17. Las historias que acaban muy mal no se acaban nunca
No acabaron bien las historias de Santiago, Mohamed, los hijos de doña Nieves y Manolo. No acabaron bien, y están aquí, en el capítulo 17, como recuerdos que van y vienen, sin detener el peregrinaje de sus pies heridos por los cruces de la memoria, algunos como un dolor modesto, otros como una tragedia difícil de soportar, y hasta como una obsesión que se ha hecho presente sucesivo, carne viva, al tomar cuerpo en otro cuerpo, forma en otra forma, porque el sufrimiento invade la piel, igual que el amor, y penetra, y circula por la sangre, y conforma el carácter de sus herederos, el destino de sus hijos, que no suponen un aumento de la población ni cambian los índices de natalidad, pero sí la luz del sol, la profundidad de los ojos que miran, de las manos que saludan, de la gente que pasa por la calle o entra en una oficina, de la voz que dice soy yo cuando otra voz grita un nombre, de los dedos que aprietan un lápiz, o una pluma, o un bolígrafo, para rellenar la ficha que cae sobre la mesa, para suscribir un documento, para asumir una declaración o firmar ahí, en una recepción de hotel, precisamente ahí, donde dice el viajero.
Porque hemos llegado al capítulo 17, y debemos recordar y contar historias difíciles de recordar y de contar, historias de un pasado que se acerca por la espalda, incluso cuando uno quiere esperarlo, reconocerlo, mirar de frente sus ojos. «Todavía, la memoria alevosa», se titula un poema de Ángel González, publicado en 1992, en el libro Deixis en fantasma. Hay palabras que sirven para indicar el lugar de las cosas en el tiempo y en el espacio, pronombres, adverbios y determinantes que nos sitúan aquí o allí, cerca o lejos, y nos colocan en un lugar de la frase, en este o en aquel mundo, a nosotros, a ti o a usted, según las normas de la educación, la distancia y el recuerdo. Deixis pesa como un término lingüístico, como el vocabulario más misterioso de la ciencia, la gramática y la retórica. Sirve para englobar las palabras que indican cosas, distancias, lugares, tiempo, relaciones sociales. Deixis en fantasma es la posibilidad de señalar en lo ausente, de guiar a los que nos oyen o nos leen al reino de lo ausente recordable. Porque lo que está allí a veces vigila muy cerca de nosotros, y aquella sombra respira a nuestro lado, nos pregunta, podemos ver incluso las venas rojas en el estupor de sus ojos. Andamos, vivimos, señalamos las cosas, sentimos el olor y la temperatura de un tiempo lejano, de un lugar desaparecido, que vive en un fantasma, real en su ausencia, insistente en su ausencia, como aquel sótano de la calle Fuertes Acevedo, con las paredes desconchadas y negras, que abría sus fauces entre las carboneras y la puerta de atrás de la tienda de José y Olvido…
—¿Te vas a refugiar en la filología? No es mal refugio, tiene escaleras y sótanos que se hunden en el vientre de las palabras, los corazones y las ciudades —murmura Ángel, alzando los ojos por encima de sus gafas, con una sonrisa irónica que le nace en los labios, se extiende por la barba blanca y se concentra en el dedo índice de la mano derecha, que apoya sus palabras con un movimiento negativo—. Pero no, ése no es el trato.
No es el trato, y por eso la filología no abre la puerta aquí como un sótano en medio de los bombardeos, y la historia se limita a traer los fantasmas de otro tiempo, o a vivir en fantasma bajo las luces y las oscuridades de otra edad, muerta de miedo, por culpa de los hechos que arrastra «Todavía, la memoria alevosa»:
Aquel tiempo
que dejamos por muerto volvió en sí,
y me hirió mortalmente por la espalda.
Los moros llegaron a Oviedo con su algarabía, sus turbantes, sus fusiles y su mala fama. Se acuartelaron junto a la casa de Ángel, en el inmenso local de la calle Cervantes que había pertenecido a don Félix, el indiano dueño del número 8 de Fuertes Acevedo, y que perdió poco a poco su olor a vieja zapatería, a centro republicano y sede de la Coral Vetusta, para abandonarse a los aromas de la carne humana, al Ladillol, remedio eficaz contra parásitos habituales en los bajos de la vida, y a otros efluvios propios de las costumbres soldadescas. Los restos de un naufragio se desperdigan por las playas después de una tormenta. Los moros se desperdigaron por el barrio con los restos del naufragio bélico, los frutos de una rapiña que adornaba la calle con relojes de pared, máquinas de coser, sacos de patatas y espejos en los que se habían reflejado caras sonrientes, caras de miedo, ataques de cólera, saqueos y crímenes. Un día subieron a casa de Ángel, y los gritos, los golpes en la puerta soliviantaron al vecindario. El mordisco redondo de los cañones en la madera se mantuvo durante años para dar la bienvenida a los visitantes del tercero izquierda, aunque la verdad es que no importaban mucho los buenos modales en aquel tiempo, porque la casa de doña María se quedó sin maestros desde el primer día de la sublevación militar. Es posible que los moros, que exigían la apertura inmediata de la casa, para proceder a un registro minucioso de las habitaciones, ya supieran que aquella vivienda no tendría la necesidad de adecentarse y de atender con el esplendor y la solemnidad de siempre al magisterio asturiano. Una cerradura inglesa, colocada por Pedro poco después de su regreso del exilio parisino, evitó que los visitantes avariciosos se encontraran de golpe con los tomos de la enciclopedia Espasa y con el retrato del pedagogo don Pedro González Cano. Gracias a la fortuna, o a la generosidad de doña Aurorita, ninguna queja de mujer o de niño acentuó las ansias de saber que demostraba la ruidosa patrulla de regulares. Los habitantes del tercero izquierda estaban en el entresuelo derecha, y desde allí escucharon a los soldados bajar por las escaleras, poniendo final a un episodio menor, porque acabó bien, en medio de otras historias que acabaron mucho peor. Había demasiados domicilios a disposición de los regulares como para que se molestaran en llevar una cuenta exacta de las puertas y las visitas aplazadas. Nadie sabe lo que hubiera ocurrido si llega a estar doña María en su casa, acompañada por sus hijos y, sobre todo, en este caso, por su hija. Ya que no sucedió así, mejor ni pensarlo.
Además, no tardaron en calmarse las ansias de rapiña del glorioso ejército de África. Oviedo no era una ciudad conquistada, sino una ciudad a la que defender de los ataques enemigos, por lo que fue necesario que los legionarios y los moros aprendieran a convivir con la población. Cuando no combatían, se comportaban como ociosos paseantes dedicados a animar las calles, a desfilar, a lucir sus uniformes y sus preguntas, formuladas con una artillería confusa de raras pronunciaciones, y a esperar con impaciencia los escasos y pacíficos días de sol, que despuntaban de vez en cuando entre las nubes y el humo de las explosiones. Ángel se acostumbró a la presencia de los moros al compartir con ellos las horas de hastío y de diversión, casi siempre como testigo discreto en la taberna improvisada por José y Olvido. La sublevación había clausurado también el futuro civil y rutinario de una tienda de ultramarinos en la calle Fuertes Acevedo. Sobraban sustos, balas perdidas, ataques, contraataques, desalojos, clientela sin dinero, y faltaban provisiones. Las cajas de la fruta y las baldas de las paredes se fueron quedando vacías, como la mirada de una ciudad que no podía prestarle atención a las conversaciones y las demandas de los seres cercanos. Por fortuna, la bodega del matrimonio contaba con un fondo familiar respetable, una buena colección de botellas de vino y latas de conserva que suponía todo un tesoro, una chistera de mago con muchas posibilidades en aquellas circunstancias.
Así que José encontró ideas interesantes en las que meditar cuando se cansó de distribuir y vigilar artilugios destinados a la caza de pájaros para consumo interno. Los niños, con el ánimo juguetón muy rebajado, y convertidos de pronto en unos hombres, habían abandonado algunas costumbres de las primaveras pasadas, y sus gritos ya no recorrían los prados, que eran peligrosos campos de combate, ni el paso raudo de sus patinetes alarmaba la tranquilidad indispensable para que un pájaro bajase del cielo y se posase en mal sitio, acabando en el saco de José y en las sartenes de Olvido. Con el espíritu más sosegado, y ante el espectáculo de los soldados que entraban y salían de la calle Cervantes sin saber muy bien dónde ir, el comerciante de frutas y hortalizas en fantasma, o en ausencia, cayó en la cuenta del partido que podía sacar a las botellas de vino, las latas de conserva y los pajaritos fritos, e improvisó una taberna, que tuvo éxito inmediato, convertida desde el primer día en un centro internacional para soldados nacionales de diversas procedencias. Trini, o los pechos de Trini ayudaron al éxito del local. No resultaba difícil de entender que la hermana de José fuese la camarera más reclamada por unos clientes que sabían apreciar en sus ratos de ocio los encantos generosos de la vida, aunque, en sus horas de trabajo, se comportaran como novios de la muerte.
Los curiosos del barrio se pusieron enseguida de acuerdo en que los moros eran los clientes más exóticos. Sin perder el miedo, porque su fama legendaria se transformaba en realismo puro cuando las condiciones del drama lo exigían, Ángel se aficionó a observarles de manera discreta, bien cuando jugaba con Raquelín en los alrededores de la taberna, o bien desde las ventanas de su casa. Los veía discutir, reír, traficar, entonar canciones extrañas y saltar sobre barreños de agua jabonosa, lavando la ropa con los pies, como si practicaran un rito ancestral. Resultaba muy pintoresca también la maniobra con la que se liaban el turbante, una habilidad femenina curiosa en aquellos soldados rudos, que envolvían sus cabezas y dominaban las vueltas de unos pañuelos interminables. Vistos de cerca, no era nada difícil comprobar que la autoridad y la jerarquía imponen también sus usos dentro de los mundos que nos parecen salvajes. La propensión a agredir mantiene siempre una amistad estrecha con la necesidad de obedecer. Vistos de cerca, aquellos soldados mostraban un miedo infantil al sargento Aixa, o al Moro Teniente, que según la fonética más usual en la taberna era el Moro Tirinti, y veneraban al Moro Santo, un individuo extraño, meditativo, de grandes barbas y grandes atardeceres, que acostumbraba a ponerse en cuclillas contra la pared de la casa de Ángel y soportaba en sus hombros el peso de la humanidad bajo el sol poniente.
El más simpático y bondadoso era Mohamed, un moro de barbas mucho más cortas, pero rojizas, que enseguida se ganó el derecho a ser el verdadero Mohamed, el único Mohamed de esta historia, aunque formase parte de un ejército en el que todos los moros se llamaban Mohamed. Le gustaba hablar con los muchachos del barrio, y pronto mostró su preferencia por Ángel, a quien un día llegó a regalarle dos patatas, un lujo inapreciable en aquellos momentos de escasez. Ángel subió a su casa con la misma rapidez alegre de los viejos y dorados tiempos, cuando los maestros le daban una buena propina después de cobrar su nómina y él salía corriendo escaleras abajo para escapar del control de doña María. Antes los tesoros corrían de la casa a la calle, mientras que en los años de guerra, si se producía cualquier milagro alimenticio, el sentido de la galopada era distinto y las piernas saltaban de la calle a la casa. La cocina se puso de fiesta, pero nadie se atrevió a dudar de que aquellas patatas, que Soledad freía y mimaba en la sartén con los nervios propios de los grandes acontecimientos, tenían un destinatario particular y exclusivo, porque Ángel iba a comérselas él solo, una por una, como ordenaban los derechos de guerra y los vasallajes familiares. Y no es que se negase en conciencia a repartir una parte de su tesoro entre los hambrientos del lugar. Es que no se le ocurrió, y nadie le dijo nada. Sole, Maruja y doña María disfrutaban más con las satisfacciones de Ángel que con un derecho tan humano como el de pensar en la propia necesidad, que las mujeres de la casa habrían confundido con el egoísmo más deleznable, y Manolo no se atrevió a romper el consenso de los mayores, basado en la idea secular de que las víctimas de las guerras son siempre los niños, o los adolescentes, según se mirase, o los niños adolescentes que en ocasiones se portaban incluso con la decisión, la sensatez y el egoísmo de los hombrecitos.
Decir nadie, todos, siempre o nunca es una temeridad en cualquier tiempo, y mucho más en días conflictivos. Decir que nadie se atrevió a dudar de que las patatas de Mohamed eran sólo para Ángel no se atiene a la verdad de los hechos. Porque cuando estaba el plato en la mesa y el único comensal sentado en la silla, dispuesto a cenar como un rey, con el tenedor en la mano derecha, la servilleta en el cuello y la familia a su alrededor, las patatas adquirieron una extraña vida independiente y empezaron a moverse, a sufrir convulsiones, a levantarse, a formar olas, a trabajar por cuenta propia, para sorpresa de su dueño y del público en general. Los misterios imborrables son aquellos que, después de los momentos de incertidumbre y emoción colectiva, afloran a la luz, salen de las profundidades, aparecen por debajo de un complot o de un montón de patatas fritas. Una cucaracha pequeña e hipócrita quiso hacer creer con su desorientación que no se había enterado de que aquel plato era una propiedad privada, apareció trabajosamente bajo las olas y se quedó mirando a la concurrencia. La risa de Manolo, el grito de Maruja y de doña María y la rapidez de Soledad a la hora de deshacerse de tan molesta intrusa se apoderaron de la habitación, que quedó en suspenso un minuto, como meditando qué iba a ocurrir, qué debería hacerse, quién iba a dar el primer paso. Por fin, el tenedor paralizado de Ángel no dilató más el tiempo de las dudas, tomó la decisión, bajó la cabeza y embistió a las patatas con bravura, convencido de que no estaba la vida para remilgos y escrúpulos a la hora de negociar con los manjares exquisitos.
—Me parece bien que te escudes en el humor. La literatura no resiste el patetismo, y la risa ayuda a soportar los malos recuerdos —sentencia Ángel, mientras evoca el episodio de la cucaracha, un ortóptero que desde su aparición entre aquellas patatas fritas ya no podría ser identificado con el asco en la obra del poeta, sino con un extraño sentimiento de culpa, de desasosiego, propio de los seres que duermen durante el día, deambulan por la noche y aceptan la oscuridad como un tributo pagado en nombre de la supervivencia. Dos patatas significaban entonces un lujo, y más lujo todavía era contar con la amistad de uno de los moros, porque su protección no resultaba desdeñable en una convivencia tan revuelta, sobrecargada de cercanías peligrosas—. Con Mohamed podemos llorar y reír, su recuerdo es agridulce. Peor suerte corrió Santiago.
Se refiere al sargento jefe de la banda de tambores y cornetas de la Legión. Ángel quedó impresionado en cuanto vio desfilar por primera vez al sargento, porque los malabarismos que hacía con la corneta, que giraba en su mano como un torbellino de banderines y de reflejos metálicos, eran dignos de los mejores artistas del American Cirque. Le gustó mucho encontrárselo en la taberna de José, a la que el militar acudía para consumir sus nostalgias con un vaso de vino y una guitarra. Santiago tomó por costumbre animar las tardes de los demás, mientras él se desanimaba en público, cantando historias desgraciadas de amor y de lejanía con una voz un poco gangosa, pero muy afinada, que se hacía convincente en la tristeza, como un atardecer de invierno o una cuarta copa de vino. Quizá por eso le gustaban sobre todo las canciones argentinas. Allá en la pampa grandiosa / hubo un gaucho trovador, recuerda Ángel que cantaba Santiago, reviviendo en una taberna improvisada, junto a una trinchera del cerco de Oviedo, la leyenda del payador Santos Vega.
La opinión de la tropa sobre las habilidades artísticas de la superioridad resulta siempre sospechosa, y no debe hacerse mucho caso de los bravos y los aplausos entusiastas. Tampoco hay que darle demasiado crédito a las maledicencias, risitas, comentarios y faltas de respeto de la soldadesca, porque hay quien puede aprovechar las ocasiones de ocio para vengarse de viejas ofensas recibidas y mantener contra la jerarquía opiniones que nadie se atrevería a murmurar en el patio de un cuartel o en medio de un desfile. Para valorar el arte de Santiago, sargento jefe de la banda de tambores y cornetas, parecía más oportuno fijarse en los ojos abiertos y hermosísimos de Raquelín, como hacía Ángel mientras escuchaba las nostalgias de un vals. Cuando se encontraba sin la compañía de su amiga, abandonado a los compases de la guitarra y de los versos, Ángel también mostraba sin pudor su fascinación por el artista uniformado. Como él era un cabeza de chorlito y conocía las dificultades de la música, no dudaba en quedarse junto al sargento payador, apurando sus virtudes y sus historias, sin abandonar la taberna, hasta que el toque de retreta ordenaba que los soldados volviesen a su cuartel, la taberna a su silencio de semisótano, los pechos de Trini a su camisón, José a los libros de cuentas y Ángel a su casa. Sole no protestaba mucho por las tardanzas, ya que relacionaba sus desapariciones con la búsqueda de patatas.
Todos los artistas necesitan por lo menos un espectador entregado, alguien que sepa leer, o escuchar, o mirar, o sentir, con una dedicación apasionada y exclusiva. El sargento notó la fascinación de Ángel y, como no podía confiar en las opiniones positivas o negativas de la tropa, aceptó su amistad desinteresada y se acercó a él.
—¿Te gusta la guitarra? Si quieres, te enseño a tocarla.
—No sé si voy a poder. Doña Soledad dice que soy un desastre para la música.
—¿Y quién es doña Soledad?
—Una maestra que nos daba música en el colegio, antes de empezar la guerra.
—Pues ya verás la sorpresa que le das a doña Soledad. Te voy a demostrar lo fácil que es aprender a tocar la guitarra.
—Si ya he acabado el colegio. Ahora tengo que ir al instituto.
—No importa, le demuestras que sabes tocar la guitarra a los profesores del instituto. Basta con aprender unos acordes fundamentales. Mira, se hace así.
El sargento le dio la guitarra, le colocó los dedos sobre las cuerdas y le enseñó cuatro o cinco posturas. Con ellas y con un poco de habilidad al rasguear las cuerdas con la mano derecha, podría cantar todas las canciones del mundo, ya fuesen asturianas o argentinas, y deslumbrar a la profesora imaginaria de su colegio, y a los Taibo, y a la madre de Javier Bueno, que seguía escondida en casa de sus amigos, y a Raquelín, y a Trini, y a Mohamed, y al Moro Tirinti, y a Manolo, y a… Para deslumbrar a tanta gente hubiese necesitado prolongar las clases de guitarra y disfrutar más días de la amistad con el sargento. Pero no fue posible, porque a las pocas semanas Ángel lo vio tendido sobre la hierba, en los terrenos del hospital. Ni tenía una guitarra al lado, ni estaba dormido. Un pequeño trozo de metralla le había entrado por la nuca y le había vaciado la cabeza. Cuando alguien echó en falta al músico en la taberna y preguntó por él, Ángel oyó contar a otro legionario que su cabeza parecía una hucha.
—Sólo una pequeña raja exterior, aquí en la parte trasera del cráneo. Pero estaba hueca por dentro.
La amistad con Mohamed no acabó tan mal, aunque una vergüenza hiriente y compartida ensució las cosas. Acabaron por bajar la cabeza y no saludarse cada vez que se cruzaban por la calle. La catástrofe empezó a urdirse una tarde por culpa de unos cuantos verbos en infinitivo, cuando Mohamed llamó a Ángel, que estaba sentado en la carretilla de la antigua frutería convertida en taberna, y le dijo: yo querer preguntar algo. Hablaba así, con infinitivos y frases cortas, como si el peso de la comunicación lo debieran llevar no sus palabras, sino sus ojos negros, inquietos, evidentes, expresivos, que ondeaban por encima de los dientes blancos y de las barbas rojizas como si formasen parte de la bandera de un país exótico. Algunos moros hablaban mucho mejor. Era el caso del sargento Aixa, dueño de un castellano pulcro, tan pulido como su bigotito de militar autoritario y orgulloso. O llevaba muchos años mandando y obedeciendo en el cuerpo de regulares, o había estudiado de niño en alguna escuela del Protectorado, pero el sargento Aixa hablaba con una extraña perfección española, colocaba los infinitivos en el lugar oportuno y alargaba las frases con seguridad, esa misma seguridad que transparentaba en sus silencios, en sus miradas a Trini y en su forma de esperar el futuro con un cigarro en la mano. Después de que el destino hubiese escuchado su castellano y mirado su bigote, nadie podía dudar en la taberna de que la guerra no iba a ser para él una pelea perdida con los pequeños trozos de metralla, sino un camino glorioso hacia las condecoraciones, los ascensos y las estrellas de oficial. La tarde en que Mohamed llamó a Ángel, el sargento Aixa estaba por desgracia allí, esforzándose en que pudiesen congeniar la seguridad de su carácter y la debilidad de las miradas que dirigía a Trini. A la hora de la siesta, y sin música desde la muerte del sargento guitarrista, la taberna de José, en penumbra y casi vacía, como los días de guerra sin batallas, parecía un templo en el que se adoraba a Trini, la diosa más tentadora del barrio.
Yo querer preguntar algo, querer hablar contigo, dijo Mohamed, recuerda Ángel, y empezó a andar calle abajo, mirando hacia la derecha y la izquierda. Se detuvieron un momento a la altura del número 6, pero Mohamed decidió que no estaban suficientemente lejos para la confidencia, no aquí, nosotros seguir, y caminaron hasta el número 4, el edificio de tres plantas donde vivían los gemelos antes de que el desalojo se los hubiera llevado a otra parte de la ciudad. Nosotros entrar, dijo Mohamed, que vacilaba aquella tarde no sólo de palabra, sino también de actos, y dudaba mucho cuando intentaba hacer o decir algo. Miró hacia el portal, volvió la cabeza para comprobar que no había nadie en la puerta de la taberna y luego dijo ven, nosotros subir hasta arriba. Al llegar frente al Sagrado Corazón de hojalata que, clavado en la puerta, amparaba la buhardilla de los gemelos, y al ver el candado que cerraba la entrada, mientras el moro se sentaba en el descansillo de las escaleras, Ángel empezó a sentir en su piel la soledad de un edificio completamente vacío, una soledad que se movía como dos ojos negros sobre sus piernas y sus pantalones cortos, como dos ojos con mucho poder de expresión, Mohamed, capaces de llegar hasta el fondo del corazón, Mohamed, y de convertir sus latidos ya inquietos en una ansiedad retumbante en las sienes, Mohamed, o en el vientre, Mohamed, o en las rodillas y los muslos, Mohamed, Mohamed, Mohamed. No era cuestión de gritar, ni de llorar, ni de salir corriendo, ni de traicionar la amistad de Mohamed, que no había hecho nada contra él y que no merecía aún una respuesta indigna y hostil. Pero sus ojos expresaban más que nunca, clavados en las piernas de Ángel, una tensión rojiza y sudorosa, igual que la barba, que tampoco podía ocultar con sus pequeños rizos una extraña lucha interior.
Cuando la angustia se había convertido ya en un miedo punzante, y el alma ardiente de Mohamed había encontrado su correspondencia en el alma helada de Ángel, la voz perentoria del soldado rompió el silencio. Dónde poder encontrar mujera, preguntó sin apartar los ojos de las piernas desnudas. ¡Dónde! ¡Mujera!, insistió con una pasión lingüística que Ángel decidió aprovechar, porque no sabía bien dónde podía ir a buscar la mujera que reclamaba Mohamed, pero estaba seguro de que le convenía hablar, no callarse, decir que sí, reconducir la situación hacia las palabras y las mujeras, para encontrar una salida a aquel miedo, a aquellos ojos, a la atmósfera asfixiante y peligrosa que se había producido en el descansillo de la escalera, ante un Sagrado Corazón inútil y un candado cruel que, desde la puerta cerrada de los gemelos, le recordaba la imposibilidad de recibir ningún tipo de ayuda de sus amigos si las cosas se torcían. La situación era tan delicada que sólo contaba con el consuelo de un refrán y se atrevió a creer en esa afirmación, mil veces desmentida, de que hablando se entiende la gente.
—Mujera, sí, creo que más abajo, por detrás del Gobierno Civil. Yo las he visto allí, y también alrededor del hospicio. Algunas enseñan los pechos.
—¿Cuánto costar mujera?
—No sé, no creas que mucho, poca cosa.
—¿Un duro?
—Sí, de sobra, un duro será más que suficiente.
—Llévale este duro a Trini —Mohamed sacó un duro de plata, lo miró y se lo puso en la mano a Ángel. El peso del duro entre sus dedos fue una bendición, porque le quitaba otra pesadumbre más angustiosa, el malestar que le había oprimido mientras el moro decidía el rumbo final de sus planes y de sus ojos. Además, el nombre de Trini era un consuelo, porque le evitaba indagar en un mundo desconocido, o engañar a Mohamed, defraudarlo en cualquier caso, desatando la inevitable venganza posterior. Ahora sólo tenía que hacer de intermediario, dirigirse a la taberna, dar el recado y el duro, y después lavarse las manos—. Trini. Decir que yo dar a ella el duro. Tú volver con respuesta.
Y eso hizo Ángel, bajó corriendo las escaleras, respiró el aire libre, dejó que la luz del sol tranquilizara su respiración, recuperó el dominio de las piernas, subió por la calle, entró en la taberna y dejó el duro sobre el mostrador, delante de Trini.
—De parte de Mohamed. Está en las escaleras del número 4.
Trini tardó en comprender, miró a Ángel, hizo su composición de lugar, calculó las consecuencias de su reacción y rompió a gritar con una furia incontenible, quizás demasiado teatral para ser sincera. Ángel se sintió mal, muy mal, mientras escuchaba palabras como honra, honestidad y afrenta. Peor se sintió cuando, a los gritos de Trini, acudió el sargento Aixa y se enteró de lo que había ocurrido. También se puso a gritar el sargento, pero en árabe, hasta que aparecieron dos moros armados, que recibieron firmes la orden de salir corriendo hacia la buhardilla del número 4. Volvieron a los pocos minutos con Mohamed detenido, y el sargento, al que le temblaba de ira el bigotillo, empezó a golpearle con la fusta, demostrando una indignación aterradora. La sangre que brotaba de la boca y las mejillas de Mohamed intensificaba la violencia de la escena, pero subrayaba también en rojo la impasibilidad admirable con la que recibía su castigo la víctima. Algunos golpes eran tan fuertes que le hacían tambalearse y perder por unos segundos la posición de firme, recuperada de inmediato, antes incluso de sufrir el siguiente fustazo o el siguiente insulto. Después de cansarse con el ejercicio físico que siempre supone la necesidad de apalear a un subordinado, el sargento Aixa recuperó la solemnidad y dictó una sentencia de diez días de arresto para Mohamed, que había caído en desgracia no se sabe si por un exceso de bondad o de maldad. Tampoco resulta posible saber si aquel castigo ejemplar, sobrecargado de golpes verdaderos y de gritos teatrales, consiguió ablandar el corazón de Trini, tal vez impresionada por su gallardo defensor. Lo que sí es seguro es que la firmeza de Mohamed, la mansedumbre y la dignidad con la que recibió el castigo impresionaron mucho a Ángel. Lo recuerda en pie, encajando sin quejarse los golpes del destino, firme ante la desgracia. Recuerda también que después de aquel día, cada vez que se cruzaban por la calle, Mohamed bajaba la cabeza avergonzado, y él le correspondía con la misma vergüenza, sin saber muy bien por qué. Puede ser que los dos se avergonzaran de la vergüenza del otro.
La locura de los golpes del sargento Aixa debió de fascinar al destino, porque se desató en la ciudad una multiplicación vertiginosa del espanto. Llovió sobre mojado, nevó sobre las nevadas, el frío heló al frío y la muerte consumió muchos de los restos que había dejado la muerte. El mes de febrero de 1937 puso su dedo invernal en todas las llagas de la ciudad martirizada. Volvieron a arder las faldas del Naranco y las trincheras de Oviedo, mientras las pulgas y las chinches de los sótanos cumplían con las obligaciones de un trabajo gustoso y excesivo. Los republicanos quemaron sus últimas posibilidades de tomar una ciudad que estaba ahí, al alcance de la mano, cuidada, abandonada, defendida, desprotegida, humillada, ensalzada y vuelta a humillar, pero que por una razón o por otra acababa siempre manteniendo en pie sus ruinas al servicio de la patria y de la gloriosa sublevación militar. Las uñas de la represión se afilaron con una perfección metódica en el interior, aumentaron los registros y las delaciones, comenzaron los consejos de guerra, las peticiones de clemencia y las ejecuciones. El 20 de febrero, cuando el ejército amigo, o enemigo, pero en cualquier caso legal, mordía con furia al ejército enemigo, o amigo, pero en cualquier caso rebelde, se cumplió la sentencia a muerte de Leopoldo Alas, rector de la universidad e hijo del insigne autor de La Regenta. Fue el síntoma más ruidoso de una represión que daba trabajo regular y organizado a los uniformes, llamaba a las puertas, invadía las habitaciones, redactaba informes, manchaba documentos, envilecía la boca de los delatores y los testigos, hacinaba las cárceles y cargaba de sombras la conciencia de los paredones, las tapias, los patios de los edificios oficiales, los descampados y las fosas comunes.
Llovió sobre mojado y la confusión se confundió con la confusión. Ángel no recuerda ahora si fue Juan, el dueño de la peluquería, quien subió para contar lo que había escuchado Agustín, el aprendiz de la peluquería, o si fue Agustín el que subió a contar lo que había oído Juan. El caso es que un falangista, abandonado a la tranquilidad íntima que conceden los sillones de barbero, acababa de confesar que esa noche iban a detener a Ignacio Lavilla, el famoso periodista de Avance, escondido como una rata en su domicilio, justo ahí, casi encima de nosotros. Lavilla no quiso huir y se escondió en su guarida, detrás del armario de doble luna, a esperar una visita que nunca llegó. La muerte repentina del falangista suspendió en aquella ocasión el trabajo de la muerte. Pero la felicidad que regala el destino es frágil y escurridiza, porque los golpes rotundos y sin contraseña sonaron sobre la puerta de los Taibo unos días después, y los soldados no encontraron a tío Ignacio, refugiado en su despensa, pero se llevaron a los dos hijos ferroviarios de doña Nieves Nicieza. ¿Qué hacen ustedes aquí? La explicación resultaba fácil, nada es más natural que dos ferroviarios en paro, a consecuencia de la guerra, suban a visitar y dar conversación y consuelo a las vecinas del piso de arriba, mujeres solas, abandonadas por sus maridos. Pero también es muy natural que la patrulla que persigue a una víctima con nombre y apellidos no atienda a razones cuando se queda con la miel o la sangre en los labios, y vengue su desilusión de alguna manera, tal vez con amenazas, gritos, insultos, o tal vez deteniendo al primero que se ponga a mano, un pariente quizá, o quizá dos vecinos que en ese momento se encontraban de visita en la casa.
La mala suerte lo complica todo. Porque un piloto republicano desorientado puede confundirse y bombardear con fuego amigo a una compañía de soldados republicanos. El alto mando republicano puede indignarse y para evitar nuevos errores republicanos decidir que las bombas restantes se dejen caer sobre la ciudad tomada por los sublevados, causando graves daños en la población civil. La población civil puede indignarse y acudir a la puerta del Gobierno Civil para exigir venganza a un alto mando franquista también indignado y propenso a la venganza. Cuando se decide la saca y el castigo ejemplar, la patrulla encargada de la ejecución puede encontrarse en la cárcel con los dos hijos ferroviarios de doña Nieves Nicieza, detenidos por estar de visita en casa de la vecina del primero. Sería un error decir que los hijos de doña Nieves murieron sin saber por qué los mataban y quién los mataba. Pero el estupor de sus ojos está justificado cuando bajan al sótano en medio de un bombardeo, o aparecen por los pasillos de la memoria muchos años después, y no contestan preguntas, ni atienden a nadie, y se limitan a mantenerle la mirada al destino, sin amor ni rencor, una mirada vacía, infinita, sucia de fatigas y de insomnios.
Muchos años le costó a Ángel borrar el estupor de los ojos de Manolo, recordarlo como un muerto vivo de los de antes de la guerra. Nunca se sabe nada, nunca se sabe si conviene esperar o fugarse, correr hacia el enemigo en el frente o subir las escaleras de la propia casa para hacer una visita. Nunca se sabe cuál es el lugar adecuado, el tiempo idóneo, la amistad oportuna, el armario conveniente, el autobús preciso. Manolo se cansó de esperar, la represión era cada vez más metódica y las noticias aconsejaban buscar ayuda en otra ciudad. Julián Pablos estaba en León. Su compañero de estudios en Barcelona era muy rico, muy falangista, pero también muy amigo suyo. No dudaría en convencer a su familia, dueña de un saneado imperio industrial, para que le diese amparo y trabajo. El pasillo de Grado permitía salir de Oviedo, llegar a la zona franquista después de unos kilómetros de riesgo. Había que intentarlo, merecía la pena exponerse a las balas amigas para encontrar la salvación entre los enemigos. Manolo se cansó de esperar y buscó una salida mientras llovía sobre mojado, nevaba sobre nevado y se embarraban las pólvoras de los dos bandos, confundidas en la suerte de los destinos particulares.
Pidió un salvoconducto para salir de Oviedo y se lo concedieron. Hizo la maleta y prometió enviar noticias desde la casa de Julián Pablos, cuando ya estuviese a salvo con la familia de su amigo falangista. No te preocupes, me las arreglaré para estar en contacto con vosotros, le aseguró a doña María, que tampoco supo lo que hacer o lo que decir, porque nunca se sabe nada, nunca se sabe si es mejor dejar que pase el tiempo o precipitar las decisiones de la suerte. Ya estaba conseguido lo más difícil, el salvoconducto, un papel semejante al que le permitió a Pedro huir después de la Revolución de Octubre. Aquello salió bien. ¿Y ahora? ¿Dónde estaría Pedro ahora? Quizás en Gijón, en Bilbao, en Barcelona o en Madrid. Quizás muerto o quizás vivo. Quizás se estuviese preparando para disparar sobre la carretera que permitía a los autobuses salir de Oviedo y llegar a la casa de Julián Pablos en León. Parecía difícil saberlo. Lo que no resultaba tan difícil era conseguir algunos salvoconductos, porque las autoridades habían comprendido las ventajas de evitar la detención, los días de cárcel, los consejos de guerra y las ejecuciones en el interior de la ciudad. Mejor otorgar el pasaporte, detener el autobús en alguna aldea alejada de Oviedo y cortar por lo sano, sin procesos ni peticiones de clemencia, al pie de una fosa improvisada.
Doña María esperó durante días noticias de León, una carta, un mensaje, la visita de algún desconocido, algo que hubiese podido cruzar de vuelta el pasillo Grado. La ciudad estaba nevada cuando Manolo salió de la casa y caminó en busca del autobús. Aunque las huellas que dejó en la calle eran profundas por el peso de la maleta, se disolvieron mucho antes que el estupor de sus ojos en la memoria de Ángel. La madre tardó en saber que habían parado el autobús en Salas. Tardó en saber que habían gritado en voz alta el nombre de Manuel González Muñiz. Tardó en saber la consecuencia de que su hijo hubiese respondido soy yo, una respuesta inevitable desde que la gestión del salvoconducto despertara la codicia del destino y de la policía. Aunque lo mataron la misma noche de su viaje, la madre esperó inútilmente buenas noticias de León, tardó en saber lo que había sucedido con su hijo mayor, y lo supo, además, por Ángel, un detalle que se clavó para siempre en el carácter de su hijo pequeño.
La falta de noticias dio paso a la angustia desesperada cuando doña Rosa, la madre de los García Tuñón, le comentó una mañana que su hija Ángeles había escuchado un rumor confuso que sería conveniente confirmar. Doña Rosa era una buena mujer, una buena amiga. Ni siquiera la muerte en combate de José Antonio, su único hijo varón, su ojo derecho, un vecino joven, educado e irresistible, que se había puesto una bata blanca para regentar la farmacia de la calle Doctor Casal y, por desgracia, una camisa azul para acudir a la guerra, quebró la amistad de las dos familias. La muerte estaba pasando sobre el edificio número 8 de Fuertes Acevedo, pero las madres y las hermanas se miraban con compasión, sin odios, como si estuviesen sometidas a la misma tragedia inevitable. No había rencor, sino timidez y miedo, en la madre que había perdido a su hijo y que le comentaba a otra madre una historia inquietante que había escuchado Ángeles en una reunión de falangistas, la historia de un autobús que, un día de nieve, se había detenido en Salas.
Ángel no había visto nunca al sacerdote que los recibió en el Palacio Episcopal. Era un viejo amigo de la familia, como se demostró por la rapidez con la que acudió a atenderlos y por los saludos y las preguntas cariñosas. Era un amigo tan viejo que Ángel no lo había visto nunca. A doña María, dominada por la impotencia, se le ocurrió acudir a un antiguo discípulo de don Manuel Muñiz que había colgado los hábitos de la pedagogía para dedicarse por completo a la Iglesia. Después de redactar innumerables borradores de cartas y súplicas dirigidas a la autoridad, borradores que nunca terminó, porque tampoco iba a poder presentar en ninguna oficina, recordó la buena posición del padre Antonio, se puso el abrigo, pidió a Ángel que la acompañara y llamó a las puertas del Palacio Episcopal. Las piedras, las maderas nobles, la alfombra, el crucifijo y la amabilidad del padre Antonio, tallada por las palabras correctas y las sonrisas comprensivas, consolaron a una mujer aterrada que, sin embargo, no debía preocuparse, ya vería ella cómo todo se aclaraba, todo iba a terminar bien, como las amarguras de la guerra. Sólo había que confiar en Dios y encargarle a Ángel que se acercara de vez en cuando por el palacio, para recibir las noticias conseguidas, faltaría más, desde luego que sí, gracias a unas gestiones inmediatas y seguras.
No hubo noticias por fortuna en la primera visita, tampoco hubo noticias por fortuna en la segunda, pero la fortuna cesó en la tercera y dejó paso a la desgracia. Sí, había noticias, muy malas noticias, y estaban esperando a Ángel en la mirada encogida del padre Antonio, en los nervios de sus manos, que se retorcían los dedos con ansiedad, y en el balbuceo de la boca, que iba perfilando costosamente algunas palabras como detención, Salas, noche, tiempos enloquecidos, desgracia, voluntad de Dios y resignación. Nunca llegaría la familia a saber mucho más sobre la muerte de Manolo, nunca recibiría más datos que los comunicados en un balbuceo, nunca se calmaría el desamparo de un horror que hundió sus raíces en lo conocido y en lo desconocido, en la punta afilada de lo descubierto y en el óxido de lo ignorado que iba a infectar la herida para siempre.
Ángel salió del Palacio Episcopal con paso muerto en busca del grito desgarrador de su madre, un aullido desesperado que lo estaba aguardando en casa, que se iba a producir cuando subiese las escaleras, llamase a la puerta y le mirase a los ojos, infectados ya por el estupor de Manolo. Las malas noticias se pegan en la piel de los mensajeros, toman posesión de sus labios y su rostro, haciéndoles responsables de lo que saben, de lo que deben decir, de lo que no pueden callarse. A medida que cruzaba la ciudad, Ángel se sentía más solo y más perdido, culpable por la muerte de su hermano, como si él fuese la causa del dolor, el responsable de las balas que habían acabado con él. Sentía incertidumbre por su futuro, por lo que pudiese ocurrir con su familia, por lo que iba a hacer su madre después de gritar y llorar, por el desconsuelo infinito que le iban a provocar sus palabras, las balas que alguien, él mismo, dispararía en sus palabras, la sangre que iba a brotar en sus palabras, la muerte que iba a suceder en la nieve deshecha de sus palabras, que debían acoger a un cadáver y acomodarse a la forma y al peso del cuerpo de Manolo. La angustia resultaba tan insoportable que también sentía la desorientación absoluta de su pasado, y al doblar cada esquina se cruzaba con un mundo perdido, con las figuras fantasmales de su abuelo Muñiz y de su padre Cano, con el niño que le robó la visera un día de fiesta en el Naranco, con la bofetada que le dio Manolo en castigo de sus acusaciones falsas, con las risas de Pedro después de todas sus navegaciones y su exilio, con los poemas que Maruja recitaba en voz alta, con el matrimonio que le dio la mano para que se colase en el campo de fútbol, con la victoria de la selección española, con las vacas que atemorizaban a la tía Clotilde, con el falangista que le había apoyado una pistola sobre el pecho en el jardín de la clínica donde había muerto su padre por culpa de una operación desgraciada, con el maestro que le regaló el duro de plata, con el acróbata mutilado, con las locomotoras de vapor que cruzaban el túnel del barrio, con el poeta Rubén Darío, con Paragot y Asticot, los personajes de El amado vagabundo, con el ratón que, según le habían contado, se coló un día en la bota de su padre, con el gato Topín, con el río Sena, con las clases de francés y de música, con las mujeres francesas, con el mosquetón de caballería que le había puesto en las manos Pedro durante la Revolución del 34, con Indalecio Prieto, Largo Caballero, Julián Besteiro y Dolores Ibárruri, con Pepu, los gemelos y el Rubio, con la camioneta de caldo de pollo Chispún, con las mujeres desnudas del zapatero remendón, con los lugares remotos de la enciclopedia Espasa, con los minerales, las cordilleras y las lluvias, y todo lo que se iba deshaciendo delante de él, a cada paso, como la nieve manchada de sangre, porque el agua de lluvia lo deshace todo, y estaba lloviendo mucho sobre nevado y mojado aquel invierno, con una violencia secreta, pero tan eficaz como las explosiones de las bombas, y él se sentía responsable de las noticias, de las palabras que debía pronunciar, de los detalles escasos que no podía callarse.
Sálvame, le pidió Santiago, el sargento jefe de la banda de tambores y cornetas. Sálvame, le pidió José Antonio García Tuñón con su bata blanca de boticario y su camisa azul de falangista. Sálvame, gritaron los hijos de doña Nieves Nicieza, con su taza de café en la mano y su amabilidad de personas que hacen una visita a las vecinas. Sálvame, rogó Alfonso Beaumont por el altavoz de la camioneta de caldos de pollos Chispún, con sus botas recién lustradas. Sálvame, tú salvar a mí, no pegar más, le suplicó Mohamed, sin abandonar la posición de firme delante del sargento Aixa. Sálvame, recuerda Ángel que dijo Manolo, que sigue diciendo Manolo todavía, con un estupor en los ojos que no se borrará nunca del todo, con ese dolor contagioso de los desaparecidos y los muertos en tiempos de guerra, con esa herida nunca vista, pero pronunciada por sus labios, que iba a tapar durante muchos años todos los demás recuerdos, el movimiento de cabeza con el que le obligaba a obedecer a su madre, el dedo con el que le señalaba los zapatos mojados y los calcetines que debía quitarse, el vaso de leche que le obligaba a tomar, la maleta que ordenaba al marcharse a Madrid, a Barcelona o a París, la sonrisa con la que hablaba de cualquier cosa, las discusiones políticas con Pedro, el olor a tabaco de su habitación y la mano feliz que lo había llevado por las calles de Oviedo para celebrar la victoria del Frente Popular.
Las historias que acaban mal nunca se acaban. No lo sabía aún, pero ya sospechaba lo suficiente para sentirse sucio, y los palacios, las casas, los cristales rotos de las ventanas, los letreros de los comercios, los árboles y las estatuas le escupían en la cara mientras se acercaba a su portal. El pasado que parece muerto se acerca por la espalda y nos apuñala. Pasaron los años y Ángel siguió caminando hacia su casa con la misma pesadumbre y el mismo horror, con la misma culpa inocente, igual que en aquel invierno de 1937, cuando subió uno por uno los escalones hasta llegar al tercero izquierda del número 8, calle Fuertes Acevedo, y llamó a la puerta, y sintió que los ojos de su madre vigilaban por la mirilla secreta del cristal, y rogaban en silencio, sálvame, sálvame, sálvame… No dejes que se escriba nunca el capítulo número 17 de este libro, porque hay cosas que no se pueden remediar, son dolorosas, patéticas, insoportables, sin que valgan de nada los términos científicos de la filología, ni el sentido del humor, ni las coartadas de la ficción, ni siquiera el paso inevitable, lluvioso y purificador, de los años.