19. El desarrollo y la resistencia en un otoño interminable
—Me falla la memoria, no fue así, te lo he contado mal. Ahora me doy cuenta de que mi madre salió a la calle antes de junio de 1939, porque yo conocí a Manolo Lombardero en 1938. La recuerdo dentro de casa, durante dos años salió muy poco, casi nada. Luego salió mucho para hacer gestiones, visitar a gente, presentar pliegos de descargo o cumplir con las estaciones de Semana Santa. Yo la acompañaba, íbamos de una calle a otra, de mostrador en mostrador. El último año de la guerra, después de la muerte de mi hermano y del episodio de las fichas, lo pasó en casa, pero alguna vez debió de salir, porque fue ella la que presentó a Paco Ignacio en la librería Cervantes.
Los conceptos de desarrollo y de resistencia son muy importantes en la teoría de la bicicleta. Llámase desarrollo al espacio que recorre la bicicleta cuando sin deslizar (patinar) la rueda de pedales da una vuelta completa. Llámase resistencia a la oposición que encuentra su movimiento debido al aire, a los rozamientos exteriores que pueden considerarse constantes y a los rozamientos internos. Durante algunos años estuvo la bicicleta muy en boga, organizándose carreras de velocidad y resistencia que lograron apasionar al público aficionado a los deportes. Hoy ha disminuido extraordinariamente el entusiasmo, y la bicicleta ha pasado a ser un instrumento de pura utilidad, en especial para aquellas personas que viven lejos del sitio donde trabajan, así como para servicios de reparto de telegramas, correos y periódicos.
Desarrollo y resistencia fueron también dos palabras que marcaron la adolescencia y la juventud de aquel grupo de amigos. Necesidad de callar para resistir, de resistir para buscar trabajo, de buscar trabajo para combatir la pobreza, de combatir la pobreza para alimentarse y desarrollarse, en un pedaleo contra la enfermedad y el otoño muy obstaculizado por los rozamientos exteriores e interiores. Doña María no quiso ni pensar en la posibilidad de que Ángel abandonase los estudios para trabajar, y estuvo dispuesta a cualquier sacrificio. Su hijo menor debía matricularse en el instituto. Cuando la economía se puso cuesta arriba, empezó una época de poco desarrollo, lo cual resulta conveniente en las escaladas ciclistas, pero demasiado peligroso si se trata del futuro de los hijos. El desarrollo es decisivo, pues viene a representar la presión media que debe ejercerse sobre los pedales. También es de la mayor importancia el dinero necesario para mantener una casa, un domicilio tranquilo en el que un adolescente pueda estudiar, y alimentarse, y acabar de crecer, sin obstáculos excesivos para la salud de su formación intelectual y de sus pulmones. Doña María no quiso ni pensarlo, y Soledad mucho menos, porque sus gafas de culo de vaso, preocupadas siempre por las malas visiones del destino, y sus regañinas, tan severas como fugaces, sólo escondían el amor de una madre. Su facilidad para el enfado estaba motivada sobre todo por su deseo de perdonar.
—Señora, yo tengo pocos gastos, no voy a ningún sitio y no necesito nada. Todo lo que me hace falta lo encuentro en la casa. La verdad es que he ido ahorrando mi sueldo, y ese dinero está a su disposición. Hágame el favor de contar con él, porque es suyo.
Eso dijo Soledad cuando doña Elisa, la madre de los Taibo, pidió a doña María que le ayudase a buscar un trabajo para Paco Ignacio. Era muy complicado ganarse la vida en aquella situación. Doña Elisa y la tía Ángeles cosían, arreglaban ropa, vendían pequeños broches que fabricaba el tío Ignacio. Su habilidad artística le permitía modelar flores y pequeñas figuras con miga de pan, osos, muñecas, que luego coloreaba. Las acuarelas hacían milagros en las miniaturas. Ignacio Lavilla había estudiado Bellas Artes con un convencimiento absoluto en su vocación, porque pensaba que no iba a servir para otra cosa. Antes de que los problemas económicos de sus padres le obligaran a ganarse la vida en el periodismo, la verdadera ilusión de su juventud había sido la pintura. Los caprichos de la guerra, que lo mantenían escondido y sin posibilidad de trabajar en el periódico, fueron la causa de que sus manos se consagrasen de nuevo a las labores artísticas. La realidad lo condenaba a minúsculos trabajos forzados con miga de pan.
Como los ingresos de la familia no alcanzaban a cubrir ni la renta del piso, fue necesario buscar una colocación para Paco Ignacio y Amaro, y enseguida se pensó en la buena amistad de doña María con Alfredo Quirós, el dueño de la librería Cervantes. También pensó Soledad de forma muy decidida que, mientras ella dispusiese de sus ahorros, Ángel podría permitirse el lujo de volver a estudiar en cuanto se abrieran las puertas del instituto. Las ideas sociales sobre el lujo y los artículos de primera necesidad pueden cambiar mucho. Después de una derrota, ilusionarse con el lujo no significaba pensar en un buen coche, una casa de campo, una querida o un abrigo de pieles. Basta con la suerte de vivir para colorear osos y flores, o la alegría de contar con unos pequeños ahorros para que un adolescente, nieto, hijo y hermano de pedagogos pudiese estudiar. El bachillerato no estaba al alcance de todos, y a los hijos de los periodistas de Avance se les puso muy cuesta arriba el camino de los expedientes escolares. Los huérfanos no padecieron ese problema, ya que enseguida se les abrieron las puertas del Hospicio y de algunas instituciones religiosas. Pero no fue el caso de los hermanos Taibo. Dos años después de que deslumbraran a los niños del Campo de San Francisco con su juego de croquet, Amaro encontró empleo en una farmacia y Paco Ignacio en la librería Cervantes.
La amistad de Alfredo Quirós y María Muñiz era sólida. Cimentada en la simpatía y en el interés laboral, su relación había sido provechosa para los dos. Don Alfredo mimaba a doña María, una clienta especial, no sólo por sus compras, que eran metódicas y abundantes, sino porque sus amables indicaciones propiciaban que numerosos maestros acudiesen a la tienda en busca de lo que no podían encontrar en pueblos y aldeas. Por aquel entonces, la librería Cervantes era conocida en Oviedo como la Casa de los Maestros. Corrían buenos tiempos para la educación, no faltaba el dinero, los escaparates y los estantes se llenaban de novedades, y resultaba imprescindible estar al día, porque los libros de texto se renovaban con criterios modernos y la literatura infantil había alcanzado un prestigio republicano. La habilitada, que veía cumplidos a buen precio y con prontitud sus pedidos de material escolar, le encargaba también al librero la impresión de los recibos que firmaban los maestros al cobrar su sueldo, o al hacerse cargo de las remesas de lápices, libretas, manuales y mapas solicitadas por los municipios. En la carpeta azul que guarda los documentos de la familia González Muñiz, entre partidas de nacimiento y defunción, actas notariales, contratos y expedientes académicos, se conservan algunos recibos suministrados por la librería e imprenta Cervantes. Provincia de Oviedo. Partido Judicial de… Ayuntamiento de… Escuela pública de niñ…s de… Importe íntegro de material… ½ por 100 de Habilitación… 1,30 por 100 de pagos al Estado… He recibido del Habilitado Doña María Muñiz González, cantidad de… pesetas, y… céntimos, por el importe del material del… trimestre del año 193… A… de… de 193… Maestr… Son… pesetas y… céntimos.
Don Alfredo era un buen hombre, un librero culto y generoso que se esforzaba en servir a sus clientes y en superar una tartamudez muy molesta a la hora de atender el negocio. Cuando los nervios acentuaban sus dificultades de expresión, se valía de algunas muletillas que daban a las conversaciones del mostrador un aire divertido y entrecortado. Que vaya, que vaya, que vaya, era su recurso lingüístico más eficaz para sostener el tiempo exigido por sus respuestas y sus preguntas, prologadas o rematadas finalmente con otra coletilla, desde luego, desde luego, desde luego, que caía sobre el mostrador en forma de abreviatura misteriosa, de logo, de logo, de logo, con un aire casi geográfico.
—Que vaya, que vaya, que vaya. De logo, de logo, de logo.
Cuando doña María jugaba a impacientarse, por el pequeño retraso de un pedido, dejaba que don Alfredo diese sus costosas explicaciones, muy cargadas de que vayas y de logos, y después cortaba por lo sano.
—Ni que vaya, ni de logo, vamos, que no están los impresos.
Ángel y doña María acompañaron a Paco Ignacio a la librería Cervantes para presentárselo a Alfredo Quirós y pedirle trabajo. Allí conocieron a Manolo. Era con seguridad un día de 1938, no se sabe si de primavera, otoño o invierno, pero desde luego la guerra no había terminado aún en España, y faltaban algunos meses para que la Virgen de Covadonga pasase por Oviedo camino de su santuario. En aquel tiempo no resultaba extraño que los días se confundiesen en un gris rutinario y triste, una atmósfera de hojas secas y hastíos amarillentos que unificaba todas las estaciones en un otoño perpetuo. No era difícil borrar las tardes calurosas de verano o las mañanas frías de invierno en una espesura paciente, monótona, sucia, de silencios repetidos y humillaciones domésticas. Los años se limitaban a pasar y a encogerse de hombros. Sólo alguna noticia ambigua de Pedro llegaba a perturbar el ánimo impasible de la familia. Según parece…, según parece pudo salir de Gijón, según parece está luchando ahora en Cataluña, según parece lo han visto en un campo de concentración en el sur de Francia, según parece…, comentarios imprecisos que llegaban de tarde en tarde y sólo servían para echar algo de leña en el fuego de la incertidumbre, un fuego condenado a las cenizas frías del otoño.
El tiempo neutro, paralizado en una eterna confusión gris, facilitaba la anestesia de los sentimientos. Había que defenderse del temor a la dureza de un invierno que, no se sabía bien, tal vez vigilaba desde los recuerdos más crueles o tal vez amenazaba desde el futuro con las brasas de las peores sospechas. Ángel González escribió mucho sobre el otoño. En el año 2002, llegó a publicar un libro titulado Otoños y otras luces. Jugó a imaginarse y a describir el paso quebradizo del verano al invierno, las jerarquías de luz y de color, los grados de la belleza y la melancolía, los estados de ánimo fundados en la renovación o en la despedida, matices impuros de la naturaleza y del corazón. Pero cuando escribió el poema «Entonces», y recordó la factura del tiempo vivido después de la derrota, todo quedó neutralizado. Hasta la memoria del matiz, la memoria del carmín, el violeta, el oro, el ocre, sirvió para aludir a un otoño interminable, a la confusión de todas las estaciones en una sola estación, al reloj que movía sus agujas para vivir detenido sobre una hoja seca que no llegaba nunca a caerse:
Entonces era otoño en primavera
o tal vez al revés:
era una primavera semejante al otoño.
Azuzadas de pronto por el viento,
corrían veloces las sombras de las nubes
por las praderas soleadas.
Inesperadas ráfagas de lluvia
lavaban los colores de la tarde.
¿De cuándo ese carmín que fue violeta?
¿De dónde
el oro que era ocre hace un instante?
Los silbos amarillos de los mirlos,
el verde desvaído al que apuntaban,
la luz, la brisa, el cielo inquieto:
todo nos confundía.
Con un escalofrío repentino,
y temor, y nostalgia,
evocamos entonces
la verdad fría y desnuda de un invierno
no sé si ya pasado o por venir.
Fue en un día cualquiera de ese otoño interminable, pero mucho antes de junio de 1939, cuando doña María se encaminó al número 7 de la calle Doctor Casal para buscarle trabajo al amigo íntimo de su hijo. Paco Ignacio Taibo recordó aquel episodio en sus emocionantes memorias juveniles, Para parar las aguas del olvido (1982). Cuando llegaron a la librería y le plantearon el asunto a don Alfredo, un muchachito pálido, con la nariz torcida y los colmillos un poco dados a draculizarse, se interesó desde lejos por la conversación. Había tardado poco en comprender que su puesto como dependiente de la librería Cervantes corría peligro por culpa de la recomendación apasionada de aquella señora, que pretendía hacer un favor a un amigo sin pensar en las consecuencias de su ruego.
—De logo, de logo, doña María, que vaya que sí, pero es que ya trabaja aquí, que vaya, que vaya, Manolo, desde hace un año —se defendía el bueno de Alfredo Quirós con su tartamudez acentuada.
—No se equivoque, Paco Ignacio es muy inteligente, más inteligente que ese muchacho, estoy segura. No sabe usted cuánto ha leído ya, será una ayuda perfecta para la librería.
—De logo, que vaya que sí —empezaba a compadecerse el dueño, tanto del jovencísimo Paco Ignacio, que consideraba un mal menor, o casi un lujo, colocarse en una librería, como de doña María, que estaba esgrimiendo su influencia, cuando una nueva situación la había separado ya de los maestros y de los pedidos de material escolar. No se valía de la autoridad de las clientas especiales, sino de su amistad, de sus recuerdos, de sus visitas a la calle Fuertes Acevedo. Don Alfredo estaba nervioso porque sabía que por nada del mundo iba a negarle ahora un favor. Cargaría, sin necesidades laborales, con otro dependiente—. Manolo está encargado, de logo, que vaya, está encargado de ir con una carretilla a por los pedidos…
—Pero este muchacho es más culto, será un buen dependiente, deberá ganar más y…
—Que vaya, que sí, doña María, de logo, pero Manolo ya estaba aquí.
Mientras Paco Ignacio y Ángel esperaban el resultado de la visita, Manolo escuchaba preocupado la decisión de su jefe y doña María intensificaba sus explicaciones muy convencida de la legitimidad de su causa, Alfredo Quirós encontró una solución decente para el laberinto en el que se había encontrado sumergido aquella mañana. Después de asegurar, que vaya, de logo, que su aprendiz era también muy inteligente y muy leído, se ofreció a contratar a Paco Ignacio con un sueldo mensual de cuarenta pesetas. Se encargaría de recoger los paquetes y de ayudar en las tareas de la librería. Iba a ser un buen compañero de Manolo a la hora de atender a los clientes, buscar libros o montar crucifijos, que de nuevo eran artículos de primera necesidad en las escuelas de Asturias.
Así entró Paco Ignacio a trabajar en la librería Cervantes, y así conocieron a Manuel Lombardero, un cómplice para toda la vida. Al grupo formado por Ángel, Paco Ignacio y Amaro se había sumado también, antes de la aparición de Manolo, un muchacho algo mayor que se llamaba Benigno Canal y trabajaba en la herrería de su familia. Era muy fuerte, estaba acostumbrado desde niño a golpear con el martillo sobre el yunque. El hierro y las llamas de la fragua habían entrado en su carácter, en los pliegues de sus emociones, inclinándolo a los sentimientos arrebatados y a las pasiones contundentes. Quizá por eso fue el que más disfrutó con la literatura rusa, con las novelas de Turgueniev, Gogol, Andreiev y Dostoievski, que don Alfredo dejaba sacar de la librería al grupo de amigos. Cuando los sábados por la tarde se reunían a comentar sus lecturas en casa de los Taibo o de Ángel, Benigno Canal llegaba en bicicleta, porque su casa y la herrería quedaban lejos del centro, y con una novela en el bolsillo, historias de un mundo fabricado por los resplandores y las sombras. El manillar de la bicicleta es generalmente de una sola pieza cuando se fabrica de hierro niquelado y tiene formas diferentes según se le destine a paseo o a carreras. Cuando el tiempo de permanencia sobre la bicicleta es considerable, resulta conveniente llevar un manillar mixto, esto es, que permita dos posiciones al ciclista. El deporte de la bicicleta practicado con moderación es saludable, pero sin ella es muy peligroso. El sillín ha de ser cómodo para evitar irritaciones (prostatitis); el manillar no ha de ser muy bajo, para lo cual las manecillas y el sillín se disponen generalmente a igual altura.
A Benigno Canal le habían asesinado a un hermano y tenía a otro en la cárcel. Además de la literatura, la necesidad de soportar el otoño perpetuo reunía al grupo en las casas, los cines y las puertas de la cárcel. También sufría cautividad un tío de Manolo llamado Sandalio, nombre que puede resultar extraño en muchos lugares del idioma español, pero no en esta historia. Además del tío de Manolo, así se llamaba sin ir más lejos el padre del mismísimo Belarmino Tomás, el soberano rojo de Asturias. Cuando entró a trabajar Paco Ignacio Taibo en la librería Cervantes, después de la escena de doña María, Manolo quiso evitar problemas y calculó las ventajas de que el nuevo aprendiz, lector voraz e inteligentísimo, le considerase uno de los suyos. Por eso le regaló un libro prohibido, Flor de leyendas de Alejandro Casona, y le contó la historia de su famoso tío Sandalio Suárez.
Huérfano de padre, por culpa del tifus, desde el mismo año de su nacimiento, Manolo se había criado con su madre, doña Regina, al amparo de los tíos Sandalio y Amado. Pero este amparo no resultaba muy tranquilizador, porque sus compromisos revolucionarios, sobre todo los de Sandalio, habían empujado a la familia de un sitio a otro, de castigo en castigo, de expulsión en expulsión, de Teverga a Turón, de Turón a Mieres, sin un trabajo duradero. Al cumplir Manolo siete años, y ante unas perspectivas más bien borrascosas, negras como un río utilizado para lavar carbón, doña Regina decidió marcharse a Oviedo, con la ilusión de ganarse la vida como costurera. Madre e hijo siguieron desde la capital de Asturias la historia paradójica de Sandalio y Amado.
Muy comprometido con las reivindicaciones obreras, Sandalio ya fue expulsado de Teverga después de la huelga de 1917. El castigo cayó también sobre el marido de su hermana Angelina, el tío Amado, un hombre mucho menos inquieto a la hora de entregarse a las causas sociales y siempre dispuesto a aceptar y sufrir la realidad injusta de la vida. Pocos años pasaron hasta que Amado tuvo que resignarse a abandonar Turón y buscar casa en Mieres, sufriendo de rebote una nueva expulsión de su cuñado. Los fontaneros tienen bastantes facilidades para lavarse las manos, pero, en aquella ocasión, de nada le sirvió a Amado su experiencia laboral, porque se vio obligado a soportar por dos veces los castigos de su cuñado periodista. El agua resultaba tan sucia como la tinta.
Sandalio fue corresponsal de Avance e informador puntual de las represiones que sufrían los militantes socialistas y los dirigentes del sindicato minero. Se hizo famosa la indignación del sargento de la Guardia Civil, sobrecargada de gritos en las calles y de puñetazos en los mostradores, mientras recorría Mieres de cabo a rabo y amenazaba a Sandalio con llevarlo a la cárcel y obligarle a comerse su maldito periódico. También se hizo famosa la respuesta pública del corresponsal: «Eso, teniendo los galones suyos, señor sargento, es muy fácil hacerlo, pero no lo es tanto cuando no se tienen o se tienen con dignidad». Al estallar la revolución de 1934, la familia esperaba que Amado se sentase en la puerta a esperar con resignación el desenlace de los acontecimientos y que Sandalio se sumara de una forma decidida a la lucha. Pero ocurrió lo contrario, lo que nadie se hubiera atrevido a predecir, y fue Sandalio quien, con una calma desconocida, se quedó en la casa y Amado quien se apresuró a pedir un fusil para participar en la contienda.
Cuando volvió de la revolución fracasada, con una caja de compases para sus hijos y un juego de café para su mujer, fruto de algún requisamiento popular, Amado se enteró de que su cuñado estaba detenido en el cuartel de la Guardia Civil. La paliza que recibió Sandalio sirvió de lección para Amado. Después del golpe militar de 1936, y desencadenada la guerra, consideró prudente tomar las armas y volcarse de nuevo en el combate. Sandalio prefirió quedarse otra vez en la retaguardia, y allí lo encontró el ejército franquista al consumarse el hundimiento republicano. El fiscal pidió pena de muerte, el abogado defensor veinte años de cárcel, y el fallo del juez buscó una solución intermedia al condenarlo a cadena perpetua. Amado fue a visitarlo muchas veces a la cárcel. Para entonces ya trabajaba como un empleado modélico del Ayuntamiento de Mieres. Había vuelto a casa después de la derrota, sin que las autoridades llegaran a enterarse de su participación airada y temeraria en las trincheras. Cuando llamaron a su puerta, no iban a detenerlo, sino a pedirle que arreglara una avería causada por los rojos en el servicio de aguas de Mieres, y sin llegárselo a creer del todo, por un golpe de suerte y de silencio, pasó de prófugo en peligro a fontanero municipal. Las retaguardias de Sandalio resultaron mucho más crueles que las trincheras de Amado. Pero los dos suponían un buen argumento para que el grupo de amigos recibiera con una alegría cómplice a Manolo. Gozaba de magníficos antecedentes familiares. Fue el inicio de una amistad dorada, hecha con oro de ley, y no con purpurina barata, como el juego de café, glorioso botín revolucionario, que Amado le había ofrecido a su mujer en octubre de 1934.
La amistad puede ser también un botín de guerra, casi el único al alcance de los vencidos. El grupo que recibió a Manolo estaba cimentado por la experiencia de un tiempo hostil, un vértigo marcado por las desgracias, los familiares muertos o escondidos, los secretos, las cartillas de racionamiento y los libros. Juntos habían descubierto en el Campo de San Francisco a un matrimonio paseado, arrancado de su casa por la noche, ella con el camisón azul lleno de sangre, él con el puño derecho amputado, en castigo por haberse atrevido a cerrarlo ante las pistolas de sus asesinos. Un hombre desesperado cierra el puño para buscarle un sentido último a su muerte, y los verdugos dejan su rabia ahí, como un desperdicio siniestro sobre la tierra, separada del muñón que sobresale por la manga del pijama. Juntos lo habían visto, y juntos habían soportado los bombardeos y las horas más difíciles de la guerra, buscando consuelo en las bailarinas de Las mil y una noches o escribiendo narraciones policíacas de argumento compartido, que el tío Ignacio ilustraba y encuadernaba en forma de libro. Juntos habían guardado la cola de la leche en la calle Cervantes, juntos habían aprendido a no hacer comentarios peligrosos delante de desconocidos o a esconder los dibujos de sus libretas ante los soplones callejeros. La mirada simpática de un curioso podía convertirse en una delación si llegaba a reconocer el estilo de las viñetas de Ignacio Lavilla.
—Cuando había delante algún extraño, nos referíamos al tío Ignacio llamándole Monsieur. Era un dibujante maravilloso. A mí me ilustró un cuento policíaco titulado «Remordimiento». El mayor remordimiento entonces era que detuviesen a alguien por un error estúpido, uno se sentía culpable de la crueldad de los demás.
En tiempos de silencio, las miradas cobran tanta importancia como los golpes en la puerta o los antecedentes familiares. Miradas teñidas de inocencia que tal vez ocultan una condena, miradas de sorpresa que apenas consiguen disimular la historia que encierran detrás de las pupilas, miradas de estupor y de miedo cuando alguien intuye el peligro al descubrir otra mirada vigilante, la mirada de un desconocido. Ángel no llegó a ver la mirada del extraño que cruzó el portal del edificio de los Taibo, mientras jugaba con Amaro y Paco Ignacio. Se estaba preparando una mudanza, porque la renta del piso de la calle Asturias era demasiado alta. Los amigos, sentados en el suelo, sacaban partido de la necesidad, se divertían con unas tablas, guardaban cosas, cerraban a martillazos algunas cajas de madera, cuando un desconocido pasó rápido y tapándose la cara con la mano. Amaro y Paco Ignacio se pusieron muy nerviosos, disimularon durante unos minutos, prepararon la despedida y desaparecieron por las escaleras. Ángel recuerda la mirada de inquietud que al día siguiente, cuando fue a casa de los Taibo, le dirigió el padre de sus amigos. Porque entonces sí vio sus ojos, y notó, como una cuchillada, el frío, la inquietud, el enfado y el miedo que había en ellos.
Benito Taibo se había escondido en las montañas después de la caída de Asturias, con la intención de buscar refugio y darse tiempo para medir las posibilidades de continuar la guerra. Era comisario político del ejército republicano. Al perder la esperanza de que la situación diese un vuelco favorable, decidió volver a casa. Fue caminando hasta Oviedo, y tuvo que jugarse muchas veces la vida, apostar a cara o cruz, confiar en la suerte y en su ingenio para superar los peligros que iban apareciendo. El puente de Trubia estaba muy vigilado, había retenes de soldados y policías en los dos extremos. Benito Taibo consiguió meterse entre un grupo de campesinos que arreaban vacas. Pasó confundido con ellos, y desde allí se las arregló para llegar a su casa sin demasiados sobresaltos. Cuando vio que un joven desconocido llamaba a la puerta con los golpes de contraseña y entraba en el santuario de los prófugos, se le llenaron los ojos de desesperación, porque sintió que no estaba en un lugar seguro, que sería delatado en cualquier momento, a pesar de la despensa, el armario de doble luna y los meses de clandestinidad que había conseguido cumplir su cuñado Ignacio. Aunque le explicaron que se trataba de un amigo íntimo, no quedó tranquilo. Nuestra vida está en manos de unos chiquillos, dijo. No sabía que esos chiquillos habían aprendido juntos, por culpa de sus muertos, sus encarcelados y sus escondidos, a valorar la importancia de las miradas, la necesidad de la prudencia, el significado de la lealtad y la música de las llamadas a la puerta, a ser posible dos golpes seguidos y otro más después de contar hasta cinco. En algunas materias no convenía ser un cabeza de chorlito.
Mientras los Taibo vivieron en el piso de la calle Asturias, las reuniones de los amigos pudieron celebrarse sin contratiempo junto a las acuarelas y la biblioteca de Ignacio Lavilla. Buen amigo de Gerardo Diego y de Luis Álvarez Piñer, conservaba una colección completa de la revista Carmen, que se había dirigido y animado desde Gijón, y muchos libros de poetas jóvenes que saltaban con las palabras, se balanceaban en ellas y escribían versos muy semejantes a los trabalenguas y a las imaginaciones más disparatadas. Los libros vanguardistas de Gerardo Diego eran todo un tesoro, una sintaxis de complicidad. Amaro, Paco Ignacio, Manolo, Benigno y Ángel se reunían para repetir en medio del largo otoño interminable una salutación a la primavera. Ayer, mañana, los días niños cantan en mi ventana, porque las casas son todas de papel, y van y vienen las golondrinas doblando y desdoblando las esquinas, y porque violadores de rosas, gozadores perpetuos del marfil de las cosas, ya tenéis aquí el nido que en las más bellas grúas se os ha construido, y porque, sobre los tejados, mi mano blanca es un hotel para palomas de mi cielo infiel.
Hay versos, imágenes, palabras que se deciden a poner patas arriba el mundo, a confundir los meses y las estaciones, a correr de sobresalto en sobresalto y a mezclar los materiales con los que se fabrica la realidad. Los diccionarios, las enciclopedias y los libros de poemas son también novelas de aventuras. El grupo de amigos era consciente de que otros muchachos se juntaban para rezar, o para cantar himnos patrióticos, y por eso le daban una significación especial al hecho peregrino de encerrarse en una casa para repetir cosas como verbo alarido, verbo rugido, o cuántas tardes viudas arrastraron sus mantos sobre el mar, o la guitarra es un pozo con viento en vez de agua, o en la ciudad dormida salían retozando de la escuela los signos ortográficos. Los versos vanguardistas eran descubrimientos que estallaban en el aire de manera simbólica, una forma de estallar que se agradecía mucho, porque había otro tipo de hallazgos de consecuencias menos líricas. Ángel se convirtió en un partidario decidido de las aventuras lingüísticas y de las tardes de sábado en casa de los Taibo el día en el que se descubrió a sí mismo, guiado por una inconsciencia peligrosa, con una bomba Laffite en la mano.
Los moros acababan de irse de su acuartelamiento, el antiguo local del indiano don Félix que había servido de zapatería y de sede de la Coral Vetusta. Ángel no resistió el deseo de saltar por la ventana y explorar los restos de la batalla en unas habitaciones que eran suyas, o casi suyas, desde niño. La curiosidad se mezcló con el deseo de impresionar a algunos amigos del barrio, que se habían negado a invadir el peligroso territorio de los moros, aunque se encontrase ya abandonado. Se trataba de un infierno bajo la piel de Oviedo. Un mal olor insoportable, rebosante de humedad, excrementos y sombras, mordía las paredes desconchadas y las puertas rotas. Pero entre la basura, los frascos de Ladillol, las botellas vacías y los trapos sucios, brillaba la insolencia de muchas bombas de mano, marca Laffite, con la cinta de seguridad medio desenvuelta. La sabiduría militar era muy notable entre los niños y los adolescentes de entonces, acostumbrados a ponerles nombre a los aviones, reconocer marcas de fusiles y distinguir los ruidos de los cañonazos. Ángel sabía que las granadas Laffite sólo explotan cuando se les arranca la cinta. Así que tomó una bomba del suelo y se acercó muy ufano hasta la ventana de la calle Cervantes para enseñar su descubrimiento a los amigos del barrio que se habían quedado en la calle.
El prestigio del héroe y la admiración de su público duraron poco. Mientras se celebraba el valor del aventurero y la importancia de su descubrimiento, pasó en bicicleta un falangista joven, de esos que se llamaban flechas, y se acercó a la ventana para comprobar la causa del tumulto. ¡Cuerpo a tierra!, gritó horrorizado, al ver la bomba Laffite, y se puso a pedalear como un loco en busca de ayuda. Nadie se tiró al suelo, pero los amigos se alejaron prudentemente y Ángel se quedó solo, con la granada en la mano, mientras su seguridad se iba deshaciendo como un trozo de hielo. El mundo empezó a chorrear en sus brazos, cada vez más débiles, cada vez menos seguros de que la explosión sólo se produce cuando la cinta es arrancada por completo, porque con las armas no se juega, porque en realidad la cinta está a medio quitar y flojea por todos sitios, porque no sería la primera vez que se produjese un accidente terrorífico por culpa de un idiota, porque el estallido de una granada provocaría el de las demás y era muy posible que todo el edificio se le viniera encima. El mundo chorreó hasta que tres falangistas mayores aparecieron en la ventana y, con el mismo terror del flecha en los ojos, pero con más tranquilidad en sus palabras, le ordenaron que dejase con mucho cuidado la bomba en el suelo y que saliese del local inmediatamente. Una vez en la calle, los gritos, los insultos, las amenazas, las ganas de partirle la cara que aquellos hombres proclamaban una y otra vez convirtieron al héroe del barrio en un personaje lastimoso.
—Ya ves lo que son las cosas. Te ha salvado la vida un flecha montado en bicicleta —comentó Paco Ignacio al enterarse de la desgraciada aventura de su amigo—. Si todas las guerras se hicieran en bicicleta, podrían evitarse muchas desgracias. La bicicleta provocará accidentes, pero nunca será un animal catastrófico.
Desde la época de mayor auge del ciclismo no han cesado los ensayos encaminados a estudiar prácticamente las aplicaciones que este rápido medio de locomoción pudiera tener en la guerra. Unos han propuesto la creación de cuerpos de infantería montada en bicicleta, otros han abogado por que se adopten éstas en la artillería para transportar a los artilleros montados no conductores, con el fin de disminuir la plantilla de ganado de los regimientos. En 1905 el Automóvil Club austriaco realizó interesantes ejercicios… Cuando los Taibo se mudaron a la cuesta del Postigo Bajo, las reuniones de los amigos empezaron a celebrarse en casa de Ángel, cosa que agradeció sobre todo Soledad. Aquí no te puede pasar nada malo, afirmaba ella, convencida de que la cercanía y la tranquilidad resultaban dos conceptos inseparables. Si todas las mudanzas son una desesperación, el abandono del piso de la calle Asturias supuso una tragicomedia para la familia de Paco Ignacio. El agobio económico y las dificultades para salvaguardar en tan malas circunstancias a los escondidos imponían el miedo y la humillación, pero también provocaron situaciones de risa. Benito Taibo e Ignacio Lavilla recorrieron Oviedo con un colchón encima, escondidos entre los enseres domésticos, y luego se borraron del mundo en un refugio de secretos imposibles. El dinero sólo había dado para alquilarle medio piso a doña Teresa, una viuda generosa y desconsolada que tardó mucho tiempo en enterarse de que en su casa, junto a doña Elisa, doña Ángeles y sus hijos, dormían dos hombres. El único cuarto de baño de la casa y la inclinación irremediable de Benito Taibo al tabaco provocaban escenas inverosímiles. Pero, Benito, ¿por qué no dejas el tabaco?, le preguntaban. ¡Cómo se nota que no sois fumadores!, contestaba él, y se sentaba a esperar un descuido de doña Teresa para entrar en el baño, abrir la ventana y fumar, apurando el tiempo hasta que su mujer le avisaba de que el camino estaba despejado y podía volver a su escondite.
Se trataba de un escondite imposible. Como doña Elisa y doña Ángeles trabajaban de modistas, habían extendido en la habitación una cuerda para colgar ropa. Detrás de esa muralla de sábanas bordadas, trajes antiguos y telas recién cortadas, se ocultaban los dos hombres, que mantenían un silencio escrupuloso durante las apariciones de doña Teresa. La viuda se sentaba durante horas con sus inquilinas para recordar a su marido y lamentarse, muy conmovida, de que no encontraba la manera de conseguir noticias de su único hijo, que había desaparecido en el vientre de la guerra. ¿Por qué no le habéis dicho que se vaya? Pero, bueno, cómo íbamos a echar de la habitación a una mujer que estaba llorando, y que además es la dueña de la casa. El tedio de esas horas interminables se compensaba con los placeres de la alta costura, cuando llegaban las clientas de doña Elisa y doña Ángeles, se quitaban la ropa, las faldas, las blusas y hacían comentarios femeninos sobre los cuerpos y las edades, los pechos caídos, los muslos flácidos, las piernas de las hijas, las consecuencias carnales de los sufrimientos, las alegrías victoriosas en la piel y los kilos de más o de menos que había traído la guerra, mientras se probaban sus nuevos vestidos. En la España castísima y clerical de aquellos días, Ignacio Lavilla y Benito Taibo, escondidos detrás de las sábanas, observaban las curvas del mundo desde un lugar privilegiado.
El medio piso del Postigo Bajo no daba para más, y el grupo de amigos se acostumbró a reunirse en la casa de Ángel. Fue entonces cuando la enciclopedia Espasa alcanzó sus días de gloria, dispuesta a competir con los versos de Gerardo Diego en las explicaciones maravillosas y consoladoras de la realidad. Déjame hacer un árbol con tus trenzas. Mañana me hallarán ahorcado en el mundo celeste de tus venas. Eso está muy bien, admitía Ángel, pero no sé si puede competir con las explicaciones sobre la bicicleta de la enciclopedia Espasa. A ver, Benigno, tú que has venido en bici, escucha esto. Para montar en bicicleta es preciso no tener miedo, sujetar el manillar con flexibilidad y mirar al frente y no al suelo. Es más fácil sostenerse con cierta velocidad que yendo despacio. La forma más corriente de montar es poner el pie izquierdo sobre el pedal correspondiente y dar con el derecho, apoyado en el suelo, varios envites a la máquina; luego se pasa la pierna derecha sobre la rueda trasera y el pie busca su pedal. Para apearse se suelen usar procedimientos inversos. ¿Qué me decís? ¡Quien tiene una enciclopedia posee un tesoro!
Aquel minucioso tono científico para detallar objetos y acciones de la vida cotidiana, disparatado por su exactitud innecesaria, conseguía provocar un sentimiento de sorpresa mucho más profundo que los versos irracionales de los poetas jóvenes, porque convertía el mundo en un espacio alegórico en el que la realidad se multiplicaba, se ensanchaba a sí misma y las narraciones menos previsibles se ocultaban debajo de un manillar, un pedal, una rueda o un ciclista, como si cualquier hecho, cualquier día, cualquier palabra pudieran encerrar otra lógica, un final inesperado, una transformación sucesiva e interminable, hasta llegar a convencerlos de que la verdad de Oviedo, de España o de sus propias vidas podía reescribirse y concluir de un modo diferente. A mí me divierte sobre todo la historia, recuerda Ángel que decía Manolo.
—En 1790 Sivrac dio a conocer un aparato llamado con el nombre de celerífero, del cual se derivó luego la drasina, en la que la rueda anterior es dirigible. Ambos se movían gracias a la acción de los pies que alternativamente se apoyaban en el suelo y ejercían de propulsores. En 1865 se le ocurrió a Michaux disponer en la rueda delantera dos pedales, resultando el velocípedo. El cuadro de metal es debido a Ader (1867); a Meyer (1869) débense las llantas metálicas, y los neumáticos son invención de Thomson (1845), habiendo sido el veterinario irlandés Dunlop (1889) quien dio la forma definitiva que actualmente tienen.
El mundo es la obra de un grupo de amigos que acaban reuniéndose en las historias y en las palabras de una enciclopedia. Sivrac, Michaux, Ader, Meyer, Thomson, Dunlop, o Manolo, Paco Ignacio, Amaro, Benigno y Ángel, todos juntos en el viejo despacho de Pedro González Cano, decididos a pasar páginas y a pedalear sin descanso, animados por una conciencia clara del valor que tienen la resistencia y el desarrollo. Estaban dispuestos a no darse por perdidos a pesar de la derrota, a defender con terquedad sus ilusiones y a encontrar una salida en el camino laberíntico que se había formado entre la cárcel, el instituto, la librería Cervantes, la herrería, las ropas colgadas en la habitación del Postigo Bajo y las alegorías infinitas de la realidad que custodiaban las enciclopedias y los versos. Mientras tanto pasaban las semanas, los meses, y todas las estaciones se confundían en un otoño perpetuo, un gris difícil y generalizado que borraba las fechas y caía sobre las fronteras de los recuerdos y de las costumbres para escribir el capítulo más largo de esta historia. Pero no, la madre de Ángel no pudo estar encerrada en su casa hasta el verano de 1939, porque fue ella la que presentó a Paco Ignacio en la librería Cervantes. Era sin duda 1938, y justo un año antes de que detuviesen al padre de los Taibo.