2.La carpeta azul

2. La carpeta azul

Eduardo González y María Teresa Cano, Manuel Muñiz y Adelina González, Pedro González y María Muñiz. Nombres, apellidos, más nombres, Joaquina, Ángel, Narcisa, José, y lugares como Oviedo, Riberas de Pravia, Las Regueras, San Juan de Trasmonte, Belmonte, Ondes, y una carpeta azul con muertos vivos, vivos que mueren y vivos de una muerte imposible. La historia es un correr de nombres, apellidos, paisajes, cuerpos, historias, papeles, caminos, afanes, saludos, despedidas, recuerdos y ambiciones con nuevos nombres de lugares y nuevos apellidos. Cuando Ángel González sube con paso lento a un escenario para leer sus poemas, tose, se mete en la boca un pequeño caramelo de menta que no engaña a sus pulmones de fumador, vuelve a toser, da las gracias al público asistente y comienza con unos versos de su primer libro, Áspero mundo (1956). Es, dice el poeta, algo así como su sintonía oficial:

Para que yo me llame Ángel González,

para que mi ser pese sobre el suelo,

fue necesario un ancho espacio

y un largo tiempo:

hombres de todo mar y toda tierra,

fértiles vientres de mujer, y cuerpos

y más cuerpos, fundiéndose incesantes

en otro cuerpo nuevo…

Ángel González no conoció en persona a los dos hombres más importantes de su vida. La realidad está hecha de materias flexibles, que se estiran y se contraen para llenarse de ecos. No todas las presencias reales son de carne y hueso. Del mismo modo que hay personas de muerte imposible, que siguen viviendo en la casa después de desaparecer, hubo muertos que estuvieron cerca del niño, gente muy conocida a la que nunca llegó a conocer. Se sentaron en el pupitre del colegio, vigilaron los juegos, salieron al balcón cuando se proclamó la República y bajaron al sótano asustados y confusos en los bombardeos de la guerra, porque sus vidas también corrían peligro, aunque llevasen mucho tiempo muertos. Después, al crecer el niño y necesitar menos ayuda, distanciaron sus apariciones, sus saludos, sus consejos, aunque no se fueron del todo a la tumba. Pasados los años, regresan todavía en la tos de Ángel, y desayunan de vez en cuando con él, empeñados en comentar las noticias del periódico. Si te viera tu padre, repiten algunas tías con dientes de conejo cada vez que cobran vida en los sueños. Si lo viera mi padre, murmura Ángel cuando desayuna café, galletas y noticias del reino en la cafetería Kontiki. El ancho espacio y el largo tiempo, el mar y la tierra, los cuerpos fundiéndose en otro cuerpo nuevo dejan costumbres de lealtad o antipatía, miedos, curiosidades, admoniciones, toda una sabiduría familiar del mundo que procura adaptarse al saber impersonal de la ciencia. El tiempo y el espacio dejan también unas cuantas fotografías, imágenes de antepasados con barbas, bigotes, levitas o faldas antiguas, y una carpeta llena de documentos. Ángel González conserva una carpeta azul, muy descolorida, en la que abundan los documentos de su padre, Pedro González Cano, y de su abuelo materno, Manuel Muñiz y García, los dos muertos más importantes de su vida.

Las vidas se resumen en una secuela de papeles. El papel arde muy bien, suele decir la gente. Pero no todos los papeles arden en la hoguera del tiempo. Lo que arde de verdad es la vida humana. Hay muchos papeles que se salvan del paso de los siglos, cruzan los motines, los inventarios, las mudanzas, las catástrofes domésticas, y acaban olvidados en un archivo oficial, o en un desván, o en el cajón de una mesa, como reliquias de un pasado cada vez más remoto, convertido en legajo, en letra seca, en certificación amarilla de la nada. Los nombres pierden su corazón, y los paisajes sus olores y sus lluvias, porque lo que nunca se salva de la hoguera, lo que de verdad arde, es la vida humana, la vida de las gentes que piensan que el papel arde bien, las existencias particulares con sus declaraciones de amor, sus avaricias y sus credos. El saber familiar confirma de siglo en siglo, de cuerpo en cuerpo, de casa en casa, de muerte en muerte, que los recuerdos arden con más facilidad que los papeles.

Existe vida después de la muerte. Los muertos viven mientras pueden sentarse en los pupitres de un colegio o bajar a desayunar a una cafetería para comentar con sus hijos y sus nietos las noticias del periódico. Después desaparecen, y quedan sus papeles en una carpeta azul. Ésas son las dimensiones de la vida. Cuando se cumplen todas las muertes de una carpeta o de una historia, los documentos quedan sin corazón, sin paisajes, sin huellas sentimentales, que manchan el papel como los borrones de tinta o las raspaduras. Es entonces cuando desaparecen por fin los antepasados, los padres y los abuelos, que todavía alientan como un recuerdo vivo entre las partidas de defunción, los títulos de bachiller y las hojas de servicio. En la carpeta azul de Ángel, se guardan también muchos documentos de María Muñiz, su madre. Papeles de mujer viuda, impresos relacionados con su trabajo como habilitada de los maestros de Siero y de Cangas de Tineo, cartas a la superioridad suplicando aclaraciones sobre la muerte de uno de sus hijos, seguros contra incendios, palabras y firmas que resumen la vida de un ser lleno de amor, acostumbrado a temer y a resistir. Temía el correr de los años con sus peligros, y resistía el peso de un tiempo paralizado, irrespirable, de calmas mentirosas, porque la vida es una contradicción de atrasos y prisas. Hay épocas en las que hasta los días de fiesta pasan al acecho, con las uñas sacadas y la paciencia nerviosa del cazador que está a punto de atacar. Pero la vida de María Muñiz se mezcló mucho, se fundió muchas veces mucho, en la vida de Ángel. Así que aparecerá con frecuencia en esta historia como una de esas personas vivas de muerte imposible. Será la compañía fiel de casi todos los capítulos, desde los primeros recuerdos en el piso de la calle Fuertes Acevedo, y trabajará en sus cosas, que son siempre las cosas de los demás, esperando a que el hijo crezca, y se haga poeta, maestro, abogado, y vaya a Madrid a buscarse la vida y pierda el reloj Certina que ella misma va a regalarle. Pero conviene dejar que pasen los años. Ahora es sólo el tiempo de dos muertos, de Pedro González Cano y Manuel Muñiz y García, los muertos que más han vivido en la existencia de Ángel.

Pedro González Cano nació en Ondes, a la seis de la mañana del día 3 de noviembre de 1879. En el detalle de la hora puede haber alguna inexactitud, porque su padre, Eduardo González Álvarez, acudió al Registro Civil de Belmonte el 9 de agosto de 1898, cuando Pedro estaba a punto de cumplir diecinueve años. La prisa no actuaba con voluntad burocrática sobre las aldeas de Asturias en el último tercio del siglo XIX. Era hijo legítimo de don Eduardo, labrador, domiciliado en Ondes, y de doña Teresa Cano Fernández. La letra limpia y picuda del escribiente nos dice también que sus abuelos paternos se llamaron don Ángel y doña Joaquina, y sus abuelos maternos don José y doña Narcisa. El azar disciplinado de la carpeta azul informa de los inicios de la vida de Pedro por culpa de su muerte. Por eso aparece y desaparece en esta historia como un muerto vivo. La copia de la partida de nacimiento fue pedida por María Muñiz, su mujer, el 19 de febrero de 1927, dos días después de quedarse viuda.

Los recuerdos de Ángel permiten todavía intuir la vida bajo los sellos oficiales y las firmas historiadas de la documentación. De muy niño viajó a Ondes, una aldea cercana a Belmonte, en el Concejo de Miranda. Desde aquel viaje, reelaborado por la memoria y el vaho, imagina los primeros años de su padre en un mundo de belleza primitiva, rocas altas y casas sin luz eléctrica, sin agua corriente, rodeadas de pequeños prados en los que se cultivaba la escanda, ese trigo de los campos humildes. El paisaje estaba dominado por laderas difíciles con vacas distraídas y piedras tramposas. Un camino silvestre subía hacia el pueblecito clavado en la montaña, con dos barrios de familias muy apiñadas. Preguntó por qué estaban tan juntas las paredes y las tapias de las casas, y la tía Rogelia le explicó al niño que en aquella tierra era conveniente buscar el calor de los vecinos para sentirse a salvo de la huestia. Los difuntos iban por el monte en Santa Compaña, con cirios en la mano, advirtiendo a los caminantes más temerarios de que la noche pertenece a las almas de los muertos. Andar de día, que la noche es mía, murmura la huestia, mientras pasa fantasmal delante de los campesinos que tienen la mala suerte de cruzarse con ella.

Nadie dudaba de que las almas que van a descansar en paz tienen derecho a quedarse algún tiempo entre los vivos, y por eso se dejaba abierta una ventana de la iglesia. Entraban sin reparos, buscaban como peregrinas fatigadas un rincón en el que ir olvidándose de sus menesteres y pasaban la noche en sagrado, tranquilas y en su sitio. Los muertos son huéspedes de los vivos, pero hay muertos y muertos, como hay vivos y vivos, y algunos hablan más de la cuenta, se valen de su información privilegiada, adelantan el futuro, amenazan, anuncian la muerte ajena, o se dedican incluso al bandidaje en los montes, y se hacen siervos del diablo. No era cuestión de arriesgar, las procesiones de la huestia tienen poco que ver con los consejos pacíficos de un abuelo o de un padre, dedicados a velar por el futuro de sus descendientes. Al niño no le extrañó que las casas de Ondes se apretaran para dejar poco espacio a los fantasmas de mala voluntad. Después, su hermano Manolo le dijo que aquella superstición se la habían inventado los monjes del monasterio de Santa María de Belmonte. El clérigo que cultiva pavores recoge buenas limosnas. Puede ser, en este mundo caben tanto las almas de los muertos como los monjes torcidos. Pero a Ángel le quedó en el fondo del recuerdo el paso triste de la huestia entre las brumas de un pueblo del siglo XIX, sin luz eléctrica, sin agua corriente, sin carreteras. Allí nació su padre, allí pasó su infancia y su adolescencia, corriendo por los prados de Callega y Panasquín, por el Huerto de Trillallomba, cansado de subir montañas, de segar la escanda, de correr detrás de las vacas, o de bajar con sus hermanos hasta las orillas del río Pigüeña, llenas de espuma, juncos y veranos.

Los contratos de compraventa reunidos en la carpeta azul sugieren que Pedro González nació en una familia de labradores humildes, premiada por el buen trabajo. Los papeles hablan de una discreta prosperidad. Don Eduardo compró poco a poco casas y prados. Además de Pedro, tuvo dos hijas, Rogelia y Ángeles, y dos hijos, Ángel y Santos. El que llegó más lejos de todos fue Ángel. Consta que murió en La Habana, Isla de Cuba, en 1924. Ángeles y Santos sólo llegaron a Madrid, ciudad en la que recibieron una parte de la herencia de su hermano Ángel. Entre el papel amarillento de la burocracia y los timbres del Estado, a veces se levantan como pájaros en un secarral los detalles familiares de la vida, el aire que respiraron los personajes, sus amistades y sus domicilios, las preferencias, las lejanías. Consta, por ejemplo, que Ángeles no había aprendido a escribir. El analfabetismo, según los documentos de la época, era una costumbre muy española, arraigada sobre todo entre las mujeres y los campesinos. Además de la rúbrica imprescindible de su marido, el tío Ramón Fernández, aparece la firma de un representante legal llamado don Enrique Rodríguez. Consta también que Ángeles y Ramón confiaron en Pedro, el respetable hermano profesor de la Escuela Normal de Oviedo. Firmaron en Madrid un poder notarial para que vendiese como estimara oportuno los bienes que aún conservaban en Ondes. Don Dimas Adanes Horcajuelo, notario del Ilustre Colegio de la Corte, da fe de esta buena hermandad, a 30 de diciembre de 1926. Lo que ningún notario, ninguna firma, ningún sello podían certificar entonces es que a Pedro le quedaban apenas dieciocho días de vida. La carpeta azul, junto a documentos relacionados con prometedores negocios, esconde un recibo de la parroquia de San Juan del Real de Oviedo, por un funeral de segunda clase. Se detallan los gastos de párroco, celebrante, vestuarios, sacristán, cantores, acólitos, campanero, túmulo, cera, sillas, reclinatorios y coadjutores. En total ciento setenta pesetas pagadas por una viuda.

Los números y las fechas parecen un camino llano, dos y tres son cinco, un año viene después de otro año. Antes de hundirnos en la carpeta azul, podríamos llegar a creer que las cifras son una herencia tranquila, un prado de veinticinco áreas que linda al norte con la geometría, al oeste con la aritmética y al sureste con la gran finca de la lógica. Pero los números y las fechas se convierten de pronto en un laberinto perturbador, amenazado por las puertas falsas y las salidas tristes. Cuidado con los números, le advertirá a Angelín pocos años después su abuelo materno, el también difunto Manuel Muñiz y García, camino del colegio. Cuidado con los números, porque pueden ser enteros, quebrados y mixtos, abstractos y concretos, homogéneos y heterogéneos, incomplejos y complejos, simples o dígitos, y compuestos o polidígitos. Gracias, abuelo. No conviene perderle el respeto a los números, sobre todo cuando se convierten en la memoria humana de una carpeta azul.

Pedro González Cano fue nombrado Profesor Provisional de Caligrafía del Instituto General de Oviedo el 29 de noviembre de 1902, con un sueldo de mil quinientas pesetas al año. Llegaba a buen puerto una historia desencadenada por una desgracia. Corriendo un día por el monte detrás de una vaca, tuvo una mala caída por culpa de una piedra tramposa y se fracturó la rodilla. Soldaron mal los huesos, quedó cojo de la pierna izquierda, incapacitado para las labores del campo, y hubo que buscar una salida honrosa en los estudios. La carrera de maestro era la tentación lógica para los muchachos que no nadaban en la abundancia, ni tenían padres con el poder de asegurar un puesto en la Administración. A la Escuela Normal Superior de Maestro de Oviedo fue Pedro en busca de un título, que consiguió sin dificultad en junio de 1902, a los veintitrés años. Había demostrado enseguida inteligencia para las matemáticas y vocación real de pedagogo, dos virtudes muy apreciables en una España que necesitaba arreglar sus cuentas con el pasado, tomarse en serio la educación futura de sus ciudadanos y salir de la miseria en la que estaba hundida. Eran dos virtudes también muy indicadas para ganarse la simpatía del director de la Escuela, don Manuel Muñiz y García, un respetado profesor de matemáticas, señor de chistera y levita, rubio, con bigote dignísimo, muy católico, pero muy liberal y querido en la ciudad, porque había enseñado a los comerciantes de Oviedo a sumar y a dividir con la publicación en 1880 de un libro titulado Cartilla métrica, o sea breve aplicación del sistema métrico decimal para uso de los establecimientos mercantiles. Desde entonces, los errores en las facturas, las cifras bailadas, los gramos de más o de menos fueron responsabilidad de cada establecimiento. En 1883, don Manuel había dado un paso más hacia la armonía ciudadana, recordando que las responsabilidades son siempre compartidas, al publicar sus Tablas prácticas para plantear el sistema métrico decimal necesario al comercio y las familias.

Manuel Muñiz vivía dentro de la Escuela Normal, en la casa destinada al director. Desde luego no era una existencia demasiado sedentaria, porque la dirección estaba sometida, como todo en España, a la ley de los turnos, los nombramientos y los ceses, hoy los conservadores y mañana los liberales, ahora Cánovas y luego Sagasta. Cuando gobernaba don Práxedes, Manuel Muñiz vivía en la Escuela; cuando ganaban las elecciones los conservadores, acusaba recibo del cese, empaquetaba sus libros, y acompañado de su hija María se iba a la calle, en busca de un domicilio extramuros del noble recinto pedagógico. No le importaba mucho. En realidad, su domicilio estaba donde estaba su hija, su única compañía, una muchacha rubia, de ojos azules, de cara agradable, y de cuerpo vistoso. María era una joven, por fortuna, más bien gordita. El padre y las tías estaban acostumbrados a obligarla a comer desde su nacimiento, cuando el médico diagnosticó una debilidad incompatible con la vida. Manuel Muñiz se empeñó en sacarla adelante. Pasaron los días, la niña resistió, se sobrepuso a las secuelas de un mal parto. Después, el padre la envió a Riberas de Pravia, para que la criasen el aire limpio y los cuidados estrictos de la tía Clotilde. Volvió feliz a Oviedo, convertida en una muchacha gordita y paciente, las dos virtudes más indicadas para llevarse bien con la tía Clotilde. María Muñiz vivió con su padre en la Escuela Normal —por entonces gobernaban los liberales—, y allí vio por primera vez a Cano, es decir al estudiante Pedro González Cano, más alto que bajo, más atractivo que guapo, más respetuoso que bromista, de pelo castaño en la cabeza y una barba discreta que servía para ocultar un mentón corto, y con una marcada cojera en la pierna izquierda.

No disimulaba Manuel Muñiz la simpatía por Cano. Cuando terminó sus estudios de Magisterio, lo propuso en nombre del claustro para una beca especial de la Excelentísima Diputación de Oviedo, que quiso celebrar así, premiando a maestros, el juramento del nuevo rey Alfonso XIII. Su graciosa majestad acababa de cumplir dieciséis años, y en su homenaje ya se repartían prebendas entre los súbditos. A Muñiz le gustaban los hombres hechos a sí mismos, pero pensó que a Cano no le vendría mal ahorrarse unas pesetas. Con motivo de esta ocasión regia, la diputación concedió a Pedro González Cano el dinero que costaba el Título de Maestro de Primera Enseñanza Superior. Así consta en una comunicación oficial del 23 de diciembre de 1902, firmada por Manuel Muñiz. Nunca des la espalda a la gente que merece ayuda, le repitió en muchas ocasiones el difunto Manuel Muñiz a su nieto Ángel. El difunto Pedro González Cano, en su condición de recuerdo vivo, también repetiría muchas veces al oído del niño que la dignidad no depende de los honores oficiales, ni del dinero librado por los bancos, sino de la honradez personal y del trabajo bien hecho. Hijo mío, no se lo digas a tu abuelo, que es muy religioso y no quiero que se moleste, pero los ateos debemos ser más honrados y más trabajadores que nadie, para demostrar que las personas decentes no necesitamos las amenazas del infierno a la hora de obrar de acuerdo con nuestra conciencia.

Manuel Muñiz.

Tía Clotilde.

María Muñiz.

Pedro González Cano.

Aunque Pedro González Cano y Manuel Muñiz se llevaron bien, hubo algunos secretos entre ellos. La cojera de la pierna izquierda se mantuvo en una prudente dimensión fisiológica. Cano nunca cometió el error de confesarle a Muñiz que no creía en la existencia de Dios y que se sentía republicano, poco dispuesto a tomarse en serio los derechos legítimos del Rey que acababa de jurar el cargo. Para que uno y uno sean dos, o cien y cien sean doscientos, no puede haber un uno que valga más que otro uno. Así no le salían las cuentas políticas a Cano. No era ése su sistema métrico decimal. Pero como se guardó mucho de confesárselo a Muñiz, hombre de la Restauración y de la Iglesia, un día pudo casarse con su hija María. El profesor Muñiz sólo alcanzó a ver en Cano lo que en él había de buena persona, seria, honrada, hecha a sí misma. Quizá imaginó en la vida del alumno aventajado una repetición de su propia historia, la aventura esforzada del joven aldeano que llegó a la ciudad dispuesto a ganarse la vida.

Manuel Muñiz había nacido en San Juan de Trasmonte, en Las Regueras, hijo también de una familia de modestos campesinos. Muy joven se trasladó a Oviedo para trabajar de dependiente y recadero en una tienda de ultramarinos. Pasear por la ciudad, buscar un hueco en el trajín del siglo XIX, le pareció más interesante que cultivar escanda. Prefería ver cómo se cerraban los tratos en la plaza de La Escandalera, cómo se llenaban los soportales del Fontán con la agitación de los hombres, las mujeres y los puestos de madreñas, cómo olía a vida y a cuero la calle Fierro, siempre en manos de los zapateros remendones y de los herreros. A veces, sobre todo los jueves, podía encontrarse con su hermana María, que trabajaba de carretona entre Las Regueras y Oviedo. Aprovechaba entonces la ocasión de un recado para buscarla, y correr con ella a la plaza de Daoíz y Velarde, tomada por los puestos de verdura. Su blusón gris se mezclaba con los delantales anchos y con grandes bolsillos de las vendedoras. Subían después a pasear por el Fontán, entre animales y tratantes de ganado. Daba gusto contemplar a una distancia prudente los aperos de labranza, que se habían convertido en un espectáculo al dejar de ser una desalentadora cuestión personal. Daba gusto comerse con los ojos las rosquillas y los bollos de escanda traídos de Morcín. Más que el campo, Manuel apreciaba sus alegres y bulliciosas consecuencias en los mercados de Oviedo.

Al descubrir que tenía facilidad para los números y que ajustaba con rapidez pasmosa las cuentas de los ultramarinos, decidió estudiar y se hizo maestro. La carpeta azul expide ahora un título de bachiller orlado con la balanza de la ley, los instrumentos de las ciencias, los libros de la sabiduría, los utensilios de la medicina, un globo terráqueo y un filo trenzado con hojas de laurel. Lo firma don Felipe Pío de Aramburu y Zuloaga, rector de la Universidad Literaria de Oviedo, y se expide a nombre de Manuel Muñiz y García, que había demostrado sus conocimientos ante los examinadores el día 25 de junio de 1873. El dependiente de ultramarinos prosperó al ritmo vivo de la ciudad. Los ovetenses talaron el Carbayón en 1873 y abrieron la calle de José Francisco Uría, prohombre de los ferrocarriles y de las obras públicas asturianas, para extender el centro de la ciudad más allá de las viejas fronteras de La Encimada. Se trataba de acercar la ciudad al ferrocarril y de que Clarín encontrase un domicilio cómodo y un ambiente urbano propicio para escribir La Regenta. Antes de que el rey Alfonso XII visitara Asturias para celebrar que los trenes españoles fuesen capaces de subir el puerto de Pajares, antes de que se inaugurara en 1886 la Estación del Ferrocarril del Norte en Oviedo, Manuel Muñiz y García había alcanzado el título de maestro y se había convertido en un pedagogo de prestigio, sobre todo en el difícil arte de difundir el amor por los números exactos y las matemáticas entre los comerciantes, los aprendices y los escolares. Sus Nociones de aritmética al alcance de los niños iban a alcanzar una fama notable entre los maestros asturianos de varias generaciones. La décima edición, corregida y aumentada por Pedro González Cano en 1912, será la causa de los primeros éxitos escolares de su nieto Ángel en los pupitres republicanos de 1932. Los buenos difuntos le habían explicado muchas veces al oído la complejidad de los números, los trucos de un dividendo y un divisor acabados en cero, la técnica del descuento, la extensión de una fanega y el peso de un quintal.

Cuando se inauguró la Estación del Ferrocarril del Norte, Manuel Muñiz ya era también padre de una niña llamada María.