AUN CUANDO HACÍA POCO TIEMPO que el aventurero habitaba en el palacio, lo conocía perfectamente. Era en él inveterada costumbre estudiar cuidadosamente los lugares en que debía habitar. Gozando de libertad, marchó directamente a la cocina y encendió una antorcha. Luego registró los armarios y tuvo la suerte de hallar algunos víveres olvidados, con los que recobró las fuerzas. Entonces, buscando las llaves de diversos compartimientos, empezó a visitar el palacio.
¿Con qué objeto? ¿Qué buscaba?
Con razón o sin ella, Pardaillán creía tener derecho a alguna indemnización, de modo que silbando un aire de caza, llegó a una gran sala en la que, entre otros adornos, había un gran espejo del que se aprovechó para pasarse revista de pies a cabeza y observó que su aspecto era capaz de dar miedo al más valiente. No tenía sombrero, sus vestidos estaban hechos jirones, manchados de barro, de sangre y de vino. Tampoco tenía espada. En cuanto a sus heridas estaban todas cerradas, y salvo una cicatriz rojiza en la nariz, su rostro estaba casi intacto, si bien un poco pálido.
—Ahora procedamos con orden y método —dijo Pardaillán.
En seguida penetró en el dormitorio del mariscal y allí encontró un alto armario que no pudo abrir con ninguna de las llaves, pero a fuerza de introducir en la cerradura la punta de su daga, consiguió hacerla saltar.
El mueble estaba lleno de ropa blanca y trajes, y Pardaillán al verlo dio un silbido de admiración. Inmediatamente procedió a vestirse de pies a cabeza, cosa de la que tenía la mayor necesidad.
Luego, en la habitación de uno de los oficiales del mariscal, halló una coraza de cuero amarillo y se la puso. En otra encontró un par de botas altas completamente nuevas y vio con satisfacción que eran de su medida. Halló también un birrete con pluma negra y de muy buen efecto y, por fin, de una panoplia del salón descolgó la más hermosa y sólida espada que pudo hallar.
Continuando sus pesquisas, llegó a un gabinete aislado y se detuvo ante un cofre defendido por tres cerraduras. Con gran trabajo las hizo saltar y abriendo luego el cofre se quedó deslumbrado. El mueble estaba lleno de monedas de oro y plata; había un tesoro. El aventurero se rascó entonces la nariz indeciso e inquieto.
—Veamos —dijo—. No soy un ladrón y, por lo tanto, no me llevaré todo ese dinero que pertenece al mariscal. Muy bien. Pero monseñor de Damville me debe una indemnización de guerra. Se trata, pues, de fijarla sin lesionar sus intereses ni los míos. Mis vestidos fueron destrozados; es cierto que acabo de reemplazarlos, pero me gustaban más los anteriores; éstos me molestan. Seamos considerados y contemos cien libras por la molestia. Pongamos cada una de mis heridas a diez libras. ¡Qué! ¿Es demasiado caro? No, a fe mía. Recibí diez heridas, lo que hace un total de cien libras, y con las cien precedentes suman doscientas. ¿No me olvido nada? ¿Y la emoción que sentí? Pongamos por ella mil ochocientas libras y no hablemos más; añado mil libras por haberme alimentado exclusivamente de jamón, lo que me obligará a pagar un médico para que me cure el estómago. Total, tres mil libras, si no me equivoco.
A medida que hablaba así el viejo Pardaillán sacaba el dinero del cofre, y cuando hubo llenado su cinto de cuero con las tres mil libras que tomó en oro para ir menos cargado, cerró cuidadosamente el cofre, luego el gabinete y todas las habitaciones que abriera. Y vestido de nuevo de pies a cabeza, con una buena espada al lado y el cinto bien provisto, se dirigió con ligero paso hacia la puerta del palacio, que franqueó al salir el sol.
—¡Qué bonita es la luz del día! —dijo—. ¡Pardiez! Me parece tener solamente cuarenta años.
Y realmente, al verlo andar con el gorro ladeado sobre la oreja, y la mano en la guarda de la espada, se le hubieran echado solamente veinte años.
—¿Qué habrá pasado —se dijo— desde que me vi encerrado en la bodega? ¿Por qué el palacio de Mesmes está completamente desierto? ¿Dónde estará el mariscal? ¿Qué habrá sido de mi hijo?
Marchóse entonces a la posada de «La Adivinadora» y allí interrogó a maese Landry, el cual le dijo que la corte estaba en Blois y que se trataba a la sazón de una gran reconciliación entre católicos y hugonotes.
—Permitidme —acabó diciendo el hostelero—, permitidme que os felicite por vuestra buena fortuna. Por el traje veo que vuestros asuntos llevan buen camino.
—En efecto, maese Landry, acabo de hacer un viajecito y, a propósito, ¿cuánto tiempo hace que no me habéis visto?
—Caramba, señor, hace cosa de dos meses que me hicisteis el honor de comer aquí y de paso heristeis al vizconde d’Aspremont.
«Dos meses. ¡Cómo pasa el tiempo! Esto valía por lo menos mil libras más» —pensó el aventurero, y en voz alta añadió:
—Pues bien, querido huésped, como os lo decía, este viajecito me ha enriquecido y, por lo tanto, voy a poder pagaros aquella cuentecilla.
—¡Ah, señor! —exclamó maese Landry encantado—. Siempre os tuve por un perfecto caballero. Me debéis… —empezó a decir maese Landry.
—¡Ah, miserable! —Exclamó de pronto el aventurero—. Vas a pagarme tu traición.
Landry se quedó estupefacto, con la boca abierta y los ojos fuera de las órbitas, mientras Pardaillán, rechazando la mesa ante la cual estaba sentado, se lanzó a la calle con gran prisa y a los pocos instantes desapareció por la inmediata esquina.
—¡Todo sea por Dios! —Dijo melancólicamente el hostelero—. ¡Otra vez será!
¿Qué le sucedió a Pardaillán? Vio pasar ante «La Adivinadora» al vizconde d’Aspremont, a quien atribuía, no sin razón, su disputa con el mariscal, y resuelto a matarlo se lanzó a la calle.
Era, realmente, d’Aspremont el que pasaba, pues el estado de su herida no le permitió acompañar a Damville. Por desgracia, d’Aspremont tenía prisa, y cuando Pardaillán estuvo en la esquina de la calle por la que lo había visto doblar, su adversario había desaparecido. El aventurero registró inútilmente todos los rincones, y cuando se hubo convencido de que d’Aspremont había escapado aquella vez, ya no se acordó de maese Landry ni de su cuenta, y maldiciendo su estrella se encaminó al palacio de Montmorency.
—¡Mientras no haya sucedido nada desagradable al caballero! —pensaba—. Estos Montmorency son de mala raza. Con Enrique acabo de tener una nueva prueba. ¿Será mejor Francisco? Lo dudo.
Contra lo que esperaba, el viejo Pardaillán halló en el palacio de Montmorency a su hijo, el cual abrazó emocionado a su padre.
—¿Qué os ha sucedido, padre? —preguntó el caballero después de las primeras efusiones.
—Ya te lo contaré. Vengo de muy lejos. ¿Y a ti qué te ha sucedido?
—¿A mí? Nada absolutamente.
—Pues tienes la cara de un fraile que por casualidad hubiera ayunado. Estás pálido, triste…
—Relatadme vuestra historia, padre. Luego os contaré la mía.
El viejo aventurero no se hizo rogar y relató sus aventuras punto por punto.
—¿De modo —exclamó riendo el caballero— que ahora Gil y Gilito están en vuestro lugar?
—Con la diferencia de que si yo me alimenté con los jamones de que me diste noticia, ellos se verán obligados a comerse los huesos que yo les dejé.
—Será necesario libertar a estos pobres diablos, padre.
—¿Estás loco? ¡Libertar a Gil para que vaya a contarlo todo a Damville! ¿Quieres que me ahorquen? Damville me cree muerto y tengo empeño en que se lo figure por tanto tiempo como sea posible, porque en cuanto sepa que estoy vivo, correré peligro de muerte. Ese Gil es un miserable y su sobrino un bribón que quería cortarme las orejas, pero seré yo el que se las cortaré. Ahora te toca a ti, caballero. Vamos, desembucha.
El caballero no pudo contener la risa.
—Ya sabéis, padre, lo que me tiene triste.
—¡Ah, sí! Las damas en cuestión. ¿No han sido halladas?
—No, por desgracia. El mariscal de Montmorency y yo hemos registrado inútilmente todo París. Quise dejar al mariscal para irme a la ventura, pero lo vi tan pesaroso, que me he quedado unos días más. Ninguno de los dos tenemos ya esperanzas.
—¡Por Barrabás y por los cuernos del diablo! —exclamó Pardaillán dando puñetazos sobre la mesa.
—¿Qué os sucede, padre? —exclamó asombrado el caballero.
—Que he encontrado el medio.
—¿De qué?
—El medio de saber dónde están.
—Padre, no me hagas concebir falsas esperanzas.
—Te aseguro que he encontrado el medio. ¿Qué tienes, tan emocionado? ¡Ah! No me acordaba de que amas a Luisita, pues me parece extravagante que un hombre como tú, pueda tener tales sentimientos. Pero hombre, cásate con ella; ¿quieres mi consentimiento? Pues ya te lo doy.
—¡No os burléis, padre, no os burléis!
—¿Yo? Que el diablo me arranque la lengua si jamás me burlo de ti. Te hablo en serio, caballero. Ya comprendo tu sorpresa y recuerdo perfectamente que te aconsejé desconfiar de las mujeres. ¿Pero qué quieres? Ya que no hay medio de conseguir que tengas ideas más razonables, me veo precisado a doblegarme a tu locura. Así, pues, te casarás con Luisa.
—Padre —dijo el joven con temblorosa voz—. Esto no puede ser. ¿Olvidáis que Luisa es hija de Francisco de Montmorency?
—Bueno, ¿y qué? —exclamó el aventurero.
—¿Cómo podéis concebir que la hija del magnate más poderoso de Francia se case con un pobre como yo?
—¡Vaya, decididamente veo que estás loco!
—Empiezo a temerlo, porque es una locura en mí atreverme a amar a Luisa.
El viejo Pardaillán cogió la mano de su hijo y le dijo con gravedad:
—Pues yo te aseguro que te casarás con ella, y aún añadiré que si una de las dos familias de que se trata debe sentirse honrada con tal alianza, no será la de los Pardaillán, sino la de los Montmorency. Un hombre como tú vale tanto como un rey, y me refiero a los reyes de antaño, que podían dar al mundo lecciones de bravura y generosidad. No creas que mi afecto paternal me ciegue, porque sé lo que vales y estoy seguro de que el mariscal lo sabe asimismo, Luisita también lo sabe, y si no es así, ya lo sabrá y te repito que te casarás con ella.
El caballero movió negativamente la cabeza. Veía las cosas con más claridad que su padre y se daba exacta cuenta de la distancia que separaba a un Pardaillán de un Montmorency. Más como estaba decidido a amar desinteresadamente y sacrificarse sin esperanza de recompensa, dijo:
—Sea lo que fuere, señor, se trata, ante todo, de hallar a la señora de Piennes y a su hija.
—Tienes razón ¡Pardiez!
—¿Y decís que sabéis dónde están?
—No, pero tengo el medio de saberlo. No comprendo cómo no lo advertí antes. Avisa al señor mariscal de Montmorency… o si no, no. Vámonos. Será curioso que yo mismo le devuelva su Luisita.
—Vamos, padre —dijo el caballero con ansia.
Y, efectivamente, el viejo Pardaillán parecía tan seguro de su proyecto, que el caballero no dudó por un instante de que regresaría al palacio de Montmorency llevando a Juana de Piennes y a su hija. Y entonces, ¿qué sucedería? Durante el camino el viejo Pardaillán explicó su proyecto.
—Hay un hombre que con toda seguridad sabe dónde se hallan las dos princesas, y éste es el condonado intendente de Damville, que conoce todos los secretos de su amo.
—Tenéis razón, ¡corramos!
—Lo tenemos bien cogido, no tengas miedo.
—¿Quién sabe si ha encontrado medio de salir de la bodega? Conoce perfectamente el edificio.
—Recuerda que hace un momento tú querías darle libertad. Y respecto a la bodega, recuerda que yo mismo he tenido tiempo de estudiarla y te aseguro de que si hubiera una salida, yo la habría encontrado.
No obstante, lo que acababa de decir el caballero había inquietado un poco al viejo Pardaillán. Tal vez había una salida secreta y, en tal caso, todo estaría perdido. Padre e hijo echaron a correr y una vez llegaron al palacio de Mesmes, entraron por el jardín. Algunos instantes más tarde, estaban ante la puerta de la bodega y el viejo Pardaillán, que tenía una sangre fría extraordinaria, contuvo a su hijo, que quería abrir la puerta, y en cambio se puso a escuchar. Sin duda desde donde se hallaban, Gil y Gilito oyeron sus pasos, porque apenas Pardaillán y su hijo se hubieron detenido ante la puerta, llegó a ellos una voz lastimera que decía:
—Abrid, en nombre del cielo. Abrid, quien quiera que seáis.
—¿Quién sois? —preguntó Pardaillán padre fingiendo la voz.
Soy maese Gil, intendente de monseñor de Damville. Hemos sido encerrados en esta bodega por un miserable, un bandido.
—¡Basta, maese Gil! —exclamó Pardaillán echándose a reír.
—¡El maldito Pardaillán! —exclamó Gil reconociendo la voz.
—El mismo, mi digno intendente. ¿Y vuestro sobrino qué tal se encuentra? Vengo a cortarle las orejas.
Se oyó a lo lejos un gemido y luego un ruido que probaba que Gilito buscaba un profundo escondrijo para salvar sus orejas.
—En cuanto a vos, maese Gil —continuó Pardaillán—, escuchadme bien.
—Soy todo oídos, señor.
—He tenido lástima de vosotros y por esto vuelvo.
—¡Ah, bendito seáis, señor!
—Me he dicho que sería indigno de un cristiano dejaros morir aquí lentamente de hambre.
—Tenéis razón, señor —dijo la voz.
Y que sería un suplicio abominable.
—Horroroso.
—Ya lo sé, ya lo sé por experiencia, maese Gil, es un suplicio que me habíais destinado. Pero en el fondo soy bueno y no quiero haceros sufrir. Escuchadme, pues. ¿Habéis visto en la cuarta viga a partir del tragaluz un clavo enorme, sólido y bien hundido en la madera? ¿No? ¿No habéis reparado en él? Pues yo lo conozco muy bien, porque tuve la intención de ahorcarme. Sabed que traigo conmigo una hermosa cuerda, nueva por completo, y tengo el proyecto de atarla por un extremo al clavo y por el otro a vuestro cuello.
—¡Pobre de mí! ¿Queréis ahorcarme?
—Para que no os muráis de hambre, ingrato. En cuanto a vuestro sobrino, me contentaré con cortarle las orejas.
Entonces se oyó un gemido y un sollozo. Pardaillán abrió la puerta y en la obscuridad divisó a Gil de rodillas sobre un escalón y con el rostro completamente desencajado.
—Caballero —dijo el viejo Pardaillán—. Quedaos aquí con las pistolas preparadas, y si uno de estos miserables trata de salir, matadlo sin piedad.
—¡Perdón, monseñor! —gimió el intendente.
—¿Tienes mucho miedo de morir?
—Sí —exclamó el viejo—. No me matéis.
Sus dientes castañeteaban y a juzgar por la expresión de su rostro, se hallaba en el paroxismo del miedo.
—¿Y si te ofreciera un medio para salvar tu vida?
—¡Oh! Haría todo lo que quisierais. Pedidme todo el dinero que poseo. Soy rico, muy rico, pero os lo daré todo.
—No quiero tu dinero —contestó Pardaillán.
—¿Qué queréis, pues? Decid, hablad. Estoy dispuesto a todo.
El terror de Gil habla llegado a tal extremo, que Pardaillán juzgó peligroso someterlo a más larga prueba.
—Vamos —dijo—, tranquilízate, no te mataré y aun podrás salir de aquí, pero con una condición.
—¿Cuál? —preguntó el intendente.
—Me dirás el lugar donde el mariscal de Damville ha conducido a Juana de Piennes y a su hija.
—¿Esto es lo que queréis saber para perdonarme la vida? —preguntó Gil.
—Sí, ya ves que sales bien librado.
Gil, que estaba, de rodillas, se levantó y abandonando todo temor, dijo con firme voz:
—Matadme, porque no lo sabréis.
Pardaillán se quedó atónito, y como valeroso que era, no pudo por menos que sentir admiración ante aquel viejo a quien el sentimiento del deber había convertido en héroe.
—¡La cuerda! —gritó luego.
Y aun cuando no la había llevado, cogió a maese Gil por un brazo y le condujo debajo de la viga a que antes se refiriera.
—¿Quieres hablar? —Dijo con frialdad—. Te doy un minuto para decidirte.
—Veo que no tenéis cuerda, pero si queréis una, la hallaréis en la carreta que está en el patio. Debía servir para llevar vuestro cadáver y en ella la puse para ataros una piedra al cuello. Mandadla buscar, porque no sabréis nada.
—¡Por todos los diablos del infierno! ¡Es admirable el valor de este viejo! —Murmuró Pardaillán—. Es lástima verme obligado a matarlo.
Y desenvainando su daga exclamó:
—Gracias a tu valor no te ahorcaré, pero en cambio te clavaré la daga en el corazón si no hablas…
—Herid —dijo Gil desgarrando su jubón—. Únicamente os rogaré que hagáis llegar noticias al mariscal de Damville de que he muerto por guardarle fidelidad.
Los dos Pardaillán sentían admiración y asombro. La actitud de aquel viejo que tanto miedo tenía de morir y que no obstante ofrecía su pecho al golpe mortal para ser fiel a su amo, les pareció un fenómeno inexplicable.
—Señor de Pardaillán —exclamó de pronto una temblorosa voz.
El aventurero se volvió y vio a Gilito que salía de su escondite.
—No tengas miedo —dijo—, ya te llegará el turno. Primero déjame concluir con tu digno tío y entonces me las habré contigo. No morirás, pero te cortaré las orejas.
—Ya lo sé —dijo Gilito muy asustado y temblando de pies a cabeza—. Ya lo sé y para salvar mis orejas quiero proponeros un trato.
—Veámoslo.
—Sé dónde están las dos personas que buscáis.
—¿Tú? —Rugió el tío—. ¡No creáis a ese imbécil, señor!
—Este imbécil tiene cariño a sus orejas —dijo Pardaillán—. He de convenir en que son muy feas; pero, en fin, él las quiere y, si dice la verdad, no se las tocaré.
—¡Miente! —gritó el viejo.
Y desprendiéndose de Pardaillán, se precipitó sobre su sobrino.
Pero antes de que llegara a él, Pardaillán lo había cogido del cuello y lo entregaba al caballero.
—Habla —dijo entonces a Gilito.
—¡No sabe nada! ¡Miente! —vociferó Gil.
—No miento, tío —dijo Gilito, que seguro de conservar sus orejas conservaba el ánimo—. El día en que recibí orden de preparar la silla de posta, tuve que habérmelas con el digno joven aquí presente y en cuanto me vi libre seguí la expedición y lo vi todo. Sé dónde se detuvo el coche y me ofrezco a conducir a estos señores.
—¿Dónde es? —preguntó el caballero.
—En la calle de la Hache —dijo Gilito.
—¿En la calle de la Hache? —exclamó el caballero estupefacto y recordando enseguida a Alicia de Lux.
Pero en dicha calle había otras casas además de la de la joven y por otra parte era imposible que la novia de Marillac tuviera semejantes tratos con el duque de Damville, o de lo contrario… El caballero entonces se detuvo en su pensamiento, entreviendo misteriosos abismos en la existencia de aquella mujer.
—Veamos —continuó—, ¿en qué sitio exacto?
—¡Cállate, infame! —gritaba el viejo Gil—. ¡Monseñor te hará ahorcar!
—Señor, es fácil de conocer la casa. Hace esquina con la calle de Travesine; tiene un jardín y en éste hay una puerta verde.
El grito de rabia que soltó el intendente bastó para demostrar que Gilito decía la verdad.
—Vamos allá —dijo el viejo Pardaillán.
Pero el caballero, muy pálido, permaneció inmóvil.
—¿Dudas de la sinceridad de este bribón? —Preguntó el padre—. Llevémoslo, y si ha mentido…
—No, estoy seguro de que dijo la verdad.
—Os lo aseguro, caballero —contestó Gilito.
El caballero pensaba que en diversas ocasiones habíase presentado ante la casa de la calle de la Hache y siempre encontró la puerta cerrada después de su última entrevista con Alicia. Pero en su corazón generoso no era ésta la única inquietud que existía, pues, con angustia, se preguntaba qué misterio habría en la vida de Alicia y qué desgracia reservaba a Marillac.
—Vamos —dijo por fin—. Sabré la verdad al interrogarla… si la encuentro.
El viejo Pardaillán no comprendió estas palabras, pero se dispuso a seguir a su hijo.
—Os perdono la vida a los dos —dijo a Gil y a Gilito—. Id a haceros ahorcar a otra parte.
—¡Ay! Ciertamente seré ahorcado —dijo el intendente.
—No tengáis cuidado, que yo daré testimonio de vuestra fidelidad. Tranquilizaos, porque os prometo informar al mariscal de Damville de vuestra heroica resistencia.
—Os creo, señor, y os doy las gracias, porque es lo único que puede salvarme.
—Os doy mi palabra de que vuestro amo será informado —dijo el caballero.
—¡Vaya unos mimos a un sinvergüenza que quería echar mi cadáver al río, en vez de enterrarlo cristianamente! —Exclamó el viejo aventurero—. Eres sobrado bueno, caballero, y lo peor es que a tu lado me echo a perder. Ya verás cómo todo esto nos trae desgracia.
Durante su discusión, Gilito había desaparecido, pues sin duda no tenía gran empeño en hallarse a solas con su tío. Éste estaba sentado en un escabel y con la cabeza entre las manos reflexionaba sobre su triste porvenir. Los dos Pardaillán lo dejaron entregado a sus meditaciones y salieron del hotel para ir cuanto antes a la calle de la Hache.
—¿Quién podrá habitar en la casa de la puerta verde? Sin duda algún oficial de Damville que se ha atrincherado allí con una pequeña guarnición. Os propongo, pues, hijo mío, esperar la noche. Ahora, iremos a estudiar el terreno, y una vez reconocida la fuerza de la guarnición, tomaremos las medidas necesarias para que el ataque tenga éxito Inmediato.
El caballero vaciló un instante y luego dijo:
—Padre, creo que en este asunto será mejor que obre yo solo. En la casa en cuestión no hay ni oficial ni soldados de ninguna clase.
—¿De modo que ya conoces la casa?
—Sí, y lo único que temo es que ya esté deshabitada.
—No te comprendo, caballero, pero me parece que hay un secreto.
—Que no me pertenece. Es el secreto de un amigo a quien amo como si fuera un hermano.
—¿Y quieres ir solo? ¿Me aseguras que no hay peligro?
—Ninguno.
—Pues en tal caso te esperaré en la entrada de la calle.
—No, separémonos aquí. Tal vez nos verían y al notar que alguien me espera y que este alguien pudiera intervenir, bastaría para que no me abrieran la puerta.
—Pues te esperaré… ¿Dónde te parece? En «La Adivinadora» es muy peligroso. ¡Ah, buena Catho! ¡Cuánto te echo de menos! ¿La has visto mientras yo me moría de hambre en el fondo de la bodega?
—Sí; con el dinero que le entregasteis ha instalado en la calle de Tiquetonne una nueva posada.
—¿Cómo se llama?
—La posada de «Los dos muertos».
—¡Ah, buena Catho! Te aseguro, caballero, que me casaré con ella.
Y dicha esta broma, padre e hijo se separaron. El caballero continuó su camino hacia la calle de la Hache y el aventurero se dirigió hacia la nueva posada de Catho para esperar a su hijo, mientras degustaba una pinta de hipocrás.
En la calle Tiquetonne vio, efectivamente, una posada con un aparador y una enseña nuevas por completo. Era la posada de «Los dos Muertos».
Mientras el viejo Pardaillán admiraba la enseña y entraba en el establecimiento, el caballero íbase acercando a la casa de la puerta verde. En seguida observó que los postigos estaban cuidadosamente cerrados, como si la casa estuviera desierta. Con el corazón palpitante, dio un aldabonazo, pero la puerta continuó cerrada y la casa silenciosa. Pero el caballero estaba dispuesto a saber lo que pasaba en aquella vivienda y lo que había en aquel silencio. Llamó repetidas veces sin obtener respuesta, y en vista de ello, miró a derecha e izquierda para asegurarse de que nadie lo observaba y luego, dando un salto, alcanzó el borde de la tapia. Izóse entonces a fuerza de puños y saltó dentro del jardín. Luego dirigióse hacia la puerta de la casa decidido a hacer saltar le cerradura si era necesario, pero en el momento en que llegaba a aquella puerta, se entreabrió y apareció entre la penumbra una figura blanca. Era Alicia de Lux.
¡Cuán cambiada y pálida estaba! ¡Qué profunda tristeza se observaba en su semblante!
—Apresuraos a entrar, caballero, ya que forzáis mi puerta —dijo entonces.
El caballero obedeció. Alicia lo hizo penetrar en la misma pieza en que Marillac lo había presentado y quedándose en pie y sin ofrecer tampoco asiento a su visitante le dijo:
—¿Por qué me perseguís así? Tres o cuatro veces habéis llamado a mi puerta. Un hombre galante, al ver que no le abrían, hubiera respetado mi soledad y mi dolor.
—Señora —dijo el caballero reponiéndose de su emoción—, vuestra extraña acogida me hubiera hecho salir ya de esta casa si algo que me interesa mucho no me obligara a soportar un reproche que no merezco.
—Una palabra tan sólo —dijo Alicia con frialdad—. ¿Venís de su parte?
—Según me parece, ¿me preguntáis si vengo comisionado por el conde de Marillac?
—Sí, señor. Ha visto a la reina de Navarra, ¿verdad? La reina le habrá hablado para separarlo de mí. Y no atreviéndose a venir por sí mismo os ha encargado esta comisión. Pero, por favor no os molestéis en darme cuenta del encargo que aquí os trae, porque es inútil y por otra parte no lo toleraría. Idos, señor, y contestadle solamente que yo misma me haré desaparecer. Adiós, caballero.
—¡Señora! —Exclamó entonces Pardaillán—. Estáis equivocada, no me envía el conde de Marillac, pues vengo por mi propia voluntad.
—¿De modo que no venís de su parte?
—No, señora, todavía no ha vuelto. Os repito que vengo por mi propia iniciativa.
—¡Ay de mí! ¿Qué he dicho?
Y se cubrió la cara con las manos sollozando amargamente.
—Señora —dijo el caballero—, os aseguro que ya he olvidado las palabras que habéis pronunciado y quien quiera que seáis, no veo más que a una pobre mujer que sufre y llora. Ignoro qué faltas podéis reprocharos, pero lo que sé y veo claramente es el amor inmenso que sentís por mi amigo. Tranquilizaos, pues, señora, porque el amor puede borrar los mayores crímenes.
—Seguid hablándome —dijo la joven—. ¡Hace tanto tiempo que no oigo una voz amiga!
—Sosegaos, señora. Os aseguro que el conde os ama y que nada le importará saber lo que en vos haya secreto. Sois la dicha de su vida y no creáis que esto me lo haya dicho, pero se ve en cada una de sus palabras. Habla de vos como los creyentes de su divinidad. Tranquilizaos, porque mi amigo os ama como nadie ha amado en el mundo.
La joven, ya calmada, preguntó entonces:
—¿De modo que el conde no ha regresado todavía?
—No, señora.
—¿Y no habéis tenido ninguna noticia? —Preguntó con cierta vacilación—. ¿No sabéis lo que hace o lo que piensa?
—No, señora, pero como todo el mundo en París, sé que la reina de Navarra está en Blois conferenciando con el rey de Francia. Es, pues, seguro que el conde está en dicha ciudad, hace por lo menos quince días.
—¿Tanto?
—Sí, señora. Y además, para un caballero como el conde, de Blois a París sólo hay cuatro días de viaje.
Intensa expresión de alegría se pintó entonces en el semblante de la joven, pues con su perspicacia habitual comprendió que si la reina la hubiera denunciado, el conde habría llegado muchos días antes.
Así, pues, según todas las apariencias, Juana de Albret no había hablado, y como los heridos que evitan cuidadosamente quitarse los vendajes que cubren su mal, así Alicia no trató de averiguar por qué la reina de Navarra no había hablado. Contentose con esperar prometiéndose que si Marillac no sabía nada al regreso, se iría con él lejos de Francia.
Desde entonces recobró la serenidad y volvió a ser la encantadora mujer de siempre. Ordenó a Laura que trajera frutas, refrescos y dulces según era moda, pero Pardaillán no quiso aceptar nada.
A la sazón era él quien estaba inquieto. No sabía cómo hacer la terrible pregunta, pero felizmente Alicia le ofreció oportunidad de hacerla.
—Caballero —dijo cuando consiguió dominar su emoción—, ¿me perdonaréis el modo indigno con que os he recibido? Estaba loca.
—No hablemos más de eso, señora.
—Gracias, amigo mío.
—Pues, apelando a esta amistad con que queréis honrarme, voy a permitirme pediros un favor.
—Hablad —dijo ella con sinceridad—. Si tengo la fortuna de poder probaros mi reconocimiento, no dudéis que lo haré aun cuando debiera imponerme los mayores sacrificios.
—En efecto, señora —dijo el caballero.
—Sea lo que fuere, estoy dispuesta a complaceros.
—Señora —dijo resolviéndose—, sabed que yo también amo, y para daros una idea del amor que siento, os diré solamente que mi adorada es para mí lo que el conde de Marillac para vos. Ahora suponed, señora, que el conde vuestro prometido estuviera prisionero en mi casa y que vos vinierais a pedirme su libertad. ¡Ah, señora! Por vuestra agitación veo que me habéis comprendido. Sé perfectamente por qué Luisa de Montmorency es prisionera, pero en cambio no sé, ni quiero saberlo, por qué razón os la ha entregado el mariscal Damville. Así, señora, sólo os pregunto: ¿El sacrificio que estáis dispuesta a hacer, llegaría hasta devolver la libertad a Juana de Piennes y a su hija?
A medida que el caballero hablaba, Alicia parecía más agitada.
—¿Amáis a Luisa? ¿A Luisa de Montmorency?
—Sí, señora.
—¡Desgraciada! —murmuró Alicia.
—¿Qué decís, señora?
—Digo que soy muy desgraciada y que mi vida está llena de fatalidades.
—Señora, ¿ha ocurrido alguna desgracia a Luisa? —exclamó el caballero fuertemente emocionado.
—No, ninguna desgracia, pero…
—¿Pero qué? ¿No podéis entregármela, verdad?
—Luisa y su madre ya no están en mi poder.
Tal noticia causó un rudo golpe al joven, pues comprendió que Alicia decía la verdad.
—No están aquí —continuó— desde el día en que anunciasteis que el conde de Marillac iba a ver a la reina de Navarra.
—¿Han vuelto a poder de Damville? —Preguntó el caballero—. En tal caso, aunque deba recorrer toda Francia, daré con ellas y entonces…
—No, caballero, no están en poder del mariscal. He sido yo, que hasta cuando quiero hacer bien no lo consigo, quien les dio la libertad.
El joven exclamó entonces con alegría:
—¿De modo que están libres?
—Cuando me vi condenada y comprendí que mi prometido iba a maldecirme, sentí profunda desesperación. ¡Ah, caballero! ¡Cuán desgraciada soy! Por de pronto, Damville persigue a dos infortunadas, dignas de amor y lástima, y precisamente se dirigió a mí para guardarlas, y lo peor es que me vi obligada a obedecer y constituirme en carcelera de las dos mujeres, ante las que no me atrevía a presentarme. Pero dejemos esto. El día en que pensé que Marillac se separaría de mí para siempre y que ya no tenía que temer las revelaciones con que me amenazaba Damville, puesto que la reina de Navarra las haría al conde, subí a la habitación en que estaban las dos prisioneras y les dije: «Por favor perdonadme el mal que os he hecho. Idos, sois libres». Y he aquí que si no hubiera tenido esta funesta idea de generosidad, ahora Luisa saldría de aquí acompañada por vos que la amáis. ¡Ah! Soy muy desgraciada, pues hasta el bien que quiero hacer se convierte en mal.
—Exageráis la desgracia, señora —dijo cariñosamente el caballero—. Es para mí gran alegría que Luisa no esté en poder del maldito mariscal. Pero ¿no os dijeron a dónde pensaban ir?
—Yo estaba tan trastornada, que no pensé siquiera en preguntárselo.
—Así, ¿no tenéis ningún indicio que os lo haga presumir?
—Desgraciadamente, ninguno.
—Ahora quisiera haceros una pregunta, señora. ¿Habéis hablado alguna vez con las prisioneras?
—Dos o tres veces solamente.
—¿Recordáis si Luisa pronunció alguna vez mi nombre?
—No —contestó Alicia.
«¿Por qué habría de recordarme?» —se dijo el Joven dando un suspiro—. «Sin duda me ha olvidado ya. No obstante, me llamó en su socorro al ser raptada».
Pardaillán no tenía ya nada que hacer en casa de Alicia de Lux y, por lo tanto, se despidió. La joven le suplicó que fuera a visitarla y él se lo prometió, pues aquella desgraciada le inspiraba profunda compasión.
Al salir de la casa de la calle de la Hache, Pardaillán dirigióse a la posada de «Los dos Muertos». Allí era, como recordará el lector, donde esperaba el viejo Pardaillán. El caballero iba contento, porque, por lo menos, tenía la seguridad de que Luisa no estaba ya en poder de Damville y esto era muy importante.
Entretenido con sus pensamientos, avanzaba rápidamente hacia la calle de Tiquetonne y llegó así a la calle de Beauvais, que era una de las arterias del viejo París que afluían a aquel corazón de piedra llamado Louvre. Allí halló tal muchedumbre, que se vio obligado a detenerse.
Miró hacia el Louvre y vio que habían bajado el puente levadizo que miraba a la calle de Beauvais. (Hay que tener en cuenta que en ausencia del rey, todas las puertas del Louvre permanecían cerradas).
Y a la sazón, no solamente el paso estaba franco, sino que una compañía de arcabuceros vestidos de gran gala tomaba posiciones en la calle.
Hacia la izquierda, dentro de París, el caballero oyó gran rumor de la multitud que se acercaba. A su alrededor la gente iba adornada con los vestidos de fiesta. Gran número de mujeres acudían para conquistar un puesto a lo largo de la calle, en donde varios guardias, repartiendo golpes con sus alabardas, se esforzaban en mantener el paso libre.
—¿Qué sucede? —preguntó Pardaillán a una linda muchacha que se asía a su brazo para resistir mejor los empujones.
—¿No lo sabéis? —Contestó la joven—. Es el rey, nuestro señor, que va a regresar al Louvre.
En aquel momento se produjo una desbandada en la multitud, pues acababa de circular el rumor de que el rey no pasaría por la calle de Beauvais, sino que iría a dar un rodeo por la de Montmartre. En un instante la calle se vació de gente que echó a correr hacia la calle de Montmartre. El caballero, por su parte, continuó su camino hacia la posada de «Los dos Muertos».