11. Las ruinas y París
Acompañaron a Manolo a la estación. Le gustaban los viajes, estaba contento y con ganas de subirse en el tren. La sonrisa que se apoderó de su boca en la puerta de la casa, mientras Soledad le rogaba que se cuidase, porque hay muy mala gente por esos mundos de Dios, ya no le abandonó hasta llegar al andén. Estaba muy guapo con su traje blanco y su maleta, dócil ante las insistencias de su madre, a la que fue explicando por el camino, una vez más, los detalles del itinerario y el programa previsto, sin dejar de saludar con mucha educación a los conocidos. Había heredado de su padre la corrección elegante en el trato con los vecinos. Él mismo vendrá a recogerme, volvió a decir Manolo, y doña María volvió a respirar con más tranquilidad al escucharlo, como si faltara poco tiempo no ya para que saliese el tren, sino para que los viajes terminaran, para que los kilómetros se disolvieran, los mapas se doblasen, el mundo fuera otra vez un lugar apacible y ella tuviese de nuevo a todos sus hijos en casa. ¿Llevas la partida de nacimiento?, preguntó la madre, y el hijo respondió que sí, está en la maleta, no te preocupes que no se me va a perder. Es que mi hermano se va a París, comentó orgulloso Ángel a un compañero de colegio que estaba también en la estación, despidiendo a su padre.
Manolo no se iba esta vez a Madrid o a Barcelona, sino a París, a participar en el Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura. Su primera reacción fue negarse a aceptar la invitación, porque le daba vergüenza invadir un territorio habitado por intelectuales como Máximo Gorki, Thomas Mann, André Gide, Aldous Huxley, Romain Rolland, Valle-Inclán o Bergamín. Pero el ¿quién soy yo? inicial se había ido plegando al deseo de conocer París y a las ganas de encontrarse con Pedro, que era quien lo había organizado todo. Pedro llevaba ocho meses exiliado en Francia. Había tenido que salir huyendo después del fracaso de la Revolución de Octubre, y no desperdició la posibilidad que le brindaban sus relaciones con el Socorro Rojo para conseguir que Manolo, dueño del francés perfecto de un verdadero intelectual, fuese invitado al Congreso en representación de la cultura asturiana, tan perseguida ahora por la represión extrema del gobierno reaccionario. A Manolo, además, le fue imposible rechazar el viaje cuando doña María entendió que era una ocasión inmejorable para conseguir noticias directas de la situación de Pedro en París y para enviarle besos, ropa, dinero y la partida de nacimiento que le exigía la tramitación del pasaporte en la embajada española. La verdad es que me hace ilusión pisar los Campos Elíseos, subir a la Torre Eiffel, tomar la Bastilla con Pedro, y oír a escritores como Valle-Inclán o Gorki, reconoció Manolo. No abriré la boca, pero haré un buen informe.
El sol de junio y el cielo azul socorrían de nuevo a los campos de Asturias, y se mezclaban con los pañuelos que despedían al tren como banderas pacíficas. Había sido un curso difícil, de meses largos, de días tristes, de cielos oscuros, una mancha de tinta derramada en un cuaderno. ¿Cuánto se tarda en escribir un poema? ¿Y un libro? La vida es la materia de la literatura, pero un poeta no cuenta su vida al escribir. Las personas se convierten en personajes al pasar de la biografía a las páginas de un libro, o de los sucesos a los hechos contados. Los poemas caminan por unos callejones parecidos a los de la memoria, que amasa la experiencia, la selecciona, engrandece o recorta la verdad y hace que las mentiras, las imaginaciones y los olvidos lleguen a formar parte de la realidad. La vida no se cuenta, está en unos versos, en una novela, en un libro. Es una filtración. Llueve, el agua empapa la tierra, se filtra por las paredes y las raíces de los árboles, busca la luz a través de las ventanas y de las hojas de papel. La vida no es un contenido, sino la historia de una humedad, un sedimento que impide afirmar con exactitud cuánto tiempo se tarda en escribir un poema. Los versos de las «Glosas a Heráclito» se publicaron en Muestra de algunos procedimientos narrativos y de las actitudes sentimentales que habitualmente comportan, un libro del año 1976. Pero empezaron a gestarse mucho antes, tal vez en la tarde del 30 de septiembre de 1934, mientras un niño escuchaba una conversación hiriente entre sus dos hermanos mayores, o tal vez la mañana del 5 de octubre, cuando el mismo niño vio en Oviedo a un grupo de soldados pegar en las paredes de los edificios el bando que anunciaba la declaración del Estado de Guerra.
1
Nadie se baña dos veces en el mismo río.
Excepto los muy pobres.
2
Los más dialécticos, los multimillonarios:
nunca se bañan dos veces en el mismo
traje de baño.
3
(Traducción al chino).
Nadie se mete dos veces en el mismo lío.
(Excepto los marxistas-leninistas).
4
(Interpretación del pesimista).
Nada es lo mismo, nada
permanece.
Menos
la Historia y la morcilla de mi tierra:
se hacen las dos con sangre, se repiten.
Todo ocurrió cuando Manolo estaba ya en Barcelona. Pedro había llegado tarde la noche anterior y había abandonado la casa antes de que nadie se levantara. Unas horas después, mientras volvía a su casa del colegio, Ángel vio a unos soldados con cascos de acero, fusiles, bayonetas, correajes y botas negras pegar un bando sobre un cartel del establecimiento El Capricho. Los caballeros podían cortarse allí trajes a medida por trece duros. Una revolución comercial abarataba los impermeables, los gabanes de plumas, las gabardinas. En el tablón de la pared, sobre los precios y las exclamaciones de las ofertas, los soldados pegaron un bando de guerra. La autoridad militar se hacía cargo de la situación ante los hechos provocados por los revolucionarios. Advertía de las penas y de la gravedad de cualquier acto de desobediencia. Los uniformes militares son un territorio abstracto hasta que se mezclan con la vida. Se piensa en ellos como parte de la tradición, como zonas decorativas de un mundo diverso y lleno de curiosidades, imágenes propias de los libros, palabras raras en una enciclopedia, que sólo sirven para los desfiles y los días de fiesta, sin mezclarse con la realidad cotidiana. Pero allí estaban los soldados, convertidos de pronto en el centro de la ciudad, anunciando un tiempo extraño en el que las horas muertas y los silencios espesos iban a convivir con el estruendo de las explosiones, con el olor vertiginoso y profundo de la pólvora.
Hasta que no se sufren, nadie puede imaginar cómo pesan los silencios de las horas violentas, la desorientación de los días estancados en el miedo, en el no saber, en la intuición del dolor o de la desgracia. Nadie sabe tampoco, hasta que no siente su mordedura, lo que oprime el ruido de la violencia, la agresión de los gritos o de las explosiones que vacían el aire. Ángel empezó a aprenderlo en octubre de 1934, cuando llegó a su casa y se encontró allí a Maruja, que había regresado antes de tiempo de la escuela, y notó el miedo en el silencio de su madre, las palabras que cortaban la luz como trozos de un espejo roto. ¿Dónde estará Pedro?, era la pregunta que nadie pronunciaba, pero que dominaba todos los rincones, desde la mirilla que había en el cristal de la puerta hasta la foto del padre colgada en la pared del gabinete. Durante unos días, la sombra de Pedro se mezcló con el mundo escurridizo de las informaciones ambiguas y los rumores. Ángel estuvo más de diez días encerrado en la casa. Los rumores se parecen a la calle de siempre vista desde una ventana, o a los ruidos que se escuchan desde el amanecer confundidos ahora con la inquietud de las desgracias, o a las palabras que Soledad intercambiaba con la madre, que no eran ya el resultado de una conversación normal, sino el botín que traía después de hacer una breve expedición por los comercios medio cerrados y el peligroso mundo del aire libre. Los rumores son unas noticias de radio a las que no se quiere dar crédito.
Un rumor se parece a la palabra requisado y a la imagen de un coche con las siglas UHP, Uníos Hermanos Proletarios, visto desde la ventana. Rumores son los apagones de luz y los cortes de agua. Un rumor es el tableteo de las ametralladoras que parece venir del depósito de la RENFE. Rumor es incluso la información certera de que los mineros están en las calles de Oviedo, justo al lado de casa, ahí, en el hospital Provincial. Rumor es la noticia de que, ante una situación tan grave para el Gobierno, se le ha encargado a un general llamado Francisco Franco el control de las operaciones. Van a venir muchos soldados desde África, León y Galicia. ¿Quiénes llegarán antes, los soldados a Oviedo o los mineros al cuartel de Santa Clara? Los rumores se pegan a la piel del desconocimiento, se mezclan con las preguntas, con los gritos, con las explosiones, con el humo que se levanta desde las faldas del Naranco. Los rumores y los ruidos violentos crean sobre la falta de certezas un espeso mundo imaginado en el que respiran las sospechas, los miedos y las ilusiones. Los rumores son grietas por las que intenta abrirse paso un deseo de vida, perseguido por el silencio y las llamaradas de las horas violentas. Muchos años después, Ángel se acordaría de aquellos rumores al leer que, según Tolstoi, en toda revolución hay días de llamas y años de humo.
A los tres días de encierro apareció en casa Rionda, el amigo electricista de Pedro. Rionda no era un rumor, sino un testigo que llegaba con un paquete de galletas, una caja de carne de membrillo y noticias frescas. Su hijo me manda para que les diga que está bien, que no se preocupen, que vendrá en cuanto pueda. La ciudad ya es nuestra, sólo nos falta reducir los cuarteles, dice Rionda, con la misma suavidad amable con la que siempre alababa la importancia de la enciclopedia Espasa. Ángel recordó entonces a Rionda mientras le decía a Pedro que una enciclopedia es una joya. No sé cómo has dejado de estudiar con esta joya en casa, decía Rionda. Ángel lo recuerda ahora diciéndole a su madre que la ciudad ya es nuestra y que sólo falta reducir los cuarteles. Ángel sabe hoy que no mentir y no decir la verdad son hechos compatibles, porque las enciclopedias pueden ser joyas sin ningún valor, y las ciudades pueden ser nuestras y luego perderse. Ángel sabe incluso que la posesión no significa pertenencia cuando las palabras se quedan vacías y las ciudades se llenan de humo, de rumores, de silencios y ruidos hostiles. Aquello que ocupa la violencia no pertenece a nadie.
Rionda no mentía al decir que Pedro iba a pasar por casa. Apareció con un fusil en la mano y el niño se lo comió con los ojos, lo vio como un héroe, como la certificación íntima de que él estaba con los revolucionarios, dispuesto a reducir los últimos cuarteles y a esperar la llegada del ejército africano.
—Ayer tomé el Banco de España —comentó Pedro con la intención de echar leña en el fuego de la admiración que iluminaba el rostro de su hermano pequeño.
—¿Con ese fusil?
—No es un fusil, tonto, es un mosquetón de caballería.
Pedro le quitó las balas, y puso el mosquetón en las manos de Ángel. Aquello no era un rumor. Tampoco un ruido o una palabra extraña de las que se buscan en el diccionario. El mosquetón puso en las manos del niño una verdad, la realidad de los hombres que estaban luchando para vivir de un modo más digno. Ángel se sintió partícipe de aquella lucha, vivió la heroicidad de su hermano, se sintió cómplice, comprendió el sentido de los días de encierro, de las miedosas bajadas a la calle de Soledad y de su madre, de la espesa inquietud de los rumores, de la agresividad de los ruidos. Todo se ordenaba, se explicaba, era el camino para ser dueños de la ciudad, del Banco de España y de los últimos cuarteles. Pero hay sentimientos que están llamados a morderse la cola. La admiración infantil que lleva a extremar la condición íntima de la victoria facilita también el abismo que supone una derrota, la pérdida no ya de tu fusil o tu mosquetón de caballería, sino de los paisajes cotidianos, las aceras que conducen al colegio, las tiendas y los bares. Es más grave perder una ciudad que perder la inocencia. El niño, al saberse derrotado, pierde para siempre su ciudad, se queda sin un suelo propio en el que pisar cuando entra en su habitación o sale a la calle.
Pedro volvió a casa al anochecer del 15 de octubre. Ya no tenía fusil, pero su aventura no había concluido, porque un domicilio particular no era buen refugio para los derrotados. Se lo advirtió doña Adela, la vecina del segundo izquierda, a la madre de Ángel. Doña María, al volver de misa he oído hablar de Pedrín. Unos hombres estaban discutiendo en la puerta de un chigre. Decían que Pedro Cano estaba escondido en su casa y que había que ir a detenerlo. Mejor que se vaya a otro sitio para que esto no se convierta en una locura todavía más dolorosa, sugirió con miedo doña Adela. La madre quedó paralizada por el disgusto. En su entrega familiar, dentro de sus muchas habilidades y sacrificios, no cabía el arte de preparar una fuga política. Pero algo debían hacer. Los rumores sobre el levantamiento revolucionario habían sido desplazados por los datos y las medias palabras sobre la dura represión, el odio, el castigo que estaban aplicando los legionarios y los regulares. Fue Pedro quien tuvo la idea de llamar a Josefina, la hija de doña Nieves, una pariente lejana de la familia que vivía muy cerca, en la calle Asturias. Josefina, dijo Pedro, es amiga de un comisario de policía. Si me consigue un salvoconducto para marchar a Riberas de Pravia, yo me encargo de lo demás.
La hija de doña Nieves no tenía en realidad un amigo comisario. Tenía una cabellera negra, dos ojos y unos labios bastante convincentes en cualquier conversación, ya fuese con un policía, un médico o un revolucionario. Era un poco mayor que Pedro, y sentía verdadero afecto por ese primo lejano que, casi desde niño, había cambiado los pupitres del colegio por el optimismo de la calle. No le supuso ningún esfuerzo buscar a su policía y convencerle de que necesitaba un favor inocente, ya que un pariente estaba afectado por los contratiempos de aquella estúpida revolución.
—Le sorprendió la insurrección en Oviedo. Su familia es de Riberas de Pravia, debe irse allí, y desde allí viajar luego a Madrid, en donde estudia ingeniería. Con este jaleo puede perder el curso.
—¿Cómo se llama? —preguntó el comisario, dispuesto a dejarse convencer.
—Pedro González Muñiz —dijo ella con seguridad, y el comisario no mostró ningún interés especial por ese nombre que había caído sobre la mesa como el dado que da vueltas y desconoce la cara de su fortuna. Es verdad que las paredes de las comisarías suelen llenarse de sospechas. Ya habían empezado a llenarse de sospechas urgentes. En pocos meses, iban a llenarse incluso de sospechas definitivas. Las lámparas, las puertas, los archivadores, los nombres en la cartulina de las fichas o en el papel asustadizo de las listas, las caras secas de los comisarios, los bigotes de los comisarios, las bofetadas de los comisarios iban a convertirse en una pura sospecha, bajo la tutela minuciosa del ejército y de la Guardia Civil. Pero aquel comisario no quería sospechar, procuraba agradar a Josefina, o estaba dispuesto a dejarse engañar para facilitar la huida de un desgraciado, y no mostró el menor interés en investigar los antecedentes del estudiante sorprendido en Oviedo por la Revolución, el estudiante que iba a perder el curso si no llegaba pronto a Madrid. Tal vez ayudó la paradoja de que un apellido verdadero fuese un buen disfraz. Pedro estaba enmascarado en su propia verdad, porque toda la familia era conocida por el segundo apellido del padre, que nunca había sido respetado, criticado o nombrado como don Pedro González Cano, sino como don Pedro Cano. La gente se saltaba el González, demasiado común y escurridizo en las murmuraciones, para utilizar el Cano. Los hijos, Manolo, Pedro, Maruja y Ángel González Muñiz, heredaron la costumbre de un apellido que se había borrado de sus partidas de nacimiento y de sus documentos oficiales, pero vivía en las bocas de los profesores y los vecinos. Pedrín Cano resultaba mucho más conocido que Pedro González Muñiz. La vida es cuestión de buena y de mala suerte. Hace favores, y luego se los cobra. No se sabe con quién, ni cuándo, pero se los cobra. Tres años después, el diablo iba a cargar otro salvoconducto, haciendo que el cubilete no tuviese fortuna y el dado cayera sobre la mesa por su peor cara de sombras. Eso no lo sospechaban entonces ni la hija de doña Nieves ni el comisario.
—Muy bien, pues le hacemos un salvoconducto para Riberas, y otro para Madrid.
Pedro tomó un autobús para Riberas, luego escapó a Madrid, y allí el Partido Socialista le preparó la huida a Francia a través de los Pirineos. Una historia que salía bien en medio de la desgracia. Pero resulta más fácil irse de Oviedo que huir de Oviedo, sobre todo cuando se tienen nueve años y la mirada sobre el mundo no es todavía el resultado de unas certezas, sino una súplica de orientación, un deseo de comprender lo que significan las palabras, las calles, los mosquetones de caballería, las victorias y las derrotas. Uno puede irse a París sin perder una ciudad, y puede quedarse en Oviedo y perderla, sentir que las calles que se pisan, los edificios que se ven, los recados que se hacen, las rutinas que se cumplen han dejado de pertenecer al mundo original, a la verdad del mundo.
Ángel conoció por primera vez la verdad de su ciudad al verla en ruinas. Antes no había sentido la necesidad de fijarse en ella. Salir a Oviedo después de los días de encierro fue como entrar en una enciclopedia llena de palabras borradas. Tomaba conciencia ahora de que las calles estaban ahí para que él las observara con cuidado, sílaba por sílaba, prestándole atención, sin dejarse engañar por la prisa y la rutina de los paisajes familiares. Cada ventana, cada puerta, cada esquina, cada balcón, cada detalle era importante, porque todo podía desaparecer, venirse abajo, ser devorado por las llamas o las explosiones. Las órdenes de los bandos militares se habían mezclado con las palabras de los comercios. Los ruidos callejeros de los coches y las persianas habían desaparecido bajo el terremoto de las explosiones, y ahí estaba él, mirando por primera vez con atención su ciudad, justo en el momento de perderla. La casa blanca de la calle Uría levantaba sus heridas hasta el cielo, se mantenía en pie con una desolación de mordeduras violentas en la fachada de mármol. La catedral era un pedregal de lápidas, vigas y escombros. Había casas sin tejado, paredes derrumbadas, ladrillos evaporados, convertidos en ese polvo oscuro y asfixiante que lo tiznaba todo. Las casas de Cimadevilla estaban horadadas por dentro, convertidas en túneles de escombros. Los soldados y los revolucionarios habían avanzado o se habían retirado por sus huecos. El mundo era un inmenso hueco atravesado por las sombras.
El niño miraba la ciudad, la imaginaba horadada, hueca, hasta llegar a sentir el vértigo de la batalla que había devorado poco a poco sus cimientos. El café de la Paz estaba deshecho por los latigazos de la guerra. Desde el café Cervantes habían disparado contra el teatro Campoamor, incendiado después por las tropas gubernamentales para defender el cuartel de Santa Clara. El niño miraba con atención las puertas de unos cafés que ya no se entregaban al sonido de las tazas y las cucharillas en los mostradores, que no escuchaban las conversaciones de los clientes en las mesas, sino la voz de los peritos calculando el daño. Observaba los ventanales derruidos de un teatro que había puesto en escena una violencia de verdad, poco parecida a las espadas plegables y la salsa de tomate de los dramas calderonianos. Examinaba el caserón del instituto y el edificio de la universidad, abiertos en canal, con vigas que luchaban con una dignidad ridícula por mantenerse en el aire sobre un infierno de piedras negras y maderas consumidas por las llamas. Notaba que la realidad se hundía, como sus zapatos en el fango de las ruinas. Cuando el sol quema la piel, las heridas se hunden en los pliegues y los estratos del cuerpo. A los pocos días, la superficie se regenera, parece que las espaldas, los brazos, las caras recobran su aspecto normal. Pero la quemadura sigue ahí, escondida, a la espera de que los años la saquen a flote. Las manchas oscuras son la memoria de la piel.
La piel de Oviedo fue regenerándose poco a poco. La prisa de la vida restauraba los edificios y llenaba los periódicos, las calles y las cartas de noticias. Pedro estaba en París, había tenido suerte con los salvoconductos y con la solidaridad de sus compañeros. La situación era difícil en Asturias para los revolucionarios. Los familiares de los detenidos se agolpaban en las puertas de la cárcel Modelo, y resultaba conveniente que los ciudadanos escogiesen bien los itinerarios de sus paseos por la ciudad, alejándose de algunos edificios, si no querían encontrarse con escenas desagradables. Era mejor no pasar por delante del convento de las Adoratrices. Era mejor no caer en manos de Lisardo Doval Bravo, el comandante de la Guardia Civil encargado de la represión y la tortura. Era mejor no cruzarse con Dimitri Iván Ivanov, el oficial búlgaro del Tercio, desertor de la Legión extranjera francesa, porque según decían las malas lenguas y algunas informaciones llegadas de Madrid había asesinado al periodista Luis de Sirval, que estaba investigando las masacres de la Legión y de los Regulares. Por aquellos días se inauguraba la tradición de que llegasen a Asturias, cuna de la gloriosa Reconquista, soldados infieles para imponer el orden de Dios en beneficio de la Patria. Pero la piel se regeneraba y la prisa de la existencia iba atrapando a la gente con sus noticias, unas buenas y otras malas, como si sobrevivir fuese participar en un juego íntimo de pequeñas derrotas o de victorias humildes.
La batalla de Oviedo permanecía en el sí y en el no de las noticias, que son el hilo conductor de la terquedad secreta de los supervivientes. González Peña fue detenido ayer. Es posible, pero Graciano Antuña ha conseguido llegar a Francia en un barco sidrero. Javier Bueno está en la cárcel desde los primeros días de la Revolución. Qué se le va a hacer, menos mal que Indalecio Prieto ha conseguido pasar ya la frontera. El ejército ha recuperado los fusiles que se robaron en la fábrica de La Vega. Sí, pero el dinero del Banco de España no aparece. Eran quince millones, y están en manos de los revolucionarios. No todos, ayer se descubrió más de un millón en Las Regueras, y en la frontera de Portugal se detuvo a un comunista con 51 500 pesetas, y en Langreo, Grado, Trubia, se ha detenido a militantes socialistas con buenas cantidades. Pero no llegan a los cinco millones, los revolucionarios tienen todavía diez millones, y se pueden hacer muchas cosas con ese dinero, por ejemplo, comprar una rotativa para otro periódico.
Después de la Revolución, el dinero del Banco de España sustituyó como materia de rumor y leyenda a las apariciones del Turquesa en los días previos al 4 de octubre. Indalecio Prieto, gracias a la ayuda de un amigo industrial llamado Ignacio Echavarrieta, había conseguido comprarle al Gobierno un barco cargado de armas. El destino no era Abisinia, como decían los documentos oficiales, sino la revolución española. Aunque el alijo preparado en San Esteban de Pravia resultó un desastre, el Turquesa se convirtió en un barco fantasma que aparecía y desaparecía en las costas del Mediterráneo y del Atlántico, navegando por la brumosa imaginación de la gente, hasta que fue localizado por la policía francesa en el puerto de Burdeos. Bueno, el barco había sido localizado, pero Indalecio Prieto estaba en Francia y seguramente disponía de más de diez millones del Banco de España. No todo se había perdido.
Para seguir viviendo hay que aprender a aplazar los desenlaces. La represión practicada por el exceso de celo del Gobierno en defensa de la paz republicana era tan fuerte que el dolor, la necesidad de protestar, el deseo de ayudar a los presos, la denuncia de las torturas, las peticiones de indulto para los condenados a muerte, el desenmascaramiento de las noticias falsas que rebosaron durante meses en las páginas de la prensa conservadora, la obligación de defenderse habían servido para reorganizar la vida política y recuperar el ánimo. Los nombres de Miguel de Unamuno y Federico García Lorca aparecían en los manifiestos contra la dureza de la represión. Fernando de los Ríos, antiguo ministro socialista, había realizado un informe minucioso de los juicios fraudulentos y las penas que caían sobre los revolucionarios. Como no pudo debatirse en España por culpa de la censura, el informe se perdió gracias a un oportuno descuido y llegó por casualidad a la prensa de Francia. El Socorro Rojo llenó las ciudades de España y Europa de pasquines que pedían solidaridad para las familias de los presos asturianos. La derrota y el vacío del niño empezaban a ser un sentimiento acompañado.
—Es que mi hermano se va a París —pudo comentar orgulloso Ángel cuando encontró a un compañero de colegio en la estación. Le hubiera gustado recordar a todos esos autores importantes que iban a estar con Pedro y Manolo en Francia, pero todavía era incapaz de pronunciar sus nombres, eran sólo palabras extrañas en la boca de su hermano mayor, no podía vanagloriarse de su trato familiar con los escritores extranjeros. De este curso no pasaba, iba a matricularse en el Ateneo para estudiar francés. Quería viajar por el mundo para conocer ciudades, que nunca serían suyas del todo, porque ya había aprendido que las ciudades no son nunca de nadie. Pero estaba convencido de que esas ciudades se levantarían muy hermosas ante sus ojos, poblando de siluetas fascinantes las orillas de los ríos y de los mares. Aunque no fuesen suyas, aunque nunca más volviese a pertenecerle ninguna, esas ciudades sabrían enseñarle las bellezas, los tesoros del mundo, felices bajo el sol de los veranos, precavidas bajo las nieves de los inviernos, alegres por unas semanas o por unos años, antes de convertirse en ruinas, en fango bajo los zapatos sucios de sus habitantes.
Manolo regresó al cabo de quince días. Pedro estaba bien, instalado en un apartamento cómodo y protegido por sus compañeros. París era una ciudad muy hermosa, los intelectuales más prestigiosos de Europa se preocupaban por los acontecimientos de España, y la izquierda había aprendido que la unidad era imprescindible. Debían formarse frentes populares contra el asalto a la razón que provocaba el fascismo. Así que Manolo traía consigo buenas noticias. Traía también la partida de nacimiento que doña María había pedido en nombre de su hijo Pedro ante don Emilio Cuesta Fernández, juez municipal de la ciudad de Oviedo. La partida sirvió para tramitar el pasaporte en la embajada española. Pero había que hacer otras gestiones con ella. Por el momento, y a la espera de las novedades que trajese la política republicana, Pedro necesitaba legalizar su permiso de residencia en Francia, y para eso resultaba imprescindible sellar el documento en un consulado francés. Las cosas no corrían a la velocidad deseada. La carpeta azul nos dice que la partida de nacimiento de Pedro González Muñiz, hijo de Pedro y María, expedida por el Juez Municipal de Oviedo, y de la que había dado fe el notario Ramón Fernández Prida, fue legalizada en Bilbao, por el Consulat de France, el 4 de diciembre de 1935. Este acto administrativo costó doce pesetas con cuarenta céntimos.