22. Los huéspedes
Las guerras son menos crueles cuando suceden en el año 58 antes de Cristo. Llega la sangre a los ríos, pero se trata de cauces lejanos en el espacio y en el tiempo, de aguas en las que sólo pueden bañarse los pasados remotos, las tribus desaparecidas, las legiones borradas por la historia y las traducciones de latín. No resultaba demasiado grave una violencia que había extendido su tela de araña entre secuanos, helvecios y romanos, y que descargaba sus glorias y sus desgracias en nombres como Orgetórige, Ariovisto o Cayo Valerio Procilo. Las aguas del Ródano y los años anteriores a Cristo quedaban muy lejos de Oviedo. Mucho más duros habían sido los partes de guerra que desmenuzaban los nombres de la cuenca minera de Asturias o de los alrededores de la ciudad, con sus balas calientes y sus cristales rotos. Pero tampoco faltaban peligros en aquellas estrategias librescas de ocupación latina, porque algunos profesores se dejaban fascinar por los estandartes del Imperio y por las palabras de Julio César. Exigían fervor y perfección a la hora de traducir historias bélicas que les procuraban una íntima legitimación vital.
No convenía descuidarse con los efectos secundarios de la Guerra de las Galias. Una tarde de primavera, animado por sus progresos en la endiablada asignatura y dispuesto a sorprender a los compañeros del instituto, Ángel tuvo la idea de pedirle ayuda a Carlos, el huésped seminarista que llevaba un mes viviendo en la casa. Apoyado por el saber de la Iglesia, todopoderosa en lenguas muertas y en consignas vivas, el esplendor de sus traducciones no sólo debería servir para que se reconociesen sus conquistas reales en una disciplina que tantos sufrimientos le había causado, sino que bien podría motivar un prestigio casi milagroso, el éxito de un afán de perfeccionamiento, el respeto merecido por alguien que había logrado pasar en unos meses de la nada al todo y de las bofetadas a los laureles. Además de las lecciones generosas de don José Rodríguez, el apoyo casero del seminarista iba a ser definitivo. Poco trastorno le causaría a Carlos dedicar al latín uno de sus muchos ratos desocupados o alguna de las horas infinitas que gastaba, encerrado en su cuarto, en la meditación solitaria.
Los huéspedes formaban parte ya de la vida cotidiana de la casa, eran un decorado más de la rutina, una presencia conocida, un mueble con el que no se tropezaba al caminar por el pasillo o por el comedor a oscuras. Incluso se habían despertado de forma natural algunos afectos. Cuando cambiaron de destino y dejaron la ciudad, los uniformes de don Rafael y don Camilo no habían perdido del todo sus aristas, pero tampoco provocaban la desolación interior de los primeros días. Las estrellas en la bocamanga y las solapas de sus guerreras no cortaban como un cuchillo cada vez que se abría la puerta de la calle. Durante las comidas y las cenas, preparadas por Soledad con un ánimo inquebrantable y sin quejarse nunca del trabajo que se le había acumulado, llegaban a surgir conversaciones normales, desahogos melancólicos que se enredaban con discreción en el pasado, recuentos familiares y alguna confesión sobre los beneficios que cada cual esperaba del futuro. Sólo había que evitar alusiones directas a los dramas personales sucedidos durante la guerra, saber lo que era conveniente dejar a un lado, mantener la delicadeza obligada por la situación de cada uno, para que las palabras fluyesen y se pudieran contar en la mesa historias salpicadas de ciudades, madres, padres, ascensos, novias, oficios en la vida civil y tímidas justificaciones sobre los pasos inevitables, y muchas veces sorprendentes, a los que conduce la vida.
Don Rafael y don Camilo se despidieron de la casa insistiendo en el calor de una verdadera amistad y en su disposición a ayudar, a facilitar la existencia de la familia de doña María en todo aquello que estuviese en su mano. Don Rafael nunca dejó de visitar la casa de la avenida de Galicia cada vez que sus trabajos como ejecutivo de una empresa de comunicación le obligaron a volver a la ciudad. De todas maneras, a doña María le causó una satisfacción íntima que empezaran a llegar huéspedes vestidos de paisano, dedicados a profesiones alejadas de las armas, los desfiles militares y los himnos patrióticos. Parece que Oviedo vuelve a civilizarse, le comentaba a Soledad en la cocina, con una sonrisa más descansada, como si a la sopera, los platos y las cucharas de la casa se les quitase un peso de encima. Las transiciones suceden poco a poco, matiz a matiz, y el primer paisano que llegó no tardó en confesar que era seminarista y que, en una situación de crisis íntima, había decidido darse un tiempo, buscar retiro en una ciudad sin familiares ni amigos, para meditar sobre su vocación. Convertirse en sacerdote y cantar misa suponía un compromiso muy serio, una apuesta que exigía estar seguro de las propias fuerzas y de la capacidad de sacrificio. Resultaba más oportuno obrar con prudencia, extremar el autoconocimiento y la vigilancia, antes que precipitarse en un fracaso doloroso.
Carlos era un joven delgado, alto, de manos alargadas y blancas, y con modales muy propios de la Iglesia a la hora de moverse, saludar, sonreír con humildad y pronunciar las pocas palabras con las que participaba en las conversaciones. Un murmullo silbante e imposible de interpretar salía de sus labios cuando rezaba con devoción antes de cada comida. Ángel sólo lo había visto nervioso la tarde en la que pidió permiso para que se quedara a dormir en su cuarto un primo que iba a llegar desde Burgos con la intención de visitarlo y de conocer las evoluciones de su ánimo. Debía de tratarse de otro seminarista, porque llegó con las mismas manos alargadas y blancas, y la misma forma de saludar, sonreír y pronunciar sus palabras comedidas. Antes de quedarse dormido, Ángel oyó a su madre y a Maruja comentar en la cama la extraña visita. Compartían una sospecha, claro que sí, habían descubierto la causa de la crisis religiosa de Carlos y de su misterioso confinamiento en Oviedo. La homosexualidad no era una rareza en los seminarios, desde luego que no, pero este chico parecía que se estaba tomando en serio la elección entre su vida religiosa y sus tentaciones carnales.
Ángel, por el contrario, no se tomó en serio los recelos de las mujeres de la casa, simples exageraciones, desvaríos propios de quien convive con extraños y necesita imaginar los detalles de sus pasados y las causas de sus comportamientos y de sus silencios. No sintió ninguna incomodidad junto al seminarista, ni le importó quedarse a solas con él en casa, ni le vino a la cabeza el mal rato pasado con Mohamed en la puerta de la buhardilla de los gemelos. Quiso, por el contrario, aprovecharse de la amabilidad con la que Carlos se interesaba por sus estudios, y una tarde le pidió ayuda para traducir un fragmento difícil de la Guerra de las Galias. Los ojos del seminarista se endurecieron de pronto, un frío terrorífico salió de sus pupilas, desbordó su rostro y cayó sobre la mesa del comedor, en la que Ángel hacía los deberes. Asustado por la reacción del huésped, le invadió un deseo imposible de esconderse entre las páginas del diccionario de latín o en el interior de su cartera. ¿Qué pasaba? ¿Qué había desatado aquella ira seca en el seminarista? Carlos miraba a Ángel como una fiera que acabase de caer en una trampa. Tomó el libro, leyó, permaneció de pie, miró hacia la puerta de su cuarto, hacia la mesa, volvió a leer, y con voz imperiosa le ordenó que copiara:
—Venga, copia. Salve, Dios te salve, Reina y madre de misericordia, llena eres de gracias, por ti suspiramos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas…
Dejó el libro en la mesa, después de haber recitado de mala manera unos fragmentos descosidos de la oración, y se encerró en su cuarto. No quiso cenar esa noche, y a la mañana siguiente Soledad comprobó, al pedir permiso para arreglar la habitación, que había desaparecido. El seminarista se fue sin despedirse, ni arreglar las cuentas. A los pocos días se recibió la visita de tres hombres con poco aspecto de seminaristas. Eran un comisario y dos agentes que preguntaron por Carlos y registraron su cuarto, una inspección inútil, porque el desaparecido había puesto mucho cuidado en no dejar nada, ni una agenda, una maleta, una fotografía, al huir del domicilio. Ya no estaban allí las cosas que Soledad veía cada mañana cuando entraba en la habitación. El comisario no tenía intención de alarmar, pero tampoco podía callarse las fatales consecuencias de los excesos de confianza. La familia fue informada de que había tenido hospedado a un delincuente muy peligroso, miembro de una de las bandas criminales más buscadas por la policía.
—Ya decía yo que era muy raro un seminarista sin Biblia —se desahogó Sole—. Además, siempre tenía cerrada la maleta con llave.
—¿Pero tú espías a los huéspedes? No hay que preocuparse, mamá, por el futuro de la casa, contamos con un buen servicio de seguridad.
—Déjate de bromas y ponte a estudiar. Buena falta nos hace que te conviertas pronto en un hombre de provecho.
La única ayuda fiable para avanzar en el conocimiento del latín seguía siendo José Rodríguez Álvarez, el hermano de Alejandro Casona, dramaturgo de éxito antes de la guerra y autor de Flor de leyendas. ¿No te parece un poco cursi?, había preguntado Ángel a Paco Ignacio, cuando Manolo Lombardero le regaló el libro para darle una bienvenida cómplice a la librería Cervantes. Bueno, sí, bastante cursi, pero es estupendo que cuente las historias de la Biblia como si fuesen leyendas, junto a otros episodios mitológicos de dioses paganos, magos y caballeros medievales. Como literatura fantástica, la Biblia tiene mucha gracia, ¿no te parece? Los santos son más divertidos dentro de una fábula que encima de un altar. Paco Ignacio sonreía al defender de ese modo el libro de Casona, porque no estaban los tiempos para despreciar la ayuda de nadie, y mucho menos de un dramaturgo exiliado, autor de obras como Nuestra Natacha.
Hijos de don Gabino y doña Faustina, un matrimonio de maestros, los dos hermanos Rodríguez Álvarez habían heredado la vocación pedagógica. Alejandro encauzó su fe educativa hacia la literatura infantil, una apuesta novedosa en España que le valió en 1932 el Premio Nacional de Literatura por la publicación de Flor de leyendas. José, que había estudiado Derecho en la Universidad de Murcia, volvió a Oviedo y a la profesión de sus padres para abrir el colegio Fruela en la calle Cimadevilla. Cuando se comprometió a ayudar con el latín a Ángel, José Rodríguez no hizo más que recordar sus deudas de respeto y amistad con Manuel Muñiz y Pedro González Cano. Comprendía el malestar que le causaba al alumno la obligación de acudir a un instituto en el que respiraba con dificultad, avasallado por un aire hostil. El odio al latín no era sino el síntoma acuciante de una enfermedad más profunda. Por eso no dudó en ofrecerle una solución a doña María:
—Este colegio es de pago, pero tenemos la obligación de conceder algunas becas. Ángel sin duda se merece nuestro apoyo. Es un muchacho con grandes posibilidades. No se preocupe usted, déjelo de mi cuenta, ya ve los progresos que ha hecho en latín. Creo que lo más conveniente para él es que se matricule en el colegio y que acabe aquí el bachillerato.
La oferta de Rodríguez Álvarez fue aceptada con alivio por doña María, y Ángel inició el curso 1941-1942 como alumno de quinto año en el colegio Fruela. No le resultó difícil convencerse allí de que iba a ser un hombre de provecho, porque el mundo era mucho más habitable en un aula dirigida por don José. Además de enseñar latín, se encargaba de las clases de historia. Con una letra redonda y elegante, era capaz de condensar el paso de las civilizaciones y de las dinastías en cuadros sinópticos que todas las mañanas cubrían la pizarra. Nombres, rayas, flechas, círculos y más nombres, y más flechas conformaban el curso de los siglos. Acostumbrado a la obligación de elevarse hasta el pasado glorioso, de ponerse a la altura de los tiempos heroicos, para sacar de su pecho lo que en él hubiese escondido de emperador o de santo, era reconfortante ver cómo los faraones de Egipto, los reyes godos o los generales romanos bajaban hasta una pizarra de colegio, para colocarse cada uno en su sitio, al alcance de los ojos de un alumno de bachillerato. Aquellos cuadros sinópticos de don José, y las clases de literatura del señor Mendoza, que sabía leer en alto con una voz convincente y profunda, le devolvieron a Ángel el orgullo de ser un alumno aplicado, como si la biblioteca de su casa, las conversaciones de sus amigos y los libros prestados por don Alfredo Quirós volviesen a tener relación con las horas de estudio y las notas de los exámenes. Las asignaturas del expediente escolar y las diversiones de los sábados por la tarde volvieron a pertenecer al mismo mundo.
El retrato que se hizo en Fotos Pardo para cumplir con los trámites de la matrícula en el nuevo colegio captó a un joven dispuesto otra vez a llevarse la vida por delante. Lo acompañó al estudio Paco Ignacio, porque le divertía mucho el modo de hablar del fotógrafo, que pronunciaba las palabras a la manera de los chinos. Dijese lo que dijese, se le llenaban los labios de eles. Mile pala el flente, mile a la cámala, pol favol. Las indicaciones no siempre estaban motivadas por exigencias artísticas, porque cuando los clientes eran sometidos a las estrategias de la composición fotográfica, mile pala allá, mile pala la delecha, se encontraban con un cartel escrito en perfecto castellano: «Los pagos por adelantado». Ángel no iba a pagar los recibos mensuales en el colegio Fruela, pertenecería al cupo de alumnos gratuitos, disfrutando de las atenciones de don José. Y estaba dispuesto a corresponder, a sentirse un alumno distinguido, con la mirada firme y el gesto serio, consciente de la importancia de su nueva aventura y de la responsabilidad que le demandaban los años que ya había cumplido.
No resultó demasiado difícil. Aunque los profesores representasen una saludable tradición pedagógica de cimientos liberales, los alumnos no brillaban por su preparación. Hijos de familias adineradas, buscaban en el colegio de pago una solución rápida a su falta de interés en los estudios y a los malos resultados académicos. Costaba poco trabajo sobresalir, sentirse bien con los propios conocimientos, recuperar el respeto por uno mismo, en aquel ambiente de profesores que abrían puertas y de alumnos que se cerraban en banda, con sus carteras cargadas de libros sin leer y de libretas con los deberes a medio emborronar. Incluso el padre Ángel buscaba su apoyo en las lecciones de apologética. A la hora de explicar las pruebas y los fundamentos de la religión católica, quiso empezar por los orígenes más sencillos y preguntó el primer día de clase:
—¿Quién hizo el mundo?
La sonrisa cómplice del sacerdote, dispuesto a meterse en honduras una vez señalada la primera evidencia, desapareció de golpe cuando un alumno respondió que el mundo lo había hecho su padre. El griterío se apoderó del aula, porque otros alumnos protestaron inmediatamente para reivindicar la importancia de sus padres respectivos en la creación del mundo. El espíritu triunfal de aquellos años, la costumbre de las condecoraciones por los servicios cumplidos, las exaltaciones de los sacrificios y de los martirios gloriosos, las hazañas de los caballeros mutilados se filtraban por las costuras de la realidad en las situaciones menos previsibles, poniendo incluso en peligro el prestigio de la divinidad, los equilibrios del Régimen y la paz del catolicismo nacional. El padre Ángel agradeció mucho que el alumno González Muñiz levantase la mano y restableciese el orden al afirmar con timidez que el mundo lo había creado Dios. Desde entonces, las lecciones de apologética buscaban la complicidad de un alumno descreído, que estaba ya irremediablemente acostumbrado a situar los episodios religiosos en las leyendas infantiles de Alejandro Casona. ¿Qué opina mi tocayo de este asunto?, preguntaba en clase el padre Ángel, y el alumno tocayo se limitaba a contestar con el catecismo en los labios, sin meterse en ese tipo de complicaciones a las que suele conducir la verdad personal en materia religiosa.
La misma actitud prudente le sirvió para elegir su nombre de guerra. Los alumnos del colegio Fruela jugaban al fútbol con pelotas hechas de papel. Manuel Avello, verdadero rey en este ejercicio de imaginación deportiva, oficiaba de Isidro Lángara, el mítico goleador del primer ataque eléctrico del Real Oviedo. Pero cuando los juegos derivaban hacia otro tipo de competiciones y de estrategias, los alumnos preferían adoptar nombres relacionados con la política internacional. La segunda guerra mundial daba para jugar al escondite, inventar excursiones intrépidas por la ciudad o retar al enemigo con preguntas geográficas sobre países conquistados o por conquistar. Sobre la política española era mejor pasar de puntillas. Los González, los Alas, los Rodríguez, los Caballero, los Álvarez-Buylla, los Bascarán, los Avello soportaban el peso de una derrota o una victoria demasiado cercana. Mejor jugar a los bigotes de Stalin y Hitler, o a saludar el paso de la tarde con la mano y la desmayada salud de Roosevelt, o a celebrar la capacidad sentimental de resistencia con el orondo buen humor de Churchill. A ver quién llega primero a la puerta de la catedral. Ha ganado Adolf Hitler. Ahora vamos a encontrar a Franklin Delano Roosevelt, que está escondido en un portal de la calle Cimadevilla.
Por tradición familiar, y porque desconocía aún el manto de crueldad con el que había cubierto los campos nevados de la Unión Soviética, el personaje preferido de Ángel era José Stalin. Pero convenía mucho mantener la prudencia, no dejarse llevar por las propias verdades, situarse dentro de los límites de una actitud precavida, tanto en las sesiones de cine controladas por los falangistas, como en los juegos inventados junto a los compañeros de bachillerato. Las cosas se iban apaciguando en su vida, pero Ángel no dejaba de ser el último representante de una familia de rojos. Pedro había escrito desde Chile, país en el que iba a instalarse mientras cambiaban las cosas en España. Después de pasar unos meses en un campo de concentración en el sur de Francia, había tenido la suerte de embarcar en el Winnipeg, el barco fletado por un poeta famoso, Pablo Neruda, para salvar a un grupo de republicanos españoles. Por fin tenemos noticias de Pedro. Nos hemos enterado de que está en Santiago de Chile, le anunció Ángel a Paco Ignacio, y va a volver en cuanto los aliados derroten a Hitler y a Franco. ¿Tú has leído a Neruda?
La familia de Paco Ignacio y Amaro también empezaba a recuperar la calma. En el horror hay matices, pliegues, y no era lo mismo una situación dolorosa que una tragedia. Benito Taibo e Ignacio Lavilla estaban en la cárcel, pero habían salido con suerte de los consejos de guerra. Cuando se presentó en comisaría, tío Ignacio era consciente de que la pena de muerte flotaba sobre sus hombros, como había ocurrido con otros periodistas de Avance. La camioneta que lo llevó a Avilés, donde fue juzgado por un tribunal militar, iba cargada de hombres. Sólo él, uno de los personajes más conocidos de la izquierda asturiana, volvió a la cárcel sin la condena máxima. Hubo quien pensó que la sentencia piadosa respondía al hecho de que el periodista se hubiese entregado por propia voluntad. Pero el azar jugó también sus cartas para que un rayo de optimismo sustituyera al miedo. Después de la celebración del juicio fue llamado por el presidente del tribunal. Cualquier cosa era esperable, un acto de humillación, el ritual paciente del gato con el pájaro herido, la crueldad del vencedor con la víctima, la justicia negra que no se sacia con la frialdad del veredicto y necesita regodearse en la llaga.
—Lavilla, ¿no se acuerda usted de mí? Fuimos compañeros en Bellas Artes. Los dos íbamos a entregar nuestra vida a la pintura.
Los recuerdos de un tiempo no sólo pasado, sino perdido para siempre, ayudaron en esta ocasión a la vida. Ignacio Lavilla volvió a la cárcel para seguir asistiendo a la descomposición de su mundo, para sufrir en su piel las sentencias ajenas, para enterarse un día de la ejecución de su amigo Javier Bueno, para estar hundido detrás de una ventana, o de una luz que no gozaba de libertad, pero que su familia podía ver desde la calle y guardar en un pañuelo o en la imaginación, como se guarda la llama de una vela en la noche, como se enciende una esperanza y se cuida para que no la apague el viento. En el horror hay matices, una situación dolorosa no es lo mismo que una tragedia, y Benito Taibo también tuvo suerte, porque el tribunal que lo juzgó no llegó nunca a enterarse de las responsabilidades que había asumido en el ejército republicano. Con la redención de pena y las necesidades de espacio que soportaba la justicia del Régimen, no era previsible que permaneciese mucho tiempo en la cárcel.
En el horror hay matices, pero ningún matiz permitía que Ángel González Muñiz se atreviese a elegir el nombre de José Stalin para jugar con sus compañeros del colegio Fruela, por mucho que ahora fuese el preferido del padre Ángel y que contestase con seguridad a las preguntas apologéticas en clase de religión. Como la prudencia no debe confundirse con la humillación, la dignidad familiar le impidió también enmascararse en las sílabas de Hitler o de Mussolini. Entre las opciones libres, la que le pareció más atractiva fue la de Winston Churchill, un demócrata, un cuerpo feliz amante de la buena mesa y del buen tabaco, una figura simpática y culta que sostenía cada palabra de sus discursos en grandes bibliotecas de volúmenes encuadernados en piel, una magnífica oportunidad para mantenerse alejado de Stalin sin pasarse al enemigo.
Los años le enseñaron a Ángel que el glorioso revolucionario soviético se había comportado como un dictador implacable y que el simpático demócrata inglés había hecho todo lo posible, con sus políticas de no intervención y su cinismo neutral, para que la República española fuese abandonada en manos de Franco. Primero apoyó las estrategias de Baldwin y Chamberlain; después, capitaneó la metódica salvación de la España militarizada, separándola de los totalitarismos derrotados en la Segunda Guerra Mundial. Aquel amante de la buena mesa fue uno de los responsables de que sus sueños infantiles hubiesen acabado sin compensación posible en una fosa de Salas, un barco navegando hacia el exilio, una Comisión Depuradora del magisterio asturiano, una casa de huéspedes y una luz encendida en una ventana de la cárcel de Oviedo. Conocida la historia, conocidos los acuerdos que se habían tomado en despachos diplomáticos y en reuniones secretas, descubiertas las tramas de la alta política internacional que habían corrido por los pasillos ministeriales y los universos telegráficos hasta detenerse en el otoño perpetuo de su adolescencia y su juventud, Ángel pudo pensar con toda justicia en Winston Churchill al escribir el poema «Final conocido», publicado en Procedimientos narrativos, un libro del año 1972:
Después de haber comido entrambos doce nécoras,
alguien dijo a Pilatos:
—¿Y qué hacemos ahora?
Él vaciló un instante, y respondía
(educado, distante, indiferente):
—Chico, tú haz lo que quieras.
Yo me lavo las manos.
En el curso 1941-1942, Ángel estaba lejos de sospechar las responsabilidades de la Gran Bretaña. Por eso se sintió cómodo bajo las sílabas del gobernante demócrata, y por eso sus compañeros de clase, cuando el señor Mendoza formulaba alguna pregunta de literatura, o don José buscaba el nombre de algún faraón, o el padre Ángel demandaba detalles sobre los orígenes del mundo, podían murmurar una consigna que llenaba de orgullo a su protagonista: «Que responda Churchill». El alumno distinguido recibía como agua de mayo en pleno otoño el ascenso que representaba pasar de percebe a Churchill, la satisfacción íntima de encaminarse a una nota media de 9,90, con un 10 al recoger la calificación de Religión, y otro 10 en el examen de Filosofía, y otro 10 junto a las palabras Latín, Griego, Geografía, Historia, Inglés, Física, Química y Educación Artística, y un 9,9 sobre su cabeza de chorlito para el Francés, y un 9 en Matemáticas, aunque por ser quien era, y en recuerdo de don Manuel Muñiz, hubiese debido sacar también un 10 en esta asignatura que tanta gloria le había dado a la estirpe familiar. Pero no había que exigir demasiado al destino, porque era un lujo sentirse Churchill con buenas notas, un hombre inteligente, gordo, feliz, fumador de puros, cuando no sólo se habitaba en una casa llena de huéspedes, sino que uno mismo se sentía un huésped molesto en una ciudad hostil.
Ángel había llegado a sentir que el huésped era él al caminar por un Oviedo desconocido, al recorrer los pasillos de un instituto extranjero, al respirar un aire que había agotado su fondo infantil de ingenuidad y que estaba obligado a compartir con gente extraña en cuanto se alejaba de su pandilla de amigos íntimos y de su familia. No había términos medios en una ciudad difícil. Quien no era una madre, una hermana, un amigo íntimo, aparecía como un enemigo. Las buenas notas propiciaron un cambio de atmósfera, le ayudaron a encontrarse consigo mismo, aunque sólo fuera para darse el gusto de volver a perderse, para sentirse con el derecho de despilfarrar su tiempo y sus buenas notas como cualquier otro muchacho.
El calendario de los sentimientos no admite cronómetros, no responde a un tiempo lineal y sistemático, no arranca las hojas de los días siguiendo un ritmo disciplinado. Después de largos periodos de estancamiento, se producen saltos de una longitud decisiva, distancias pequeñas que abren abismos en las preocupaciones y en los deseos. La misma pandilla que elegía como uno de sus lugares favoritos el cine Principado, porque tenía palcos y sillas de café, sillas redondas que puestas del revés empezaban a relinchar y ofrecían lomos y grupas de caballos con los que galopar sobre los caminos polvorientos del Oeste, esa misma pandilla que se entusiasmaba con la puntería de Ken Maynard y con su pasmosa tranquilidad de jinete solitario ante el peligro, empezó de pronto a obsesionarse por el vestido doblado en la silla del dormitorio, o por la mujer que despedía al pistolero en la puerta del rancho, o por las chicas que levantaban las piernas y marcaban con su piel la vertiginosa alegría del piano, o por la complicidad de los amores intermitentes y leales que escondían las puertas de los burdeles, o por los besos que apenas llegaban a insinuarse.
El prestigio de los domingos en la casa de Ángel o en las salas de cine fue desplazado por los paseos a cielo abierto. Se trataba de coincidir con alguna de las muchachas de Oviedo catalogadas por la sabiduría particular de la pandilla, y de sostener con ellas largas miradas persuasivas. Pero las verdades de la carne están condenadas a precipitarse incluso en los atardeceres de un otoño paralizado, porque no existen cronómetros fiables para los sentimientos juveniles, y la pequeña diferencia de edad de Benigno le concedió un domingo el honor inmenso de anunciar a los amigos, con un sigilo ruidoso de gritos en voz baja, que el sábado por la noche había acompañado a sus hermanos al Campo de los Patos, para disfrutar del placer mercenario. Y había aprendido a hacer el amor, y a besar bien, no a dar besos de adolescente ridículo, sino a besar bien, besos con lujuria, besos que muerden los labios y las obsesiones. Los burdeles del lejano Oeste cerraban y abrían sus puertas en Oviedo, a pocos metros de la vida cotidiana, de las miradas persuasivas, de las inalcanzables mujeres decentes, de los consejos de Sole cada vez que el grupo de amigos colocaba en su lugar los tomos de la enciclopedia Espasa y se iba a la calle, no hagáis tontadas, Paco Ignacio, no vayáis a meteros en líos, Amaro, cuida de Angelín, Manolo, no contestéis a las provocaciones, y que Angelín no beba, Benigno.
Benigno anunciaba sus éxitos en el Campo de los Patos, pero los consejos de Sole resultaban poco urgentes, porque ninguno de ellos bebía entonces, y todos habían aprendido con sus propias experiencias la utilidad de evitar la provocación y de salir corriendo sin vergüenza en situaciones extremas. Los peligros del amor, además, tenían menos que ver con las amenazantes enfermedades venéreas que con los bandejazos ruidosos en la frente. El episodio, de mucha importancia sentimental para Ángel, fue sin embargo protagonizado también por Benigno. Comprometido por una de esas molestas circunstancias familiares que ordenan la vida y desordenan con irritación los planes inmediatos, Ángel asistió junto a su madre a una representación navideña. La mula, el buey, San José y los pastorcitos eran insoportables, pero había que reconocer que la Virgen, encarnada por Pili la Cartera, tenía una belleza deslumbrante, y gustaba mirarla, aunque tanta perfección, tanta virtud, tanta castidad resultaban poco alentadoras para las maldades de los ojos y del pensamiento.
La suerte quiso que a la semana siguiente, mientras se dirigía a la consulta del dentista con el alma en el suelo y el cuerpo en un dolor de muelas, Ángel se cruzase por la calle con la hija del cartero. Quiso también que dos muchachos que charlaban en la puerta de un bar la piropearan con alusiones muy subidas de tono, y por la boca de la Virgen empezaron a salir los insultos más horrendos, las calificaciones más degradantes contra la virilidad física y espiritual de sus víctimas. Ángel se enamoró de inmediato de Pili la Cartera, y consiguió salir tres veces con ella, tres sábados de paseos por el parque, tres sábados de largos silencios, miradas persuasivas y conversaciones literarias que no debieron de convencerla demasiado, porque al cuarto sábado el infeliz y tímido amante volvió a ocupar su silla en el cine Principado, después de contarle a los amigos que su novia había decidido cortar la relación. Benigno, experto ya en asuntos del corazón, se ofreció a prestar ayuda.
Lo mejor era que Ángel escribiese una carta. Benigno se la entregaría en el portal de su casa, después de explicarle la catastrófica situación sentimental de Ángel. Llegado el día oportuno, el grupo de amigos se puso en acción, buscó a la muchacha y la siguió por la calle, cada vez con un paso más rápido, porque Pili la Cartera aceleró su marcha al sentirse perseguida. Cuando estaba a punto de alcanzar el portal, Benigno no quiso dar por fracasada su misión y echó a correr, sin darse cuenta de que la madre de Pili hablaba con una vecina en la calle y de que, por desgracia, tenía una bandeja metálica, brillante, sonora, entre sus manos. Antes de poder aclarar que se trataba sólo de entregar una carta en la casa de un cartero, la madre de Pili detectó al impertinente perseguidor de su hija y le dio con la bandeja en la frente, consiguiendo la exactitud vibrante de un músico que pone fin apoteósico a una sinfonía gracias al esplendor de los platillos.
El bandejazo a Benigno y los buenos oficios de José Antonio el Radioaficionado convencieron a Ángel de que eran más seguros por el momento los amores lejanos y las melancolías de los libros. José Antonio ocupó la habitación abandonada por Carlos el Seminarista. Sole, que no sufrió por la imposibilidad de saber lo que escondía en el equipaje el nuevo huésped, porque su maleta estaba siempre abierta, se sintió aterrorizada ante los misterios tecnológicos de un aparato de radio que permitía hablar, entre interferencias lluviosas y largos silencios, con voces nocturnas de España, Francia y Portugal. Señora, dígale usted que es peligroso. Sole, no te metas en la vida de los huéspedes. Pero, señora, pero, Sole, pero, señora, y así una y otra vez hasta que doña María se acercaba a José Antonio para preguntarle si tenía legalizado el aparato de radio.
—No se preocupe, doña María, todo controlado, por supuesto, todo controlado.
No era verdad. El maravilloso y simpático José Antonio no lo tenía todo controlado y su encontronazo legal con la autoridad causó dos trastornos sentimentales graves. La misma mañana de su boda con Rosa se presentó la policía para detenerlo por utilizar un aparato radiofónico clandestino. No fue un problema demasiado serio, porque José Antonio exculpó en todo momento a la familia, y los inspectores tardaron poco en comprobar que no se trataba de activismo político, sino de la afición inocente de conocer vidas y lugares del mundo a través de las ondas. Pero la pobre Rosa se quedó esa mañana compuesta y sin novio en el altar, y doña María, Maruja, Sole y Ángel, que iban a asistir por primera vez a una celebración después del levantamiento militar del coronel Aranda, regresaron de golpe a las preguntas de la policía, la humillación y la tristeza.
La clausura de la radio clandestina supuso también un inconveniente serio para Ángel. Gracias a José Antonio, había encontrado una musa lejana, una novia portuguesa llamada Maria Margarida Martin Araújo, hermana de un radioaficionado portugués. Los mensajes lluviosos de la voz se llenaron de claves secretas y de intimidad cuando a través de las cartas, dirigidas a la rua Augusto Gil, número 10, Guarda, Portugal, Ángel le explicó la importancia sentimental de la simulación. Cuando yo te diga que en Oviedo está diluviando, entiende tú que cada vez eres más importante para mí y que en cuanto pueda iré a buscarte para compartir contigo los mejores días de sol. Cuando te comente que se me ha estropeado el reloj, piensa que mis horas no tienen sentido sin ti y que por la noche sueño que paseamos juntos a la orilla del río y que te beso, pero no con un beso ridículo, sino con uno de esos besos que paralizan el tiempo, labios y dientes apasionados que muerden otros labios y otras obsesiones.
Ángel había pactado que, después de la boda, visitaría a José Antonio en su nuevo domicilio para seguir hablando por radio con Maria Margarida. La nueva irrupción lamentable de la policía le obligó a confiar todo su amor al servicio de correos, un grave inconveniente, porque el trato humano, aunque sea a través de las ondas y las distancias, ayuda a conservar el calor de los corazones. Después de unas semanas, se fueron espaciando las noticias de la rua Augusto Gil, Guarda, Portugal, hasta extinguirse por completo. Ángel pensó que tal vez se debía a que en una de sus cartas de amor le había confesado que sus compañeros de clase le llamaban Churchill. Tal vez Maria Margarida y su hermano fuesen partidarios de Stalin y considerasen al político inglés como un burgués reaccionario y peligroso. O tal vez fuesen partidarios de Hitler, y pensaran que Churchill era un enemigo imperdonable por sus convicciones democráticas y sus estrategias internacionales. Ángel nunca llegaría a saber si hubiese sido mejor firmar como Stalin o como Hitler. Lo único que ya había aprendido era que resultaba muy difícil contentar a todo el mundo. Cuando se habita en un lugar extraño, como un huésped vigilado y molesto, lo más prudente no es buscar un acierto definitivo, sino procurar no equivocarse más de la cuenta.