13. Familiares extraños y personajes que llegan
Los gatos miran con los mismos ojos que un delator. Concentran la existencia de los otros en sus pupilas como si les fuese en ello la propia vida, y no pierden detalle, ni dejan que los nervios perturben la atención. Saben lo que va a ocurrir un segundo antes de que se abra la puerta o se encienda la luz. Escuchan los pasos o los ruidos que no llegan a cruzar por el pasillo de la casa. Observan, intuyen, vigilan. Todos los rincones, la altura del armario, la almohada de la cama, el alféizar de la ventana, el bajo de los muebles, los recodos de las estanterías, se convierten en una posición estratégica desde la que asistir al curso de los acontecimientos. Pero, después, los gatos saben guardar silencio con una lealtad cuidadosa. No miran para ladrar, para contar lo que pasó, para dar detalles del olor o la ropa de los culpables. Caminan por la realidad como por encima de los muebles, sin tirar nada, con una sabiduría sigilosa del movimiento y del espacio, en busca de los huecos que dejan los ceniceros, las copas, los jarrones, los portarretratos, para que sus cuerpos pasen igual que una sombra con piel. Se paran, vuelven la cabeza, abren y paralizan la mirada, estudian la habitación y luego siguen caminando hacia sus asuntos, sin romper un vaso, un nombre o un destino ajeno.
Eso ocurre siempre que los gatos quieren portarse como gatos. Cuando se portan como locos, siguen sin dar nombres y sin delatar a nadie, pero son capaces de tirar al suelo todo lo que se les pone por delante. Al niño le gustaban los gatos, su independencia, su inclinación a no recibir o dar órdenes, su modo de perderse por los tejados o por los rincones de la casa, su forma de mirar y de superar, como grandes artistas de circo, los más difíciles laberintos de porcelana y de cristal sin romper un plato. Cuando recogió a Topín de la calle, Ángel tenía ya experiencia en gatos, había comprobado sus dotes artísticas en la propia casa, gracias a un animalito atigrado, de comportamiento ejemplar, que su hermana Maruja acabó por llevarse a San Cucufate después de unos meses de disfrute familiar. En Riberas de Pravia, la prima Carmina era dueña también de una gata de Angora, que no dudaba en mezclar su dignidad con amistades callejeras de sangre plebeya. Discretos, pudorosos, limpios, ya fuesen de alta o de baja sociedad, todos los gatos sabían comportarse como se espera de un gato, o de una gata. La belleza exótica de Angora, según recuerda Ángel, sirvió para ennoblecer la fauna diurna y nocturna en los tejados de Riberas.
Los gemelos disfrutaban retorciendo los nombres y las palabras, eran capaces de convertir una sílaba en una parrafada, sin duda un exceso para el carácter pudoroso que se iba formando en las imaginaciones lingüísticas de Ángel. Hay que ser discreto y portarse como un felino a la hora de moverse sobre las palabras y los nombres. Basta con cambiar el orden de las sílabas. El gato tigre de Maruja podía llamarse Greti, y el gato de manchas blancas y negras, que el niño había recogido en la calle y metido en la casa, dispuesto a superar las reticencias de Soledad, debía llamarse Topín, una forma precisa de darle la vuelta a la tranquilidad doméstica y a la palabra pinto.
Topín era un gato loco, de ojos verdes, que vigilaba las habitaciones de la casa, andaba sobre los muebles y lo tiraba todo por el suelo. Ángel lo veía cazar cualquier cosa, mirar con sigilo un vaso, medir las distancias con una de sus patas delanteras, como si quisiera mantener alejado al enemigo, y luego lanzar un zarpazo certero, rápido, imposible de sortear, que daba con la víctima en el suelo y llenaba la habitación de cristales rotos. Los gritos de Sole saltaban con agilidad justo después del estallido del vaso:
—Otra vez, vaya desastre, a este gato hay que abandonarlo en el manicomio, y tú eres un pasmado, ahí, con la boca abierta, mirando como un tonto, sin hacer nada. Eres el vigilante de los cristales rotos.
Soledad puso más de una vez al gato de patitas en la calle. El animal desaparecía, volaba escaleras abajo, y unas horas después volvía a aparecer en el rellano de la puerta, muy dócil, con sus ojos verdes y sus pupilas negras, esperando que algún habitante de la casa entrara o saliera para poder recuperar los dominios perdidos. Un día, Ángel vio cómo el gato saltaba a la mesa de su madre. Miró la caja en la que doña María Muñiz, habilitada entonces de los concejos de Siero, Cangas de Tineo y Luarca, guardaba en escrupuloso orden alfabético las fichas de sus maestros. Topín bajó la cabeza a ras de madera, reptó con una elegancia secreta, porque sabía convertir cada movimiento en un silencio definitivo, y lanzó un zarpazo cruel contra el fichero, que cayó como un pájaro malherido, provocando en la habitación el inevitable revuelo de alas y de papeles. Las fichas no se rompen, pero Soledad protestó más aún, con más indignación y escándalo. Topín había osado actuar dentro de las fronteras sagradas de doña María.
—Anda, ayúdame a ordenar las fichas antes de que vuelva tu madre de la calle.
No, Sole, José García Rodríguez va después de Antón García Ribera… La mano diligente del niño se movía por delante de las gruesas gafas de Soledad, ordenaba las fichas, colocaba en el principio a Manuel Aguilar Pueyo, y en el final a Pablo Zapatero Bárcena. Levantaba de pronto a Juana Pérez Antuña, y decía con un arrebato de complicidad, mira, Sole, ésta es socialista, se le descuenta una cuota en cada sueldo, ¿lo ves?, y a este maestro también, mira, es anarquista, Fernando Martín Canella, y va aquí, entre un comunista y uno de Izquierda Republicana, está bien vigilado. Venga, venga, le regañaba Soledad, deja ya de curiosear y vamos a terminar antes de que llegue tu madre, ¿y dónde va Ovidio Muñiz?, a lo mejor es pariente tuyo… Cada vez que aparecía una afiliación política, a Ángel se le dilataban los ojos y observaba la cartulina con la misma atención que Topín. El gato vigilaba el orden alfabético y los posibles movimientos de Sole desde lo alto de la estantería. No quería confiarse, le preocupaba la falta de represalias que había merecido su último desastre. Pero Soledad, por respeto casi supersticioso al fichero de doña María, intentaba restituir el orden antes de que llegase la señora. Ya habría tiempo para pegarle un escobazo a Topín, o para curiosear en las cuotas políticas de los maestros. Venga, Angelín, no te entretengas en eso, que no acabamos nunca. Menos tu hermana, todos los maestros están metidos en política.
Algunas situaciones sacan a flor de piel esa angustiosa obligación de decidir que se esconde siempre en las curvas de la vida. Tomo decisiones, luego existo. Vivir es tomar partido, elegir entre la lentitud o la prisa, entre la izquierda o la derecha, entre la noche o el día, entre los gatos o los perros. Uno no puede lavarse las manos, sobre todo cuando algunos de los candidatos de la elección, los gatos o los perros, las noches o los días, acaban formando parte de la propia pandilla. Ángel era partidario de Topín, porque no ladraba, porque no delataba, porque sabía entrar y salir de las habitaciones como entra y se va la noche, porque su piel en blanco y negro pasaba como un sueño, al margen de los ruidos del día, con la lentitud del humo que sube y se deshace en el cielo, de las aventuras que se leen en un libro o se ven en una película. Cuando los sueños, igual que el futuro, se convierten en un refugio ante las mordeduras del porvenir, la luz del amanecer suena en la habitación como los ladridos amenazantes del perro que impide acercarse demasiado a los frutales del huerto. ¿Quién anda ahí? Ángel se había acostumbrado a los gatos y a las noches por culpa de los colmillos del día, un sentimiento que se vio reforzado con el paso del tiempo, porque durante muchos años no encontraría en las oficinas, en las ventanillas de información o en los cafés con leche del desayuno más que las miradas vigilantes de los guardianes y el desprecio de los fuertes.
Los ojos verdes de Topín, su modo de esconderse, de pisar las sombras, de guardar silencio en los interrogatorios, de lanzar de pronto la garra a favor de una locura que rompiese el orden inaguantable y persistente de la realidad, encerraban ya una lista de opciones de primera necesidad, formada por el sabor de la última copa, el color morado y profundo de la noche, las cremalleras rojizas del amanecer, las palabras de las conversaciones clandestinas, los recursos de la verdadera amistad, la lealtad a unos ideales que deberían aprender a no decir nombres, a guardar silencio, a esconderse en los huecos de las estanterías, sobre los diccionarios y las enciclopedias, sobre las penumbras y las sonrisas cómplices, para poner así mucho amor, demasiado amor, todo el amor del mundo, en cada palabra que uno decidiera pronunciar, decir al oído, murmurar entre las páginas de un libro de poemas. Tomo decisiones, luego existo más o menos, y me acostumbro a elegir entre los días y las noches, entre los perros y los gatos. Cuando apareció su libro Prosemas o menos, en 1985, Ángel tenía ya sesenta años, apuraba las luces artificiales hasta el alba, disfrutaba del amor, se rodeaba de amigos para gozar la libertad, celebrar los premios y recordar los viejos episodios, las épocas difíciles de la humillación y la clandestinidad. Pero algo, que no era exactamente un recuerdo, sino un tiempo antiguo hecho carne, una paciencia de resistente que llegaba a confundirse con la tristeza, le movía a conservar su amor nocturno por los gatos, y a escribir poemas como «El día se ha ido»:
Ahora andará por otras tierras,
llevando lejos luces y esperanzas,
aventando bandadas de pájaros remotos,
y rumores, y voces, y campanas,
—ruidoso perro que menea la cola
y ladra ante las puertas entornadas.
(Entre tanto, la noche como un gato
sigiloso, entró por la ventana,
vio unos restos de luz pálida y fría,
y se bebió la última taza).
Sí;
definitivamente el día se ha ido.
Mucho no se llevó (no trajo nada);
sólo un poco de tiempo entre los dientes,
un menguado rebaño de luces fatigadas.
Tampoco lo lloréis. Puntual e inquieto,
sin duda alguna, volverá mañana.
Ahuyentará a ese gato negro.
Ladrará hasta sacarme de la cama.
Pero no será igual. Será otro día.
Será otro perro de la misma raza.
La aparición de Pedro, un día después de que se abrieran las puertas de la cárcel Modelo, y antes de que a Manolo le hubiese dado tiempo de regresar a Barcelona, para seguir con disciplina perruna sus estudios de ingeniería industrial, supuso el colmo de la alegría doméstica y un refuerzo contundente en la defensa de Topín. Las alabanzas de Ángel provocaban las furibundas denuncias de Soledad, y la animaban a relatar de todos los desastres y tropelías ocurridos desde que el niño tuvo la maldita idea de recoger al gato en la calle. Pelos en las almohadas, arañazos en los muebles, cristales rotos, asaltos a la cocina formaban la vanguardia ofensiva. Entonces, la toma de postura de Pedro era inmediata:
—Estás muy equivocada, Sole. Los gatos son mucho más de fiar que los perros. ¿Tú has visto alguna vez a un gato policía? ¡Cómo se nota que no has tenido que salir nunca corriendo!
—Nunca ha tenido que salir corriendo —terciaba doña María, con la risa contenida en su pelo blanco y en sus mejillas alegres y sonrosadas—, porque no ha hecho nunca ninguna tontería. Venga, Sole, pon la mesa y vamos a cenar, si es que Topín no ha acabado con todos los vasos y los platos de la casa.
—Celebremos la Navidad en febrero, con champán y chorizo —respondió Soledad, dispuesta también a participar de la fiesta, pero dejando en el aire la sospecha de que los desmanes de Topín eran el justo correlato a los desvaríos de la familia—. Señora, ésta es una casa de locos.
Con Pedro en París, la madre no había querido celebrar ni la Nochebuena, ni el Fin de Año. Había reservado la solemnidad familiar y la botella de champán regalada por el maestro para el feliz regreso del hijo pródigo. Así que la familia iba a celebrar en febrero el 24 de diciembre, vistiéndose de domingo la noche de un martes. Pedro había iniciado el viaje nada más conocer el resultado de las elecciones, con su capacidad de decisión de siempre, sin esperar a que el Gobierno firmase la amnistía. Por eso estaba allí, antes de que Manolo se hubiese marchado a Barcelona, y era conveniente celebrar la reunión familiar por todo lo alto, para que la madre se sintiera orgullosa de sus hijos sentados a la mesa, uno por uno, cada cual con sus virtudes y sus defectos, pero todos dignos herederos del abuelo Manuel y del padre, que vigilaba la cena, como un gato discreto, desde la fotografía del despacho.
—Papá estaría orgulloso de sus cuatro hijos —dijo la madre—. Y yo también.
Fue la cena en la que la memoria de Ángel encontró hueco para situar un recuerdo de felicidad doméstica. Entre los viajes de Manolo a Madrid y Barcelona, los días de escuela de Maruja en San Cucufate de Llanera y el exilio de Pedro, se habían puesto las cosas difíciles en los últimos tiempos para reunir a todos los hermanos bajo las miradas amorosas de doña María y Soledad. Por fortuna, la memoria tuvo su oportunidad y capturó la imagen de Manolo descorchando la botella con la que iban a brindar los hermanos mayores. Un recuerdo no es comparable a la vida real, al mundo acariciado con las manos, pero ayuda a mantener un rayo de luz en tiempos hostiles, algo así como mojarse los labios cuando no se puede beber champán, como saborear una intuición, un gusto esquivo, una burbuja del pasado o del futuro.
—Venga, mamá, deja al niño que le dé un sorbito.
—Que se moje los labios para brindar.
Ése era el sabor del pasado en la memoria, que se confundía con un nítido, carnal y dominante sabor a chorizo de primera calidad, por culpa de las arbitrariedades del destino y de las sorpresas de Pedro. Uno imagina que los refugiados políticos acarrean en sus maletas papeles confidenciales, fotografías comprometidas y restos de sus naufragios en la clandestinidad. Pero Pedro, para pasmo de Soledad, había aparecido con algo de ropa sucia y con una tripa de chorizo.
—Esto traes de Francia, un chorizo, pero si en Francia no hay chorizos.
—Eso es lo que tú crees… Chorizos hay en todas partes.
—Venga, venga, ¿quién te lo ha dado? Alguien te estaba aguardando en la frontera.
—Alto secreto, Sole. No puedo dar nombres. Pero córtalo con cuidado, por si quedan huellas de los secretos revolucionarios que pasaron por la aduana escondidos en este chorizo.
—Un chorizo, vamos, vamos, viene del destierro con un chorizo, esto no hay quien se lo crea…
El sabor del champán se mezcló con las historias parisinas en la Nochebuena celebrada en febrero de 1936. Pedro fabulaba ante el niño, jugando con la complicidad de los mayores, igual que hacía cuando se embarcaba en Gijón para navegar por las costas del Cantábrico, y luego relataba aventuras llenas de tiburones y de piratas bajo el sol ardiente del mar Caribe. La memoria guarda aquella escena que mojó los labios del niño, como un tiempo de tregua entre octubre de 1934 y julio de 1936, entre los colmillos del porvenir y el futuro, los perros y los gatos, los días y las noches, la tragedia y la felicidad. El primero en romper las hostilidades fue Topín, al desatar la cólera de Soledad en el atardecer del día siguiente, cuando la familia volvió de la estación, adonde había ido a despedir a Manolo, que ya estaba obligado a tomar el tren camino de su ingeniería industrial y de su amigo Julián Pablos, al que pensaba abrazar y acribillar con bromas y risas a cuenta del resultado de las elecciones.
—Señora, el gato o yo —dijo muy seria Soledad, que había entrado y salido de la cocina nada más llegar a la casa. La cara de melancolía navideña, de fiesta recién terminada, de pesadumbre de estación, se le había mudado en un gesto de indignación absoluta. A esto no hay derecho, de verdad que no hay derecho, parecían decir las llamaradas de sus ojos—. Hasta aquí hemos llegado, señora, el gato o yo.
—¡Sole!
—¡Señora!
Ángel se precipitó en la cocina y contempló la escena, obligado a negociar a la vez con el asombro, el miedo por la suerte de Topín y la risa. Soledad había colgado el chorizo de Pedro, con una prudencia sin duda encomiable, en un clavo que sobresalía en una de las paredes de la cocina. El clavo estaba lejos del suelo, pero demasiado cerca de uno de los muebles blancos que servían para guardar los vasos vivos, los manteles y algunos cacharros. El esqueleto del chorizo, devorado por Topín, colgaba con el balanceo propio de un embutido condenado a la horca, después de haber sido ejecutada la sentencia. El cadáver chocaba con el hocico del gato, que, adormilado por el suculento atracón, cabeceaba al compás del fúnebre movimiento. El chorizo que había llegado en la maleta sorprendente del prófugo, salvo unas rodajas consumidas en la Navidad de febrero, acababa sus días en el estómago de un gato impertinente, glotón y empachado. Eran cosas muy raras. Soledad, sobrepasada por los acontecimientos, se encerró en su cuarto al grito de, usted decide, señora, el gato o yo.
Las aguas tardarían casi una semana en volver a su cauce, aunque Soledad no dejaría nunca de acusar al gato de todos los acontecimientos punibles que sucedieran sin testigos, igual que si el desastre hubiese ocurrido delante de sus ojos torpones o de sus gafas de culo de vaso, que también sufrían, como todo el cristal de la casa, algunos de los ataques repentinos de Topín. Este bellaco espera que me quite un momento las gafas para atacar, se quejaba Soledad, convencida de la dañina e incorregible condición del gato. Y no dudó un momento en hacerlo responsable de la nueva congoja familiar, sobrevenida cuando Ángel le confesó a doña María sus dudas sobre la existencia de Dios. Aquello no era un capricho, una mala cara ante la incomodidad que suponía ir a misa los domingos por la mañana, sino una toma de postura con todas las de la ley, la prueba de que una vez más el ateísmo de don Pedro Cano, que el niño había heredado a través de sus dos hermanos varones, estaba derrotando a la religiosidad prudente de las mujeres de la familia.
—La culpa, señora, no es de Pedro, es del gato. Un bicho así no puede ser una buena influencia. Es el demonio —comentaba Sole, orgullosa de la ocurrencia y de llevar su conflicto con Topín al terreno de las ideas. Una conciencia arañada parecía sin duda más grave que un armario y un sillón marcados por las uñas impertinentes del gato.
Pero en un asunto de estas características resultaba difícil que la estirpe del niño quisiera dejarle la última palabra a los impulsos de Soledad, absteniéndose de ofrecer sus sabias consideraciones. Además de los malos ejemplos de Pedro y Topín, del estado de guerra impuesto en la casa desde el desgraciado accidente del chorizo y de las tormentas sociales que mantenían encendida en la nación la llama del debate religioso, doña María iba a contar con la ayuda de don Manuel Muñiz y don Pedro González Cano.
—Que el niño herede las virtudes de su padre no significa que tenga que cargar con sus defectos —dijo el abuelo Manuel, tan religioso como siempre.
—Que el niño sea un ciudadano digno como su abuelo no obliga a que soporte también sus supersticiones —dijo el padre, tan impío como de costumbre.
Doña María, a la que le costaba muchos quebraderos de cabeza tomar partido entre su marido y su padre, decidió aconsejar a Ángel que consultase con un ministro del Señor, un hombre con experiencia en las contiendas de la fe y en las dudas teológicas. Yo te indicaré el sacerdote con el que debes confesarte, le dijo la madre al niño. Aunque no eran momentos de exaltación y prestigio social para las sotanas, las plazas y las calles de Oviedo eran transitadas por una notable galería de curas, un jugoso muestrario para todos los gustos, que iba y venía de la catedral al resto de las iglesias. Convenía elegir bien los oídos ante los que sincerarse y las palabras a las que prestar respeto y, en su caso, devoción. Pero Ángel, que ya era más gato que perro, tenía prisa por solucionar el resto de sus dudas. Le urgía saber si iba a ser ateo o creyente, si acudiría todos los domingos a misa con su madre y su hermana, o podría quedarse leyendo en la cama como Manolo, o inventando conspiraciones y artilugios mecánicos como Pedro, o jugando en la calle como los gemelos y el Rubio. Así que decidió escoger por sí mismo y lo antes posible a su confesor.
Al buscar en los recursos de su experiencia teológica, recordó enseguida a un penitenciario de la catedral, famoso por su oratoria sagrada. Ángel lo había escuchado, en medio de un sermón, recitar con modales muy ampulosos unos versos de Núñez de Arce. La luna, como hostia santa, lentamente se levanta, sobre las olas del mar, había dicho el penitenciario, con voz poética de trueno, mientras levantaba con una mano la luna y, con la otra, acariciaba y movía las olas del mar. La impresión causada en el niño fue tan grave y conmovedora que, cuando se vio en el difícil trance de resolver sus dudas y de elegir entre su madre y sus hermanos, pensó en el penitenciario como autoridad indicada para el santo sacramento de la confesión. Visto de cerca, era un hombre muy gordo, de una rebosante humanidad. La duda más seria que tuvo Ángel en la mañana de su última confesión se centró en la posibilidad o imposibilidad de que aquel cuerpo imponente, tan orondo como los versos de Núñez de Arce, llegara a acoplarse en el confesionario. Resuelto con bien ese dilema, lo demás fue mucho más sencillo. Al arrodillarse y humillar la cabeza en la ventana de madera labrada, sintió el golpe de un espantoso olor a meados que le quitó las ganas de alargar la conversación. Quien se acerca demasiado a los entresijos de la retórica suele llevarse esta clase de sorpresas. Obligado a acortar el tiempo de su consulta, y después de una breve cabalgada por los pecados de siempre, pequeñas manchas en los capítulos de la obediencia y del sexto mandamiento, que el sacerdote valoró con gesto solemne y concentrado, Ángel confesó que estaba dejando de creer.
—¿Cómo dices, niño?
—Que estoy dejando de creer, padre.
—Anda, déjate de tonterías, reza un padrenuestro y vete a fastidiar a tu casa.
Así resolvió el penitenciario de la catedral de Oviedo las pocas dudas que quedaban. Doña María insistió poco. Debió de pensar que, como había ocurrido con Manolo y Pedro, el destino natural de Ángel era seguir los pasos de ese respetable olor a azufre, cojo de la pierna izquierda y más decente que nadie, con el que ella se había casado por propia y enamorada voluntad.
—Decente, sí —apostilló don Manuel Muñiz—, pero si llego a saber que era un incrédulo, me hubiese negado a la boda.
—¿Desde la tumba? —preguntó don Pedro.
—Desde mi último suspiro.
Libre como un gato, y ya sin dudas teológicas por las que sentirse perseguido, Ángel se dedicó a concluir su último curso de primaria y a preparar el ingreso en el bachillerato, acontecimiento que exigía no sólo madurez intelectual, sino también moral, porque en el instituto iba a compartir pupitre con estudiantes del bello sexo. Estudiar rodeado de mujeres iba a suponer que los inviernos del curso fuesen menos inviernos y que el frío se comportara de otra manera al pasar sobre las mañanas escolares. El prestigio del sosiego cálido que ofrecen las mujeres en los malos tiempos estaba plenamente justificado en la vida de Ángel, y el paso de los años sólo multiplicaría las razones de esta realidad acogedora, con olor a leña y paz de buena lumbre. Pero el niño iba a valorar también, desde muy pronto, las comparaciones femeninas con la primavera revoltosa, su capacidad de alterar, conmover, agitar, encender y soliviantar las escaleras de una casa, las tiendas de un barrio y la puerta de una escuela. José y Olvido llegaron al barrio en la primavera de 1936. Desde el primer momento saludaron a todo el mundo con una sonrisa servicial, unos ojos inteligentes y unas manos emprendedoras. Habían alquilado el semisótano del número 8, calle Fuertes Acevedo, para una frutería, que en pocas semanas se convirtió en tienda para todo y para todos.
La primavera iba a palpitar ese año en la hierba de los prados, en el sol del mediodía, en la cara de Raquelín y en los pechos de Trini. Raquelín, la hija del matrimonio frutero, tenía dos años menos que Ángel, y dos ojos tan conmovedores como los de su tía Trini, una hermana muy llamativa de José. Aunque por razones de edad todavía no contaba con el chantaje facilón de los pechos de Trini, que transformaron en un acontecimiento vecinal la inauguración de la frutería, Ángel supo apreciar la belleza secreta de Raquelín, los indicios que invitaban a esperar, en este caso con confianza, el desarrollo de los acontecimientos corporales, a mitad de camino entre las promesas esquivas del porvenir y los paraísos consoladores del futuro. El sabor de la fruta adquirió un sentido carnal, inquietante, que tenía más de preludio callejero que de postre doméstico en aquellos meses cargados de gatos difíciles, hermanos dignos de admiración y personajes extraños.
La mayor extrañeza se produjo cuando un grupo de niños y de niñas desconocidos se adueñó de una de las partes más solicitadas del Campo de San Francisco, la que quedaba cerca de la Fuente de las Ranas, para practicar un juego misterioso que, según supo la pandilla de Ángel al cabo de algunas preguntas tímidas y diversas operaciones de acercamiento, respondía al nombre de croquet. La historia avanza a golpe de palabras nuevas. Si coeducación significaba ascender a la dignidad del instituto y al reto de sentarse en el pupitre junto a una niña, croquet suponía sentirse humillado, con un tirachinas en el bolsillo y un roto en el pantalón, ante un grupo de niños distinguidos por los ritos de la civilización, que calculaban con modales aristocráticos el movimiento de las bolas y se saludaban o se despedían, bon jour, adieu, en un francés bien pronunciado.
Nunca es bueno dejarse llevar por las apariencias. Cuando Ángel, el Rubio, Arturín, los gemelos y Pepu empezaban a confabularse para expulsar de la Fuente de las Ranas a aquel grupo de niñas tontas y de niños engreídos, herederos sin duda de una educación clasista que se encarnaba en los golpes amanerados del croquet, se enteraron de que eran los hijos de algunos socialistas famosos, revolucionarios que acababan de volver de Bruselas, donde habían vivido el exilio. Mira, le dijo Pedro, aquéllos son los Taibo, sobrinos de Ignacio Lavilla, y ésa es Merceditas, la hija de Javier Bueno. El croquet no resultó un juego clasista, sino una costumbre europea, llegada por el azar de la política al Campo de San Francisco. El dinero del Banco de España había servido para comprar un solar en la calle Asturias y levantar un edificio en el que iban a instalarse los talleres y la redacción del diario Avance. Había quedado espacio libre para habilitar algunas viviendas que se estaban alquilando a los trabajadores del periódico. Las miradas de Ángel y su pandilla dejaron de ladrar como los perros y observaron a los niños recién llegados con sigilo, con los ojos muy abiertos, una mal disimulada admiración y, por supuesto, sin ánimo de delatar a nadie. Se portaban en la calle como gatos salvajes, pero dignos de respeto.
Y llegó el verano. Las mañanas de domingo eran amenizadas por la banda de música del Regimiento de Milán, que había alcanzado la excelencia en la interpretación metálica de la Marcha militar de Schubert o del popurrí de El barberillo de Lavapiés, melodías apropiadas para comprender las emociones de mujeres con vestidos estampados de gasa y de caballeros con canotier. La pandilla, aparte de observar desde lejos los usos envidiables y repulsivos del croquet, pegaba sus caras a los ventanales del Pabellón Bombé para espiar a las parejas que gastaban los atardeceres en bailar un nuevo ritmo brasileño, Carioca, no me seas esquiva…, puesto de moda desde las pantallas del cine Toreno por la película Volando hacia Río de Janeiro. La historia seguía su curso normal y, como era su costumbre secular, se levantaba todas las mañanas con un sobresalto, por lo que los ciudadanos no podían dejar de leer los periódicos en las casas, los locales políticos, los bancos públicos y las sillas de alquiler. A finales de julio, la tía Clotilde, la prima Carmina y los descendientes de su gata de Angora esperaban en Riberas de Pravia, como todos los años, a María Muñiz con su familia. Estaba haciendo mucho calor.