XLVIII - El término de un dolor

AL DÍA SIGUIENTE POR LA MAÑANA un rayo de sol que atravesó el tragaluz despertó al viejo Pardaillán.

Vio a su hijo que, apoyando un codo sobre la rodilla y la barbilla en la mano, parecía absorto en alguna penosa reflexión. Extraordinaria tristeza se pintaba en el semblante del joven.

—¿Qué te pasa, caballero? —Preguntó el padre—. Hace diez minutos que te observo y si no oigo los suspiros que en tu interior exhalas, por lo menos los adivino. ¿Acaso tienes ya la cuerda en el cuello?

—No suspiro, padre; reflexiono.

—¿Se puede saber acerca de qué?

—Acerca de los guardias que guardan la puerta.

—¡Ah! ¿Los has visto?

—Sí. No obstante, es necesario que vaya a ver al mariscal de Montmorency y que lo traiga aquí.

—Dificilillo lo veo.

—¡Oh! Lo conseguiré, padre, lo conseguiré aunque hubiera mil guardias en la calle. Lo he prometido a la señora de Piennes y lo haré. Traeré aquí al mariscal y entonces…

—¿Entonces, qué?

—Pues que habré terminado mi cometido. El mariscal se llevará a su hija y sólo me restará asistir al casamiento de la señorita de Montmorency con el rico y poderoso señor que sin duda le destina su padre. Luego seremos libres, correremos el mundo, daremos la vuelta al universo…

—Querrás decir la vuelta a la plaza de la Gréve, porque si algún viaje hacemos será desde París a Montfaucón.

—¡Ah! —Dijo el caballero—. A fe mía tenéis razón, padre; ya no me acordaba de que estamos aquí prisioneros con la fianza de la señora de Piennes y no podemos…

—¡Oh! Es que además de la fianza están los guardias.

El caballero se encogió de hombros, no por lo que acababa de decir su padre, sino contestando a su propio pensamiento. ¡Cuánto hubiera deseado que los guardias le impidieran pasar! Haría cuanto de él dependiera para lograrlo. Entonces entreveía una batalla y a la señora de Piennes y a su hija llevadas por él fuera de París y entonces…

Pero existía la fianza, la palabra dada por la señora de Piennes. Pero todo esto no existiría si los guardias empezaban las hostilidades y fueran los primeros en quebrantar la tregua.

Pardaillán se creía capaz de obligarlos a iniciar el ataque, y al pensarlo, su mirada brilló de contento:

«Esto ya va mejor» —se dijo el caballero al observarlo.

—Recuerda que has pedido tres días para ir a buscar al mariscal —añadió dirigiéndose en alta voz a su hijo.

—Lo dije por creer que mis heridas eran más graves de lo que son. La cura que vais a hacerme, acabará de cicatrizar estos insignificantes arañazos.

Y encogiéndose nuevamente de hombros, añadió:

—Estas gentes no saben ni herir.

—Es cierto —dijo tranquilamente el viejo Pardaillán—. Nosotros lo hacemos mejor.

Luego empezó a curar las heridas de su hijo y observó con satisfacción que, realmente, eran muy ligeras.

—Bueno, ¿y cómo vas a salir ahora? Yo, que nada he prometido, te aseguro que no veo el medio… por lo menos en pleno día. Te aconsejo esperar la noche.

—El mariscal estará aquí hoy mismo —dijo el caballero con firmeza.

El viejo Pardaillán se puso a silbar un aire de caza, y el caballero, en tanto, permanecía absorto en sus reflexiones. Al cabo de una hora dijo:

—He hallado el medio.

—¿Cuál? —preguntó el padre.

El caballero le mostró un tragaluz que daba al tejado.

—¿Cómo? ¿Quieres salir por el tejado?

—No hay otro camino. Ayudadme para llegar a esta abertura, padre.

El caballero cogió la mano de su hijo y le dijo:

—Una palabra, caballero. Siempre has hecho lo que te ha dado la gana, a pesar de haberme jurado que seguirías mis consejos. Ha llegado la hora de cumplir tu palabra. ¿No te aconsejé que desconfiaras de todo el mundo y de ti mismo y, sobre todo, que no intervinieras en lo que no te interesara? Fíjate en que por no haber cumplido el juramento que me hiciste, nos hallamos los dos en este mal paso, pero en fin, no quiero recordar que estás enamorado y te perdono. Ahora quieres traer al mariscal y éste te hará una reverenda, te dará las gracias y se llevará a su hija, deseándote toda clase de prosperidades. ¿Para qué quieres, pues, ir a buscarlo? Estás en una casa cercada. ¿Quién te obliga a romperte la cabeza por los tejados? Caballero, ocúpate de tu amor, ya que te interesa, pero deja tranquilo al mariscal que no te llama y a quien nadie te envía. Esto no te importa.

—Os engañáis, padre, pues eso me importa mucho.

—¿De modo que vas a desobedecer a tu padre?

—Ayudadme a salir.

—¿Estás decidido? ¿No es posible convencerte de que haces una tontería? Pues bien, te sigo, renunciando a todos los buenos principios que han regido mi vida.

El viejo Pardaillán puso entonces las manos entrelazadas de modo que el caballero pudiese posar su pie como sobre un escalón. Hízolo el joven y algunos instantes más tarde se hallaba sobre el techo de la casa, en la parte opuesta a la calle.

Al examinar los alrededores, vio que para escapar no tenía otro remedio que ganar el techo de la casa vecina y allí deslizarse por algún tragaluz que le permitiera entrar en la casa y salir a la calle.

La posición del caballero era de las más peligrosas, porque el techo de la casa, como el de las vecinas, era de rápida pendiente. Había grandísimo peligro en resbalar y caerse, pero no fue esto lo que detuvo al caballero en su tentativa, sino el pensar que el mariscal de Montmorency no podría seguirlo por aquel camino. Desanimado iba a regresar hacia el tragaluz, cuando oyó que lo llamaban.

—¡Psst, psst!

Levantó la cabeza hacia el tejado de la casa vecina, más elevado que el de la suya, y divisó en una ventana una cara que lo examinaba con singular interés. Era un hombre viejo con barba blanca y ojos inteligentes y bondadosos.

—Entrad en vuestra casa —dijo el hombre.

—¿Cómo?

—Sí, ¿tratáis de huir, no es eso?

—En efecto, así es.

—Pues bien, el camino que queréis tomar es imposible. La casa en que estáis prisionero comunica con la mía por una puerta condenada, pero que abriré. Volved a vuestra casa y esperad.

El caballero quiso dar las gracias al generoso anciano, pero éste había desaparecido ya.

«¿Dónde diablo he visto a este hombre?» —pensó deslizándose por el tragaluz y dejándose caer en el granero.

—¿Qué sucede? —preguntó el viejo Pardaillán.

El caballero relató lo que acababa de pasar. Inmediatamente padre e hijo quitaron el heno que estaba apilado en el fondo del granero y que evidentemente ocultaba la puerta señalada por el desconocido en caso de que existiera y éste no fuera un traidor. Con gran alegría la puerta apareció por fin y al mismo tiempo oyeron tras ella el ruido que producía al tratar de abrirla desde la otra parte.

Lo consiguió al cabo de pocos minutos, y un anciano de alta estatura, vestido con traje de terciopelo negro, apareció y descubriéndose dijo:

—Señor Brisard, y vos, señor de La Rochette, sed bienvenidos.

Padre e hijo se miraron estupefactos.

—¡Cómo! ¿No me reconocéis? ¿No recordáis que me salvasteis la vida en la calle de San Antonio, así como a aquella joven señora?

El viejo Pardaillán se dio una palmada en la frente y exclamó:

—Sí, ahora recuerdo, os reconozco, señor…

—Ramus —dijo el anciano.

—Sí, esto es. Pero he de advertiros que yo no me llamo Brisard y nunca he sido sargento de armas, como dije. El caballero, aquí presente, tampoco se llama señor de La Rochette. Di estos nombres porque entonces teníamos interés en ocultarnos. Me llamo Honorato de Pardaillán y mi hijo es el caballero Juan de Pardaillán.

—Señores —dijo Ramus—. Asistí al terrible combate de ayer. ¡Ah! ¡En qué tiempos vivimos! Voy a explicaros por qué estoy aquí, pero antes servios entrar.

Los dos Pardaillán obedecieron y Ramus los hizo bajar una escalera. Entonces se hallaron en un hermoso comedor.

—Señores —dijo Ramus—, como os decía, ayer me aposté en esta calle para ver pasar al rey. Vi, pues, desfilar el cortejo y luego contemplé también vuestro espantoso duelo. Entonces me enteré de vuestros nombres, pero la cortesía me obligaba a daros los que dijisteis. Una vez os vi entrar en la casa vecina y observé que los guardias se instalaban ante la puerta, comprendí que estabais amenazados de un gran peligro y que trataríais de evadiros. Entonces combiné un plan, y, como os debo mi vida, he querido salvar la vuestra. Ayer me presenté al propietario de esta casa y le dije:

«Caballero, ¿queréis alquilarme vuestra casa por ocho días?».

«¡Bah!» —me dijo—, «¿para qué?».

«Porque voy a recibir la visita de algunos parientes forasteros, dos jóvenes hidalgos a quienes he de alojar en una casa conveniente, y me han enseñado la vuestra como la más apropiada a mis deseos».

Debo confesar que dije todas estas mentiras no sin ruborizarme un poco. Me propuse pagar cien libras por seis días y rehusó: doscientas libras por cinco días, y también. Por fin obtuve la casa por tres días y no os diré a qué precio. Me instalé enseguida y heme aquí.

—¡Por Baco! Señor, dadme la mano —exclamó el aventurero.

El sabio dejó caer su mano en la de Pardaillán y añadió sencillamente:

—No tenéis más que seguirme. Saldréis de aquí por el modo más natural del mundo, es decir, por la puerta, ya que ésta no está vigilada, pues da a otra calle.

—Señor —dijo entonces el caballero—, por motivos que os explicará mi padre, no podemos salir ahora los dos. Saldré solo aprovechando la ocasión que me ofrecéis. Servios acompañarme hasta la puerta, y durante mi ausencia, mi padre os dará las explicaciones necesarias.

—Seguidme, joven.

El sabio bajó una escalera y el caballero se halló ante una puerta que entreabrió. Volviéndose entonces hacia Ramus, se inclinó profundamente y dijo:

—Os doy las gracias, «padre» mío.

El «padre» se conmovió al oír las palabras del joven, que le parecieron la mejor recompensa por lo que había hecho.

El joven había franqueado la puerta y observó que se encontraba entonces en la calle de Fossoyeurs, que era perpendicular a la de Montmartre y no estaba vigilada.

En vez de seguir por la calle de Montmartre, en donde se arriesgaba a dar con los guardias, el caballero siguió recorriendo la callejuela, y dando una larga vuelta, tomó el camino del palacio de Montmorency, al que no tardó en llegar.

Dio un golpe furioso en la puerta diciéndose que su última esperanza era que el mariscal no estuviera ausente, como le había dado a entender el día anterior.

Entonces volvería a la calle de Montmartre, obligaría con alguna astucia a que los guardias empezaran las hostilidades, rompiendo así la tregua, salvaba a Luisa y a su madre por algún prodigio de temeridad, se las llevaba y obtenía a Luisa en matrimonio.

El caballero imaginaba todo esto, cuando de pronto se abrió la puerta, y mientras Pipeau, a modo de caricia y para probar su alegría al caballero, le daba cariñosos mordiscos en la mano, el portero le decía respetuosamente:

—¡Ah! ¡Señor caballero! ¡Con qué impaciencia os espera monseñor!

Algunos instantes más tarde, Pardaillán se hallaba ante el mariscal, que nerviosamente le dijo:

—Os esperaba para marcharnos.

—¿Por qué, monseñor?

—Porque tengo razones para creer que en vano buscaríamos en París. Me han señalado una misteriosa escolta que se dirige por el camino de Guiena acompañando a un coche cerrado. La Guiena es el gobierno de Damville que recientemente le han dado y sin duda alguna las ha hecho marchar allá precediéndolas. Nos uniremos a aquella escolta y la atacaremos. Llevo conmigo a doce de mis más valientes caballeros, sin contar a vos, que valéis por otros tantos, y a mí mismo.

—Monseñor, os ruego que esperéis a la noche para salir de París —dijo Pardaillán con pasmosa tranquilidad.

—¿Por qué, Pardaillán? Vale más que no perdamos un segundo. Vamos, ¡a caballo!

—De ningún modo, monseñor, yo me quedo y vos también. Partiréis esta noche si tal os place. Ahora os ruego que me acompañéis completamente solo y a pie.

El acento del joven era tan singular, que Montmorency exclamó con temblorosa voz:

—Pardaillán ¿sabéis algo?

—Venid, monseñor —dijo el caballero.

El mariscal vaciló un instante, pero luego dijo:

—Vamos, pero pensad en que el tiempo es precioso. Si llegáis a tardar una hora más…

—¿Qué hubierais hecho, monseñor?

—Marcharme sin vos.

El caballero permaneció impasible, pero en su interior profirió una imprecación.

Pocos momentos después se pusieron en camino y muy pronto llegaron a la callejuela de los Fossoyeurs sin haber tenido ningún encuentro desagradable. Llamaron y Ramus abrió. Entraron en la casa y una vez hubieron llegado al comedor en que Ramus había introducido a los dos Pardaillán, el caballero dijo tranquilamente:

—Señor Ramus, ¿queréis llevar vuestra generosidad hasta el punto de dejarnos solos durante una hora en esta sala?

—Esta casa os pertenece, hijo mío, en tanto que me pertenezca a mí.

—¿Dónde estamos? —preguntó el mariscal asombrado y un tanto inquieto.

—Monseñor, os ruego esperar algunos minutos.

El caballero salió y Montmorency se quedó solo. El joven subió rápidamente hacia el granero y allí encontró a su padre, que le dijo:

—Te esperan muy inquietas.

El caballero se sentó o, mejor dicho, se dejó caer sobre un haz de heno.

—Padre —dijo—, tened la bondad de avisar a la señora de Piennes y a la señorita de Montmorency de que el mariscal está en la casa de al lado y las espera.

—Caballero —dijo el viejo Pardaillán poniendo la mano en el hombro de su hijo.

—¿Qué queréis, padre?

—Sufres, ¿verdad?

—Os equivocáis, padre —dijo el joven con terrible tranquilidad—. He ido a buscar al mariscal de Montmorency para que se lleve a su hija y está esperando en la casa de al lado. Recordad que siempre me habéis recomendado caer con elegancia el día en que a ello me vea obligado, y ahora la elegancia consiste en no sufrir.

—Bueno, bueno —dijo el aventurero—. Veo que quieres guardarte el dolor para ti solo. Luego ya lloraremos los dos.

«Pero ¿por qué se habrá ido a ver al mariscal?» —dijo al alejarse.

Al mismo tiempo bajó al piso en que se hallaban Juana de Piennes y su hija, mientras el caballero buscaba un rincón obscuro en el granero a fin de que ellas no lo vieran, al atravesarlo para pasar a la casa de Ramus.

* * * * *

Francisco de Montmorency se había quedado inmóvil, con los ojos fijos en la puerta por la que había desaparecido el caballero. Un sentimiento de malestar se apoderó de él al observar que pasaba el tiempo y no regresaba, y al fin, cuando ya la impaciencia lo dominaba, se abrió lentamente la puerta, dando paso a Juana de Piennes, que iba vestida con el mismo traje negro que realzaba la belleza de su pálido rostro iluminado por dos grandes y negros ojos. Al ver a Francisco se detuvo como petrificada, con las manos unidas y la mirada fija.

El viejo Pardaillán la había prevenido, pero, no obstante, en su mirada se pintaba un asombro infinito.

Francisco, al verla, sintió un estremecimiento tal como si hubiera sido herido por el rayo; quiso pronunciar el nombre de Juana, pero sus labios no emitieron más que un sonido ronco e ininteligible.

Los ojos le salieron de las órbitas, como si hubieran contemplado un fantasma, y las lágrimas los velaron, mientras su semblante guardaba inmovilidad de piedra. Y así la miró con avidez en que había espanto, dolor, amor y lástima.

Entonces avanzó hacia ella, y cuando estuvo cerca, se arrodilló inclinándose a los pies de la mártir y los sollozos hicieron explosión en su garganta y solamente pudo pronunciar una palabra a través de los gemidos:

—¡Perdón!

¿Cuánto tiempo permaneció Francisco así, prosternado? No podemos precisarlo.

Luego se levantó paulatinamente y sus manos cogieron las heladas de Juana. Púsose en pie y estrechó en sus brazos a la pobre mujer, acercando su rostro al suyo.

Preparábase a hablar. Quería decirle todo lo que había sufrido y cuánto se había maldecido por sus injustas sospechas, pero entonces Juana, con dulce movimiento, puso sus brazos alrededor del cuello del amado esposo y con extasiada sonrisa reclinó la cabeza en el hombro de Francisco.

—¡Juana, Juana! —exclamó el mariscal alarmado.

Y sus cabellos se erizaron y la alarma se convirtió en horror al reconocer la voz, el acento y la entonación de Juana en la última entrevista que tuvieron en Margency, voz turbada, oprimida, vacilante, que quería expresar una alegría infinita e inocente temor.

—Sí, amado mío, vas a saber por fin el secreto que hace tres meses no me atrevo a revelarte. Es necesario que por fin lo sepas y luego juntos lo iremos a decir a mi padre.

—¡Juana, Juana! —exclamó Francisco jadeante.

—Escucha, Francisco, escúchame bien, amado mío. Soy tu esposa y nuestra unión ha sido bendecida por Dios. Francisco, vas a ser padre.

Y elevó hacia él sus ojos puros, cándidos, en los que se habían desvanecido todas sus tristezas y pensamientos, para no resplandecer más que a impulsos del solo sentimiento que resumía con agradable sonrisa en estas palabras:

—¡Francisco, voy a ser madre!

Un grito de desesperación, una imprecación terrible se escapó de los labios del mariscal:

—¡Loca! ¡Está loca!

Y cayó al suelo perdiendo el conocimiento.

* * * * *

El mariscal de Montmorency acababa de encontrar a la que tanto amaba.

¿Qué iba a resultar de la unión de aquellos dos seres, del amor del caballero de Pardaillán y de la gran lucha empeñada entre hugonotes y católicos?

Esta aventura continúa en el tomo titulado:

UNA EPOPEYA DE AMOR

Episodio 5 - «El cofre envenenado».