18. El caballo de espadas
Cuando los militares procedieron al registro de la casa de doña María, estaban con ella Ángel, Maruja, Sole, Nieves la costurera y Blanquett. El miedo de tantos ojos, previsible desde que el teniente entró por la puerta y expuso el motivo de la visita, se multiplicó hasta el espanto al ver que la habilitada de los maestros de Siero, Cangas de Tineo y Luarca rompía en mil pedazos su papel de mujer investigada, sospechosa, débil, asustada, resignada, desfallecida, llorosa, derrotada, y se dejaba dominar por la locura ofensiva de una indignación dispuesta a cualquier cosa. La ira, mucho más fuerte ya que la prudencia y el miedo, era una desesperada forma de lealtad para todo lo que había perdido, para su hijo enterrado en una fosa, para su otro hijo destinado a las trincheras, para un tiempo roto, en el que la ilusión y la realidad habían jugado a imaginarse una familia feliz, la república que pudo ser, o un reino sin desgracias, habitado por un matrimonio lleno de amor, un hijo ingeniero, una hija maestra, otro hijo industrial, otro hijo artista y, quién sabe, tres nueras, un yerno y muchos nietos, vigilados por los ojos torpes y las gafas de culo de vaso de Soledad, la vigilante de la casa, la encargada de que se fueran cumpliendo los sueños de la vida normal, las rutinas, esas esperanzas a las que se aferra la gente para sentirse dichosa, esas humildes aspiraciones que, cuando de pronto se hunden, dan lugar al vacío y a la desesperación, y transforman el miedo en valor, la debilidad en firmeza, la resignación en deseos de gritar la verdad, el desfallecimiento en una indignación enloquecida y la derrota en las uñas afiladas de un animal acosado.
—Señora, yo no he asesinado a nadie, cuide usted sus palabras.
—Discúlpela, por favor, es muy duro perder a un hijo.
Por fortuna, Nieves la costurera intercedió en ese momento. Fue la única que se atrevió a hablar, porque no era de la familia y podía tomar conciencia de la situación, sin sentirse desleal o traidora mientras intentaba calmar a doña María. Ángel estaba aterrorizado, sentía un miedo paralizador y egoísta por lo que pudiera pasar con su madre, por la posibilidad de quedarse más solo todavía. Soledad y Maruja se esforzaban en resistir las lágrimas, suplicaban en silencio que doña María se callase, que dejara de provocar a aquel teniente que llevaba una pistola en la cartuchera, y a aquellos soldados que paseaban el cañón de los fusiles por los rincones de la casa. Pero ni Ángel, ni Maruja, ni Soledad podían decir nada, porque estaban dentro de cada palabra de doña María, dentro de su indignación y su desconsuelo. Por eso fue Nieves la que se levantó, la abrazó y pidió un perdón que nadie más estaba en condiciones de rogar.
—Acaban de darle la noticia de que ha perdido a su hijo, compréndala usted, está desquiciada, le suplico que la perdone. Ella es una mujer religiosa, nunca compartió las ideas de sus hijos. En cuanto se calme, dejará de hablar así.
Lo dijo con mucha seguridad, como alguien acostumbrado a conocer los entresijos del futuro. Dejará de hablar así, dijo Nieves, y con esa frase también dijo otras cosas sin atreverse a decirlas, sin querer decirlas, para no devolver el altercado a sus motivos más peligrosos. Nieves la costurera dijo sin decirlo que nadie volvería en esa casa a entorpecer los registros del ejército, ni a ocultar los datos que la autoridad tenía derecho a exigir y obtener. Fue un milagro que aquella mujer ingenua encontrase las palabras y la actitud justa para propiciar la salida menos dolorosa. Ángel la había visto desde niño en una esquina de la galería, balanceándose sobre la máquina de coser y repitiendo con una credulidad infantil toda clase de acontecimientos inverosímiles. La vida del barrio era un folletín mágico en su boca. Al llegar la Navidad, su madre montaba el belén en el rincón de Nieves y de la máquina de coser, y Ángel se había acostumbrado a identificar la inocencia de las figuras de barro y el papel de plata de los ríos con las opiniones inocentes de la costurera. Aquella Nieves estaba hecha de harina, como la blancura navideña esparcida sobre los tejados y las montañas de musgo que ocupaban una vez al año su rincón.
Pero la guerra lo estaba cambiando todo, mudaba el carácter de la gente, las costumbres de la ciudad, la posición de los vecinos, sus preocupaciones e incluso sus oficios. Las casas a las que Nieves acudía para zurcir calcetines, arreglar pantalones y adecentar vestidos, se vieron asaltadas por otros descosidos más urgentes. Ante la falta de clientela, cambió los sietes de la ropa por los sietes de la baraja y se convirtió en echadora de cartas, una hábil lectora del futuro, mucho más oportuna que una modista en aquellos días repletos de novias angustiadas, novios en las trincheras, familias acosadas por las desapariciones y militares agobiados por la suerte final de sus servicios a la patria. En cada visita, y ante el estupor de doña María y Maruja, Nieves se felicitaba de la generosa avidez con la que una variopinta clientela, de toda jerarquía y condición, estaba dispuesta a adelantar el conocimiento de los sucesos y a invertir en los secretos de sus cartas.
¿Pero dónde has aprendido tú eso?, preguntaba muerta de risa Maruja, y la Nieves de harina se ganaba la admiración de Ángel cuando respondía que no pensaba descubrir sus artes, ni permitir que nadie dudara de ese extraño don oculto que le abría la verdad de los destinos ajenos. Luego, sobre todo cuando le llevaban la corriente, tardaba poco en confesar que no resultaba tan difícil leer las cartas, y que se podía interpretar el futuro sin ningún tipo de don, porque bastaba con utilizar unos cuantos trucos y aprender el significado de los números y los personajes. Bastaba con saber que el siete de espadas significa soledad, fuga, obligación de huir, destino de lobo. Claro está, advertía Nieves para no darse por derrotada, que yo nací con un don y miro a la gente, y descubro si la soledad del siete de espadas es el destino del lobo, la maldición que conduce al hospital o a la cárcel.
—Me ha salido el as de bastos —comentó Ángel después de barajar, cortar y descubrir una carta, en un tono que mezclaba la broma, la curiosidad y la provocación.
—Es la carta de la firmeza, del optimismo, anuncia una pasión fértil, una apuesta creativa, una oscura contundencia. Si la suerte mezcla el as de bastos con el as de copas, el optimismo caminará por los rumbos del amor, por las pasiones íntimas. Si sale antes el as de oros, sabremos entonces que se trata de riqueza, de prosperidad económica, de abundancia. Y si sale el as de espadas, la fortuna tendrá que ver con la justicia, con la inteligencia, con el descubrimiento de la verdad después de los malentendidos y las calumnias. A ver, déjame que baraje, corta tú, elige una carta…
—Me ha salido el caballo de espadas.
—Bien, Ángel, el caballero de pluma. Cuando le sale a una mujer, quiere decir que pronto la visitará su gran amor. Para los hombres significa otra cosa. Los libros dicen que el caballo de espadas anuncia soberbia, prepotencia, ganas de decir la última palabra, seguridad excesiva en las propias fuerzas. Pero yo te miro a los ojos y veo un caballo galopando por las llanuras interminables, y estoy convencida de que serás un gran viajero, y también un hombre de pluma, tal vez un escritor.
Ángel le devolvía la mirada y escrutaba en los ojos negros de Nieves un mundo de harina blanca. Escritor y viajero, tal vez. Aunque iba a ser difícil viajar mucho, en una ciudad cercada, en un mundo sin trenes, en unas carreteras que confundían los autobuses con las sentencias a muerte. Tal y como estaban las cosas, también iba a ser difícil convertirse en escritor. Podía darse por contento si llegaba a escribiente, oficinista, hombre de pluma y mostrador, en una ciudad en la que volvieran a abrirse las oficinas, las calles, la estación, cuando los trenes recorriesen otra vez los prados y las llanuras infinitas, como el caballo de espadas. Sería suficiente, aunque él no se sentara en ningún vagón y se limitase a verlos entrar y salir desde un andén provinciano. Pero mejor darle la razón a Nieves, mejor creer en su as de bastos y en su optimismo, mejor apostar a que el seis de copas de la inocencia consiguiese vencer al nueve de oros del egoísmo, y a que el diez de bastos de las obligaciones y los deberes cumplidos ahuyentase al cinco de espadas de la deshonra. Mejor que el caballo significara viajes y las plumas del jinete anunciaran el éxito literario, porque así el siete de espadas no impondría su designio de soledad, ni habría que soportar la maldición del lobo en un hospital o en una cárcel.
Cuando pasaron los años, y alcanzó el prestigio de un escritor clásico, y hasta se cansó de su condición de viajero, Ángel recordó a Nieves la costurera, su buena voluntad, los trucos aprendidos en los libros y el don natural que se le reveló con las urgencias de la guerra. Ya había aprendido el poeta que la vida no se parece a una sola carta, a un caballo de espadas o a un as de bastos, sino a una baraja entera, un saco sin fondo en el que caben las oficinas y los libros, los hospitales y los trenes, el deber cumplido y la deshonra. Sabía también que el destino de los supervivientes no se juega a una sola partida, porque los años barajan, cortan y descubren cada vez una carta distinta. Todos los números y todos los palos componen una rutina única en la que se ordenan las esperanzas y los olvidos, el norte y el sur, los días de fiesta y los horarios de trabajo, las desgracias y los momentos de fortuna. Por eso hay siempre que aprender a interpretar los símbolos del mundo, y más aún cuando el caballo de espadas clava en el destino una pluma de escritor. Conviene atreverse a mirar el mundo, perseguir en el espejo las cosas que ocurren dentro de los ojos y elegir bien los hilos y las tijeras que se esconden en una mirada. Las pupilas trabajan como una máquina de coser. Las pupilas cortan el mundo a nuestra medida igual que unas tijeras. Hilos y tijeras para el siete de espadas, para un siete en una camisa o en un corazón. Cuando pasaron los años y Nieves volvió a ser costurera, Ángel se había acostumbrado ya a mantener una difícil convivencia con el «Símbolo»:
Símbolo,
oscuro disfraz
del destino.
Ocho quiere decir:
Amor
.Nueve, ¡quién sabe!
Sería preciso
dejar de ser
un hombre. Pero
es sabido
—y a todo el mundo consta—
que detrás del color
amarillo
se oculta una traición:
la más frecuente. ¡Cuidado!
Engañan las palabras,
las cifras, los sonidos.
Nada es lo que parece.
El peligro
está detrás de todo.
Hará falta moverse
con mucho
sigilo
para no tropezar
con el hierro
que nos desgarraría el alma fatalmente.
El agua clara significa espera y los restos de luz en el atardecer caen sobre el olvido. Así es el mundo, un libro que debe ser leído, interpretado, descifrado, porque las cosas no sólo sirven para estar, sino también para significar, y a veces no son lo que parecen, sino mucho más o mucho menos de lo que parecen. El agua limpia, además de mojar la cara y consolar los ojos que acaban de llorar, puede repetirnos al oído la palabra esperanza. La luz del atardecer duele como el olvido de algo que acaba de ocurrir o que pasó hace muchos años. Un teniente enemigo y acanallado es capaz de apiadarse de las desgracias ajenas, de no ser un canalla, de portarse como un hombre de buen corazón, mientras una costurera ingenua llega a convertirse en adivina, una profeta de la oportunidad, que dice con exactitud aquello que es necesario decir, maestra a la hora de pronosticar y sugerir los acontecimientos que van a producirse.
Nieves la costurera se había comportado con ingenuidad incluso la misma tarde del registro, poco antes de que sonaran los golpes en la puerta y Maruja descubriera a los soldados por la mirilla secreta. Cuando quiso explicarle a Ángel el significado de algunas cartas, las historias que tejía el azar, la rara conjunción de un ocho de copas con un nueve de oros, el joven discípulo le aseguró que todo lo comprendía a la perfección, porque también había nacido con el don de interpretar las cartas y de gobernarlas en secreto, hasta el punto de llegar a decidir el orden de los números y de los palos.
—A ver, Nieves, toma la baraja, corta y mira una carta sin enseñármela.
—Ya está.
—Le he ordenado al cuatro de bastos que salga en busca de tu mano.
Los ojos de la adivina no ocultaron unos segundos de desconcierto al admitir que Ángel había acertado con la carta. Enseguida sonrió, pero qué pillo eres, dijo, y se puso a buscar una marca que explicase el milagro. Al no encontrar nada, ni una cortadura, ni una pequeña señal de lápiz, volvieron a empañar sus ojos las brumas que despiertan todos los misterios indescifrables. Barajó, cortó y tomó otra carta.
—¿Cuál es?
—El tres de bastos.
Estaban solos en ese momento. Doña María y Maruja trabajaban en el escritorio, dedicadas a examinar con atención, una por una, las fichas de los maestros. Soledad hacía milagros de verdad en la cocina, multiplicando la nada y convirtiéndola en una comida para cinco. Nieves la costurera no salía de su asombro, era la adivina adivinada, la bruja sorprendida por un hechizo superior a todo aquello que sus poderes alcanzaban a controlar. Barajó, cortó y eligió otra carta…
—La sota de copas.
¿Cómo es posible? Oye, me estás asustando, repitió Nieves la profeta, hecha otra vez con la harina de Nieves la costurera, más blanca que un invierno de juguete, hasta que Ángel le sugirió que volviese la cabeza y pudo comprobar que estaba sentada delante del gran espejo del comedor. Nada es lo que parece, pero todo tiene su explicación, una razón secreta que mueve los hilos de la realidad, y juega con las cosas, y convierte a Nieves la costurera en Nieves la adivina, para luego convertir a Nieves la adivina en Nieves la costurera, sólo por unos minutos, porque un acontecimiento, una llamada imprevista en la puerta, transforma otra vez a Nieves la costurera en Nieves la adivina, y le devuelve el don de entender los pasos del futuro y de convencer a un teniente desconcertado de que doña María es sólo una mujer desquiciada, dolorida por la mala suerte de sus hijos, pero muy religiosa, incapaz de desobedecer a la autoridad, y mucho menos de repetir un sabotaje como el que ha cometido. Todos estuvieron de acuerdo con ella, quizá por la seguridad de sus palabras, quizá por la necesidad de encontrar una salida piadosa para salvar la situación y no caer una vez más en la crueldad irresistible que se había apoderado de sus vidas. Hasta la gata Blanquett le dio la razón. Sin duda, doña María tuvo suerte con el militar que había golpeado su puerta.
La misma guerra que se llevó a Topín en los días del desalojo propició la entrada en familia de Blanquett. La gata fue en primer lugar una vecina, porque vivía en el entresuelo derecha con la familia de Alfonso Beaumont. Los entresuelos eran un lugar privilegiado para los gatos y los amantes. Una ventana abierta permitía entrar y salir, componer ocasiones de fuga o maquinar citas sin excesivas complicaciones. Una ventana abierta ayudaba a aprovechar la libertad de las calles o la intimidad de los dormitorios. Cuando Beaumont murió y las columnas gallegas abrieron el pasillo de Grado, su viuda y su hija abandonaron la ciudad, buscando el olvido y la calma en otras tierras menos peligrosas. La casa se quedó al cuidado de la gata y de Elena, la criada, que despidió a su señora con su tristeza sonriente y pacífica, tan parecida a las vacas de Walt Disney.
Elena dejaba una ventana abierta del entresuelo derecha para que saliese la gata. No tardó el vecindario en advertir que los postigos del paso fronterizo servían también para que entrase alguien en la casa. Debe de ser algún moro, comentó una de las hermanas García Tuñón, sin demasiado margen de error. La pobre Elena, con sus dientes excesivos y su timidez de muchacha fea y desamparada, había descubierto el amor en medio de los desórdenes de la guerra, y no resultaba previsible que fuese con un alemán, uno de esos moros rubios, según les llamaba la gente, que de vez en cuando abandonaban sus aviones y entraban en Oviedo con ánimo de fiesta y la mirada azul y orgullosa de las razas elegidas. El responsable de la barriga debía de ser un moro muy moro, alguien que hablase en infinitivo y que estuviese dispuesto a consolarse con una sonrisa sin posible consuelo. La barriga creciente de Elena se convirtió en un motivo generalizado de curiosidad, porque no era fácil imaginarse el fruto de un cruce entre una vaca de Walt Disney y un moro moro, pero moro con seguridad, según remachó Trini desde el mirador de la taberna. Si aquel conflicto internacional había imaginado alguna vez la conquista de una raza y de un espíritu perfectos, los resultados empezaban a ser descorazonadores.
Nieves la profeta tuvo el buen gusto de no opinar sobre el futuro de este enigma biológico. Doña María también se apiadó de la suerte de Elena, que saludaba con vergüenza en la escalera o en el sótano, y se acostumbraba al crecimiento de su barriga entre sonrisa y sonrisa. Los ojos inquisidores del barrio se quedaron con las ganas de comprobar sus augurios, porque Elena desapareció un buen día, abandonando la casa, sin esperar a que se cumplieran los nueve meses de aquel desafortunado folletín. Antes de su desaparición, nadie supo con certeza si estaba triste o alegre, y si se arrepentía de haber aprovechado las circunstancias de la guerra para abandonarse a las tentaciones del amor o del sexo. Nunca le hizo a nadie ninguna confesión, pero tal vez tenga algún significado el hecho de que dejara al irse una ventana abierta para que la gata se buscase la vida.
Como no sólo de amor viven las personas y los gatos, Maruja se hizo cargo del último miembro de la familia Beaumont, y le puso el nombre de Blanquett en recuerdo de la protagonista huérfana de El amado vagabundo, la novela que tanto había impresionado a Ángel. Cuando, después de la noticia de la muerte de Manolo, doña María convirtió su dolor en coraje y decidió abandonar el entresuelo de doña Aurora, para volver al tercero izquierda de la familia Cano, o de la familia González Muñiz, según quisieran los vecinos o los documentos oficiales, la gata Blanquett pertenecía ya al grupo de amados vagabundos que, como Bercelius Nibbidard Paragot en los trigales de Europa, intentaban sobrevivir de escalera en escalera.
La situación estaba cada vez más confusa, pero algunos sentimientos eran cada vez más claros. Doña María decidió volver a su piso dominada por una rabia profunda que no la empujaba al odio, sino a la necesidad desesperada de enfrentarse a la muerte. Estaba decidida a evitar las ejecuciones que dependieran de su mano, de su miedo, de su obediencia, de su quietud, de su fichero de maestros, de los datos que ella poseía como habilitada de los concejos de Luarca, Siero y Cangas de Tineo. Era el único modo de acompañar a Manolo en su muerte, en la soledad que habría sentido, y que ella se imaginaba con una angustia inconsolable, al ser obligado a descender del autobús. Nadie sabría nunca nada, pero ella se repitió mil veces, detalle por detalle, lo que nadie sabría nunca, lo que sintió Manolo al ser interrogado, al ser encerrado, al encontrarse en una habitación cualquiera convertida en celda, al ver que lo sacaban de madrugada y lo conducían campo adentro. Nadie sabría nunca nada, pero ella oiría mil veces el ruido de la llave, la frialdad de las voces, los zapatos caminando por la nieve, el espanto repentino de los disparos y el golpe del cuerpo al caer. Olía la pólvora, veía sus ojos abiertos, notaba la presencia silenciosa de la luna, y escuchaba el frío, el paso de los animales asustados, la conversación indiferente de los desconocidos que regresaban a Salas después de la ejecución. Oía, veía, olía, sentía, mordía todo lo que nadie supo nunca, pero que ya estaba allí, en el bolsillo del salvoconducto de Manolo, en la maleta de Manolo, en el último beso de Manolo antes de ponerse la pelliza, en la espalda de Manolo cuando se perdía por la calle y la nieve camino del autobús.
Por eso tuvo la necesidad de acompañar a su hijo y de enfrentarse a la muerte. Doña María cerró la casa de doña Aurora, abrió la suya, buscó una cuchilla de afeitar, se dirigió al escritorio, sacó el fichero y raspó una por una las cuotas de afiliación política de los maestros, para que su propia tinta y sus letras de niña bien educada no se convirtiesen en denuncia, y las siglas de un partido político o de un sindicato no desataran los ruidos de la noche, las voces imaginadas y el olor de la pólvora mezclados con la hierba nocturna. Se acercaba la primavera de 1937 y todavía resultaba posible encontrar un rastro de esperanza bajo las palabras oficiales de los partes de guerra. Tal vez los militares rebeldes fuesen derrotados en Asturias y la aniquilación de los maestros republicanos nunca llegara a producirse. Merecía la pena ganar tiempo, enturbiar las pesquisas, raspar las siglas delatoras, y eso hizo doña María, que pensó más en su dolor que en su conveniencia a la hora de volver a su casa para enfrentarse con las fichas.
Luego la esperanza rodó por los suelos, cayó sin posible engaño, como cayó el frente del Norte, como cayeron Bilbao y Santander, como se hundieron las líneas de defensa en las sierras orientales. La ilusión fue entonces una forma de no aceptar del todo lo que ya se sabía, de engañarse sin engañarse para retrasar la derrota definitiva, de evitar que el tiempo de la humillación se sumara al tiempo del dolor y de la rabia. Cuando a finales de agosto el Consejo de Asturias declaró su soberanía plena, muchos habitantes de Oviedo pensaron que en realidad se habían quedado solos, viviendo en una ciudad sitiada dentro de una región sitiada. No costaba mucho trabajo identificar soberanía plena con soledad absoluta. Las tropas republicanas que sitiaban Oviedo estaban a su vez sitiadas por las tropas franquistas, y el cerco se iba estrechando día a día, noticia a noticia.
Doña Nieves Nicieza había conseguido esconder su aparato de radio, salvarlo de los registros, y conectaba en secreto con Emisora Gijón para buscar informaciones alentadoras y encontrar una manera de seguir acompañando a sus dos hijos muertos. Ángel, por indicación de doña María, se acercaba a la calle Asturias y le pedía a doña Nieves que le contase los últimos detalles, los datos de las batallas perdidas y las previsiones mentirosas o demasiado optimistas del Gobierno. Aquella mujer no estaba hecha de harina, sino de mármol y de azúcar, porque daba buenas y malas noticias, pero siempre concluía con un convencimiento desesperado e íntimo:
—Hay que se animar, Ángel, hay que se animar.
Los Cuerpos de Ejército XIV y XVII vienen a salvarnos, hay que se animar. Se está librando una gran batalla en El Mazuco, hay que se animar. Hemos perdido El Mazuco y el puerto de Pajares, hay que se animar. Han preparado una gran evacuación de niños para salvarlos de la guerra, irán a vivir a Francia y a la Unión Soviética, don Pablo Miaja va con ellos. El viejo pedagogo salía del país para cumplir en el destierro sus últimos servicios y agotar hasta la extenuación su fe en las palabras escuela, infancia, progreso y España. Ángel se acordaba de don Pablo, el amigo de su madre, el tío de Pedrito, el director del Grupo Escolar donde él mismo había estudiado, y se imaginaba a los niños subiendo por una escalera de barco y sacando un pañuelo, y calculaba con facilidad el espanto y el frío de las aguas en el puerto de Gijón, la profundidad de las olas, el vértigo de alejarse de la guerra y la muerte, sí, pero también, y tal vez para siempre, de la propia vida. Ángel pensaba en las madres, las hermanas, los hijos, los amigos, y recordaba el hacinamiento de las casas de doña Nieves y de los Taibo cuando acogieron a su propia familia, y comparaba ese hacinamiento con la soledad triste de la habitación en la que ahora se oía una radio en voz baja. Pero qué le vamos a hacer, hay que se animar, aunque los moros rubios de la Legión Cóndor arrasen las últimas defensas y los moros moros hayan conquistado por fin Covadonga. Hay que se animar, aunque el frente se desplome a finales de octubre y se acabe la guerra en Asturias. Hay que se animar, mientras dure la resistencia en España, en ocasiones con alegría, porque, ¿lo sabéis ya?, el 7 de enero tomamos Teruel, y en otras muchas ocasiones con tristeza, porque Teruel se tomó sólo una vez, y además volvió a caer en manos de los rebeldes el 22 de febrero de 1938, cuando se cumplía un año de la muerte de Manolo. Hay que se animar, Ángel, hay que se animar.
Doña María no trataba de animarse, sino de darle una orientación a su dolor, cuando cerró la casa de doña Aurora y raspó las siglas políticas en las fichas de los maestros. En aquellos días aún era posible mantener algo de esperanza, intentar que la liberación de Oviedo llegase antes que la represión definitiva. Con una cuchilla de afeitar, de forma metódica y sin darle una oportunidad a las dudas y al arrepentimiento, pasó a la clandestinidad en compañía del Partido Socialista Obrero Español, el Partido Comunista de España, Izquierda Republicana, la Confederación Nacional del Trabajo y la Unión General de Trabajadores. Ella conocía bien toda la historia guardada en cada partícula de papel, sabía cuántas conversaciones, cuántas estrategias y cuántos sueños desaparecían en sus borraduras, en las pequeñas heridas, ásperas y descarnadas, que iban quedando en la superficie de las fichas. No había empezado aún el tiempo de la humillación, aún se vivían meses de rabia, y no importaba que las raspaduras provocasen una denuncia inevitable al ser descubiertas, si con ello entorpecía por unas semanas las persecuciones y los pasos de la muerte.
Cuando los militares procedieron al registro de la casa, doña María estaba con Ángel, Maruja, Sole, Nieves la costurera y Blanquett. Hasta la gata sintió la angustia que iba manchando las habitaciones, mientras los soldados recorrían el piso para dominar la situación y comprobar si había algún hombre escondido. La incertidumbre de quien registra un domicilio y no sabe lo que va a encontrar se estrella contra la certidumbre de quien ve registrado su domicilio y sabe lo que van a encontrar. Suele tratarse de una incertidumbre que provoca agresividad y de una certidumbre que provoca miedo. Doña María era consciente de que iban a pedirle el fichero de maestros, pero también sabía que ni Pedro ni Manolo estaban en sus habitaciones. Estaba segura, sobre todo, de lo que no iban a encontrar en su casa. Por eso se olvidó de los fusiles, y de las dos estrellas del teniente, y de la denuncia clara que suponían las raspaduras de las fichas.
Maruja y ella habían intentado en los días anteriores, cuando la rabia dejaba paso a la prudencia, enmascarar en lo posible la situación. Con pequeños papeles de lija, con limas de uñas, incluso con migas de pan, procuraron disimular las raspaduras. Pero no se conseguía nada convincente, resultaba imposible ocultar la manipulación, por lo que decidieron raspar en otras partes de las fichas, intentar que la manipulación no se identificase sólo con las afiliaciones políticas. Quedó un fichero sucio, borrado, herido, confuso, muerto, como aquellos meses, como aquellos corazones, como aquellos oídos que amanecían y atardecían esperando un golpe en la puerta. El miedo de doña María desapareció al ver los uniformes en su casa. El teniente preguntó por el fichero y doña María le indicó con tranquilidad la mesa de su despacho. Ya no estaba dispuesta a mentir, ni a pedir perdón, ni a ofrecer explicaciones convenientes. Estaban en su casa, entre sus recuerdos, en los dormitorios de sus hijos. Cuando el militar descubrió que las afiliaciones políticas habían desaparecido y amenazó a la habilitada por el sabotaje, doña María olvidó todas las excusas, los argumentos pensados durante las noches de insomnio y los prudentes consejos de Maruja.
—¿Sabotaje? Ustedes son unos asesinos. Han matado a mi hijo y no quiero que otras madres sufran lo que yo estoy sufriendo.
—Señora, yo no he asesinado a nadie, cuide usted sus palabras —murmuró el teniente, sorprendido por la reacción de la mujer.
De pronto se había quedado sin uniforme, sin pistola, sin autoridad. Era sólo un hombre de unos cincuenta años, envuelto en sus propios recuerdos y en sus desgracias, desamparado dentro de su autoridad, sin fe ni juventud para participar en una cruzada. Los himnos caen sobre las ciudades y los ejércitos, movilizan a las multitudes, imponen dogmas, ofrecen justificaciones colectivas. Pero hay momentos en los que uno se queda solo consigo mismo, segundos que se convierten en un cristal a punto de romperse, en un espejo en el que aparece el propio rostro, que asiste desde fuera al instante de apretar un gatillo, de dar una orden, de provocar la muerte de una mujer, y todo deja de tener sentido, y se comprende entonces el miedo de una familia y el terror de un adolescente que teme perder también a su madre, quedarse solo en medio de una guerra y una derrota. Los insultos, los gritos desesperados que no cesaban, que se repetían una y otra vez como un arrebato de locura, ustedes son unos asesinos, han matado a mi hijo, no desataron la indignación, ni alimentaron el orgullo, sino la soledad, la imagen desencajada de alguien que no encontró fuerzas para decidir, ni motivos para asumir la tragedia en la que se había visto envuelto. Aquel hombre agradeció más que nadie la intervención de Nieves la costurera, las excusas que no justificaban nada, pero que facilitaban una salida ante él mismo, ante la mirada expectante de los soldados y ante la firmeza heroica que la patria le reclamaba.
—Espere aquí noticias nuestras, tendrán que decidir mis superiores. Y tire esas fichas, señora, que ya no sirven para nada.
Doña María no quiso cruzar durante meses la puerta que había cerrado el teniente. No tiró las fichas cuando comprendió la locura que había significado conservarlas en ese estado, y que hubiera sido mejor inventar una excusa para su desaparición, sino cuando aceptó que la guerra estaba perdida, que era inútil esperar el regreso de un tiempo cancelado, el tiempo de Manolo, Pedro, los maestros, la normalidad y la ilusión cotidiana de sentirse dentro de la alegría. De vez en cuando, como en una negociación íntima con su propio naufragio, le pedía a Ángel que fuese en busca de noticias a casa de doña Nieves Nicieza. Pero, sobre todo, se dedicó a deambular por la casa, a sentarse en su butaca, a evitar la calle y a dejar que pasaran los meses. Por dos veces encontraron calma los fríos del invierno y el calor del brasero, disolviendo sus ánimos en las ascuas de unas primaveras tristes. Hay que se animar, Ángel, dile a tu madre que hay que se animar.
El 17 de junio de 1939 llegó la Virgen de Covadonga a Oviedo. Un joven comunista había descubierto la imagen de la Santina en la Embajada española de Francia poco antes de que las autoridades franquistas tomaran posesión del edificio y, como la guerra estaba perdida, prefirió informar de su hallazgo, hacer una visita a la iglesia de la Misión Española en París, para asegurar el regreso de la imagen al santuario. Como había ocurrido con tantas obras de arte, el Gobierno republicano quiso evitar su destrucción, alejándola del campo de batalla, y la evacuó al extranjero, igual que a los niños en peligro. Se acertó sin duda en este caso. La lucha entre el ejército moro y los defensores de Covadonga había sido encarnizada.
Pronto corrió por la prensa y por Asturias que la Virgen se había salvado de las hordas marxistas, que había sido recuperada en París y que estaba preparándose con todo esplendor su regreso a Asturias. La Santina entró a España por Irún el 11 de junio. La estaban esperando, para arrodillarse ante ella con devoción, Carmen Polo, esposa del Caudillo y héroe máximo de la reconquista, el obispo de Oviedo y los requetés del Tercio Nuestra Señora de Covadonga. Se organizó entonces una procesión de veinticinco días para santificar los pueblos y los campos de batalla de Asturias, humillados por la violencia de los rojos. A Oviedo llegó la Virgen el 17 de junio. Como reclamaba la situación, se organizaron importantes celebraciones y festejos, muestras de fervor protagonizadas por el Cabildo Catedralicio, el Ejército, la Diputación, el Ayuntamiento, la Universidad, el Colegio de Abogados, la Falange y, sobre todo, por el entusiasmo de la población, mujeres de ropa negra y velo, hombres de chaquetas grises y corbatas piadosas, y niños vestidos de domingo, orgullosos del brillo de sus zapatos, que se confundían con el cuero de los correajes y la magnificencia de los uniformes. Como el resto de las ciudades españolas, Oviedo disfrutaba de la Victoria.
Maruja aprovechó la conmoción provocada por la presencia de la Virgen en la ciudad para convencer a su madre de que saliera a la calle. Las dos mujeres se vistieron de negro, se colocaron el velo y caminaron hacia la catedral, acompañadas por Ángel, al que le relucían los zapatos y su camisa de domingo. Abriéndose paso en el tumulto provocado por la procesión de aquel día, vieron pasar a la Virgen, custodiada por el obispo, don Manuel Arce Ochotorena, y por un tabor de sacerdotes, entre los que ocupaba lugar preeminente el bueno del padre Antonio. Como el final de la primavera regalaba a la ciudad heroica una temperatura agradable, los fieles no llevaban ropa de abrigo. Así no hubo peligro de que doña María reconociese entre la multitud devota la pelliza de Manolo, la prenda de abrigo que se había colocado después de los últimos besos y antes de coger la maleta, abrir la puerta y encaminarse hacia el autobús. Había cosas, detalles familiares y pormenores históricos que entonces no se comentaban. España había cambiado de conversación. La memoria no formaba parte de las costumbres públicas, sino de los dolores privados, de lo que ocurría en un mundo escondido, en otro lugar, el país del silencio, que acababa de fundarse y empezaba a respirar, a moverse, a sentir, mientras aprendía a custodiar sus secretos bajo las banderas, las bandas de música, los altares, la humillación y el uso cotidiano de la obediencia. Debieron pasar muchos años, procesiones, desfiles, muertes, nacimientos, una baraja interminable de amaneceres y atardeceres y, por fin, unas elecciones democráticas eternamente deseadas, para que se le acercase a Ángel, a la salida de una de sus lecturas de poemas, una señora muy anciana, hija de la maestra de Salas. Conocía desde niña a su familia y quería contarle algo. En el pueblo llegó a saberse que un vecino había vivido los últimos inviernos de la guerra y los primeros de la posguerra abrigado con la pelliza de su hermano Manolo. Se la robó después de matarlo, dijo, y le contó algunas historias de aquel personaje. También se llamaba Manolo. Era un canalla, un pistolero legalizado y con patrulla al que el pueblo le volvió la espalda por vanagloriarse de sus detenciones y sus asesinatos. Llegó a matar a gente muy cercana. La vieja doña Amparo, una vecina que lo conocía desde niño porque era la madre de su amiga Enma, se abrazó a sus piernas cuando fue a buscarla. Ay, Manolín, no me mates. No se preocupe, doña Amparo, contestó él, no lo va a sentir, será un tirín de nada.