EL LECTOR TIENE DERECHO a preguntar por qué razón Juana de Piennes y su hija se hallaban en aquella casa de la calle de Montmartre y de qué modo habían podido intervenir en la escena que acabamos de describir, y esto es lo que vamos a referirle.
La estancia de las dos prisioneras en la casa de la calle de la Hache había sido tan triste como se puede imaginar; pero el sufrimiento moral no fue complicado con ninguno físico. Alicia de Lux se mantenía en su papel de carcelera, y como lo hacía muy avergonzada, trataba de atenuar en todo lo posible lo que de odioso tenía su misión. En las contadas ocasiones en que pudo hablar con la señora de Piennes, hízolo más bien como sirvienta que como guardiana, de tal modo que las prisioneras, que al principio la temían, acabaron por sentir lástima de ella.
Los días y las noches transcurrieron tristemente. Aquel encierro en dos habitaciones estrechas, alteró la salud de Juana de Piennes, que resistió a la enfermedad con aquel valor que ya conocemos. Pero, por fin, tan violentas sacudidas, tantos pesares y tan largo sufrimiento que parecía crecer a medida que transcurría el tiempo, acabaron por herirla en el corazón.
Sus ojos se agrandaban y un círculo azulado los rodeaba, y además extremada debilidad se apoderó de ella.
Puede asegurarse que aquella desgraciada no vivía más que por un esfuerzo de energía moral y amor materno.
Juana de Piennes no era otra cosa que madre, y su único deseo era el de poner a su hija en seguridad y morir luego.
A la sazón consideraba la muerte como el mejor reposo, porque su última esperanza habíase desvanecido al observar que la carta dirigida a Francisco no había llegado a su poder, o bien no produjo el efecto deseado.
Es cierto que Francisco podría haberla buscado sin serle posible dar con ella, pero tal cosa no parecía verosímil. En su carta acusaba de tal modo a Enrique de Montmorency que, fatalmente, Francisco debía considerar a éste como raptor, y en último recurso el mariscal hubiera podido apelar a la justicia del rey.
Había imaginado también que, tal vez, el caballero de Pardaillán, tan perverso como su padre, no había entregado su carta al mariscal; pero a fuerza de reflexionar sobre ello, le parecía imposible, pues un hombre tan joven como el caballero y que probablemente amaba a su hija, no podía haber llegado a tal grado de maldad. Por último creyó más verosímil que Francisco, no convencido de su inocencia, la abandonaba, y esta convicción que le arrebataba la última esperanza de su vida, activó los progresos de la enfermedad que lentamente la mataba.
En cuanto a Luisa, desde que supo que aquel joven en quien ella confiara tan inocentemente, era el hijo del hombre que antaño la había raptado, hacía inútiles esfuerzos para detestarlo o para olvidarlo. Tal era la situación moral de las dos mujeres, cuando una noche Alicia subió a verlas.
La joven estaba más pálida que de costumbre. Juana y Luisa la miraron con espanto mezclado de piedad.
Alicia permaneció en pie ante la Dama Enlutada y con los ojos bajos dijo:
—Señora, supongo que me haréis la justicia de creer que he hecho cuanto me ha sido posible para dulcificar vuestra reclusión.
—Es cierto —dijo Juana— y no me quejo de vos.
—Una desgraciada circunstancia de mi vida me ha obligado, señora, a ser vuestra carcelera.
—Ya me lo dijisteis, señora, y os compadezco con todo mi corazón.
—¿De modo —continuó Alicia— que cuando estéis libre os marcharéis sin maldecirme y sin sentir odio contra mí?
—¡Libres! —dijo Juana tristemente—. ¿Lo seremos alguna vez?
—Ya lo sois —dijo Alicia con firmeza—. La circunstancia de que os hablaba ya no existe. Adiós, pues, señora. Adiós, querida señorita. ¡Ojalá tengáis por mí más lástima que resentimiento! Os libro de mi presencia, que debe seros odiosa. Esta puerta está abierta y la de la calle también. ¡Adiós!
Y dichas estas palabras Alicia de Lux se retiró. Madre e hija quedaron un instante como atónitas por la triste alegría que experimentaban. Luego se abrazaron efusivamente y en aquel momento una idea preocupó hondamente a Juana. Iba a encontrarse con su hija sin recursos, sin albergue y sin pan. Volver a la casa de la calle de San Dionisio era, sin duda alguna, caer de nuevo en poder de Montmorency. Estaban libres, sí, ¿pero dónde irían?
Juana comprendía que ya no tenía la fuerza ni la resistencia necesarias para trabajar por su hija como antes. Por esta razón la libertad que se le ofrecía no era más que un cambio de desesperación. Únicamente salía ganando el no hallarse ya en poder de Enrique de Montmorency.
—¿Qué va a ser de nosotras? —murmuró.
Pero oyéndola Luisa, contestó:
—Madre, hasta aquí has trabajado para las dos y ahora ha llegado mi vez. Para las necesidades del momento, tenemos el diamante que tantas veces me has mostrado.
—¡El diamante, querida mía! No quiero venderlo, sino conservarlo en memoria del noble caballero que te restituyó a mis brazos. Diómelo al ver que sin recursos me dirigía a París, y a pesar de la miseria en que me hallé luego, nunca quise desprenderme del diamante que me recordaba al generoso desconocido. Ahora tampoco quiero venderlo, pues algún día te servirá para darte a conocer a él. Si yo muriera…
—¡Mamá! —dijo la joven tristemente.
—Tranquilízate, querida, espero vivir bastante pera verte feliz; pero, en fin, si llegara a ocurrir esta desgracia, tal vez te fuera útil.
En aquel momento apareció Alicia de Lux y dijo:
—Señora, perdonadme de haber oído una parte de vuestra conversación. No quiero decir que la he oído por azar, porque he escuchado. Os halláis sin recursos y en ello hubiera debido yo pensar. Soy rica, señora, más de lo que quisiera; poseo en París dos o tres casas. ¿Queréis aceptar una para vivir en ella?
Juana vacilaba en contestar.
—¡Desgraciada de mí! —Exclamó Alicia—. Tal vez os figuráis que mi oferta encierra una emboscada.
—No, no, señora —exclamó la Dama Enlutada—. Os juro que no he tenido tal sospecha. Adivino y comprendo que arriesgáis mucho poniéndome en libertad y, por lo tanto, tengo confianza en vos.
—¿Por qué no aceptáis, pues? —Preguntó Alicia—. Si sentís por mí alguna gratitud, dadme la alegría de poder hacer un poco de bien, y si no aceptáis mi oferta de habitar una de mis casas, aceptad, por lo menos, esto.
Y diciendo estas palabras dejó sobre la mesa un saquito que podía contener un centenar de escudos de oro. Un vivo carmín tiñó el rostro de Juana, y Luisa volvió la cara con cierta vergüenza. Entonces Alicia se arrodilló.
—Señora —dijo con triste voz—. Una moribunda os ofrece este poco de oro, destinado a evitar incomodidades a esta noble señorita.
Ya en su nuevo alojamiento, Luisa miraba a su madre con inquietud; nunca la había visto de aquel modo presa de la fiebre; hablaba con asustable volubilidad. El mismo día Juana tuvo que guardar cama y empezó a delirar. Era la primera vez que Luisa se hallaba en presencia de semejante suceso, pero no por eso perdió la cabeza, y aun cuando debía luchar sola, lo hizo con gran firmeza.
Transcurrieron algunos días. Juana por aquella vez había escapado a la muerte que la acechaba, pero cuando pudo abandonar el lecho, comprendió que estaba condenada. Respiraba con mucha dificultad y muchas veces por las noches se despertaba ahogándose.
Al cabo de algún tiempo sintió considerable alivio.
Un día madre e hija hablaron tristemente. Luisa se esforzaba en sonreír y la madre trataba de fingir salud completa para no entristecerla. Aquel día formaban el proyecto de salir de París a la mañana siguiente, cuando, de pronto, oyeron grandes rumores en la calle. Al examinar lo que sucedía, comprendieron por las conversaciones de la multitud y por el número de guardias diseminados por las calles que el rey regresaba a París. Juana de Piennes cerró las ventanas y los postigos, no solamente porque el espectáculo le interesaba poco, sino también porque temía ser vista.
Transcurrieron dos o tres horas. Madre e hija, sentadas una al lado de la otra y dándose la mano, escuchaban con indiferencia los ruidos exteriores que hacían más profundo el silencio de la casa. De pronto las dos se estremecieron porque en la puerta de la calle acababan de llamar.
—¿Quién será? —exclamó Juana.
—¡Parece alguno que pide auxilio! —contestó Luisa.
—No —observó la madre—. Será algún pilluelo.
Nuestros lectores ya recordarán que el viejo Pardaillán, sin querer, dio un aldabonazo en la puerta.
Entonces Juana de Piennes se dirigió a la ventana y se quedó atónita al oír pronunciar el nombre de Pardaillán acompañado de insultos, amenazas y clamores de odio.
Alrededor de la puerta de su casa había un semicírculo de caballeros que rodeaban a alguien a quien las dos mujeres no podían ver, pues se había guarecido en el soportal. Pero si no lo veían, oían en cambio su nombre y pudieron tener la seguridad de que realmente todos aquellos caballeros atacaban a Pardaillán.
«¿Es el castigo de haber robado a Luisa?» —pensó Juana—. «¿Qué fatalidad había hecho que el miserable fuera a morir bajo la ventana de su víctima?».
En aquel momento un grito ahogado escapó a las dos mujeres, que después de haber retrocedido, volvieron a la ventana.
—¡Él! —Murmuró Juana de Piennes—. ¡Enrique de Montmorency!
—¡El caballero de Pardaillán! —murmuró Luisa por su lado.
—Nuestro perseguidor está aquí —dijo la madre—. Luisa, hija mía, ¿quién sabe si el maldito Pardaillán nos ha descubierto? ¿Quién sabe si ha traído aquí a su amo? ¿Pero qué tienes, hija mía? ¿Lloras?
En efecto, Luisa sollozaba amargamente.
—Es necesario salvarlo, porque si muere me moriré.
—¿A quién? —Exclamó Juana—. Hija mía, vuelve en ti. A nadie debemos salvar, pues los dos son nuestros más crueles enemigos.
Juana de Piennes, sacando el cuerpo por la ventana, se inclinó hacia la calle y a riesgo de ser descubierta, divisó entonces al caballero y comprendió lo que pasaba en el corazón de su hija. Pero su mirada no se detuvo en el caballero: de pronto se puso muy pálida y con los ojos llenos de asombro miró a una persona que Luisa no veía. Aquella persona, de la que conservaba imborrable y agradecido recuerdo, era el hombre que le había devuelto a su Luisa.
Entonces se retiró de la ventana y estuvo un momento indecisa, no sabiendo si debía intervenir para salvar al salvador de su hija y exponerse al mismo tiempo a caer de nuevo en manos de su opresor, pero la lucha fue corta, porque cogiendo la mano de su hija le dijo sencillamente:
—Ven.
Y después de haber bajado, abrieron la puerta. Y entonces, con gran asombro de todos, se interpuso entre los asaltantes y el viejo Pardaillán. Ya se conoce el resto.
* * * * *
Cuando las dos mujeres, sosteniendo a los dos heridos, hubieron entrado de nuevo en la vivienda, después de haber cerrado la puerta cuidadosamente, su primer cuidado fue curar las estocadas que padre e hijo habían recibido. Ninguna de las heridas era peligrosa y la debilidad de los dos Pardaillán debiase únicamente a la pérdida de sangre. Los dos hombres dejaron hacer a las mujeres.
«¡Diablos!». —Pensaba el padre—. «Con gusto me dejaría herir cada día, tan sólo para que me curaran las manos de esta joven».
«¡Qué feliz soy!» —pensaba el caballero.
Como era natural, dadas las circunstancias, Juana de Piennes era la que curaba al caballero y Luisa al viejo Pardaillán.
Desde que el caballero penetró en la casa, la joven había tomado su habitual aspecto de tranquila modestia y de encantadora dignidad, que le era habitual. Varias veces su mirada se cruzó con la del caballero y ni una sola apartó sus ojos. El también, por su parte, miraba con aquella extraña expresión que parecía burlarse de sí mismo.
Cuando las curas estuvieron hechas, el aventurero se levantó del sillón en que lo habían hecho sentar, y saludando con gracia a las dos mujeres, dijo:
—Señora, tengo el honor de presentaros a mi hijo, el caballero de Pardaillán, y también a mí mismo, Honorato-Guido Enrique de Pardaillán, de la rama menor de los Pardaillán, familia muy notable en el Languedoc por sus altos hechos y su pobreza. Nosotros somos pobres, señora, pero con todo el orgullo necesario, y en cambio, tenemos el corazón leal. Esto significa, señora, que nuestro reconocimiento acabará solamente con nuestra vida y que ponemos a vuestra disposición las existencias que habéis salvado.
—Caballero —dijo entonces Juana de Piennes con alterada voz—. No tenéis necesidad de expresar vuestro agradecimiento, porque el mío no está satisfecho todavía con lo hecho.
—No os comprendo, señora.
—¿No me reconocéis? ¿Reconocéis por lo menos este diamante que dejasteis caer en las manos de mi hija en aquella dolorosa noche en que yo me dirigía a Paris? ¿No recordáis a la pobre mujer que hallasteis en el bosque, no lejos de Montmorency?
—Lo recuerdo perfectamente, señora pero quise decir que no comprendo vuestro agradecimiento, pues en realidad deberíais odiarme.
—He aquí, señor, una cosa que no comprendo, pues en vos veo al hombre generoso que me restituyó mi hija. Siempre había ignorado vuestro nombre, y ahora, al decírmelo vos mismo, veo que es el que me dijisteis al devolverme a mi hija, como perteneciente al hombre que me la robó.
—Voy a hacer cesar vuestro asombro, señora, aun a riesgo de merecer vuestra maldición. El hombre que robó a la niña para obedecer a Enrique de Montmorency y el que os la restituyó, no son más que uno y éste se halla ante vos. Sí, señora, yo cometí el crimen y en mi existencia agriada por la miseria es la única mala acción de que debo arrepentirme…; pero no es menos cierto que me vi asaltado por el remordimiento y que únicamente al devolver a la niña pude respirar, tranquilo. Convengo, no obstante, que ésta fue una pequeña reparación y que merezco vuestro odio. Maldecidme, pues, señora, como años atrás lo hicisteis.
—Luisa —dijo Juana de Piennes—. He aquí el hombre generoso y de noble corazón que arrostró el odio de un terrible señor, para devolverte a tu madre. ¡Bendita sea la hora en que puedo daros las gracias!
* * * * *
Pero el viejo Pardaillán no pudo dormir y, según tenía por costumbre, empezó a examinar el local. Tal estudio lo llevó a mirar por el tragaluz que daba a la calle, y lo que vio en ella le hizo hacer una mueca.
Veinte soldados, al mando de un oficial, daban guardia ante la casa. Algunos dormían, pero, cuatro de ellos, apoyados en sus arcabuces, estaban ante la puerta, mientras otros dos, con la alabarda al hombro, se paseaban.
El aventurero abandonó su observatorio muy inquieto, pues, aunque parezca extraño, había olvidado que estaba guardado, así como que él y su hijo no eran más que prisioneros bajo palabra, a quienes la garantía de la señora de Piennes les daba momentánea libertad. Pensó también que nunca había estado tan bien guardado, pues la garantía ofrecida y aceptada le impedía toda tentativa de fuga, ya que tal cosa hubiera perdido a la que se había brindado a ser su fiadora. Él caballero también había olvidado todo, sin duda, porque dormía tranquilamente. Su padre lo miró conmovido a la luz de la linterna que había encendido.
—¡Pobre caballero! —murmuró—. Mucho me temo que estemos en una ratonera de la que no se pueda salir. Temo también que tu desgracia haya empezado desde el momento en que entraste aquí. ¡Ah, pobre caballero! De nada te ha servido que te haya enseñado a desconfiar del amor.
La situación era, en efecto, más terrible que nunca, pues no les cabía el recurso de intentar la fuga; cuando llegara el capitán de guardias a prenderlos, no tendrían otro remedio que seguirlo sin resistencia, so pena de faltar a la fianza de la señora de Piennes.
—Lo que es esta vez, estamos perdidos sin remisión —exclamó el viejo Pardaillán.
Y entonces, volviendo al tragaluz, miró a los soldados que montaban la guardia concienzudamente.
«Aunque no hubiera guardias» —pensó— «también seríamos prisioneros».
—¡Maldito sea el amor y la fianza! ¿Hemos de esperar que nos vengan a decir que el verdugo está pronto? Pero ¡bah!, en el fondo tanto importa esto como otra cosa.
Y dichas estas palabras, el viejo Pardaillán se tendió sobre el heno y en vista de que su hijo dormía, se durmió a su vez tranquilamente.