8.Soledad y los trenes

8. Soledad y los trenes

Aquí acababa la ciudad, me dice Ángel. Una manzana de edificios nuevos, las vías del ferrocarril, unas casas dispersas, unas vacas, la carretera y después los prados. Todo quedaba muy cerca, vivíamos a la vez en el centro y en las afueras, porque tardaba muy poco en pisar la hierba, y sólo cinco minutos en llegar a la catedral o al colegio. Oviedo era un pañuelo de tejados, y la ciudad terminaba cerca de la puerta de mi casa. El campo se apoderaba de las calles con su olor a cuadras y a tierra mojada, con el canto de los grillos y el barro de los prados, que casi todas las tardes nos mordía a los niños en los zapatos. Por allí se subía a la Silla del Rey, y por ahí se iba al túnel del tren.

Pocas cosas se salvan de la severa ley del presente. Las ciudades son una de esas cosas, porque mezclan los tiempos, extienden la realidad, y lo que ha desaparecido vive junto a lo que permanece, a lo que nace, a lo que se impone de manera rotunda con su presencia. Para las gentes que han crecido en ellas, la piel de las ciudades es pegajosa, como una liga de cazar pájaros, y la memoria se adhiere a las piedras y a los cristales, se funde en las paredes y en las perspectivas, hasta formar una materia compacta de verdades invisibles y mentiras que pueden ser captadas por una cámara fotográfica. Son verdades y mentiras a medias, como las personas, que viven a medias entre lo que ha pasado y lo que va a suceder. Los prados, la vaquería, la canción de los grillos y la calle Fuertes Acevedo conviven en el recuerdo de Ángel con la avenida de Galicia y las aceras que desembocan en la plaza de América o en los barrios nuevos que buscan las faldas del Naranco.

El Rubio se las daba de valiente. Sólo temía a su madre, la portera del edificio donde estaba el bar Gran Vía. A su madre no le replicaba, ningún niño podía entrar con los zapatos sucios en su portal, ni siquiera cruzar por delante de la puerta. Pero, en cuanto perdía de vista a su madre, el Rubio era una máquina de inventar peligros. Inventar peligros en las horas de calma exige la misma disciplina que evitar amenazas en los días difíciles. La vida suele matar el tiempo inventando peligros o sorteando catástrofes. El Rubio, nombre de batalla de Ramoncito, tuvo la ocurrencia de bajar al túnel del tren, y desafió a Pepu para que demostrase su valor. A ver si era capaz de adentrarse en la oscuridad y de correr hasta el otro lado. Pepu no podía decir que no, y Ángel no podía dejar solo a Pepu, así que los dos corrieron detrás del Rubio, con un nudo en la garganta, a través del corazón de las tinieblas, más rápidos que el miedo y que la tarde, tan rápidos como el estrépito luminoso de la locomotora que iba a aparecer en cualquier momento. Correr por el túnel era una prueba de fuego, un signo de valentía y de hermandad, un modo de sentirse dueños del barrio. Hay libertades que sólo alcanzan a vivir en el borde de la catástrofe.

La madre del Rubio quería mantener limpios a su hijo y al portal de su casa. No podía imaginarse el peligro de las manchas de luz en las paredes del túnel, el riesgo de una temeridad infantil que retrasaba cada vez más la señal de partida, que esperaba cada vez más a que se acercase el tren para gritar ahora y correr más rápido, cada vez más rápido, por una oscuridad pesada, húmeda, llena de huecos en las paredes, sucia, interminable. Ninguna mancha es más peligrosa que la luz de un tren en el túnel. Eso lo sabía el padre de Pepu, porque trabajaba de ferroviario, se afanaba en mantener libres las vías y no ignoraba los desastres que llegan a ocasionar en la oscuridad los hombres borrachos, los caballos sueltos y las vacas desorientadas. Pero el ferroviario de la buhardilla izquierda tampoco podía imaginarse a su hijo corriendo ante las fauces del tren, arrastrado por el Rubio, y luego arrastrando a Ángel, y después a Arturín, y a Servando, y a los gemelos, aquellos ingeniosísimos vecinos del número 4. Hay datos que sobran en un argumento, porque sólo sirven para entorpecer el paso de las páginas y de los días. En este caso conviene recordar la puerta de una buhardilla, calle Fuertes Acevedo, número 4. Será el escenario de un episodio crítico en la biografía infantil de Ángel, menos ruidoso que un bombardeo, pero digno también de pavor y de la lucha por la vida.

El deseo de proteger resulta una quimera incompatible con las extensiones ingobernables del espacio y el tiempo. Dos ojos ven menos que cuatro, pero ni siquiera los ojos de una madre, una hermana y dos hermanos, ocho ojos, bastan para vigilar a un niño que empieza a salir a la calle y descubre los entresijos de su libertad. Los detalles de una casa y los ruidos de una calle están en su sitio, pero un niño no tiene sitio fijo donde estar, desaparece, busca rincones, sombras, tapias, y aprende a inventarse peligros. Los ojos de Soledad no tenían mucha vida, eran tristes, estaban avergonzados de sí mismos, humillados por unos párpados que entornaban sus miradas y se esforzaban inútilmente por alcanzar las letras y las cosas. Pero los ojos tímidos de Soledad se convirtieron en un refuerzo importante para vigilar al niño, que debió acostumbrarse a correr con diez ojos a sus espaldas. Lo decisivo no fue que doña María la llevase al oculista y le comprase sus primeras gafas gordas, sino que Soledad aprendió a descubrir travesuras y peligros sin necesidad de mirar a larga distancia. Bastó con hacerse de la familia, con llegar a ser una segunda madre, con mantener los oídos bien abiertos mientras compraba en la tienda de Manuel o mientras hablaba con las porteras de la calle Fuertes Acevedo y, sobre todo, con aprender a leer sílaba por sílaba los pensamientos de Ángel, sin errores, sin dudas, como jamás aprendería a leer las frases de un libro.

Soledad llegó a la casa cuando Ángel tenía seis años y estaba aprendiendo las tablas de multiplicar. Era de la misma edad que Maruja, con el pelo oscuro y más bien baja. Debe de ser honrada y escrupulosa, había comentado doña María cuando avisó de que iba a entrar en casa una nueva muchacha:

—Viene de Las Regueras, como vuestro abuelo Manuel.

En cuanto vio a Soledad ocupar la habitación que quedaba al lado de la suya, Pedro no tardó en confirmar la opinión de su madre:

—Honrada y escrupulosa. Desde luego sus méritos son más espirituales que carnales.

—Un poco de respeto, que esta muchacha viene aquí a trabajar y a ganarse la vida.

Soledad llegaba para trabajar, pero sobre todo para hacerse de la familia y sentirse como una segunda madre de Angelín. Se iba a preocupar por el niño como nadie se había interesado por ella. Cuando doña María la llevó al oculista, la muchacha vio por primera vez el mundo gracias a unas gafas grandes que sirvieron también para ocultar su asombro ante los perfiles nítidos de la realidad. La vida no era una masa de formas desvaídas y de dimensiones confusas. Una rosa fue una rosa, y un roble fue un roble, y una calle fue una calle a los pies de una ventana. La atención de la señora, las palabras de un médico y dos cristales sirvieron para llevarle la contraria a una costumbre espesa de dejadez y renuncia, una intemperie que la había condenado en su pueblo a vivir sin ambición y sin luz. Las gafas no la hacían más fea, y le permitían ver, como algo suyo, lo que sucedía a su alrededor. Allí estaba Ángel, atascado con la tabla del siete. La gratitud por las atenciones, el respeto humano y la bondad que demostraba la madre se transformaron en amor hacia el hijo pequeño, al que pudo echarle los ojos y las gafas encima para acompañarlo por los desfiladeros de la vida. Al ritmo de la escoba de Soledad, que golpeaba el suelo del comedor con una honradez escrupulosa, el niño iba cantando siete por una siete, siete por dos catorce, siete por tres veintiuno, siete por cuatro…

A doña María le costó acomodarse al cariño maternal de Soledad, y consideraba excesivos sus cuidados y sus preocupaciones, como si estuviese entrando en un territorio sentimental que estaba reservado para ella. Tenía bastante con ser la viuda de su marido, para convertirse ahora en la viuda de su hijo. Más que amor —decía, a veces, con enfado a Maruja—, parece una enfermedad lo que esta mujer tiene con el niño. Había que poner unos límites. La mañana en la que por fin Ángel ingresó en la disciplina del colegio, mientras su abuelo, su padre, su madre y su hermana escoltaban al nuevo alumno en aquel paseo terrible hacia la calle Fray Ceferino, la gran ausente fue Soledad. Pero eso ocurrió porque llevaba menos de un año en casa, los papeles domésticos no se habían roto del todo y doña María se exigió a sí misma un último acto de firmeza, digno de la tía Clotilde, dejando claro quién debía ser la verdadera madre del niño:

—Iré yo, tengo que hablar en persona con el director, y me acompañará Maruja.

Tardaría poco en comprender que en la habitación de la criada había entrado para siempre un personaje múltiple, una ayuda insustituible, que no se podía reducir a la figura de una muchacha. Soledad iba a ser como una nueva hija, o como la segunda madre de su hijo pequeño, o como la hermana que Maruja no había tenido, o como la amiga íntima de toda la familia, elegida para disfrutar las alegrías y condenada también a sufrir las desgracias desde el interior vertiginoso de un destino compartido. Doña María y Soledad se quisieron bien, se ayudaron mucho en los años difíciles. Las tensiones domésticas, sobre todo cuando discutían a causa de Ángel, no pasaron jamás de un inocente rito que divertía al interesado y lo llenaba de orgullo. La madre lanzaba una frase lapidaria, acabada con la pronunciación rotunda y el nombre recortado de su contrincante, y Soledad se encargaba de contestarle acentuando el respeto debido a una señora:

—He dicho que no te lleves el plato del niño, Sole.

—No fui yo la que decidió esta mañana hacer carne con tomate, señora.

—Que se lo coma todo, Sole.

—Y que restriegue el plato, señora.

—¡Sole!

—¡Señora!

A Ángel nunca le gustó el tomate, y Soledad intentaba evitárselo. En general huía de las verduras, y Soledad intentaba evitárselas. Los sentimientos fuertes son peligrosos en la poesía. El escritor que quiere contar los dolores rotundos o los amores absolutos arriesga sus palabras por caminos penosos, inventa peligros como el niño que necesita vivir al borde de la desgracia para sentirse libre. Conviene alejarse del patetismo o de la ternura para abordar los asuntos más graves de la vida. El pudor es una de las características de los poemas de Ángel González, que procura esconder los sentimientos más poderosos bajo la ironía o el humor. Un poema de su libro Breves acotaciones para una biografía (1971) se titula «Eso era amor». Lo escribió poco después de que su madre muriera, el 12 de junio de 1969. La vida se filtra en la poesía por grietas difíciles de precisar, y la poesía habla de manera directa o indirecta de la vida, de toda la vida a la vez, de todo lo que somos, de todo lo que hemos sido. Bajo el humor, a la sombra de un chiste y de una mujer enamorada, alienta el recuerdo de la madre de Ángel, y la memoria de Soledad, el testimonio de una entrega que no conoció límites. Pese a las apariencias, me dice Ángel, se trata de uno de mis poemas más pudorosos:

Le comenté:

Me entusiasman tus ojos.

Y ella dijo:

—¿Te gustan solos o con rímel?

Grandes,

respondí sin dudar.

Y también sin dudar

me los dejó en un plato y se fue a tientas.

Ni con unas gafas más gordas hubiesen soportado los ojos de Soledad la escena de los niños corriendo por el túnel del tren. Bastante tuvieron sus oídos con enterarse del jueguecito suicida en la tienda de Manuel. Miles de advertencias cayeron sobre Ángel, amenazas de contárselo a su madre o a su hermano Manolo, explicaciones de los peligros del mundo y de los riesgos de las malas compañías, alabanzas sobre la existencia de un manicomio dentro del barrio por si había que echar mano de él, invitaciones al inocente entretenimiento del fútbol, o de las bolas, o del escondite, o de cualquier otro juego pacífico. Incluso esgrimió la idea cruenta de convertir la cocina en una fábrica de carne con tomate. Pero la protección es incompatible con la existencia del espacio y del tiempo, y aunque Soledad iba a dedicar la vida y el corazón a su nueva familia, resultaba muy difícil proteger a un niño que saltaba por las aceras rumbo al colegio, hacía recados en la tienda de Manuel, se colaba en el bajo del zapatero remendón para ver fotos de mujeres desnudas, boxeadores y futbolistas, y se perdía por el Campo de San Francisco y por los prados con amigos expertos en decir frases extrañas y en inventar peligros.

El barrio era casi una guarida, casi todo el mundo se conocía, se saludaba, se cuidaba. Pero ni siquiera los grillos están seguros en su guarida. La canción de los grillos bajaba por la carretera desde la Silla del Rey y se colaba en la tranquilidad nocturna del verano como los niños en los bajos del zapatero pecaminoso y remendón. No miréis tanto, avisaba el zapatero, que las mujeres de papel son tan peligrosas como las de carne y hueso. Las infancias están llenas de noches de calor y de días de verano incluso cuando se vive en el Norte, limitando por todas partes con la lluvia, los calcetines mojados y el viento. Las infancias en las afueras de las ciudades están llenas de charcos, de insectos, de mariposas, de telas de araña y de grillos que corren peligro cuando se hacen notar durante el día. Los gemelos Pepe y Juan Fuilla eran expertos en inventarse frases extrañas y en cazar grillos. Se divertían bautizando a algunos amigos con misteriosos abolengos. A Arturín le llamaban Incio Turicio Caraciola Turín Bum Bum, y al Rubio, don Ramón Ramínides Lacónides Jamónides.

La invención verbal resulta tan deslumbrante como una libélula alrededor de una fuente, pero es también igual de frágil, y pasa a segundo plano al comenzar la acción verdadera. El liderazgo de los gemelos se imponía definitivamente cuando demostraban su maestría en la caza de grillos. La técnica era conocida de todos, pero ellos la ejecutaban con una perfección natural. Oían mejor que nadie al grillo despistado que se atrevía a cantar cerca de la pandilla. Andaban más despacio que nadie en busca de su objetivo. Si se trataba de llegar hasta el fondo en busca del insecto escondido, descubrían antes que nadie el agujero, y seleccionaban la pajita más oportuna para invadir la guarida de la víctima. Con mucha frecuencia, el grillo salía abrazado a la paja y era encerrado en una celda de cartón o sometido a los más imprevisibles experimentos. Había grillos listos que no caían en la trampa de precipitar su derrota con una defensa agresiva. Entonces los niños orinaban en el agujero hasta que el grillo saliese a flote. Los gemelos meaban mejor que nadie, con una habilidad caudalosa y duradera que llenaba de pasmo a Ramón Ramínides Lacónides Jamónides, y a Incio Turicio, y a Pedro González López, el heredero de Casa Viena, que algunas tardes de verano se acercaba al barrio de su compañero de clase para hacerse cómplice a medias de sus correrías. Pedro cazaba grillos, pero se aterraba en la entrada del túnel, mientras el Rubio recuperaba su prestigio y retrasaba la orden de salir corriendo y competir con el miedo y con la máquina de vapor.

Fue Pepu quien le enseñó a Ángel la posibilidad de ganarse unos céntimos en el terreno confuso de los negocios, que siempre quedan a mitad de camino entre la picardía y el servicio. Algunos maestros generosos, agradecidos a su madre, le daban una perrona de propina para celebrar la paga. Pero ese dinero, recibido en actitud pasiva y gastado bajo control familiar, no le hacía tanta ilusión como las rentas de sus tejemanejes de pirata. Gracias a Pepu conoció las primeras lecciones sobre el comercio y las necesidades humanas. Junto al Campo de San Francisco, enfrente justo de las ventanas de la casa de Ángel, había un inmenso recinto murado en el que se levantaban el Hospital de Asturias y el Manicomio. Los dos edificios imprimían un sello de utilidad a la frontera que separaba de forma imprecisa la ciudad y el campo. Los domingos se llenaba el barrio de visitantes y de puestos callejeros. Algunos enfermos salían a pasear por el jardín y se acercaban a la verja, con sus trajes de gala hospitalaria y sus brazos en cabestrillo, en busca de niños serviciales dispuestos a hacer recados. Encargaban plátanos, manzanas, dulces, tabaco, vino, viejas revistas ilustradas, y los niños caían sobre la verja como pájaros en busca de migas de pan y luego volaban hacia el bar Gran Vía o hacia los puestos del Campo de San Francisco para hacer el mandado. La comisión en perrinas de los enfermos agradecidos iba a caer enseguida en las manos de la Chucha, la mujer que regentaba con ojos de lince su puesto venerable, en el que podían encontrarse todo tipo de mercancías, bajo el imperio vistoso de las grandes piñas de plátanos y de los sacos de caramelos.

Pepu sabía que los enfermos necesitados de vino y tabaco solían ser más generosos que las almas inocentes que pretendían celebrar el domingo con un poco de fruta. Pero tenía debilidad por un anciano de grandes bigotes y pelo blanco que caminaba de manera majestuosa, como si estuviese paseando por los jardines de Versalles o admirando la verja de un palacio real. Ya ves —me comenta Ángel, al recordar aquellas mañanas de su infancia—, los niños aprenden rápido en la calle. Un grillo te enseña que conviene ser paciente a la hora de defenderse, y una verja de hospital te demuestra que para ganar dinero hay que ayudar a los enfermos a romper sus dietas, conseguir vino para los hepáticos, tabaco para los pulmones dañados, azúcar para los diabéticos y viejas revistas ilustradas para los lunáticos que afirman ser Napoleón Bonaparte, o hijos del rey Alfonso XIII, o marqueses destituidos y llevados a la ruina por la República.

La sabiduría callejera supone un complemento indispensable para la protección doméstica. Los vasos de leche preparados por Soledad en las tardes grises del invierno iban a servir de poco si Ángel no aprendía también que, en las mañanas calurosas de los domingos veraniegos, después de jugar al fútbol o de construir naves egipcias para navegar en la Fuente de la Ranas, era conveniente elegir con prudencia dónde se bebía agua. Con una navaja, una caña de bambú y un trozo de tela, algunos niños hacían obras de arte y lograban llevar por unos minutos las lejanías exóticas del Nilo a las aguas del Campo de San Francisco. Las velas surcaban con elegancia la Fuente de las Ranas hasta que una salpicadura malintencionada, un torpedo o una filtración dañina interrumpían la navegación, sustituyendo la paz de los faraones por el griterío, las risas y los enfados de la pandilla. Para calmar la sed convenía subir a la Fuente del Caracol y beber con pajuelas, pero nunca del caño del centro. Los niños compartían el secreto a voces de que el agua de ese caño llegaba directamente del hospital. El incauto que bebiera del líquido infectado, después de calmar la sed, tardaría poco en enfermar de los pulmones, o del corazón, o del estómago, o incluso de la cabeza. La locura también podía contraerse después de beber agua en el caño central de la Fuente del Caracol.

La habilidad mundana de Ángel ya había quedado demostrada, para pasmo de los amigos, con una precocidad notable. El domingo 24 de abril de 1932, siete meses después de que llegara Soledad a casa y cinco meses antes de que el niño fuese por primera vez al colegio, fue el día de mayor gloria callejera de Ángel, aunque para eso debió salir del barrio y acercarse a la multitud de una ciudad desconocida. En aquella celebrada fecha se inauguró el estadio de Buenavista con un partido entre las selecciones de España y Yugoslavia. El acontecimiento corrió como la pólvora entre los niños y los mayores, no sólo porque el Real Oviedo dejaba el campo de Teatinos por un estadio moderno, con una tribuna inmensa digna de las mayores capitales, sino porque unos años antes, en la primavera de 1928, la selección española había jugado un partido en Gijón contra Italia, y el orgullo local andaba algo descalabrado. Era el momento de la venganza, la ciudad inauguraba un estadio maravilloso y la selección iba a ganar por fin en Asturias. Con Italia, y en Gijón, no se había pasado del empate a uno. Sentados, de pie, alojados en las esquinas y al borde del césped, con silla de autoridad o sacando el cuello entre la multitud, el estadio de Buenavista podía acoger a quince mil espectadores. A lo largo de los años, Ángel escuchó afirmar a más de treinta mil ovetenses que habían asistido a aquel encuentro de fútbol. Él sabía muy bien que algunos aficionados y curiosos sin entrada habían conseguido colarse. Pero no tantos…

Los gemelos, Servando, Arturín, el Rubio, Pepu y Ángel formaron pandilla y se pusieron a caminar hacia el estadio, guiados por Julio el Bobu, un muchacho que se ganaba la vida cuidando las vacas de la calle Marqués de Teverga. No llevaban entrada, pero bastaba con ir a curiosear, con acompañar a la ciudad entera, a los grupos de obreros y a los matrimonios que salían de sus casas, se saludaban e invadían las calles, andando con paso rápido y alegre, camino del Buenavista. La gente que se dirige a un campo de fútbol camina de forma especial, con un nervio controlado, con una ilusión brillante, como si todo el mundo se hubiese tomado dos copas de vino para dar vueltas con libertad en la ruleta de la competición y en las ilusiones infantiles del resultado. Son ellos, los espectadores, esa gente que juega con las piernas de otros, los que corren, los que ganan o pierden, los que sostienen una sonrisa o arrastran una lágrima junto al destino de los otros, igual que sucede con los lectores en los buenos libros de aventuras o en las novelas sentimentales. Aquel día de abril caminaba hacia el estadio mucha gente que no era aficionada al fútbol, comerciantes vestidos de domingo, señoras arregladas para la ocasión, profesores respetables, sargentos de la guardia de asalto, oficiales del ejército, jóvenes estudiantes y zapatos de muchas condiciones. Pero todo el mundo marchaba con el paso encendido del que va a jugar un gran partido, que no es más que un gran acontecimiento colectivo, algo así como la inauguración de un estadio, la celebración de una fiesta patronal o la oportunidad de sacarse la espina del empate a uno, el fracaso a medias de la selección española en Gijón.

Muchos de los puestos callejeros que los domingos engalanaban el Campo de San Francisco y el Hospital se habían trasladado a Buenavista. Banderines deportivos, banderas republicanas, banderas de los sindicatos y los partidos políticos se confundían en los alrededores del estadio con los afortunados que entraban por las puertas y con los curiosos que miraban, iban de un sitio para otro y se conformaban con participar en el acontecimiento como simples mirones de una fiesta a la que no habían sido invitados. Un acontecimiento es una excitación infantil en la que participan las personas mayores. En medio del tumulto, Ángel trataba de no perder de vista a Julio el Bobu, que tenía la edad de su hermano Pedro. Le asustaba quedarse solo, toda su atención se centraba en no descolgarse del grupo, en evitar un camino de vuelta sin compañía y por calles extrañas. Pero el destino cambia de rumbo y dobla la esquina de forma inesperada. De pronto escuchó a un niño de su edad dirigirse muy serio a un matrimonio:

—Los niños no pagan si entran con sus padres, ¿me pueden pasar ustedes?

¿Dónde vas?, le gritó Pepu, mientras Ángel salía corriendo en busca de otro matrimonio que se acercaba a una puerta. El hombre y la mujer parecían una buena presa, tenían buen aspecto, algo que invitaba a la confianza, como los enfermos del hospital que daban mejores propinas a sus recaderos. No pudo contar nunca si la mujer era rubia o morena, si el hombre era alto o bajo, si ella iba bien vestida, si él llevaba barba. Sólo repitió a sus amigos que tuvo un pálpito, la seguridad de que le iban a decir que sí. Gracias a dos desconocidos y a su arrojo momentáneo, Ángel entró en el campo, se diluyó como un terrón de azúcar en el gentío y disfrutó por unos minutos de su propia valentía, hasta que empezó a hundirse en la realidad de sus preocupaciones. La necesidad de buscar un hueco desde el que se pudiera ver algo más que los cuerpos agobiantes y los gritos de los espectadores fue sustituida con rapidez por la necesidad de sentir nervios y miedo, una opresiva inquietud por los goles posibles del equipo contrario, por los goles imposibles del equipo propio, por las buenas y las malas jugadas, por la inutilidad de las hazañas que acaban en derrota. Si la selección no ganaba a Yugoslavia, de nada iba a servir la amabilidad del matrimonio, ni la comezón que empezaba a dominarle, la responsabilidad de lo que había hecho, el modo de separarse de sus compañeros y de quedarse solo entre personas desconocidas. Y cuando España marcó el dos a uno y se acercó el momento de que el árbitro pitara el final, la alegría de la victoria sobre Gijón y sobre el equipo contrario apenas compensaba el miedo a perderse en el camino de vuelta o a recibir el castigo de su madre y las quejas de Soledad por la dilatada ausencia de la casa y del barrio. Tal vez su madre hubiese llamado ya a la policía, como cuando Pedro huyó de casa para buscar trabajo.

El valor que sostiene una hazaña dura poco, aunque a veces el miedo a una catástrofe también desaparece con facilidad. A cincuenta metros de la puerta, entre las piernas de la multitud que festejaba la victoria, la magnífica tribuna del estadio y la grandeza de Oviedo, vio a Julio el Bobu, Pepu, el Rubio, los gemelos, Arturín y Servando, que esperaban impacientes, con los ojos abiertos por la admiración y con sus bocas llenas de preguntas. No había terminado de contar todo lo visto y de inventarse lo que no había visto, cuando llegaron al barrio. Ángel prefirió dar por cerrado el día, dejar los detalles para futuras sesiones que sin duda iban a surgir en las tardes primaverales de la semana siguiente. La dicha no fue completa, porque Soledad y su madre no habían notado nada raro en la desaparición del niño. Tuvo que morderse la lengua para no decirles que había asistido al encuentro de fútbol y que se había colado en el estadio nuevo. Hubiese preferido un interrogatorio que le obligara a confesar, porque una aventura de tal calibre bien valía una regañina por salir sin permiso de los límites del barrio. Pero su madre y Soledad ya estaban acostumbrándose a que gastase las horas de los domingos en largas desapariciones y todo se resolvió con algunos comentarios irónicos sobre la necesidad de comprarle un reloj al niño:

—Vaya, aquí regresa el hijo pródigo.

—Muy suelto lo tiene usted, señora.

—Tendré que atarlo a la cama, Sole.

—O comprarle un reloj, no vaya a perder el tren, señora.

—Sole.

—Señora.

La irrupción en la casa del primo José Luis hizo ver a Soledad que las malas compañías no son únicamente un asunto callejero. El hijo del tío Félix, el nieto de la tía Clotilde, buscó acomodo en casa de María Muñiz después de fracasar como estudiante de los primeros cursos en un colegio de jesuitas. Tres años mayor que Ángel, el primo José Luis no sólo mostraba poca inclinación a los estudios, sino que sufría un carácter desbaratado, una dificultad íntima en controlar su forma de ser a la hora de medirse con el mundo. La tía Clotilde consideraba que los desequilibrios de su nieto eran la consecuencia lógica del desorden de su hijo, el loco y desobediente Félix, que había roto las normas del hogar por culpa de sus amores con la mujer de un ingeniero.

María Muñiz, más comprensiva ante las verdades de la carne, se empeñó en responsabilizar de la desorientación moral del niño a la disciplina acuciante de los jesuitas y ofreció su casa como lugar de salvación. Pero ya fuese obra de la herida espiritual de los sacerdotes o de la herencia pecaminosa de la carne, cualquiera de las dos versiones del bien había desembocado en un mal carácter que no supieron enmendar ni los maestros laicos de Oviedo, ni los castigos de tía Clotilde, ni los cuidados de María Muñiz. Como enseguida comprendió Soledad, aquel niño no iba a ser en la vida más que una mala compañía para Ángel, un demonio doméstico, tan peligroso como el túnel del tren. No supo ocultar la felicidad el día en el que su padre, asumiendo un nuevo fracaso pedagógico, se lo llevó de casa para siempre, dejando entre las paredes de Fuertes Acevedo una memoria amarga, un disfraz de príncipe y un violín. Fue el primer instrumento que cayó en las manos de Ángel, que se mostró desde entonces más proclive a jugar con la música que a disfrazarse de príncipe en las fiestas de sociedad.

José Luis tampoco gozó de buena fama en la pandilla del barrio. A los niños no les importaba su indisciplina, ni su falta de interés por los estudios, ni su afición a convertirse en un amigo demasiado íntimo y secreto de lo ajeno. Pero no podían aceptar los miedos al tren y los remilgados desprecios a los burros y a las vacas. Lo único que había heredado de su abuela Clotilde era el asco por las vacas, una tara genética más grave en el barrio que cualquier otro defecto de estirpe moral. No había duda de que el barrio contaba con un hospital importante y con casas muy distinguidas. No había duda de que hasta los gemelos se quedaban en silencio cuando veían salir de su chalé a don Aurelio del Llano y Roza de Ampudia, con un traje elegante, un canotier, una hija guapísima e inalcanzable llamada Tatila, y una fama imponente de maestro del pico y de la pala, porque gracias a sus excavaciones arqueológicas habían salido a la luz grandes tesoros, monedas romanas, lápidas, cruces con diamantes y hasta los viejos misterios de la iglesia de San Miguel de Lillo. No había duda de que Ángel pasaba con admiración y respeto por delante del chalé de Benito Álvarez-Buylla, catedrático de Química en la universidad y autor de versos sentimentales que publicaba con el nombre de Silvio Itálico. No había duda de que hasta el Rubio perdía las ganas de inventar peligros cuando admiraba el cenador de Villa Magdalena, y se imaginaba una vida diferente, más limpia, más cómoda, con palabras acolchadas y corazones de guante blanco. Pero tampoco había duda de que el olor del barrio brotaba de la cuadra de la calle Marqués de Teverga, y nadie podía dudar de que su paisaje natural dependía del barro de los prados, y del sol dormido en la hierba, y de los grillos, y de las vacas que Julio el Bobu sacaba de paseo para que comiesen en las cunetas, y de los burros cargados de ojos tristes y de grandes lecheras. El primo José Luis no podía gustarle ni a Soledad, ni a los niños del barrio.

Quizá por estar en las afueras de la ciudad, aunque a cinco minutos del centro, el barrio conservó durante muchos años en sus calles la luz azulada de los faroles de gas. Los primeros recuerdos callejeros de Ángel están iluminados con gas, como si las tardes de su infancia más feliz se hubiesen resistido a aceptar los vértigos de la modernidad, la luz eléctrica, las prisas y los miedos de Soledad. Cuando veía subir al farolero, por el último tramo de la cuesta Toreno, encendiendo las lámparas con una larga vara de fuego azul, sabía que era el momento de volver a casa. La llegada de la luz eléctrica provocó muchos retrasos y algunos enfados, porque dejó al niño sin una señal inequívoca, sin un aviso claro de ese momento ambiguo del regreso, en el que los últimos destellos del atardecer se diluían en la oscuridad de los portales. No había farolero para recordarle la existencia del tiempo. Debió aprender sin la vara del fuego azul que al tiempo se someten las vidas humanas, los insectos, los partidos de fútbol, las estaciones de tren, los comercios, los tenderetes callejeros, los días laborables, las fiestas, las citas con los amigos, las cocinas, las sonrisas familiares y los platos de la cena.

—Sole, a este niño hay que comprarle ya un reloj.

—Sí, señora, un reloj.