16. El jinete viajero
Eso decía el libro. Goza de la Tierra y de la vida, pues si la Tierra se queda, la vida se marcha. Ama la vida y goza la vida, y para eso piensa que la muerte es inevitable. Goza, pues, de la vida. La dicha no tiene más que su tiempo marcado. Apresúrate a gozarla. Y piensa que todo lo demás nada vale. Porque todo lo demás nada vale. Y fuera del amor a la vida, nada recogerás en la Tierra. Eso decía el libro, eso cantaban los versos del libro, con unas palabras que Ángel volvió a leer y repitió en voz alta, aprovechando que estaba de nuevo solo, en una habitación extraña, pero que le devolvía la autoridad sobre las bombillas y los relojes. No fue aquel llamamiento a la vida, o la conciencia de la muerte inevitable lo que en realidad le impresionó. Poco iba a enseñarle un libro sobre la necesidad de vivir y de morir, aunque fuese capaz de leer sus mil y una noches de historias antiguas, porque él estaba tendido en una cama que no era el lecho del rey Omar Al-Nemán, en la ciudad de Bagdad, sino un lugar verdadero, en el corazón de una guerra, con moros de carne y hueso. Estaba leyendo sobre un colchón y bajo una manta que casi rozaban el cuartel de los regulares y los legionarios, entre sábanas que casi tocaban una trinchera en la que se moría y se mataba de verdad. En la habitación que le había prestado doña Aurorita Casero, después de los días agobiantes en casa de doña Nieves, el libro no le impresionaba por sus declaraciones de amor a la vida, porque la vida ya se había convertido en una exigencia del instinto más que en un amor. No le impresionaban tampoco los avisos filosóficos sobre la presencia de la muerte, porque no hacía falta esforzarse en recordar lo que no podía olvidarse, aquello que estaba en la calle, repetido, cruel, impúdico, delante de los ojos de cualquiera.
Con los postigos cerrados, o mejor, amurallados, y con una bombilla triste que acababa de recuperar su energía aquella misma tarde, lo que más impresionó a Ángel, lector de Las mil y una noches en casa de doña Aurorita, fueron las dos últimas frases del poema. ¡Porque el mundo debe ser como la habitación de un jinete viajero! ¡Amigo, sé el jinete viajero de la Tierra! Esas palabras, jinete y viajero, junto a las palabras habitación y mundo, le explicaron de golpe sus propias emociones, y por eso sonaron con más peso, como arrastrando un equipaje improvisado o incluso la historia de una vida entera, cuando las leyó en alto, agradecido de estar solo, de que su madre y Maruja durmiesen o velasen en otro lugar de la casa, de que Manolo diese vueltas bajo su propia luz o su propia oscuridad, y de que Sole abriera o cerrara los ojos en su propia noche, sin gafas y sin Topín, porque el gato había desaparecido en el desconcierto del desalojo. Ángel había encontrado unas palabras para no tener miedos infantiles, para alegrarse de haber decidido dormir solo, sin la debilidad de acomodarse en un colchón junto a Maruja y a su madre. Eso era él, un jinete viajero en la habitación del mundo, alguien que va de un lugar a otro, con temores más oscuros y sin poder arraigar su exigencia imperiosa de vida en ningún domicilio definitivo.
Tan sólo unos años después, unos meses después, la palabra jinete habría cabalgado por las praderas del Oeste, gracias a las películas y a las novelas de vaqueros, en un horizonte con diligencias, revólveres y códigos particulares. Pero aquella noche, el jinete era todavía una figura abstracta, y junto a las palabras mundo, habitación y viajero, su fantasma abierto y lejano llegó a simbolizar una existencia concreta en la voz del muchacho que leía en alto, a pocos metros de una trinchera, bajo una luz que se encendía y se apagaba sólo para él, después de unos días tormentosos, con multitudes improvisadas y sin lugares propios. Los republicanos habían roto las primeras líneas de defensa establecidas por el coronel Aranda, habían llegado muy cerca, hasta el Campo de San Francisco y la plaza de América. Los militares franquistas ordenaron el desalojo del barrio, convertido en campo de batalla, y la familia buscó refugio en casa de doña Nieves Nicieza. Luego, entraron en la ciudad unos moros que no venían de las leyendas de Bagdad, sino de los cuarteles de Ceuta y Melilla, las cosas se calmaron, no se sabe si para bien o para mal, y los vecinos pudieron regresar a la calle Fuertes Acevedo. Pero los hermanos de doña Aurorita habían aprovechado la rotura del cerco ofensivo para sacarla de Oviedo por el pasillo de Grado, y doña Aurorita, que era una buena mujer, y recordaba las meriendas en casa de los González Muñiz, pensó que un entresuelo, en tiempos de guerra, es lugar más seguro que un piso alto, siempre expuesto a las balas perdidas, y le ofreció a doña María la llave de su casa, sus colchones, sus sábanas, sus bombillas, con o sin luz, y sus ventanas amuralladas, para que se instalase allí. Todo eso había vivido en poco más de una semana el jinete viajero que cabalgaba por el mundo en una solitaria, inmensa y única habitación.
Había ocurrido así. Cuando los bombardeos y los cañonazos apretaron, y los minúsculos puntos movedizos del Naranco se convirtieron en combatientes a los que casi se les podía ver la cara desde la ventana, no hubo más remedio que cumplir la orden de desalojo. Nadie podía asegurar que un solo árbol, una sola ventana, alta o baja, o un solo portal quedasen en pie después de la batalla. La gente se cobijó en las iglesias, se apretó en las fachadas, buscó asilo bajo los arcos y los techos de los edificios públicos, o llamó a las puertas de amigos y familiares con casas un poco más alejadas del combate. Oviedo era un pañuelo que la guerra iba devorando por los bordes, y resultaba necesario encontrar acomodo en las arrugas del interior. Doña María pensó en doña Nieves, porque sabía que doña Nieves estaba con seguridad pensando en doña María. En tiempos difíciles, conviene recurrir a la gente que piensa, sobre todo a la gente que piensa en los demás, y que puede ponerse en la piel de los otros, imaginar las complicaciones de una pariente lejana, una prima tercera, más amiga que pariente, obligada a abandonar su casa y a buscar refugio, por culpa del fuego cruzado entre los agresores amigos y los defensores enemigos. Doña Nieves sabía por Maruja y doña María que la casa de Fuertes Acevedo era desde el comienzo de la guerra un lugar peligroso, asaltado por los caprichos de la suerte. Primero fue la sorpresa de la bala, el proyectil invisible que había dejado un agujero redondo y perfecto en el cristal de la ventana, cruzado el salón, atravesado una de las rendijas del biombo y dibujado otro hueco redondo y perfecto en el cristal del aparador, antes de incrustarse por fin en la pared, sin herir a nadie, sin romper una taza de café, o una de las copas de la tía Clotilde. Luego sobrevino el susto del obús que no llegó a estallar, gracias al Santo Rosario o a las precariedades del armamento republicano. La situación se había vuelto insostenible en los últimos días, mientras balas y obuses buscaban las fachadas de la calle, se agitaba el Naranco y se levantaban los alrededores, en lo que parecía el asalto definitivo a la ciudad. Y cuando estaba doña Nieves a punto de pedir a su hija Josefina que buscase a doña María y la trajese a la calle Asturias, muy cercana, pero mucho más abrigada de los cañones, sonó la puerta y aparecieron doña María, Soledad, Manolo, Maruja y Ángel.
Serán unas horas, como máximo unos días, recuerda Ángel que dijo doña Nieves, porque los nuestros están a punto de pasar. Aquí podemos acomodarnos, habrá sitio para todos. En las horas difíciles, si se acierta a pensar en la gente que está pensando en la gente, suele haber sitio para todos en cualquier sitio. La frontera entre la compañía y el hacinamiento se diluye, porque las habitaciones más pequeñas son capaces de acoger a una multitud, a dos o tres familias que se funden y se sientan en torno a un aparato clandestino de radio, un aparato salvado de las averías y los requisamientos militares, una voz que ayuda a esperar noticias, buenas noticias que tardan en producirse, buenas noticias que no llegan, mientras pasan las horas, los días, las semanas, y todo se confunde. Las explosiones que llegan desde La Argañosa se mezclan con disparos que salen del estadio de Buenavista o de los muros arruinados del Hospital Provincial. Silencios paralizadores, acechantes, hunden sus abismos en el estallido atronador del polvorín del Naranco. La oscuridad de los apagones abraza la luz temblorosa de las lamparillas de aceite. Los dos hijos y las dos hijas de doña Nieves Nicieza se hermanan con los dos hijos y la hija de doña María Muñiz, y con Soledad, que no sabe estarse quieta ni cuando vuelve a sonar en voz baja la radio clandestina, y busca en la despensa, también con el sigilo de la clandestinidad, algo que repare las lagunas alimenticias de Ángel en los últimos días. Los domicilios hacinados demuestran que bastan pocas personas para formar una multitud. En los hacinamientos, en las casas tomadas por multitudes pequeñas, el miedo, el hambre, la inquietud, la ilusión, la espera de cada uno se pegan en la piel de los demás, en los ojos de los demás, aparecen y desaparecen codo con codo, y los sentimientos más íntimos cruzan por las habitaciones con la agitación de un impulso colectivo. La soledad y el hambre pueden llegar a desplazarse de rincón a rincón, movilizándose y desatando el clamor de un desfile militar o de un día de fiesta.
Personas que estarían dispuestas a dar la vida por un amigo, un hermano o un hijo, se indignan y miran con malos ojos al hijo, al hermano o al amigo que cruza el pasillo, abre con sigilo la puerta de la cocina, invade la despensa y coge la última galleta, el último trozo de pan, la última sardina que naufraga en el aceite de la última lata de sardinas. Ángel experimentó y recordó siempre, según recuerda y experimenta ahora, un tiempo de grandes amores y grandes mezquindades, de entregas y egoísmos absolutos, de complicidades generosas para toda la vida y de barreras infranqueables que imponían una condena perpetua de soledad y desamparo. Son difíciles los tiempos en los que atreverse a la amistad verdadera significa poner en manos de los otros la vida de un padre o de un tío. Son difíciles los tiempos en los que se exige un acto de generosidad absoluta a los demás, para que roben por uno en la cocina o miren con los ojos y el corazón abiertos, pero sin probarlo, un plato de patatas recién fritas. Son difíciles los tiempos en los que el dolor por la muerte de un hermano es sustituido por el miedo poderoso y egoísta a quedarse solo. Son difíciles los tiempos de las casas hacinadas, tiempos que nos enseñan a odiar o a amar con una lealtad definitiva, con una raíz profunda, misteriosa, superior a la propia conciencia. Hay poemas breves que saben contarlo todo. Ángel explicó este vértigo de sangre, esta herencia de amores y egoísmos, en un poema breve capaz de contarlo todo. Se titula «Pretexto»:
No fueron tiempos fáciles aquellos.
Me amamantó una loba.
¿Quién si no?
Yo no tengo la culpa
de haber bebido
desde joven tanta sed de sangre,
tanto deseo de morder la vida,
tanto amor.
Antes de disfrutar de una habitación para él solo, gracias a la generosidad de Aurorita Casero, Ángel buscó la soledad en el patio interior de la casa de doña Nieves. Los pisos bajos se llenan de ruidos callejeros, soportan las bocinas de los coches y las aglomeraciones de los portales, tienen problemas para entenderse con el sol, que casi nunca puede explicar por las mañanas si va a ofrecer un día limpio de primavera o un cielo sucio y frío de nubes grises, pero cuentan con las ventajas, impagables en tiempos de guerra, de exponerse poco al fuego amigo, y de disfrutar en frecuentes ocasiones de un patio interior, envidia de todas las ventanas del edificio, de los vecinos que se asoman curiosos y vigilan la pila de lavar, las cosas que se caen, los juegos de los niños o los trabajos de los mayores, y que se vengan, sobre todo en tiempos de paz, filtrando al mediodía el olor de los guisos y las canciones de la radio. Un edificio se ordena por pisos, ventanas, olores y canciones, que caen en vuelo libre a las losetas del patio. Cuando Ángel necesitaba respirar y huir del hacinamiento, buscaba los secretos a voces del patio interior de doña Nieves. Prefería el espionaje de las ventanas a una habitación en la que dos familias esperaban, cada vez con más urgencias, más oídos, más labios, más codos, más miradas, más murmullos, más dudas y más miedos, la entrada de los republicanos en la ciudad.
Al tercer día, cuando estaba a punto de empezar a leer un libro de islas, piratas, tesoros y naufragios, que le había prestado la hija menor de doña Nieves, cayó sobre su cabeza una pelota de papel, que sonó como un ruido sin peso y rebotó al centro del patio. Miró hacia arriba, y vio en una de las ventanas a dos muchachos sonrientes y serios, dispuestos a bromear y a mantener una imposible actitud de inocencia.
—Perdona, se nos ha caído la pelota. ¿Nos la puedes devolver? —dijo el muchacho mayor, que tenía la cara un poco más afilada que el muchacho menor, y el pelo un poco menos largo que el muchacho menor, y la mirada mucho más traviesa que el muchacho menor, pero que no ofrecía duda ninguna a la hora de ser clasificado como el hermano un poco mayor del muchacho un poco menor. Tampoco había duda de que los conocía, de que le sonaban de algo. No sabía en dónde, ni a qué distancia, pero había visto a los dos bromistas en algún sitio. Se levantó, tomó la pelota de papel, la lanzó al aire sin alcanzar la ventana, gritó que le faltaba peso para volar más alto, insinuó que no iba a hacer más intentos, que deberían bajar por ella, y se sentó de nuevo junto a la pila de lavar para leer su libro de aventuras. Estaba a punto de conocer a un viejo lobo de mar en la posada Almirante Benbow, cuando cayó en la cuenta de que eran dos de los jugadores de croquet que habían aparecido la pasada primavera en el Campo de San Francisco.
Paco Ignacio y Amaro Taibo no bajaron aquel día a recoger su pelota de papel. Pero así se los presentó doña Nieves a la mañana siguiente, éstos son mis vecinos, Paco Ignacio y Amaro Taibo, los hijos de doña Elisa, creo que os vais a llevar muy bien. La calle no está ahora para jugar, será mejor que os quedéis en el patio. Los Taibo no venían a jugar a la pelota, sino a preguntar qué estaba leyendo Ángel, y para repetir tres veces cada uno que ya habían leído ese libro hacía mucho tiempo. Yo me leí La isla del tesoro a los nueve años, recuerda Ángel que dijo tres veces Amaro. Es una historia maravillosa, pero un poco infantil, recuerda Ángel que dijo Paco Ignacio otras tres veces, y recuerda también que después de cerrar la puerta del patio, y mientras se acercaba a la pila de lavar, le dio una patada a la pelota de papel, se metió la mano debajo del jersey y sacó un libro misterioso. A ver qué te parece esto, recuerda Ángel que dijo una sola vez Paco Ignacio antes de ponerse a leer…
Entonces la joven se desnudó, y vino hacia mí sólo con la fina camisa sobre la piel. ¡Y qué camisa! ¡Y qué bordados! Llevaba todavía el calzón, pero se apresuró a hacerlo resbalar. Enseguida me cogió la mano, me llevó hacia el fondo de la amplia alcoba, y se echó conmigo en la gran cama de oro. Y jadeante, exclamó… Paco Ignacio levantó la mirada un segundo del libro para escrutar los ojos de Ángel, que seguía con atención la lectura, y continuó enfatizando las palabras de la mujer que acababa de acostarse con tan evidentes intenciones. Ya nos está permitido todo esto, pues no es vergonzoso lo que es lícito. Y se tendió ágilmente, y me atrajo junto a ella. Después exhaló un largo suspiro, seguido de un estremecimiento, acabando por levantarse la camisa hasta más arriba de los pechos. Entonces yo no pude refrenar por más tiempo mi deseo, y después de haberle chupado los labios, mientras que desfallecía, se estiraba y cerraba los ojos, penetré en ella de parte a parte. Paco Ignacio volvió a levantar sus ojos llenos de picardía, vigiló la sonrisa de Ángel y cruzó la mirada con su hermano, para buscar la complicidad de quien ya se sabía de memoria un cuento en el que los dos habían aprendido que el oficio del gallo es comer, beber y copular.
¡Obra como quieras! ¡Soy tu esclava sumisa! ¡Anda! ¡Ven! ¡Tómalo! ¡Pon mi vida sobre ti! ¡Dámelo mejor, para que con mi mano lo haga penetrar en mí, y me calme las entrañas! Ángel, que no tenía a su alcance la página del libro, una página con la esquina doblada, llegaba a intuir los signos de exclamación en los labios y en el movimiento de ojos de Paco Ignacio, abiertos por la escenificación del asombro y cerrados por el humor. La escena era subida de tono, casi pornográfica, y desde luego resultaba interesante el ejercicio de imaginar a una mujer pidiendo, tomando con la mano y dirigiendo por buen camino aquello que debía calmarle las entrañas. Y no cesó en sus suspiros ni en sus gemidos, entre besos, transportes, movimientos y copulaciones, hasta que nuestros gritos se extendieron por toda la casa y alborotaron la calle. Después de lo cual nos dormimos hasta por la mañana. Eso leyó Paco Ignacio, luego cerró el libro y preguntó:
—¿Qué te ha parecido?
—Bueno —respondió Ángel, cazando al vuelo la intención de la pregunta, y devolviéndole por fin la pelota—, me hubiera gustado leerlo a los nueve años.
Los nuevos amigos rompieron a reír, y el buen humor dio paso a las confidencias. Reírse de alguien es un acto de desprecio y humillación, reírse con alguien se parece mucho a una muestra de respeto, y reírse con alguien en tiempos difíciles permite suponer una complicidad a salvo de bombas y de traiciones. Paco Ignacio confesó que Vicente Blasco Ibáñez, el traductor al español de la versión de Las mil y una noches del doctor Mardrus, había escrito que la mujer se subió la camisa más arriba de los riñones, pero que él prefería leer más arriba de los pechos, porque consideraba que la palabra pechos era mejor que la palabra riñones, más insinuante. Amaro confesó que ya sabían por doña Nieves quién era y que su hermano Pedro luchaba al otro lado de las trincheras. También ellos tenían a su padre, a su tío y a muchos amigos, como Javier Bueno, participando en la toma de la ciudad. Ya estaban ahí, en la plaza de América, sólo les faltaba doblar una esquina para conseguir la liberación de Oviedo. Ángel quedó en subir por la tarde a casa de los Taibo. Después de demostrar que no era un beato y que no se asustaba con los gemidos de las libertinas, la puerta estaría siempre abierta para él. Pero le aconsejaron que no llamase demasiado fuerte, y a ser posible con dos golpes seguidos y otro más después de contar hasta cinco.
Saber llamar a la puerta es muy importante a la hora de entrar en una casa. La policía y los militares suelen llamar con golpes rotundos, fuertes, que a veces se acompañan con gritos o con discusiones astilladas entre las culatas y la madera. Los perseguidos llaman con suavidad, con una prudencia tan cómplice que a veces llega a convertirse en una contraseña. Saber la importancia de las palabras y de los nombres es también muy importante. Desde luego, no son lo mismo los riñones que los pechos, y tampoco resulta igual de comprometedor decir Paco Ignacio Taibo, que pronunciar sin precaución, sin vigilar la cola del racionamiento o el paso inocente de los transeúntes, el nombre de Ignacio Lavilla, jefe de redacción del diario Avance.
La casa de doña Elisa estaba más hacinada que la casa de doña Nieves. Además de sus dos hijos varones y de una hija llamada Ana Mary, vivían en el piso de la calle Asturias la tía Ángeles, casada con Ignacio Lavilla, y una población incierta, muy incierta, tanto por lo brumoso de su porvenir como por lo difícil que resultaba calcular su número exacto. Cuando el Frente Popular ganó las elecciones de febrero, y los exiliados de la Revolución aprovecharon la amnistía para volver a su tierra, los socialistas pusieron otra vez en marcha el periódico Avance, para lo que se construyó una nueva sede en la calle Asturias. Era un edificio con espacios amplios, donde hubo sitio para todo y para casi todos. Se colocó la rotativa y se organizó de manera holgada la redacción, una tela de araña que tejían los periodistas cada tarde con sus preguntas, sus tazas de café, sus teléfonos, sus tachaduras y sus idas y venidas. Se hicieron también algunas viviendas para alquilar a los trabajadores del periódico. Ignacio Lavilla tuvo la prudencia de no irse a vivir al edificio de Avance, y alquiló un piso cercano, en la misma calle Asturias pero independiente, y a salvo no ya de las gremiales y asfixiantes murmuraciones que provoca la confusión entre la vida cotidiana y el trabajo, sino de las pesquisas de la policía y de los militares, algo a tener en cuenta en un país como España, acostumbrado a las llamadas impetuosas en la puerta. Si volvía a cambiar la situación, no estaba dispuesto a facilitar el trabajo de los represores. Tendrían que buscarlo en otra parte. Él, que no salía nunca del periódico durante las jornadas de trabajo y que se llevaba por las noches a su casa los problemas de la redacción y de la política asturiana, quiso un refugio familiar situado en otro portal, con sus propias escaleras, sus puertas a las que llamar y sus ventanas para mirar a la calle. No se equivocó, y desde su ventana pudo ver en julio de 1936 cómo los golpistas tomaban el periódico, cómo asaltaban los domicilios particulares y cómo caían a la calle las ropas, los libros, las fotografías y los papeles de sus compañeros.
Después del desconcierto, muchas mujeres de los periodistas de Avance, con sus hijos, encontraron refugio en el piso de Ignacio Lavilla, que era también el piso de tía Ángeles, y de Benito Taibo, y de doña Elisa, y de sus hijos Paco Ignacio, Amaro y Ana Mary. Pensaron en los Lavilla y en los Taibo porque sabían que los Taibo y los Lavilla estaban pensando en ellos. Cuando Ángel subió a la casa de los nuevos amigos, y llamó a la puerta con suavidad, dos golpes seguidos y otro más después de contar hasta cinco, se encontró con una casa hacinada, con niños, mujeres y un hombre, un solo hombre, porque sí era verdad que Benito Taibo luchaba al otro lado de las trincheras, junto a Pedro, junto a los amigos que iban a tomar Oviedo de un momento a otro, pero no era cierto que tío Ignacio también hubiese conseguido huir de la ciudad. Una de las almas del periódico Avance estaba allí, en el piso de arriba de doña Nieves Nicieza, charlando con una mujer, un niño y una niña, que resultaron ser la madre y los hijos pequeños de Javier Bueno, doña Soledad, Merceditas y Ricardín, y respondiendo a las preguntas de otros niños y niñas, antiguos jugadores de croquet en el Campo de San Francisco. Bastaron dos golpes seguidos y otro más después de contar hasta cinco, para que Ángel viese a tío Ignacio en el salón, fuera de su refugio. Había acomodado una despensa, tapada por un armario de doble luna, una pequeña guarida en la que se encerraba cada vez que alguien no sabía llamar a la puerta, cada vez que sonaban golpes fuertes, agresivos, sin ritmo ni complicidad. Saber la importancia de las palabras y los nombres era decisivo a la hora de entrar en una casa. En momentos difíciles, en tiempos de pisos habitados por mujeres y niños, en tiempos donde los hombres se borraban porque eran hermanos, o padres, o tíos escondidos, en tiempos en los que uno iba de casa de doña María a casa de doña Nieves, y de casa de doña Nieves a casa de doña Elisa, ofrecer una amistad suponía confiar a la lealtad del recién llegado el destino de una familia, enseñar que una vida depende de las palabras que se pronuncian y de los nombres que se callan, de los comentarios que pueden escaparse en la calle y de la necesidad de aprender a escuchar la música, la complicidad, el aviso de los golpes en la puerta.
La música siempre fue importante en las puertas, los poemas y los recuerdos de Ángel. Música de la clandestinidad, de las palabras, de los bailes juveniles y de las noches interminables con una guitarra en las manos. Su primer acercamiento a la guitarra se debió al sargento-jefe de la banda de tambores y cornetas de la Legión, que entró en Oviedo el 17 de octubre, justo cuando los habitantes hacinados de las casas de doña Nieves y doña Elisa esperaban que llegasen los combatientes republicanos. Pero su primer acercamiento a la música, no muy afortunado para decirlo todo, fue responsabilidad de doña Soledad Bueno, que sabía solfear porque en su juventud había sido actriz y cupletista. Para matar el tiempo, que era lo único que aquella buena mujer deseaba matar, aunque sufriese horas de muerte, luchas y hombres escondidos, se ofreció a dar clases de música a los muchachos que se habían quedado sin instituto por culpa de la guerra. Después de abandonar la casa de doña Nieves y de regresar a la calle Fuertes Acevedo, Ángel siguió acudiendo al domicilio de doña Elisa, si las mañanas, las tardes o las bombas se lo permitían, para intercambiar libros, esta aventura de Julio Verne por un tomo de Las mil y una noches del doctor Mardrus, este Azul de Rubén Darío por una novela de Galdós, para compartir sueños y dolores con sus amigos los Taibo, o para recibir alguna clase, más bien pocas, de doña Soledad.
No había olvidado aún que doña María Montoussé le llamaba cabeza de chorlito, cuando doña Soledad Bueno le puso el nombre de abanico de tonto. Ahí se acabaron las clases, por culpa de un nombre tan desagradable como abanico de tonto, y debido también a que, con las columnas gallegas dentro de Oviedo, y con el frente más estabilizado, el coronel Aranda pudo disponer con más profesionalidad de los destinos de la nueva España, y decidió recolectar a todos los hijos de padres muertos, encarcelados o combatientes en el otro lado de las trincheras, para abrirles las puertas del hospicio o de diversas instituciones religiosas, muy especializadas en la educación de niñas y niños con pasados familiares turbios. Hacer olvidar la mala vida de los padres y las madres, borrando las huellas del pecado, puede entenderse como una obra de caridad. La bondad del coronel Aranda, animado en su trabajo por el reconocimiento que suponía el ascenso merecido a general, hizo que los niños del diario Avance se encontraran con Dios y que la casa de doña Nieves estuviese cada vez menos hacinada. El silencio y la tranquilidad son buenos aliados en el aprendizaje de la música, pero el nombre de abanico de tonto lo llenaba todo de ruidos, de incomodidades y de antiguas dudas metafísicas sobre el porvenir y el futuro, incertidumbres que no había por qué aguantar en una situación de sombras muy reales, que planeaban sobre la suerte de los años, meses, semanas, horas, minutos y segundos próximos.
Doña Soledad había convencido a Ángel de que para cantar o tocar un instrumento resulta imprescindible aprender solfeo. Una buena melodía, una de esas canciones poderosas, capaces de dominar una plaza o los secretos más íntimos del corazón, depende de que la nota do se entienda bien con la nota fa, y de que el mi no busque sólo relaciones con el tú, el nosotros o el vosotros, sino también con las notas re, sol y la. Ángel se aplicó e intentó asimilar las enseñanzas de doña Soledad, pero demostró más cualidades al imitar los movimientos de la mano derecha de la mujer mientras solfeaba, que a la hora de entonar y colocar las notas en su sitio. Bastó que la mano de Ángel se desconcertara en exceso una tarde, y que empezase a subir y bajar por su cuenta como un aspaviento sin control, ya hacia la derecha, ya hacia la izquierda, para que fuese bautizado dentro del distinguido mundo de la música con el nombre de abanico de tonto, que le hirió incluso más que el de cabeza de chorlito. Comprendía los nervios de una mujer con un hijo en el frente, una mujer a la que le acababan de arrebatar a sus nietos, pero no se sentía obligado a asumir una condecoración tan antipática. Nunca es bueno cargar con nombres y apellidos demasiado vistosos, y mucho menos en tiempos conflictivos. Resultaba más seguro apellidarse González que Taibo, sobre todo cuando se conocía a la familia en la ciudad con la etiqueta de Cano. Y, desde luego, era mucho mejor responder al nombre de Ángel que a los de cabeza de chorlito o abanico de tonto. Por eso, y por algunas cosas más que faltan todavía en esta historia, retrasó su aprendizaje del solfeo, sólo formalizado al cursar las asignaturas de música necesarias para conseguir un título de bachiller maestro, y se dedicó a buscar en la poesía las razones históricas y familiares que habían hecho falta para que él se llamara Ángel González, y no abanico de tonto, ni siquiera Paco Ignacio o Amaro Taibo, aunque estuviese decidido desde entonces a compartirlo todo con ellos.
Las palabras, que fueron importantes a la hora de llamar a la puerta de los Taibo, conservaron su valor a lo largo de una vida que poco a poco dejó de ser una discusión sobre ametralladoras Hotkins, fusiles Mauser o aviones Polikarpov 1-15, y aprovechó los resquicios de la amistad y de la belleza para ponerse en manos del marqués de Bradomín, bajo los crepúsculos violetas de Juan Ramón Jiménez o los atardeceres solitarios de Antonio Machado. Pero eso ocurrió después de que las palabras provocaran también muchas desilusiones. Las palabras esconden una música que depende de los acentos y las sílabas. Equivocar unas letras puede suponer una catástrofe, un cambio vertiginoso de sentido, un horror. La pérdida de la armonía depende con mucha frecuencia de la exactitud de una sílaba, de que las letras, los acentos y los corazones encajen en su sitio. Nunca se sintió Ángel más abanico de tonto que cuando oyó gritar en la calle ¡Viva Azaña!, ¡Viva Azaña!, y llamó a Manolo y a doña Nieves, y se volcó en una de las ventanas de la calle Asturias con la intención de gritar ¡Viva Azaña! y de saludar la presencia de los combatientes republicanos en la ciudad liberada. Bueno, en la ciudad ya estaban, habían llegado en los días anteriores, dominaban el hospital, el estadio de Buenavista, la plaza de América, una parte del Campo de San Francisco. Pero ahora iban camino del casco viejo, de los cuarteles y los edificios oficiales al grito de ¡Viva Azaña! Nunca se sintió más abanico de tonto, más cabeza de chorlito, porque resulta decisivo no equivocarse con la música, con las llamadas a una puerta, con las sílabas, y al asomarse a la ventana vio desfilar a soldados de la Legión con paso firme y una bandera rojigualda, y descubrió que la gente gritaba en realidad ¡Viva España!, ¡Viva España!, y comprendió que las columnas gallegas habían conseguido romper el cerco de Oviedo, y que las temidas legiones, y los tabores de regulares, que tan mal recuerdo habían dejado en Asturias, volvían a la ciudad para consolidar las defensas del coronel Aranda. No, en octubre de 1936 no era lo mismo gritar viva Azaña que viva España, aunque la rima pudiera inducir a confusión.
Los esfuerzos de septiembre y de octubre por liberar la ciudad resultaron un fracaso militar. Los republicanos se habían dejado engañar desde el principio de la guerra por la sensación de que tenían la catedral y el café Peñalba al alcance de la mano, a la vuelta de la esquina, de que apenas bastaba con tachar un día en el almanaque de los despachos donde se redactaban los partes y las órdenes. El nombre simbólico de Oviedo pasó a la imaginación de los dos bandos una factura más costosa de lo que merecía su valor estratégico. Pero un símbolo resulta casi siempre una tentación inevitable, y tanto los que aplaudían a las columnas gallegas, como los que se desesperaban en la tristeza de una nueva desilusión corrieron a desplazar los sueños hasta un próximo combate. Estabilizado de nuevo el frente, doña María besó a doña Elisa, agradeció su ayuda a doña Nieves y volvió con sus hijos y con Soledad a la calle Fuertes Acevedo. Pero pasó solamente dos noches en su piso, porque doña Aurora, al anunciar que se marchaba, le ofreció la seguridad del entresuelo. Los militares rebeldes habían abierto un pasillo desde Grado para entrar en Oviedo, y esa lengua de tierra, que conectaba a la ciudad con otras zonas del territorio español en las que ya había triunfado la sublevación, sirvió para que muchos ciudadanos buscasen aires más tranquilos. Sin duda era un pasillo peligroso, batido por las balas, pero mucha gente se decidió a emprender la aventura. Ése fue el caso de doña Aurora, reclamada por sus hermanos.
Tampoco la viuda y la hija de Alfonso Beaumont volvieron a bajar al sótano cuando las campanas de las iglesias anunciaban un bombardeo inminente. Aparecían sólo don Alfonso, con sus botas recién lustradas y su estupor en los ojos, preguntando con insistencia sobre las razones macabras del destino, y la criada Elena, con su delantal de tela gris, sus dientes expansivos, su sonrisa forzosa y su alegría de vaca dibujada por Walt Disney. La viuda y la hija de Alfonso Beaumont habían aprovechado también el pasillo de Grado para abandonar la ciudad, y no pudieron comprobar cómo el frío del otoño y del invierno se apoderaba de los sótanos, ni cómo Cuqui dejó de aparecer en bragas, ni cómo cada vecino llegaba a la oscuridad o a la luz enferma con su manta correspondiente. Las pulgas y las chinches encontraban más facilidades para esconderse, y a las explosiones de los bombardeos seguían después las mañanas de mantas sacudidas, golpeadas, aireadas en las ventanas del patio. Las mujeres golpeaban las mantas y provocaban el ruido de un bombardeo menor, pero no falto de violencia, porque con una pasión instintiva pretendían arrancar de la lana sucia, con cada palmetazo, con cada movimiento brusco, no sólo el polvo, las chinches y las pulgas del sótano, sino el miedo y los rencores que las noches descargaban sobre los que se habían quedado en la ciudad.
Con las ventanas y la puerta cerradas, olvidándose de los bombardeos y del batir de las mantas, Ángel encendió la luz en la habitación que le había correspondido en casa de doña Aurora, y sacó de su cartera, escondido entre los cuadernos de matemáticas y su manual de francés, uno de los tomos de Las mil y una noches, dispuesto a disfrutar de la tranquilidad de una vivienda sin gente hacinada y de los abrazos lujuriosos de una libertina oriental, aunque para ello tuviese que llevarle la contraria a Blasco Ibáñez y subirle la camisa por encima de los pechos. Fue entonces cuando encontró la imagen del jinete viajero. Los avisos sobre la muerte inevitable y las declaraciones de amor a la vida no podían afectarle mucho, estando acostado cerca de una trinchera en la que se luchaba hasta la locura y el agotamiento. Pero la idea de que el mundo era una habitación única y de que él cabalgaba como un jinete le hizo repetir el párrafo, leerlo en voz alta y comprender que hay palabras meditadas en la intimidad que suenan con más fuerza que los partes de la radio, los gritos en la calle, la explosión nocturna de las bombas y el estruendo de las mantas golpeadas en los patios interiores. Los cristales no tiemblan ni se rompen en estos casos, pero hay palabras que apuntan al corazón.