12. Mañana no será lo que Dios quiera
Hicieron falta pocos ruegos para que doña María matriculase a Ángel en el Ateneo Republicano. Además de recibir clases de francés, el niño iba a tener acceso a la biblioteca. Las novelas de aventuras, ilustradas y resumidas en fáciles versiones infantiles, se mezclaban allí con los gruesos volúmenes de los tratados políticos, en los que estaban encerradas las predicciones más sesudas sobre el futuro. Pero el futuro no podía ser una ciencia, porque si alguien supiese con certeza lo que debía ocurrir, lo que podía hacerse, el dos más dos y el cuatro más cuatro de una sociedad feliz, no habría tantos presos en las cárceles, tantos pobres en las aldeas y en las barriadas mineras, tantas noticias en los periódicos, tantas revoluciones, tantas ciudades destruidas, tantos ejércitos combatiendo por el mundo y desfilando por las calles de Oviedo. Para sobrevivir, más que una ciencia, más que un libro de cuentas con sus ingresos y sus salidas, sus ilusiones y sus derrotas, el futuro iba a tener que convertirse en un sentimiento. Aunque parezca una paradoja y una falta de respeto a la estirpe profesoral de la familia Cano, o de la familia Muñiz, el futuro estaba más cómodo en las novelas de aventuras que en los tratados de sociología y en los manuales pedagógicos del Ateneo.
Una cosa es el futuro y otra el porvenir. Cuando la experiencia de la derrota pertenece ya a los pliegues más íntimos del carácter, el porvenir y el futuro son malos asuntos. Pero como ocurre con todos los malos asuntos, siempre da menos disgustos el que queda más lejos. El niño lo aprendió entre 1934 y 1935, obligado por las circunstancias de la política española y por madame Montoussé, su profesora de francés, mujer del siglo XIX agobiada por las refriegas y las modas del siglo XX, y primer testigo histórico de las carencias y dificultades que Ángel iba a sufrir a lo largo de su vida en el laborioso aprendizaje de los idiomas. Con sus labios pintados y fruncidos, sin perder los modales, pero queriendo ser rotunda de los pies a la cabeza, y decidida a mostrar de una vez que su traje de chaqueta y sus zapatos relucientes estaban cansados de soportar la pesada carga de los alumnos sin talento, María Montoussé sentenciaba sobre el silencio avergonzado de Angelín Cano:
—Cabeza de chorlito, tú no tienes porvenir en el estudio del francés.
El niño, que se esforzaba por superar su sentido del ridículo y pronunciar en otra lengua los nombres del mar, la luna, la lluvia y el sol, no colmaba las esperanzas que madame Montoussé había depositado en su porvenir. Era un cabeza de chorlito, llevaba mal la dicción y guardaba poca disciplina a la hora de estudiar la sintaxis. Ángel veía cada vez más lejos las calles de París y los congresos de intelectuales. El porvenir es una responsabilidad personal, algo que uno debe labrarse, y con aquella pronunciación, que desataba las muecas compungidas de su profesora, iba a resultarle muy difícil alcanzar los objetivos previstos. Los objetivos del porvenir se fijan a corto y medio plazo. Están ahí, un poco más cerca, un poco más lejos, pero ahí, en la forma de pronunciar mon frère s’apelle Pierre, o en el bachillerato que espera ya a la vuelta de la esquina, en la carrera que habrá que cursar un día, en el resultado de las próximas elecciones. Como está ahí, y es una responsabilidad nuestra, y casi llegamos a tocarlo, el porvenir también puede traicionarnos con facilidad. Basta una pronunciación ridícula, un suspenso en la cartilla de notas o un fracaso electoral. Sólo se pierde aquello que ha sido casi nuestro, aquello que se esperaba gracias a una cita bien establecida, con la hora y el lugar bien fijados, y que después se retrasa demasiado, o no llega nunca, haciéndonos víctimas de un aplazamiento insoportable.
Cuando el porvenir no acude en nuestra busca, deja como consuelo la ilusión del futuro, una idea tan abstracta y lejana que nunca podremos perder, porque está más allá de nosotros mismos. Mañana será un mal día, pero alguna vez llegará el tiempo de la primavera, de los prados verdes y los nuevos amores. Las esperanzas que rompe el porvenir vuelven a tejerse con los hilos secretos y elásticos del futuro. No era una mala persona madame Montoussé, aunque dijese con muchos aspavientos que ese cabeza de chorlito llamado Ángel no tenía porvenir en el francés. El niño lo sabía, porque la profesora, en medio de la clase, se olvidaba algunas veces de la pronunciación correcta y caía en estados de confesión sentimental, en los que no resultaba difícil intuir una sigilosa necesidad de futuro. Los desahogos personales impresionan más cuando nos descubren la soledad de una persona firme y distante. Pobre María Montoussé, de historia triste y disciplina férrea, que vivía sin arrojar la toalla, sin renunciar a sus labios pintados y a su amor por la vida. Se había casado con un joven poeta, José García Vela, autor del libro Hogares humildes, pero el amor le había durado poco. Su poeta falleció de tuberculosis en 1913, a los veintiocho años, justo un día antes de recibir la noticia de que un cuento suyo había sido premiado por la revista parisina Mundial Magazine, una prestigiosa publicación dirigida nada más y nada menos que por Rubén Darío. De la gloria a la nada hay sólo un paso. Ahorita voy, ahorita voy, dice la gloria, y nunca llega, o se presenta demasiado tarde. Las vidas se cortan, el porvenir vuelca una copa de sombras en la realidad, lo que parecía al alcance de la mano, como el diploma de un premio literario o el cuerpo de un amante, se aleja de golpe. El porvenir traiciona, pero el futuro sigue ahí, o, mejor dicho, allá, detrás de una frontera más espesa que los bosques y las montañas de los Pirineos. El futuro ilumina desde lejos y da sentido al esfuerzo de vivir, levantarse todos los días, vestirse con dignidad, salir a la calle, soportar las miradas de los otros, repetir las conjugaciones de los verbos delante de los alumnos más torpes y presentir una nueva edad dorada, sin derrotas, ni tuberculosis, ni cabezas de chorlito. El futuro ofrece un buen argumento para los que necesitan pensar que una derrota o una desgracia no son algo definitivo. El porvenir había dejado viudas a la madre de Ángel y a María Montoussé, pero el futuro les daba compañía. Eso podía comprobarse en la luz de sus ojos.
Ángel no confiaba en el porvenir. Las clases de francés hacían presagiar un fracaso notable, le iba a resultar difícil viajar a Francia con aquella pronunciación. Tampoco era previsible que su hermano Pedro volviese pronto de París. Las cárceles seguían al rojo vivo un año después de la Revolución, la autoridad era cada vez menos autoridad y más autoritaria, y las calles habían vuelto a llenarse de soldados. Una bandera del Tercio desfiló por Oviedo para celebrar el aniversario de la derrota de los revolucionarios y sosegar los ánimos reivindicativos de los conspiradores. No eran buenos tiempos para los socialistas y los comunistas. La costumbre de saludar con el puño en alto se pagaba caro, porque los militares no se andaban con gaitas. Algunos miembros del Orfeón Ovetense habían sido multados por saludar con el puño en alto desde el autobús que los llevaba a un concierto en Castro Urdiales. Ni el niño iba a viajar en el tren de París, ni resultaba conveniente que Pedro regresase por ahora a Asturias. Quizás el futuro les diese la razón, pero el porvenir estaba lejos, parecía no querer llegar nunca. Sin esperanza, con convencimiento, libro publicado por Ángel González en 1961, resume el estado de ánimo de la gente con experiencia en las ruletas trucadas de la fortuna. Habla de días y de noches que se ven traicionados por el porvenir, pero no quieren renunciar al futuro. Hay un poema titulado «Porvenir» y otro titulado «El futuro». El porvenir se identifica con la duración de una derrota sin fin, que no acaba con el paso de los años, que permanece en las calles y en la piel hasta convertirse en una rutina:
Te llaman porvenir
porque no vienes nunca.
Te llaman: porvenir,
y esperan que tú llegues
como un animal manso
a comer en su mano.
Pero tú permaneces
más allá de las horas,
agazapado no se sabe dónde.
… ¡Mañana!
Y mañana será
otro día tranquilo,
un día como hoy, jueves o martes,
cualquier cosa y no eso
que esperamos aún, todavía, siempre.
El futuro es otra cosa, un lugar más lejano que nos mira de cerca y nos ayuda a movernos sobre la piel de los días, sin naufragar en los adverbios aún, todavía y siempre. Es una quilla de barco que golpea el agua y se esfuerza en abrir las olas. Alguien reconoce el dolor, asume el sufrimiento, intenta el amor, admite la luz y sigue caminando, porque la narración no está cancelada:
Pero nada es aún definitivo.
Mañana he decidido ir adelante,
y avanzaré,
mañana me dispongo a estar contento,
mañana te amaré, mañana
y tarde,
mañana no será lo que Dios quiera.
Mañana gris, o luminosa, o fría,
que unas manos modelan en el viento,
que unos puños dibujan en el aire.
Nada era aún definitivo. La agitación política tardó poco en extenderse de nuevo por las calles. Primero puso en un puño el corazón de la gente, y luego sacó los puños a las plazas. ¿Adónde vamos a llegar?, murmuraban Soledad y doña María, con una indignación rotunda, pero rotundísima. Las dos mujeres opinaban con temor sobre los acontecimientos políticos, cohibidas por el miedo a lo que pudiera ocurrir o por la responsabilidad que pudiesen tener los suyos, el bando de Pedro y Manolo, en el cariz tomado por los acontecimientos. Pero las informaciones sobre la corrupción del Gobierno permitían sacar pecho, abrir las ventanas y airear la indignación moral sin ninguna cortapisa. Aurelio Lerroux era tan sinvergüenza como su padre, Alejandro, y estaba metido hasta el cuello en el asunto de las ruletas trucadas de San Sebastián. Salazar Alonso, además de mano dura a la hora de reprimir, tenía la manga ancha a la hora de guardarse el dinero de las comisiones.
—¿Adónde vamos a llegar, señora? Esto no lo aguanta nadie —afirmaba rotunda Sole. Y con la misma seriedad que gastaba para exigirle a Angelín salir bien abrigado de casa en las tardes de invierno, repartía su indignación más a diestro que a siniestro—. A ver qué dice ahora don Belarmino González.
—Sole, no metas en esto a don Belarmino. Déjalo a él que responda de sus asuntos. Y nosotros de los nuestros. Ningún hijo mío ha robado nunca un duro, bien lo sabe todo el mundo —mientras la palabra estraperlo hacía acto de presencia en el vocabulario de los españoles, doña María se sentía orgullosa de sus hijos, pero conservaba la ecuanimidad precisa para no cargar contra el párroco de San Juan el Real—. No, Sole, la Iglesia se mueve por otros motivos. Deja en paz a don Belarmino.
Así se escribe la historia, y así se escribió una palabra, estraperlo, que Ángel iba a pronunciar mucho y muy bien en los años siguientes. Dos personajes de aficiones y procedencias turbias, Daniel Strauss y su amigo Perlowitz, consiguieron, gracias al pago de notables comisiones, que se autorizara una ruleta eléctrica trucada, que hacía ganar siempre a la banca. Bastaba con apretar un botón para decidir la suerte. Ordenados los apellidos de los manipuladores del azar, Strauss, Perlowitz, se formó con las sílabas iniciales la palabra estraperlo, que durante años marcó el pago de comisiones, el mercado negro, el negocio del hambre, las cartillas de racionamiento, las nuevas fortunas, los prostíbulos, las coctelerías de moda y la búsqueda a vida o muerte de unas dosis de penicilina. Ésa era la España que se avecinaba, con su idioma propio, que convendría pronunciar bien, porque unos profesores mucho más rigurosos que madame Montoussé iban a vigilar la corrección de su sintaxis y sus sílabas.
La ruleta de Daniel Strauss impidió que quebraran las bancas de San Sebastián o de Formentor, pero provocó que saltara el Gobierno. El 12 de diciembre, mientras la CEDA reforzaba en secreto sus lazos con los militares golpistas y negociaba, en público, con la derecha monárquica, el radical Portela Valladares se hizo cargo de una situación insostenible. El 31 de diciembre de 1935 decidió tomarse en serio el cambio de año y de vida, y convocó elecciones generales para el 16 de febrero. Los villancicos y la paz navideña iban a dejar paso a las consignas y a las disputas políticas. A media tarde del último día del año, tocaron en la puerta del tercero izquierda, número 8, calle Fuertes Acevedo:
—Mamá, creo que es un maestro con una botella de champán —dijo Ángel, después de vigilar a través de la mirilla secreta. Nunca era capaz de ocultar la alegría que le provocaba la llegada de maestros con regalos para la casa. La sonrisa de Ángel había aprendido ya que a los caballos regalados no se les deben mirar los dientes. Las personas generosas son generosas del todo, los maestros no son una excepción, y aquellas breves visitas solían completarse con una propina para el niño. Abrió la puerta, dejó pasar al maestro y se quedó al lado de su madre. Por lo que pudiera caer.
—Doña María, ya sabe usted que siempre me gusta traerle un detalle en Navidades. Este año no había tenido ocasión todavía.
Luego ocurrió lo previsto, siéntese usted, no, por favor, no quiero molestar y además llevo prisa, ten, muchacho, para que te compres unos caramelos, Ángel, da las gracias, pero si es una tontería, muchas gracias, a ver si tenemos todos un buen año, hay que empezar con buen pie, mucha suerte, señora, sin duda será un buen año. Lo que Ángel no había previsto era el comentario de su madre cuando despidió al maestro, cerró la puerta y miró con alegría cómplice la botella de champán:
—Incluso las burbujas tienen paciencia si se trata de esperar a un hijo. Veremos qué pasa en las elecciones.
Hay acontecimientos que siguen el proceso de las lluvias. Las situaciones se encharcan, forman inmensas lagunas de ilusiones y de inquietudes, de libertades presentidas, de maridos en las cárceles, hermanos en el exilio, hijos castigados por la represión, guardias dispuestos a ejercer la mano dura, industriales y hacendados queriendo ajustar cuentas con el desorden, cuentas que no salen, políticos convencidos de que va a llegar su momento, asuntos privados y públicos que crecen, fluyen y se empantanan como el agua, y luego se evaporan debido al calor angustioso del que hablan los periódicos y las reuniones clandestinas, y al evaporarse suben al cielo, y forman nubes por encima de las ciudades, y por fin rompen y caen sobre todos los rincones como esa lluvia minuciosa e inevitable, tan amiga de Asturias. La noticia de las elecciones generales convocadas para febrero cayó sobre los teatros, los cines, las plazas, las ventanas de los domicilios particulares, las oficinas de correos, los juegos de los niños, las tiendas de ultramarinos, las cúpulas de las iglesias y las paredes de las escuelas de primera enseñanza.
—Esta semana he tenido que arrancar de la fachada de la escuela tres carteles de la CEDA —comentó Maruja, un viernes por la tarde, al regresar de San Cucufate—. ¿A quién se le ocurre pegar propaganda política en una escuela de niñas y, además, recién pintada?
Ángel comprendió que ese detalle era el que más le molestaba. Había pasado algunos días de las vacaciones de Navidad en San Cucufate, acompañando a su hermana mientras adecentaba la escuela. Maruja la sentía como algo suyo, como si fuesen responsabilidad de ella no sólo las lecciones de las niñas que debían aprender a contar y escribir, sino también el tiempo que envejecía la madera de los pupitres, las tormentas que provocaban humedades en las paredes interiores y los inviernos difíciles que deterioraban la fachada. Ser maestra era sentirse responsable de la buena conducta de las lluvias y los vendavales. Con escaso presupuesto y la ayuda de los padres, había dejado la escuela casi nueva, reluciente en su humildad, sin goteras y pintada con pulcritud. Más que el signo político de la propaganda, le había enfurecido que unos desconsiderados ensuciasen las paredes de su escuela, y por eso arrancó de mal modo la sonrisa de Gil Robles.
No iba con el carácter de Maruja opinar de política fuera de las discusiones familiares. Su padre, además, no lo hubiese permitido, porque los consejos que seguía ofreciendo desde el fondo más nítido de la memoria, esas opiniones sensatas que suelen dar los muertos de muerte imposible, insistían en el delicado respeto que merece la infancia. Mejor no hablar de religión y política, ni de ningún otro tema que hiciese recomendable la mayoría de edad. Desde su venerada memoria, don Pedro González Cano sólo se mantenía firme en la idea liberal de que resultaba necesario enseñar a las niñas algo más que las exigencias inmediatas de sus labores domésticas. Era imprescindible hablarles de historia, de biología, de higiene corporal, sin respetar prejuicios, ni aceptar opiniones que limitasen la autoridad de la ciencia y los requisitos de la salud. Tampoco tuvo Maruja muchos problemas en asuntos de moral. Sólo algún padre, demasiado escrupuloso en materia de palabras, imágenes o cuestiones que pudiesen dañar la decencia, se sintió en la obligación de escandalizarse ante alguna lámina explicativa de la naturaleza humana.
—Hija mía, hay partes de la naturaleza humana —sonreía el fantasma de don Pedro Cano— que no podrá explicar jamás ninguna lámina. Las cosas peores son las que no se ven, las que están dentro de las cabezas. ¡Qué cabezas, señores, qué cabezas!
Cuando Ángel iba a San Cucufate, consciente de la responsabilidad que significaba ser el hermano de la maestra, observaba una disciplina que hubiese aprobado incluso la tía Clotilde. Eran tardes sin tirachinas, sin gamberradas, sin deseos de matar pájaros, sin túneles de tren, es decir, sin Ramón, Pepu y los gemelos. Pasaba el día leyendo, ayudaba a su hermana en las labores de la escuela y, como mucho, jugaba al fútbol con los niños del pueblo. Había aprendido a pasar a la hora oportuna por la explanada de la iglesia. Se elegían equipos de diferentes edades, repartiendo de forma equilibrada los jugadores pequeños, los medianos, como Ángel, y los que habían entrado ya de manera visible, por los pelos de las piernas y el peligro de los balonazos, en la adolescencia. Cuidado con el hermano de la maestra, comentaban entre sí los muchachos de más edad cada vez que Ángel se veía envuelto en algún lance comprometido. El hermano de la maestra no protestaba, corría y pasaba el balón con delicadeza, sin una palabra malsonante, como correspondía a su dignidad.
Los carteles de Gil Robles pegados en la fachada de la escuela eran una salida de tono. Pero las elecciones generales se vivían con pasión en San Cucufate, en Oviedo y en todo el resto de Asturias. De hecho, las elecciones se habían convertido en una consulta sobre la Revolución asturiana, una partida jugada entre los defensores de la amnistía y los amigos de la mano dura. La contienda afectaba por igual a los edificios públicos y a los domicilios particulares, con rencores e ilusiones de todas las clases y de todas las edades. El Frente Popular propugnaba la puesta en libertad de los presos y la vuelta a casa de los exiliados. La CEDA llenaba sus mítines y sus carteles con amenazas y advertencias sobre el peligro de los revolucionarios. Aquellos días revolucionarios de 1934, que Ángel había vivido como un rumor propio, y como el testimonio de la ruina y la precariedad íntima del mundo, se habían convertido en el debate principal de todo un país. Los periódicos hablaban ya sin censura de la Revolución. Ignacio Lavilla, el jefe de redacción de Avance, desterrado en Bélgica, publicó unas crónicas minuciosas de los acontecimientos que acapararon la atención de los periódicos nacionales. Políticos como Álvaro de Albornoz, Belarmino Tomás y Dolores Ibárruri, candidatos del Frente Popular por Asturias, denunciaron las torturas y los asesinatos de la represión e identificaron el porvenir de la República con la amnistía. Las ideas seguían en su sitio, cada una en su sitio, pero el corazón estaba cambiando de lugar. Los púlpitos de las iglesias, maestros en el arte de convocar las lágrimas y la piedad femeninas, no podían ahora competir con la mirada de los huérfanos, las fotografías de los ejecutados y torturados, las cartas de los exiliados y las colas en las puertas de las cárceles.
Iba a votar todo el mundo, hasta los anarquistas. Manolo llegó de Barcelona dos días antes de los comicios, y le puso en el cuello a Ángel un pañuelo rojo con la hoz y el martillo.
—Deja tranquilo al niño, que no tiene edad para estas cosas. Bastante desgracia padecemos ya con la estupidez de los mayores —protestó doña María.
—Esta vez nos van a votar hasta los anarquistas y las beatas. ¿A que sí, Sole?
—Beato lo serás tú, mira éste.
—No, si lo digo por mi madre y por mi hermana.
—Anda, quítale el pañuelo al niño, y deja de decir tonterías.
Pero Ángel salió corriendo con su pañuelo, con la misma rapidez preventiva de cuando el maestro generoso le dio el duro de plata que acabó en las garras del acróbata mutilado. Manolo era más teórico que práctico, más ideólogo que militante. De vez en cuando recibía cartas del Partido Comunista o llevaba a casa propaganda, revistas, pequeñas banderas, que fascinaban al niño. Pero nunca mostraba una pasión política comparable al socialismo de Pedro. Por eso era extraña aquella alegría, las ganas de votar que lo habían traído desde Barcelona, las bromas que gastaba a cuenta de Julián Pablos, su íntimo amigo, compañero de estudios, que se había hecho falangista, y se iba a quedar, como toda la derecha, con la puerta en las narices después de las elecciones. El cambio de humor en las personas que conocemos indica como una veleta los rumbos del viento. No afectan sólo las crisis, los estados de ánimo personales, porque a veces las borrascas dependen de unas corrientes de aire frío que obedecen a geografías mucho más extensas. Manolo recuperaba su presencia y su autoridad. El humor seco había desaparecido bajo el pañuelo rojo que palpitaba en el cuello de Angelín, mientras las calles se llenaban otra vez de puños en alto, mítines y urnas.
—Entre robos, corrupciones y represiones, se han pasado tanto, que la democracia nos va a dar una oportunidad para salvar a la democracia. Los grandes intelectuales de Europa estarán orgullosos de España —comentaba, con una alegría íntima, como pez dichoso en las aguas del Frente Popular.
El 16 de febrero votaron los republicanos, los socialistas, los comunistas, los anarquistas y una notable galería de beatas arrastradas por las situaciones sentimentales. La ley electoral, además, se puso en este caso de parte de la izquierda. El Frente Popular obtuvo trece diputados, frente a cuatro de la derecha (tres de la CEDA y el incombustible Melquíades Álvarez). El mismo día 16 por la noche se conocieron los resultados de Oviedo, el día 17 la izquierda supo que su victoria era generalizada en España, el día 18 los triunfadores pidieron calma, mucha calma, para no dar pie a la venganza de los reaccionarios, y el día 19 Manuel Azaña tomó posesión como presidente del nuevo Gobierno. Álvaro de Albornoz, cabeza de lista del Frente Popular, prometió que la amnistía iba a ser aprobada con la mayor rapidez posible.
—Que nadie se ponga nervioso, por favor, que nadie empiece a joder otra vez con soluciones ilegales.
Pero el triunfo electoral era un acontecimiento y había seguido también el proceso de las lluvias asturianas. Las situaciones se encharcan, forman inmensas lagunas de ilusiones y de inquietudes, de personas que esperan con ansiedad, hijos que abrazar, maridos que recuperar, padres que deben sentarse a repartir el pan en la mesa, amigos y compañeros a los que recordar, mujeres luchadoras que merecen una recompensa, y la corriente fluye, sube el cauce de los ríos, el nivel de los pantanos, hasta que el agua se evapora debido al calor, se condensa en las nubes y rompe a llover sobre las ventanas de los domicilios, las plazas públicas, los árboles del Campo de San Francisco, los puestos del Fontán, los escaparates de las librerías, los locales de los sindicatos y los partidos, las cúpulas de las iglesias, los balcones del Gobierno Civil, y la energía de un mundo recién creado flota a ras de suelo, se apodera de la hierba, cubre el polvo de las aceras, levanta el puño, entra por los portales, por las puertas de los chigres y las cafeterías, y arrastra a la gente hacia la calle Uría.
—Bueno, llévate si quieres al niño, pero le quitas el pañuelo del cuello —dijo doña María sin deseos de oponerse a la alegría callejera. Ángel, de la mano de Manolo, iba a asistir a su primera manifestación para celebrar la salida de los presos de la cárcel Modelo. Era el 20 de febrero de 1936.
Se estaban viviendo unas horas muy tensas. Los presos no resistían más, se habían adueñado de los patios de la cárcel y querían salir ya. Los muros no guardaban ninguna disciplina, no custodiaban ninguna condena. Álvaro de Albornoz pedía un poco de paciencia, era partidario de esperar la orden del Gobierno para que se cumpliese la legalidad. Dolores Ibárruri protestaba, negociaba, argumentaba. Hemos ganado las elecciones, repetía, con la promesa de la amnistía, y no es justo mantenerlos encerrados por más tiempo. Una multitud gritaba en la explanada, coreaba consignas, quería ver y celebrar la salida de los presos. Pero la multitud vio otra cosa. Una compañía de guardias de Asalto llegó con la misión de desalojar el terreno y montar una ametralladora ante la puerta de la cárcel por orden del Gobernador Militar. El hecho de no haber recibido órdenes de Madrid permitía un último ajuste de cuentas. Quien no cumple la legalidad puede ser acribillado en nombre de la justicia. Quien no aprovecha la oportunidad puede quedarse encerrado para siempre.
—Pero si la amnistía se va a conceder.
—Nosotros tenemos órdenes de disparar sobre los presos que intenten fugarse.
—Un poco de paciencia, por favor, no empecemos a joder otra vez las cosas.
—Eso, no jodamos las cosas con tanta paciencia.
Algunos líderes políticos entraron en la cárcel para parlamentar con los presos, que se agolpaban tras las rejas de la segunda puerta. Esperad, compañeros, no salgáis, que os van a acribillar, gritaba Dolores Ibárruri. La notificación del Gobierno está a punto de llegar. La prosa convulsa de la vida se llena de decisiones e indecisiones. ¿Qué? Aquí está, aquí está, ha llegado la orden. Cayó por fin una alegría de agua fina sobre toda la ciudad, una alegría de puertas sin cerraduras y de gente en la calle, de abrazos y reencuentros, de búsquedas y preguntas. Luego la multitud se apretó en la calle Uría, en la calle Fruela, en la calle Cimadevilla, caminando en manifestación rumbo a la oficina electoral del PSOE. Allí estaba Ángel, de la mano de Manolo, rodeado de cuerpos, gabardinas, chaquetas, gabanes de pluma, con dificultad para sacar la cabeza entre el gentío y respirar, sin pañuelo rojo en el cuello, pero con un sentimiento compartido de que el futuro era posible, de que por más traiciones que gastara el porvenir habría alguna vez una edad dorada, ese mundo de felicidad que dibujaban ahora, como un presentimiento, los puños en el aire y los versos de La Internacional. Aplaude, Ángel, ese que habla es un socialista, vamos a hacerle un homenaje a Pedro. Eso dijo Manolo, porque todavía no pisaban las calles del futuro, pero merecía la pena, por una noche, olvidar las diferencias entre republicanos moderados, socialistas, comunistas, anarquistas y cabezas de chorlito.
—¿Adónde se va ahora?
—A casa de Javier Bueno.
Otra vez La Internacional, los puños, la alegría, ante el balcón del director de Avance. Otra vez la sensación de que el porvenir iba a convertirse en un camino recto hacia el futuro. Otra vez la sensación de que la soledad, las inquietudes y las ilusiones vividas en un cuarto con las ventanas cerradas o en un paseo sin rumbo por la ciudad pueden compartirse, rebosar de justificaciones y convencimiento. El niño se sintió amparado, sumergido en una verdad cálida, más poderosa que el reino familiar, más extensa que las fronteras del barrio. El futuro ofrece el calor que falta en las noches de invierno, arde como una hoguera cómplice, porque sus llamas no las prende el azar, ni las ruletas trucadas de Daniel Strauss o de Dios, sino la precariedad de cada uno, las historias que se esconden detrás de una partida de nacimiento. Entre miradas, cuellos, canciones y consignas, Ángel siguió cobijado en la lumbre del futuro, hasta que su hermano Manolo le apretó la mano y tiró de él. Por hoy basta, nos vamos ya, Ángel, que mamá estará preocupada, dijo Manolo.
Oviedo estaba salpicado de gente. Los corros dominaban las puertas de los bares y las esquinas de las calles. Los saludos, los comentarios, las bromas, las banderas, las pancartas sobrecargaban el centro de la ciudad con un tráfico humano propio de una noche de fiesta. Pero había también muchas ventanas cerradas, habitaciones oscuras y cortinas corridas desde las que vigilaba el porvenir. Adiós, buenas noches, saludaron Manolo y Ángel a madame Montoussé, que entraba en un portal. Hasta mañana, si Dios quiere, devolvió el saludo. Y Ángel pensó que no, que esta vez no, que mañana no sería lo que Dios quisiese. Hizo bien en callarse, asaltado por un sentimiento de pudor, extraño en aquella noche de negociaciones con el futuro. El niño, casi ya un adolescente, podía despedirse de Dios, confiado en la autoridad de los seres humanos sobre su destino. Pero el porvenir tardaría poco en llevarle la contraria. Por mucho que ahora le dijese adieu, au revoir, a bientôt, à tout à l’heure, tenía una cita concertada con Dios para los próximos años. Incluso iba a poder saludarlo personalmente.