6. Sin frío en los pies
El sol da en la ventana igual que en la superficie de un estanque. La luz acaricia el cristal, detiene su velocidad un momento y luego se disuelve hacia el interior, sosegada, alegre, cálida, extendiendo en la atmósfera de la casa una acogedora sensación de pertenencia. El sol, con su alta polifonía de la luz, busca los poemas de Ángel González para arder en el horizonte o en la nieve, pero hoy hace guardia en la puerta de la memoria infantil como el vigilante de una ilusión templada. Aunque nació en una ciudad definida por el cielo gris y los días de lluvia, los primeros recuerdos del niño están marcados por un sol doméstico. Cuando aprendió a andar, se sintió como pez en el agua, dueño de unas paredes y unos mares seguros, a salvo de los tiburones y de las asperezas del mundo. Después de vivir durante meses en el aire, pasando de unos brazos a otros, de la hermana a los hermanos, de la madre a las visitas, Ángel puso los pies en la tierra y empezó a deambular y a curiosear por los rincones de la casa.
El sol se disolvía en los cristales, como activado por un ácido misterioso, y empapaba la mañana para acompañar el dudoso paso del niño. Llegaba desde la calle Fuertes Acevedo, iluminando el despacho por el que se entraba al dormitorio. Pedro González y María Muñiz habían celebrado la llegada de su cuarto hijo comprando una cuna grande, que colocaron junto a la camona. Así llamaban a la cama de matrimonio, con un aumentativo que aludía no sólo a las dimensiones, sino también a la importancia simbólica de aquel mueble, kilómetro cero en la geografía de los viajes familiares. Cuando murió su marido, María se sintió demasiado sola bajo las mantas de la gran cama conyugal, y le pidió a su hija que durmiese con ella. Maruja, además de acompañar los insomnios de doña María, prestó una inestimable ayuda juvenil a la hora de calmar los llantos nocturnos y los caprichos del niño. Dormían juntos los tres, en el cuarto más amplio y refugiado de la casa. Bien entrado el día, cuando se habían disipado las últimas penumbras del amanecer, Ángel se despertaba solo, en la tranquilidad de un reino sin prisas y sin ruidos. Su hermana se había marchado ya a la Escuela Normal y su madre trabajaba en la cocina, justo al otro extremo de la casa. El niño tardaba en despertarse, como tardó después en dejar la cuna o en ir al colegio. Un decreto familiar de amparo estaba dispuesto a retrasarlo todo, dispuesto a detener las agujas del reloj y a envolverlo en un tiempo sumergido. Los primeros recuerdos de Ángel lo devuelven a las horas amortiguadas de la claridad, con la lentitud sensorial de las cosas que ocurren bajo el agua o bajo un sol amable.
La poesía, que está obligada a llegar hasta las úlceras y los inviernos más duros de las personas mayores, comprende muchas cosas propias de los niños. Juega con los días de la semana, transforma las tardes de miércoles en mañanas de lunes y se atreve incluso a pastorear por unos días los vientos de diciembre. Un poema de Ángel titulado «Diciembre» habla de pájaros muertos, barros, nieves sucias, pero explica por contraste el verdadero significado de la ceniza, recordando la luz que hubo una vez. Érase una vez antes de las nieves y los barros, en mañanas infantiles, cuando el tiempo no formaba aún parte de la historia y el primer pájaro muerto no se había caído de su rama:
Diciembre vino así, como lo cuento
aquel año de gracia del que hablo,
el año aquel de gracia y sueño, leve
soplo de luces y de días,
encrucijada luminosa
de lunas hondas y de estrellas altas,
de mañanas de sol, de tardes tibias
que por el aire se sucedían lentas
como globos brillantes y solemnes.
El niño dejaba la cuna, salía con paso corto y desmañado a caminar por la casa. Los peces dan todos los días mil vueltas a su pecera. Miran las cosas una y otra vez, igual que los niños, que recorren las habitaciones de las casas, y ven el mundo una vez y mil veces, porque los utensilios de la vida están ahí, casi sin moverse, al alcance de los ojos y de sus manos torpes, asegurando que la realidad fue creada por una sola orden y en un solo día, bien definida por la precisión de las costumbres y de la luz perpetua. El camino del dormitorio a la cocina, donde esperan los brazos de la madre y el desayuno, será interrumpido ante la complicidad de cien rincones previstos, cien objetos que llaman la atención por su lealtad, por su capacidad de dar confianza, de presentar la vida como un argumento sin fisuras.
Después de la luz vienen los pies en el suelo templado, y después del dormitorio está el despacho, con la mesa de trabajo del padre, que ahora ocupan la madre y las nóminas de los maestros. Hay fotos, mira, mira, éste es papá, mira qué guapo, qué barbas, y una orla del Congreso Pedagógico de Pontevedra en la que el dedo de la madre le ha enseñado a descubrir a su abuelo Manuel Muñiz, mira, Ángel, todo un caballero. Hay también una estantería con libros de diversos tamaños y encuadernaciones, y otra en la que domina la presencia uniformada de la enciclopedia Espasa. El niño no ha descubierto aún el inagotable poder narrativo de la enciclopedia, su literatura fantástica a la hora de definir la palabra bicicleta o la palabra mundo. No sabe que mundo, en la enciclopedia Espasa, es todo un mundo por donde pasean los hombres de mundo que conocen a medio mundo y que antes de abandonar el mundo toman conciencia de las contradicciones del mundo moderno. Como el niño todavía no es de este mundo de los diccionarios y las enciclopedias, pasa sin detenerse y sale del despacho dispuesto a seguir explorando, por puro instinto de confirmación, el mundo de su casa.
A la izquierda queda el dormitorio de Manolo y de Pedro. Ahora está vacío, porque Manolo tuvo que irse a Madrid, a El Pardo, para reponerse de una pleuresía con un matrimonio amigo de la familia. Los médicos le han aconsejado que pase una temporada respirando el aire sano de los montes y los pinos, y María Muñiz ha decidido tomarse el asunto muy en serio. No quiere más desgracias en la familia, no quiere que a Manolo le pase como a la tía Lucía González Pulido, hermana de la tía Clotilde y de su madre, que debió de ser muy guapa, con un porvenir muy prometedor en el mundo de los amores y las galanterías, pero que murió de tuberculosis a los diecisiete años, dejando a la posteridad sólo la huella mínima de un nombre y algunos abanicos con poemas y dedicatorias de sus pretendientes. Los abanicos ruedan por los cajones como los documentos de la carpeta azul, y el niño los busca, los abre y los cierra, como se abren y se cierran las habitaciones de una casa. Cuando Maruja dejó libre su cuarto para dormir en la camona, Pedro la ocupó. Así que ahora la habitación de Manolo y Pedro, que ya es nada más que de Manolo, está cerrada.
Los pequeños cambios en la geografía familiar no suponen movimientos irreparables. Todas las habitaciones que se cierran se abren después, todo lo que se va regresa, como las mañanas, las tardes y las noches, como las fiestas de cumpleaños o las Navidades. Las fiestas tienen muy buena luz en la memoria, pero no porque el 24 o el 25 de diciembre sean días soleados, sino porque pertenecen a la infancia, al tiempo casi detenido, los pasos cortos y desmañados del niño que ve cerrada la puerta del cuarto de Manolo, y decide abrirla para comprobar que las dos camas están hechas, y que la luz entra desde la calle Fuertes Acevedo gracias a las ventanas del gabinete. Este dormitorio con gabinete (buena luz, un armario, dos camas, dos butacas y una mesa), este dormitorio inglés, como dice su madre, dará mucho juego cuando los tiempos empeoren, y desaparezca la luz, y haya que admitir huéspedes en casa. Pero en esta mañana luminosa de 1928, el dormitorio inglés es todavía el cuarto de Manolo, aunque esté cerrado, igual que el cuarto del servicio, que queda a la derecha del pasillo, justo antes del cuarto que era de María y que ahora es de Pedro.
El mundo parece un laberinto lleno de habitaciones, nombres, hermanos, viajes, asistentas, pero está ahí, pertenece al niño, a su reino, porque todo lo que se va no tiene otro destino que el de volver. La habitación de las muchachas está cerrada. No importa, volverá a abrirse. Dentro de tres años llegará Soledad, y ya no será el cuarto del servicio, sino la habitación de Soledad, la buena Soledad, con sus ojos débiles y su corazón grande, la muchacha que se puso gafas para ver junto a toda la familia la luz de los días soleados, y la vio bien, y luego vio demasiado bien y demasiado cerca las sombras, cuando el tiempo empezó a cerrar en la vida del niño algunas puertas que ya no se volverían a abrir. Eso vendrá después, y no se irá, y el niño no lo sabe. Ahora no importa que el mundo sea difícil, casi un laberinto, porque todo está en su sitio, y puede ordenarse poco a poco, sílaba a sílaba, aprendiendo el lugar de las cosas como se aprenden las palabras y sus significados.
Maruja había ido a hacer unas gestiones en la Escuela Normal, pero volvería a la hora de comer. Manolo se había marchado a El Pardo para reponerse de la pleure… ¿qué?, la pleuresía, pero estaba a punto de volver y de pasar las vacaciones de Navidad con la familia, y con las vecinas García Tuñón, y con los pastores de Belén, y con los regalos de Reyes. Pedro estaba siempre arriba y abajo, subiendo y bajando las escaleras, saliendo y entrando de Oviedo, o de Asturias, o de la tierra firme. Interrumpía los partidos de fútbol que organizaban los muchachos del barrio, ahora vuelvo, esperadme un momento, y subía corriendo las escaleras, entraba en la casa por el gusto repentino de ver a Ángel y lo levantaba en brazos:
—A este niño le voy a enseñar yo a jugar al fútbol, va a chutar con la pierna izquierda…
Luego bajaba otra vez a la calle para seguir con el partido. Hay virtudes que crean tanta inquietud familiar como un vicio o una enfermedad. La vitalidad de Pedro llenaba la casa de una simpatía arrebatadora, protegida a corta distancia por el buen humor y las sorpresas sentimentales, pero hacía imposible que nadie se atreviese a pensar en su futuro con un poco de sosiego. Cada vez era más ancha la sombra que había dejado en el corazón de la madre su decisión de abandonar los estudios. La costumbre familiar era otra, el trabajo en el taller se había convertido en un callejón sin salida, y el sueldo del hijo, necesario para la economía doméstica después de la muerte del padre, se manchaba de grasa infeliz y de mala conciencia por la insatisfacción cotidiana del condenado perpetuo a los tornillos. Que volviese a estudiar no parecía posible, aunque fuese lo más lógico. A Rionda, un muchacho electricista que se había hecho inseparable de Pedro, le gustaba entrar al despacho y quedarse con la boca abierta delante de la enciclopedia Espasa:
—La verdad, Pedro, teniendo esta joya en casa no sé cómo has dejado de estudiar. Quien guarda una enciclopedia guarda un tesoro. ¿Por qué no estudias algo?
Al niño le gustaba Rionda. Era un hombre muy agradable, rubio, con los ojos azules, un amigo de esos que le iban a enseñar a jugar al fútbol en la calle. Años después, cuando los diccionarios, los libros y la política entrasen a formar parte de su vida, la memoria del poeta Ángel González defendería una imagen nítida de Rionda, asombrado ante el tesoro de la enciclopedia, con ese respeto propio de los obreros socialistas que identificaban las escuelas con la libertad y confiaban en una cultura capaz de hacerles entender, dominar y transformar letra por letra el mundo. Ni era el caso de Pedro, que estaba huyendo de la cultura para tocar la vida con las manos, ni el niño tenía entonces memoria, porque las cosas estaban muy cerca, ordenadas por tomos, habitaciones y muebles, y todo lo que se iba tardaba muy poco en volver. Pedro consiguió permiso de su madre para marcharse a Galicia en busca de trabajo, aprovechando las dudosas ayudas de unas amistades lejanas, amigos de amigos, mundos desconocidos que consuelan de los mundos que se conocen. Entonces fue la madre la que le dio veinte duros y le pidió prudencia. Pedro tardó poco en regresar a casa, tres o cuatro semanas. Eran tiempos de crisis económica y el trabajo que encontró en una gasolinera apenas le había dado para vivir. Los huecos que dejaba el sueldo miserable se cubrían con los veinte duros, que se fueron deshaciendo en el bolsillo y en la cabeza hasta dejar el campo libre para hierbas peores.
Pedro volvió con la idea de alistarse en la Legión. La madre se negó en redondo. No, no, eso sí que no, de ninguna manera, a la Legión sólo va lo peor de cada casa, y tú no puedes hacer eso, repetía la madre, mientras buscaba una salida pacífica y razonable al nuevo sobresalto. La gravedad del caso le hizo pensar en su primo Félix, el hijo de la tía Clotilde, que fue llamado a Oviedo para que cumpliera por una tarde, en larga conversación con Pedro, el papel del hombre que faltaba en la casa. Aquella petición de auxilio significó un acto de valor por parte de María Muñiz. Félix era persona sensata, con una posición muy acomodada gracias al negocio de pañería que regentaba en Gijón, pero había cometido el desliz de enamorarse de la mujer de un ingeniero. Tía Clotilde le retiró el saludo a su hijo cuando la pareja, atreviéndose a oficializar una relación adúltera, puso domicilio y trajo al mundo un nuevo ser, el primo José Luis, tres años mayor que Ángel. Pero además de paños menores, el comercio de Félix ofrecía buenas gabardinas para protegerse de las lluvias del norte. María Muñiz pasó por alto el escándalo de la sociedad gijonesa y el enfado dolorido e inconsolable de la tía Clotilde, y llamó a Félix para pedirle ayuda. Fue el primer cónclave familiar al que asistió el niño.
—Vamos a ver, Pedro, ¿qué quieres hacer?, ¿qué te gustaría hacer? Porque eso de la Legión tú mismo sabes que es un disparate, supongo que lo dices por decir, que no lo habrás pensado en serio.
El tío Félix hablaba con una voz cordial, poniéndose de parte de Pedro, pensando por Pedro, como si quisiese que Pedro hablase a través de él, que las palabras de Pedro saliesen de sus propios labios. Y las palabras de Pedro, salidas de los labios del tío Félix, entraban no sólo en el corazón de Pedro, sino en el cuerpo diminuto de su hermano Ángel, que andaba entretenido en otras cosas, ausente de una conversación que, sin embargo, se quedaría en él para toda la vida. Las palabras de los mayores entran en el oído de los mayores, pero se quedan flotando en el aire de una habitación hasta mezclarse con la luz en la memoria de los niños. Las palabras, los nombres, las historias de familia, los olores del desayuno que se ha preparado en la cocina, los ruidos de la calle forman parte del suelo sobre el que se aprende a andar. Las sorpresas también:
—Vamos a ver, Pedro, no sé… ¿A ti te gustaría, por ejemplo, navegar? Conozco a un marino que puede aceptarte en su tripulación.
Los ojos de Pedro se iluminaron y respondieron antes que sus palabras. También el brillo de unos ojos puede quedarse en la memoria, el brillo de los ojos de Rionda ante la enciclopedia Espasa, el brillo de los ojos de Pedro ante el mar y los puertos del mundo. Claro que sí, claro que le encantaría navegar, dejar la tierra firme, vivir de verdad las aventuras de piratas y de monstruos marinos que sus hermanos Manuel y Maruja habían leído en los libros. El niño se acostumbró una vez más a despedir y dar la bienvenida a Pedro, que se iba y volvía como todas las cosas cercanas, como el día y la noche, como el tío Félix y la tía Clotilde. Pedro fue aceptado en un barco de cabotaje, y durante unos meses navegó frente a las costas del mar Cantábrico. Mientras trabajó de cocinero, Pedro volvía a casa mejor de lo que se iba, moreno, robusto, con la felicidad en la piel y en las historias de sus navegaciones. Cuando atracaba su barco en Gijón, corría a Oviedo para comer en casa y llevarle al niño pequeños regalos de marinero y algunos cuentos del mar Caribe nacidos frente a las playas de La Coruña o de Santander. La madre estaba feliz, convencida de que su hijo había encontrado un porvenir seguro sobre las aguas. Pero el mar es movedizo y está en su condición no respetar por mucho tiempo la tranquilidad de los hombres. No se sabe por qué cambiaron de destino a Pedro. Fue palero, ese tipo de marinos del infierno y de las bodegas más ocultas del barco, encargados de echar el carbón en la caldera, y entonces comenzó a llegar escuálido, ojeroso, sin demasiadas ganas de hablar ni de comer. En una de sus visitas, decidió quedarse en Oviedo, buscó trabajo en un taller de automóviles y allí se mantuvo firme hasta 1934, esperando con sus compañeros de la UGT y del PSOE a que se levantase por los mares, las aldeas y las ciudades de Asturias el gran oleaje de la Revolución de Octubre.
El niño sigue caminando con los pies descalzos. La puerta de la habitación de Pedro, que antes era la de Maruja, está cerrada. Como todo va y viene en los días de sol, al amparo de un tiempo detenido, dócil a su dueño infantil, Ángel no sabe si su hermano se ha ido a fabricar tornillos, o a navegar, o a componer motores de automóvil. Su habitación está cerrada y muda, frente a la puerta de la calle, por donde entrará de un momento a otro. La puerta de la calle queda en el ala izquierda del pasillo, antes de la despensa y la cocina. Pero como suele decir su hermano Manolo, en esta casa no se entra por la puerta de la calle, se entra por los ojos. Al lado de la despensa hay un cristal pintado de blanco, con un agujerito por el que es posible espiar a todos los que tocan el timbre. Un cajoncito en una máquina de coser, un hoyo en el que colar una bola, una barra de hierro para hacer ejercicios gimnásticos, una mirilla en un cristal blanco, las casas están llenas de pequeños secretos que los niños confunden con el mundo. Ángel sabe la importancia del cristal blanco porque ha ido muchas veces en brazos de su madre a mirar por el agujero. Hay que tener cuidado, hijo mío, no se abre la puerta sin saber quién llama. En el despacho tenemos el dinero de los maestros, mucho dinero, y un día alguien puede darnos un susto.
El niño comprende que las calles dan de vez en cuando algún susto, pero en la mayoría de las ocasiones las plazas y los parques son una extensión de la casa, y las visitas que entran por la puerta de la calle o por los ojos parecen gentes amables, amigos de sus hermanos, familiares de Pravia, maestros que saludan con respeto, buenas tardes, señora, ¿la encuentro en un buen momento?, y que esperan con una sonrisa tímida y las manos juntas, agradecidas, a que su madre les pague la nómina, o vecinas que llegan a pedir un favor, o a hacerlo, o a llevarse al niño por las escaleras y los pisos del número 8 de la calle Fuertes Acevedo. Las García Tuñón, vecinas del primero derecha, forman un torbellino de nombres, María Rosa, Avelina, Ángeles, Carmen, Sarita, Araceli, un tumulto de brazos y risas que llega y se va en confusión, sin que el niño atine a unir los nombres con los rostros. Sólo puede individualizar con exactitud a la madre, doña Rosa, viuda también como su madre, y a Ángeles, que es la que más entra por la puerta en busca de sus tres hermanos, aunque su carácter deportista, contundente, casi viril, la ha ido acercando más a Pedro, con quien le gusta pasar las tardes y hacer ejercicios gimnásticos. Don Pedro González Cano, atento a las ventajas de una educación completa, había colocado una barra de hierro en un extremo del comedor para que sus hijos trabajasen los músculos con afán de salud física y superación espiritual. Las flexiones y las páginas capturan el porvenir porque vienen una detrás de otra, igual que los días o los meses. Los músculos y la moral dependen de la autoexigencia. La barra fue un secreto más de la casa, y el niño la recuerda unida a los nombres de su hermano Pedro y de Ángeles, la única García Tuñón que identificaba entonces en el tumulto de caras, voces y nombres que formaban sus vecinas del primero.
Con ellas estaba cuando sufrió su primer ataque de cólera. El pasado hace nido en sus súbditos por diversas razones, y una de ellas es la vergüenza, más poderosa a veces que la felicidad o el miedo. El niño se avergonzó durante años del escándalo que había formado en el Campo de San Francisco por culpa de un azar desgraciado, poco grave, pero muy repugnante. Menos mal que no estaba esa mañana su hermano Manolo con las García Tuñón, aunque las sombras de su padre y del abuelo Muñiz torcieron el gesto con el deseo de dejar claro que estaban asistiendo a un espectáculo intolerable. El paso de los años haría que el niño avergonzado se disolviese en el hombre maduro dispuesto a perdonar aquel ataque de cólera, y a interpretarlo como otro síntoma más de una primera infancia muy protegida, muy amparada, mimada en exceso, como si las desgracias del pasado avisaran ya de las posibles tragedias del futuro y la realidad aconsejase encerrar al tiempo en una pecera de agua templada. En torno al niño debían ponerse a danzar, a aparecer y desaparecer, su madre y sus hermanos, y la tía Clotilde, y el tío Félix, y el primo José Luis, y doña Aurorita Casero, la vecina del primero izquierda, y don Adolfo P. Villapadierna, el médico del segundo derecha que había estudiado con la misión única de remediar las anginas y los empachos del niño, y doña Rosa, y José Antonio García Tuñón (que se estaba esforzando en ser farmacéutico para poder despachar en la botica de la calle Doctor Casal las recetas firmadas por el doctor Villapadierna), y sus seis hermanas, que entraban en la casa por la puerta y por los ojos bajo una confusión de voces, rostros y nombres, para hablar con Pedro y con Maruja, o para llevarse al niño a tomar el sol en el Campo de San Francisco.
Estaba con ellas una mañana de domingo cuando un hombre desconocido y desgraciado, con más pinta de pollo chulo que de señor, descargó sus flemas pulmonares sobre las tierras santas del Campo de San Francisco. Pero el esputo no llegó a tierra, porque encontró en su camino un zapato de charol recién estrenado por el niño. Los alaridos debieron de oírse en los balcones de la calle Fuertes Acevedo y hasta en las faldas del Naranco o en la cumbre nevada del Aramo. Las hermanas García Tuñón se precipitaron a afear las poco higiénicas costumbres de aquel imprudente señor y quisieron devolverle al zapatito su perdida dignidad, pero tardaron poco en quedarse paralizadas ante el furioso impulso justiciero o vengativo del niño, que se negaba a quedarse quieto, y perseguía al infortunado criminal, gritando como un loco:
—¡Ha sido él, que lo limpie él, que lo limpie él!
Un intruso había osado interrumpir la perfección de la existencia, la tranquilidad del reino privilegiado que atendía y vigilaba una multitud de cortesanos complacientes. Era justo que acatase la sentencia y que pagase con el deshonor la fechoría cometida. Otro intruso, vestido de limpiabotas, acertó a pasar por allí, y aportó una solución intermedia. El caballero imprudente delegó en él la tarea de limpiar el zapato, de satisfacer al niño y de calmar a las hermanas García Tuñón:
—Anda, límpiale los zapatos al rey de la casa.
Así volvieron a brillar, sin heridas ni eclipses graves, el charol de los zapatos y los pasos marchosos del pollo. Una vez arregladas las cuentas, el charol y el pollo siguieron disfrutando de la luminosa alegría dominguera en el Campo de San Francisco.
Son las cosas que ocurren cuando se abre la puerta de la calle y el niño baja las escaleras en brazos de sus familiares o de alguna vecina. Pero en el recorrido por el interior de las habitaciones no hay ninguna amenaza. Aunque lleve los pies descalzos no recordará el frío, sólo la luz cálida que se extiende por la casa como el olor a café que sale de la cocina. Oye a su madre trajinar en la cocina, está a punto de correr hacia ella, duda y prefiere aprovechar su soledad, cruza el comedor, rodea la mesa grande, las sillas de madera noble, deja a un lado el aparador, con su espectáculo de cristalerías y porcelanas, se mira unos segundos en el espejo. Ahí está él, pequeño, sigiloso, desabrigado y feliz, dispuesto a escapar enseguida del marco de yeso plateado para adueñarse de la galería. Los ventanales de la galería dan al Naranco, y por ellos entrará el sol de la tarde. Ahora llega una luz limpia mezclada con la naturaleza, los prados verdes y las rocas que se elevan hasta tocar el cielo en un lugar tan misterioso y lejano como la raya del horizonte. A la izquierda está el biombo que hizo Pedro para partir en dos la extensa galería y cubrir la puerta del retrete. No puede evitar una mirada rápida a los juegos florales que cubren los bastidores del biombo. Llamaradas de sol y de color se apoderan de la tela fruncida.
Antes de volverse hacia la derecha, el niño sabe que no va a encontrarse esta mañana con lo que debería esperarlo allí, la máquina de coser y la silla de Nieves, la costurera que viene de vez en cuando a componer los sietes, pespuntear los manteles, coser las faldas de Maruja o asegurar los falsos de los pantalones de sus hermanos. Ayer desaparecieron la máquina de coser y la silla de Nieves, y su madre puso unas tablas en la esquina de la galería para bordar un mundo de musgo, pastores, pequeñas casas, caminos de serrín, montañas de cartón y papel, ríos de plata, nevadas de harina y animales definitivamente domésticos. El niño coge el perro del pastor, y no ladra. La mula y el buey no protestan cuando los saca del pesebre, y los besa, y los muerde, antes de dejarlos con cuidado en su sitio. El mundo está quieto, todo ocurre a la vez, con el cielo azul, las estrellas luminosas, la nieve sobre los montes, las lavanderas arremangadas en el agua cálida del río, los ángeles mezclados con las vacas y los hombres, y los Reyes Magos recorriendo tras sus pajes un exótico y largo viaje que puede medirse por centímetros.
El niño deja todo como está y corre a buscar a su madre a la cocina. La madre lo ve entrar, lo levanta en brazos, lo besa, aparenta que se enfada, le regaña por haberse quitado los calcetines con el frío que hace, le frota los pies, lo lleva al dormitorio, le pone unos calcetines y unas zapatillas, y le avisa con verdadera emoción de la sorpresa que espera en la galería.
—Mira, ya lo he terminado. ¿Qué te parece el belén de este año? Ahí está el pesebre, ahí va a nacer Jesús, tan pobre y tan desamparado. Pero los Reyes Magos vienen por el puente, cargados de regalos, sin importarles las lanzas de los soldados romanos o las órdenes de Herodes. Igual traen regalos también para ti, así que a ver cómo te portas. Y no rompas ninguna figurita del belén. El sábado próximo es Nochebuena.
Ángel González a los cuatro años.
El niño no recordará el frío de diciembre en el suelo de la casa, la mordedura del invierno en sus pies descalzos. Sentirá una luz templada cubriendo la piel de la memoria, un sol pintado con lápices de colores, la seguridad de los patos que nadan en un paraíso o en un río sin zorros, el amparo de un mundo propio, en el que las cosas están en su sitio y todo lo que sale por la puerta de la calle acaba por volver, y entra en casa por los ojos, o por la mirilla del cristal blanco, y permanece fiel a sí mismo, como las figuras del belén, que se mantienen caminando, o cortando leña, o lavando, en el mismo lugar donde se las deja. El niño aprende, se apodera del mundo, atesora datos en compañía y en soledad, gracias a las historias que cuenta su madre, a las lecciones de su hermana Maruja y a los paseos solitarios a través de los minutos de silencio y de descuido que ofrece la vida de la casa. La madre no sabe que, unos minutos antes, Ángel ha buscado el belén que dejó a medio hacer la noche pasada, cuando llegó la hora de que lo llevasen a la cuna. No sabe que ha cogido el perro, y que ha mordido la mula y el buey, y que lo ha puesto después todo en su sitio. El niño intuye que se acabarán las Navidades, que los pastores y las ovejas regresarán a una caja de cartón, bien envueltos en papeles de periódico, y que la silla de Nieves y la máquina de coser volverán a la esquina de la galería y esperarán allí mucho tiempo, otro año, otras tardes de lluvia y de sol, de pantalones y de faldas, para desaparecer y dejar de nuevo sitio a las tablas del belén, a las figuras que saldrán un año más de sus envoltorios como las fiestas salen de los almanaques y de los días laborables.
El niño intuye eso, pero no sabe que el belén será cada vez más pequeño, que él irá creciendo, y su madre lo dejará definitivamente en el suelo, y será cada vez más alto, y verá los pastores cada año más lejos, en un mundo ancho y ajeno, que es en verdad todo un mundo, un mundo difícil, porque los cielos no son siempre azules, ni las estrellas brillantes, ni los inviernos cálidos, ni los ríos de papel de plata. Todavía no comprende el significado del oro, el incienso y la mirra. Por eso no tiene frío en los pies.