24.Un mal pronóstico

24. Un mal pronóstico

Sintió una extraña ilusión, una amistad íntima, desde hacía tiempo desconocida, que volvió a hermanarlo con el paisaje, la parte del mundo que descansaba bajo el sol delante de sus ojos. Al notar la luz limpia y cálida que entraba en la habitación, se había acercado a la ventana. El campo enfermo, pálido, delgado, ojeroso, dormía con una respiración tranquila, como si sólo tuviese interés por dejar pasar el tiempo, las semanas, los días, las horas, los segundos. Pero en el cerezo que durante tantos meses había visto desde la cama, siempre negro y seco, advirtió el brote de nuevas hojas, un brillo verde y diminuto que temblaba con alegría y que le hizo fijarse con más atención en el cielo despejado, en la cordialidad esponjosa de la tierra, en el rumor tímido de vida que caía sobre los arbustos desperdigados igual que el canto de un pájaro o el murmullo de un río.

Llevaba mucho tiempo sin sentirse unido a la realidad que veían sus ojos. Antes incluso de que el doctor Cossío le diagnosticara una tuberculosis grave, las desgracias y la descomposición de las ilusiones habían impuesto una sensación de distancia aguda, de despego irremediable. Las casas y los barrios devorados por la ruina fueron reemplazados por nuevos edificios, pero nada se levantó sobre las calles de la misma manera, nada consiguió devolverle el sentimiento de pertenencia. Todo parecía crecer y pasar en falso. Ahora, al descubrir los síntomas de la primavera en el campo, desde la ventana del dormitorio en el que había vivido los últimos ocho meses, recuperó de golpe la convicción de estar vinculado a un paisaje, y respiró con los pulmones más limpios y libres. El reposo absoluto, interrumpido sólo por la visita de los amigos de Asturias, obligaba a permanecer encerrado en uno mismo, al margen de un mundo que llegaba casi siempre a través del oído. En la casa habilitada para la maestra del pueblo, justo encima de la escuela, Ángel había oído vivir a Páramo del Sil, pasar con las esquilas de sus animales bajo la ventana, acarrear la leña, tocar las campanas, enterrar a los muertos, llenar de silencios o de gritos los días grises del otoño, las horas congeladas del invierno. Sólo la presencia del cerezo en la ventana lo había acompañado como una metáfora de su propia paciencia solitaria. Por eso le había conmovido descubrir los nuevos brotes en sus ramas, y por eso tomó conciencia de la realidad de su salvación, de la buena suerte de todos sus esfuerzos de vida, la mañana en que vio al árbol cubierto de flores blancas, teñidas con el rosa soleado de la carnalidad.

En situaciones extremas, el miedo no se vence, el único recurso es pensar en otra cosa. No se iba a engañar a sí mismo, no cabía ninguna duda de que la situación era grave. Lo habían sugerido los ojos indecisos y acobardados de don Adolfo Villapadierna, y luego lo confirmaron las palabras del doctor Cossío. La enfermedad de Ángel resultaba peligrosa, una nueva catástrofe familiar, una amenaza que no era comparable con la pleuresía de su hermano Manolo, sino más bien con la leyenda mortal de Lucía González Pulido, la hermana de la abuela y de la tía Clotilde, la joven consumida por la desgracia antes de cumplir los veinte años. Los abanicos dedicados por sus pretendientes a la joven Lucía rodaban por los cajones y los desvanes de la familia como un testimonio hiriente de que algunas vidas se cortan antes de tiempo, antes de cumplir sus propios destinos, de poder elegir una profesión, un novio formal, una traición o una lealtad, un color, el tono blanco o negro de las huellas que se dejan en la memoria de los demás.

En eso pensaba Ángel cuando no conseguía pensar en otra cosa. La posibilidad de decir sí o decir no, de comportarse como un padre autoritario o tierno, de ser un personaje aventurero o un señor de orden, de elegir entre los estudios de Derecho o de Filosofía y Letras, se puede ver cortada de repente por una enfermedad irremediable, y la vida queda hueca como un guante vacío. Mejor no preocuparse por el futuro, no aventurarse a cubrir distancias que pudieran estar infectadas por la muerte. A sus diecinueve años, Ángel no estaba en condiciones de desconocer la gravedad de su situación. Vivía tan asustado como Soledad, Maruja y su madre, pero se esforzaba en olvidarse de su propio miedo, dispuesto a dejar pasar los días para que la rutina ayudase con su disciplina, sus regalos y sus estupideces a pensar en otra cosa. Los libros en la mesa de noche, los cuidados de la familia, las largas cartas de los amigos, el duelo con el termómetro y con las décimas vespertinas, las pequeñas incomodidades, las visitas felices sirvieron de ayuda cotidiana, pero sobre todo se aliaron con Ángel en la necesidad de expulsar al futuro de las preocupaciones inmediatas. Mañana será lo que sea, pero hoy debo comer bien, leer, conseguir una buena postura en la cama que esconda el dolor de la espalda, las agujetas del descanso, dormir la siesta y escribir una larga carta a Manolo para agradecerle el envío del libro de Pablo Neruda. El porvenir se había llenado de predicciones peligrosas, casi de fatalidad trágica, y era mejor no insistir en él, evitar las miradas de larga distancia. La primavera y el cerezo en flor le regalaron la sensación carnal, instintiva, de que su invierno también estaba pasando. Las apuestas verdaderas son un trabajo diario, una sucesión de pequeños pasos cotidianos, más persistentes que las grandes decisiones y los saltos de longitud hacia días remotos, esas fechas confundidas con la palabra mañana. Una ciudad se hunde, una casa deja de pertenecer a su dueño y queda en manos de los huéspedes, una vida se horada, se convierte en un hueco o en una caverna, nada responde ya a ninguna existencia sólida, hasta que de pronto, una flor de cerezo vuelve a darle sentido al mundo.

Esto hay que tomárselo muy en serio, doña María. Yo soy especialista en enfermedades del aparato digestivo, y prefiero que vaya usted de mi parte a la consulta del doctor Cossío. No conozco en Oviedo un tisiólogo más capacitado. La elegancia solemne y cordial de Adolfo Villapadierna se había convertido en una preocupación seria. Su voz dudaba igual que sus ojos, no se atrevía a mirar de forma abierta hacia ellos, como si se sintiese culpable por la crueldad de confirmar a su vecina la mala noticia que ella había adivinado desde que vio el pañuelo de su hijo manchado de sangre. Un remordimiento extraño le hacía escribir con prisa y letra pulcra la dirección de otro médico, de otra consulta. No quería dar falsas ilusiones, ni sonreír en vano, ni ser el encargado de hablar con toda claridad de los malos presagios que flotaban sobre el estado de Ángel, un muchacho de diecinueve años al que había visto nacer, jugar y sobrevivir en medio de la desgracia.

El doctor Cossío estudió por rayos al enfermo, le pidió que se vistiera, cerró los ojos, los abrió, miró hacia la ventana, se pasó la mano por la cabellera blanca, se sentó detrás de su mesa, tomó unas notas, escribió, tachó, volvió a escribir, levantó por fin la cabeza y puso mala cara. El frío de los aparatos médicos, el roce de la piel desnuda con las superficies metálicas y las láminas de cristal, la humillación de enseñar el cuerpo desnudo ante un desconocido se parecen mucho a la angustia que producen las palabras que no se quieren oír. Todo da vueltas con lentitud mientras se persigue la expresión de un rostro y se espera la gravedad de un diagnóstico. Camino de la consulta el enfermo puede ponerse en lo peor y en lo mejor, y una madre puede asumir con dureza la realidad y luego engañarse, pensar que ha sido una falsa alarma. Pero las palabras del médico ponen fin a las cábalas, fijan la situación sin vuelta atrás, definen la nueva realidad, la partida que se va a jugar y las posibilidades de ganarla. El doctor Cossío no quiso asustar, pero sus consuelos, sus muestras de ánimo y sus buenos deseos eran una prueba inequívoca de que debían ponerse en lo peor.

—Señora, la enfermedad es grave, tiene cavernas en los dos pulmones. En el derecho, las heridas son muy serias. Algo más suaves en el izquierdo. Pero hay que luchar, hay que intentarlo. Su hijo debe guardar reposo absoluto, y alimentarse bien, lo mejor posible. La buena alimentación y el reposo son fundamentales, y si tienen oportunidad busquen un sanatorio en la montaña, un lugar de clima seco y limpio.

—¿Y medicinas? Alguna medicina, por cara que sea…

—Están dando buenos resultados unas inyecciones de oro, unas ampollas con sales de oro que fortifican las partes blandas del cuerpo. Se llaman Orosanil.

La rehabilitación de Maruja y, sobre todo, la obligación de buscar plaza lejos de Oviedo, en un pueblo de la montaña leonesa, se habían convertido de pronto en una bendición. Doña María escribió a Maruja, y la hija se apresuró a volver con ánimos renovados, decidida a compartir el miedo y a ofrecer soluciones. Ángel sentía miedo por su vida y dolor por su madre. Doña María intentaba ocultar su propio dolor para que no se le notase el miedo por el destino de Ángel. Soledad miraba con sus gafas de culo de vaso y, por primera vez, parecía no saber qué decir, a quién protestar, hacia dónde mirar para distinguir, aunque fuese de manera confusa, un rayo de luz, un indicio de que la fortuna pensaba cambiar de estrategia y mostrarse por fin piadosa con los habitantes del tercero izquierdo, número 8, calle Fuertes Acevedo o, qué más daba ya, avenida de Galicia.

Maruja llegó con noticias y posibilidades de ayudar, de hacer planes, de salir de la quietud y consolar a su madre con un nuevo horizonte. Páramo del Sil tenía el clima indicado, era el pueblo perfecto para combatir la tuberculosis. Había una vivienda amplia encima de la escuela, con grandes ventanas al campo, que podía ocupar la maestra con su familia.

—Es el lugar más apropiado para que Ángel cumpla su reposo. Algo nos tenía que salir bien, y Páramo del Sil es un regalo en esta situación. Os venís conmigo, Ángel se acuesta y come, tú lo cuidas, los dos me dais compañía, y yo me encargo de la escuela.

—¿Y qué hacemos con los huéspedes? ¿Les dejamos la casa?

—De los huéspedes me encargo yo —se apresuró a afirmar Sole con deseos de participar en la estrategia del salvamento, aunque después no pudo morderse la lengua, porque la nueva ilusión le había devuelto las palabras—. Claro que, si me quedo aquí, deberán prometer muy seriamente que no le van a faltar cuidados a Ángel.

—No le han faltado nunca cuidados, Sole.

—Pues está tuberculoso, señora.

—¡Sole!

—¡Señora!

El teniente coronel Ramírez, su joven esposa Carmelina y Álvaro Faes se quedarían al cuidado de Sole, decidida a llevar la casa y a quedarse en tierra, lejos del enfermo, como mejor manera de colaborar en su curación. El sacrificio de la lejanía formaba parte de su entrega íntima, y eso le daba derecho a refunfuñar, con los cristales de las gafas llenos de lágrimas. A doña María, para dar su visto bueno, sólo le quedaba confirmar que en ese pueblo de la sierra hubiese un practicante que supiera ponerle a su hijo las inyecciones de Orosanil. Pero el doctor Cossío, condenado a borrar las preocupaciones particulares a costa de aumentar el miedo total a la enfermedad, le confesó que no debía preocuparse por los practicantes, que en realidad no servían de mucho. Aún no se había extendido en España el uso de la penicilina o de la estreptomicina, y las inyecciones contra la tuberculosis eran entonces más un consuelo, un apoyo moral, que un remedio científico.

—No se preocupe por el Orosanil. Mucho más eficaz será el clima de la sierra, lejos de la niebla y de la humedad. Váyase cuanto antes con su hijo. Que se alimente bien, que guarde un reposo absoluto, y a esperar, no podemos hacer otra cosa que esperar.

Ángel había soñado en muchas ocasiones viajar lejos de Oviedo en busca de una vida sorprendente, feliz y lejana. Pero su primer recorrido de larga distancia nada tuvo que ver con el futuro. Mientras el tren se dirigía a León y los paisajes de los valles y las montañas se iban sucediendo en la ventanilla, no podía albergar más ilusión que la de hacer un viaje de vuelta. Debía ser capaz de regresar, cruzando los mismos puentes, los mismos árboles, los mismos barrancos, las mismas aldeas, hasta llegar a su ciudad de siempre, para habitar en su casa de huéspedes y estudiar Derecho, una carrera que no le gustaba, pero que abría mil puertas a la hora de ganarse la vida. Y de eso se trataba ya, de ganarse la vida, de estar acostado muchos meses para mantenerse de pie, de respirar sin otra pretensión que la de respirar, hasta que pasase el tiempo y los bosques volviesen a poblar la ventanilla del tren en dirección a Oviedo. La estación, la calle Uría, el Campo de San Francisco, la avenida de Galicia, el edificio de la universidad y la torre lejana de la catedral serían los encargados de expedirle a sus pulmones un certificado de buena conducta.

No todo el mundo estuvo dispuesto a ayudarle en la aventura. El viaje era complicado, porque había que cambiar varias veces de tren, León, Ponferrada en dirección a Villablino, y ya en Páramo del Sil, buscar un carro de vacas que los llevase hasta la escuela. Al llegar estaba lloviendo, y el pueblo parecía más gris, más oscuro que el cielo, como si todo el mundo tuviese prisa en dar por terminado el verano. No le resultó fácil a Maruja encontrar un carromato, y la espera fue triste y desamparada, porque el jefe de la estación decidió cerrar el edificio.

—¡Pero no ve usted que está lloviendo!

—Lo siento, señora, aquí no pueden esperar. Tengo que cerrar. Ya no pasa otro tren hasta mañana.

Los dejó en la calle, cansados y sin conocer el lugar, con un equipaje que no era propio de un viaje de placer, sino de una mudanza modesta, con grandes maletas, paquetes y un colchón enrollado.

—Siento desconocer el nombre de aquel cabrón. Estaría bien sacarlo con sus dos apellidos en esta historia —me dice Ángel, que recuerda la desolación de su madre, desatando las cuerdas del colchón y extendiéndolo como un parapeto improvisado para que se cubriera de la lluvia—. En los meses de reposo dibujé mucho, mucho, me hacía autorretratos, acostado, levantado, gordo, esquelético, con alas de ángel o con boina de campesino. Imaginaba y dibujaba las escenas del pueblo que no podía ver, y me vengaba de las malas personas con unas caricaturas muy ilustrativas. Al jefe de la estación que nos tuvo una hora bajo la lluvia, hasta que mi hermana llegó con el carromato, lo dibujé con los ojos saltones, las cejas malvadas, la lengua fuera y las orejas de lobo. Después se me confundió su rostro con otro personaje al que tardé más en conocer, el secretario del Ayuntamiento, una verdadera pieza, un facha de cuidado. Como el pueblo pertenecía a una zona de mineros, las cartillas de racionamiento eran generosas, porque se entendía que resultaba necesario aumentar la alimentación. La maestra tenía derecho también a una ración doble, y esa idea le hizo concebir a mi hermana la ilusión de llevar a rajatabla el consejo del doctor Cossío, reposo absoluto y buena alimentación. Pero aquel facha del Ayuntamiento le negó la doble ración, sin más explicaciones que una sugerida amenaza. Se limitó a dejarle claro que lo sabía todo, su republicanismo, el castigo y la rehabilitación, un destino vigilado fuera de Asturias. Así que era mejor no ponerse muy exigente con los derechos. Me enteré por las conversaciones de Maruja con mi madre. Como nunca lo había visto, dibujé otros ojos saltones y otras orejas de lobo, parecidas a las del jefe de estación. Tampoco recuerdo su nombre, no puedo decírtelo, es una lástima…

El mal y el bien dependen de cada uno, forman parte de la conciencia y de la condición humana. Pero hay situaciones en las que el mal y el bien se convierten en formas de entrar en sociedad, de tomar partido, y se confunden con la autoridad o la complicidad. Ya no se trata sólo de ser buena o mala persona, sino de dejar claro a qué bando se pertenece, qué valores se respetan, qué jerarquía es necesaria para que el mundo se mueva en la dirección correcta. Llevar en carro bajo la lluvia a una maestra, con su madre, su hermano, su equipaje y su colchón, y no cobrar, negarse a coger el dinero, podía significar que ya lo sé todo, señora, no hacen falta más palabras, no vamos a hablar, no es bueno arriesgarse a hablar, pero yo también he perdido una guerra, y también soy un depurado, y ayudo a los míos como una forma de seguir resistiendo, de servir de enlace con las ilusiones y los sueños que ahora están escondidos en el monte. Tampoco le hacían falta muchas palabras al secretario del Ayuntamiento para dejar clara su postura de autoridad, sus negativas, y los ideales que defendía con su actitud, más allá de ser una buena persona o un canalla. Las personas se diluyen en un nombre, se pierden en el tiempo, se hacen historia hasta formar parte de la nada. Pero la carpeta azul recuerda lo que Ángel ha olvidado, aunque para comprobarlo debamos dar un pequeño salto en esta historia y adelantar el momento de la recuperación definitiva, cuando el futuro volvió a formar parte de sus preocupaciones y el antiguo enfermo de tuberculosis se vio en el trance de regresar a la vida y elegir un trabajo. El documento que acredita la toma de posesión de Ángel González Muñiz, el 7 de marzo de 1947, como maestro sustituto oficial de la Escuela Nacional de Primout, está firmado por el secretario del Ayuntamiento de Páramo del Sil, don Adolfo González Díez.

El otoño, el invierno y la primavera pasaron por la ventana del dormitorio y por los ruidos que llegaban desde la calle. Ángel volvió a sentirse sumergido en un mundo infantil, sin más obligación que obedecer. Los gritos de las niñas al salir de la escuela y al despedirse de la maestra se confundían con la disciplina inocente de tomarse sin protestar un vaso de leche, acabar la sopa o comerse el último trozo de carne. Tenía tiempo para todo, para leer, escribir largas cartas, volver a leer y quedarse dormido con un libro en las manos. Los libros y las cartas eran la única forma posible de combatir la inmovilidad, de imaginarse los paisajes desconocidos o de participar en los acontecimientos lejanos. Cuando la soledad menoscaba la existencia o le arrebata una parte de su sentido, uno se acostumbra a vivir para contarlo, y a veces, aunque exista una distancia infinita entre los acontecimientos y las palabras, se tiene la sensación de que nada concluye hasta que no está puesto por escrito. La costumbre de contarse la vida por carta se había consolidado en el grupo de amigos cuando Paco Ignacio y Amaro se fueron a Gijón. Paco Ignacio confesaba sus aventuras amorosas y sus diabluras biográficas con una vibrante capacidad narrativa que llenaba las cuartillas de humor, complicidad sentimental y faltas de ortografía.

Nada más llegar a Gijón, Paco Ignacio formalizó su noviazgo con Mari Carmen, una niña de catorce años. Usaba calcetines blancos, como todas las niñas de Gijón, que esperaban pacientemente a cumplir los quince para comprarse las primeras medias. Paco Ignacio anunció su amor por carta, y se extendió en la historia de Mari Carmen, para que ningún amigo se atreviese a ponerle un defecto. Además de belleza incomparable y una rabiosa alegría en su carácter, contaba con una historia familiar conmovedora. Su padre había desaparecido la noche del 5 de enero de 1936 cuando su barco, el José María Martínez, sufrió un accidente con un destructor inglés. Esa misma tarde le había comprado un regalo de Reyes, un estuche amarillo con abalorios de colores para hacer collares. Durante la guerra, su madre la llevó a Tazones, un pueblo pesquero asturiano donde vivía el tío Eulogio. Allí fue a buscarlas otra vez la mala suerte, porque la irrupción de los moros victoriosos supuso la muerte del tío Eulogio y de sus hijos. La madre se salvó, pero no salió libre de vergüenza. Fue condenada, por una denuncia del cura del pueblo, a que le cortaran el pelo al rape. Mari Carmen recogió en su delantal blanco el pelo de su madre, se despidió de Tazones y se dedicó a crecer de nuevo en Gijón, con paciencia y alegría, como el pelo de su madre, en espera del momento propicio para ponerse calcetines blancos, y luego medias de sport, y finalmente medias de nylon. Paco Ignacio se enamoró de ella cuando todavía llevaba calcetines blancos, y, como era aficionado a escribir, se dedicó a contar por carta la verdadera y emocionante historia de su amor. Las confesiones postales tuvieron una consecuencia literaria. Los primeros versos conocidos del poeta Ángel González pertenecen a una carta de respuesta, escrita en Oviedo, en 1943:

No sé por qué

me ha conmovido tanto,

la historia de tu novia

con calcetines blancos.

Ahora, con el vértigo de la enfermedad de Ángel, las cartas se quedaban en poco, una dedicación precaria, un apoyo demasiado débil para el amigo en peligro, y Paco Ignacio ideó la elaboración de una revista de ejemplar único, que viajase regularmente de Asturias a Páramo del Sil, con colaboraciones incluso del propio Ángel, que debían viajar primero de Páramo del Sil a Asturias, empujadas por el viento de una correspondencia incesante marcada por las bromas, las informaciones, los poemas, los cuentos y una juvenil afirmación de deseos y principios. Paco Ignacio se convirtió en un torbellino lento y minucioso delante de una máquina de escribir, mil ocurrencias de futuro novelista elaboradas con dos dedos y mucha atención, folios escritos con grandes espacios en blanco destinados a los dibujos, cartas pidiendo colaboraciones a amigos perezosos, y la voluntad de construir un imaginario puente triangular entre Gijón, Oviedo y Páramo del Sil. A finales de septiembre de 1944 llevó el cartero a casa de la maestra un sobre con el primer número de la revista, titulada El Material, y subtitulada Órgano dibujado del extintor del materialismo. El contenido demostraba que las alusiones al materialismo carecían de sentido político, porque se trataba más bien de una discusión sobre asuntos amorosos entre Paco Ignacio, partidario de las relaciones platónicas, y Manolo Lombardero, defensor de un acercamiento más carnal a las mujeres. Ángel aparecía con buen aspecto en los dibujos, con un pijama alegre y gordo como un globo. Junto al materialismo de la alusión a su estado de reposo absoluto, había que hacer también una declaración optimista de fe en el futuro. Como se trataba de ver la vida color de rosa, los amigos se dirigían a él, acostado y nutrido, con el nombre de la Odalisca, y lo condecoraban con la piratería y los versos de Espronceda.

Después de varios envíos la revista se atuvo a la denominación más exacta de A Páramo del Sil, y al subtítulo más declarativo de Revista de los Maquis de la Literatura, hecha y dedicada al Señor Ángel González. Y el señor Ángel González, a veces Angelaz y a veces Odalisca, porque siempre tuvo la virtud de atraer nombres extraños sobre su destino, era un guerrillero melancólico, aficionado a los crepúsculos, a los jardines con rosas y a los paisajes heridos, gracias a la lectura de la Segunda antolojía poética de Juan Ramón Jiménez. Combatía el hastío y el miedo a la muerte con la imaginación de una naturaleza triste, matizada, con grandes álamos al borde del río, y no le costaba trabajo situarla en los alrededores de un Páramo del Sil desconocido todavía para él. Cuando su hermana Maruja leía en voz alta algunos poemas, ¡Oh dulzura de oro! ¡Campo verde, corazón con esquilas, humo en calma!, Ángel se sentía vivir en el mismo paisaje, pertenecer al mismo mundo, compartir los mismos sentimientos de pesadumbre. Estaba afortunadamente poseído por Juan Ramón Jiménez, su primera gran influencia. Los paseos que no podía disfrutar por culpa del reposo, los campos que no contemplaba, las siluetas que se quedaban al otro lado de la ventana, las nostalgias que no sabía explicarse entraban por sus ojos y sus venas cada vez que se encerraba en las páginas de la Segunda antolojía. Y ya está hablando el jazmín / con tu alma… / y ya mis hojas / están de plata, a la luz / de la luna melancólica.

—A ti, Juan Ramón te está volviendo un cursi —le dijo Paco Ignacio, interrumpiendo la lectura del poema.

—Eres un bruto, no sabes lo que estás diciendo.

—Claro que lo sé, no me gustan ni los poetas oficiales que cantan los himnos de la Victoria, ni los decadentes que pisan crepúsculos. La poesía tiene que aprender mucho de Colón.

—¿Pero no quedamos en que el materialista era yo? —preguntó Manolo, muerto de risa.

—Colón, el único que hace buena literatura es Colón.

Manolo, Benigno, Amaro y Paco Ignacio habían reunido el dinero necesario para pasar la Nochebuena en Páramo del Sil. El alcalde los alojó en casa del cura, que acababa de morir hacía una semana, y pudieron comprobar la calidad de la alimentación rural en los tiempos del hambre, con el monte y los corrales al alcance de la mano, gracias a las costumbres adquiridas por el ama en su trato con la iglesia. Llegó a hacerles un flan de doce huevos.

—¿Siempre se come así? No me extraña que te estés curando.

—Creo que eran costumbres del cura… Pero no puedo deciros cómo vive la gente aquí, es la primera vez que salgo.

Las gentes de Páramo tenían por fin la oportunidad de ver al hermano de la maestra, que vivía encerrado encima de la escuela por culpa de la enfermedad, y Ángel caminaba por primera vez las calles, miraba las casas levantadas sobre la roca, se mezclaba con los campesinos que bebían su aguardiente en la taberna penumbrosa y disfrutaba de los paisajes del río, de las lejanías, las brañas con el ganado, los picos en la sierra, las estrellas multitudinarias y ruidosas en la oscuridad del cielo, habitado por la luz como una plaza pública. Daba gusto mirar las estrellas. Fueron apenas dos salidas tímidas, un pequeño paseo por los alrededores y una cena en casa del cura, precedida de una visita a la taberna, pero bastaron para que Ángel descubriera la realidad del pueblo, hasta entonces un fantasma juanramoniano en sus oídos y en sus imaginaciones, y para que el grupo conociese a Colón, un personaje extraño, un loco callejero que deambulaba de un sitio a otro, siguiendo los pasos de la caridad, y que tenía la costumbre de pasar las Navidades en Páramo del Sil. Hasta los campesinos de la taberna, que no habían apartado sus ojos de la cazalla mientras la pareja de la Guardia Civil pedía la documentación a los visitantes del hermano de la maestra, dejaron su vaso, se dieron la vuelta y sonrieron por encima de su pesadumbre cuando Colón les explicó a los recién llegados un capítulo decisivo de la historia de España. Del mismo modo que unos rasgos elegantes se hunden en la piel de un cuerpo degradado, o una ropa de buena calidad se convierte poco a poco en un harapo, el vocabulario más rico naufragaba en el sinsentido:

—Cristocolomba desembarcó en el Perú con diez mil caballeros, con veinte mil caballeros… Es extraordinario, todas las familias se pusieron verdes, y tú también, José María, por muchos años te pusiste verde de caballeros y de indios con plumas de papagayo, y hasta en la villa de París se pusieron verdes al enterarse de que Cristocolomba estaba en el Perú, como mi hermana. Pero entonces, dime, José María, ahora qué van a amar los hombres que habitan en la Villa y Corte de Madrid, los hombres que no vieron los escombros del río y las caras reflejadas en las olas del mar. No hay peste peor, cinco veces peor, seis veces peor, una peste mucho peor para ti, José María, y esto es lo principal, Cristocolomba desembarcó en el Perú, y si no, José María, toma quince, veintiuno, veintiocho y mil cuatrocientos.

—¡Qué maravilla!

—Ese José María debe de ser Pemán, y desde luego hay mucha más literatura en las parrafadas de este Colón que en los poemas patrióticos de Pemán. Estas vacaciones han merecido la pena, a pesar del dinero que nos quiere sacar el alcalde. Hemos descubierto a Colón, y hemos comprobado que tú no te vas a morir.

Ángel debió esperar hasta la primavera, hasta que las ramas del cerezo se llenaron de minúsculos brotes verdes y luego de flores orgullosas y temerarias, para perderle el miedo a la enfermedad y convencerse de su propia victoria. La excitación de sentirse vivo le facilitó una nueva hermandad con el paisaje, un sentimiento olvidado de pertenencia, de ocupar un lugar que podía pisarse, tocarse, describirse. Bastaba con salir a la calle. Las huellas de sus zapatos volverían a hundirse en la tierra, a marcar un territorio particular, como hacían los animales al dejar su olor en la corteza de los árboles, como había visto, cuando era niño, hacer a su gato Topín, al rozarse con los muebles de la casa y con las piernas de sus dueños.

Ángel se acercó a la primavera con un libro de poesía en las manos. Manolo Lombardero le mandaba libros. Si de los sobres normales salían cartas de amistad y de los sobres grandes surgían nuevos y esperados números de la revista, con los sobres más gruesos llegaban libros como los Veinte poemas de amor de Pablo Neruda, el Romancero gitano de Federico García Lorca, o la Antología de Gerardo Diego, que ya había tenido la posibilidad de leer en casa de los Taibo. Los libros se amontonaban en la mesilla de noche, en las estanterías, rodeaban la cama, se iban acercando a los cuadernos llenos de dibujos y de borradores de poemas, y a la mesa grande que ocupaba el costado izquierdo de la habitación, en la que había una máquina de escribir y una pila muy ordenada de folios en blanco, parecidos, aunque menos rosados, a la flor del cerezo.