurosos.

—No es lo que piensas —protestó Fleurissoire.

—Me alegro —prosiguió Baraglioul, que, por lo demás, no pensaba en nada—. No era más que un consejo. —Luego, echándose hacia atrás y con un tono profesoral, continuó—: ¡Pues bien! Vas a ver, querido Amadeo: en mi opinión, desde La Rochefoucauld hasta nuestros días, hemos metido la pata; no siempre es el propio beneficio lo que conduce al hombre; hay acciones desinteresadas…

—Eso espero —interrumpió cándidamente Fleurissoire.

—No estés seguro de entenderme tan de prisa, te lo ruego. Al decir desinteresado quiero decir gratuito. Y el mal, lo que llaman mal, puede ser tan desinteresado como el bien.

—Pero en ese caso, ¿por qué escoger el mal?

—¡Precisamente! Por lujo, por derroche, por juego. Porque lo que yo pretendo decir es que las almas más desinteresadas no son necesariamente las mejores, en el sentido católico de la palabra; al contrario, desde un punto de vista católico, el alma mejor encauzada es la que mejor lleva sus cuentas.

—Y la que se siente siempre en deuda con Dios —añadió beatamente Fleurissoire, que trataba de mantenerse a la altura.

Julius estaba manifiestamente irritado por las interrupciones de su cuñado; le parecían incongruentes.

—Lo cierto es que el desprecio de aquello que puede servirnos —continuó— es señal de cierta aristocracia del alma… ¿Podemos admitir, pues, a un alma que, tras escapar al catecismo, a la complacencia y al cálculo, no lleve cuentas de ninguna clase?

Baraglioul esperaba un asentimiento, pero Fleurissoire exclamó con vehemencia:

—¡No! ¡No! ¡Mil veces no! ¡No podemos admitirla!

Luego, asustado por el sonido de su propia voz, se inclinó hacia Baraglioul.

—Hablemos más bajo; nos están escuchando.

—¡Bah! ¿Quién quieres que se interese por lo que estamos diciendo?

—¡Ay, amigo!, ya veo que no sabes cómo son en este país. En cuanto a mí, ya empiezo a conocerlos. Desde hace cuatro días que vivo entre ellos no dejan de ocurrirme aventuras, que me han inculcado a la fuerza, te lo juro, una prudencia que no era natural en mí. Estamos acosados.

—Todo eso te lo imaginas tú.

—Eso quisiera yo: que todo esto no existiera más que en mi cerebro. Pero ¿qué quieres que te diga?, cuando lo falso ocupa el lugar de lo verdadero, necesario es disimular lo verdadero. Encargado de la misión que después te contaré, entre la Logia y los jesuitas, estoy perdido. Todos sospechan de mí y yo sospecho de todo. Pero si te confesara, querido cuñado, que hace un minutos ante el tono burlón que oponías a mi pena, he llegado a dudar de si estaba hablando con el verdadero Julius o si se trataba de una falsificación de ti mismo… Pero si te dijera que esta mañana, antes de encontrarme contigo, he llegado a dudar de mi propia realidad, he llegado a dudar de si me encontraba yo aquí, en Roma, o bien de si estaba simplemente soñando estar aquí, y pronto iba a despertarme en Pau, tranquilamente acostado al lado de Árnica, en el ambiente de todos los días.

—Amigo mío, tú tienes fiebre.

Fleurissoire le cogió la mano y con voz patética le dijo:

—¡Fiebre! ¡Tú lo has dicho, tengo fiebre! Una fiebre que no se cura y de la que uno no quiere curarse. Una fiebre, lo confieso, que esperaba que cogieses tú también en cuanto te enterases de lo que te he revelado; una fiebre que yo esperaba comunicarte, lo confieso, para que al fin ardiéramos juntos, hermano… ¡Pero no! Lo presiento muy bien ahora: la oscura senda que estoy siguiendo y que tengo que seguir es un camino solitario; e incluso lo que me has dicho me obliga a continuar… Entonces, Julius, ¿es verdad? ¿No se LE ve? ¿No llega uno a verlo?

—La verdad —continuó Julius soltándose del apretón del exaltado Fleurissoire y poniéndole a su vez la mano en el brazo—, tengo que confesarte algo que no me he atrevido a decirte antes: cuando me encontré en presencia del Santo Padre…, pues estaba distraído.

—¿Distraído? —repitió Fleurissoire anonadado.

—Sí; bruscamente me sorprendí pensando en otra cosa.

—¿Pero es verdad lo que me estás diciendo?

—Y es que fue precisamente entonces cuando yo tuve mi revelación. Pero, me decía yo siguiendo con mi primera idea, pero, si el acto malo, el crimen, es gratuito, entonces es completamente inimputable; y no se podrá perseguir nunca al que lo ha cometido.

—¡Cómo! ¿Vuelves otra vez con lo mismo? —suspiró desesperadamente Amadeo.

—Porque el móvil, el motivo del crimen es el asa por donde puede cogerse al criminal. Y si, como pretenderá el juez, Is facit cui prodest… ¿Has estudiado Derecho, no?

—Discúlpame —dijo Amadeo con la frente perlada de sudor.

Pero en aquel momento, bruscamente, el diálogo se interrumpió: el botones del restaurante traía en un plato un sobre a nombre de Fleurissoire. Éste, estupefacto, abrió el sobre y en la tarjeta que contenía leyó las siguientes palabras:

No le queda ni un minuto que perder. El tren de Nápoles sale a las tres. Pídale al señor de Baraglioul que le acompañe a usted al Crédito Comercial, en donde le conocen y podrá dar testimonio de su identidad. Cave.

—Ya lo ves, ¿qué te decía yo? —prosiguió Amadeo en voz baja y más bien sintiéndose aliviado por el incidente.

—En efecto, esto no es corriente. ¿Cómo diablos pueden saber mi nombre y que estoy en relación con el Crédito Comercial?

—Esta gente lo sabe todo, te lo digo yo.

—El tono de esa nota no me gusta. El que la ha escrito podría disculparse al menos por habernos interrumpido.

—¿Para qué? Sabe muy bien que mi misión es antes que nada… Es un cheque que hay que cobrar… ¡No! No puedo hablarte de esto aquí; ya ves que nos están vigilando —y luego, sacando el reloj, siguió diciendo—: En efecto, tenemos el tiempo justo.

Llamó al camarero.

—¡Deja! ¡Deja! —dijo Julius—. Invito yo. El Crédito no está lejos; si hace falta, tomaremos un coche de punto. No te alteres de esa forma… ¡Ah!, también quería decirte que, si vas a Nápoles esta tarde, puedes disponer de este billete. Está a mi nombre, pero no importa —a Julius le gustaba hacer favores—. Lo saqué en París, creyendo que podría ir más hacia el Sur. Pero tengo que quedarme en Roma por el Congreso. ¿Cuánto tiempo piensas quedarte allí?

—Lo menos posible. Espero estar de vuelta mañana.

—Entonces, te esperaré para cenar.

En el Crédito Comercial, gracias a la presentación del conde de Baraglioul, le entregaron a Fleurissoire sin dificultad, a cambio del cheque, seis billetes que se metió en el bolsillo interior de la chaqueta. Mientras tanto, había ido contándole a su cuñado, a duras penas, la historia del cheque, del cardenal y del sacerdote; Baraglioul, que lo acompañó a la estación, lo escuchaba distraído.

Fleurissoire entró además en una camisería para comprarse un cuello duro, pero no se lo puso en seguida por no hacer esperar demasiado a Julius, que le aguardaba pacientemente delante de la tienda.

—¿No llevas maleta? —preguntó éste cuando estuvieron juntos.

La verdad es que Fleurissoire hubiera pasado de buena gana a recoger su manta, sus cosas y el pijama, pero confesar a Baraglioul la via dei Vecchierelli…

—Por una noche… —dijo rápidamente—. Además no tenemos tiempo de pasar por mi hotel.

—Por cierto, ¿dónde te hospedas?

—Detrás del Coliseo —respondió el otro por si colaba.

Era igual que si hubiera dicho: debajo del puente.

Julius volvió a mirarle.

—¡Qué raro estás!

¿Parecería verdaderamente raro? Fleurissoire se enjugó la frente. Dieron algunos pasos en silencio por delante de la estación, adonde habían llegado.

—Bueno, tenemos que separarnos —dijo Baraglioul tendiéndole la mano.

—¿No…, no podrías venirte conmigo? —balbuceó con miedo Fleurissoire—. No sé por qué, pero me inquieta un poco irme solo…

—Has venido solo hasta Roma. ¿Qué quieres que te ocurra? Perdona si te dejo antes de llegar al andén, pero ver un tren que se va me causa una tristeza indecible. ¡Adiós! ¡Buen viaje! Y mañana me traes al Gran Hotel mi billete de vuelta a París.