XLI - La bodega del hotel de Mesmes

DE MOMENTO DEJAREMOS al caballero de Pardaillán que prosiga sus pesquisas, para ocuparnos del señor de Pardaillán padre. ¿Qué había sido de él? ¿Por qué no había procurado ver al caballero? ¿Acaso habría ido a un rincón de provincias en compañía del mariscal de Damville? Tales eran las preguntas que se formulaba inútilmente el caballero, pero si a él le era imposible contestarlas, nuestro deber es hacerlo prontamente, valiéndonos del don de ubicuidad que es una de las prerrogativas del novelista.

Para ello nos trasladaremos al palacio de Mesmes al día siguiente de aquél en que Francisco de Montmorency, acompañado de su heraldo de armas, fue a provocar a su hermano.

Enrique, oculto tras la cortina de una ventana, asistió a la provocación sin hacer el menor gesto. Únicamente palideció al ver que el heraldo clavaba el guante en la puerta. El insulto era grave y definitivo, más tal vez Damville no juzgaba llegado el momento de levantar el guante, porque dio orden de dejarlo donde estaba.

Además el palacio debía pasar por deshabitado y al efecto la mayor parte de los criados habían sido mandados a otra casa que el mariscal poseía en París. Asimismo había sido alejada la pequeña guarnición del palacio. De modo que, para servir a Damville, no había más que tres o cuatro criados. Juanita, elevada al empleo de cocinera para los moradores de la casa, cuando necesitaba salir tomaba toda suerte de precauciones para no ser vista. Por otra parte el palacio estaba bien aprovisionado.

D’Aspremont había sido llevado a la otra casa para curarse de la herida.

Al día siguiente de la provocación, el mariscal de Damville, que sentía por Orthés todo el cariño que era capaz de demostrar, fue a ver al herido y tuvo con él una larga conversación en la que se trató principalmente de Pardaillán. El mariscal volvió pensativo al palacio de Mesmes y una vez allí hizo llamar al aventurero.

—Señor de Pardaillán —le preguntó—, ¿sabéis qué personas se hallaban dentro de la silla de posta que fue atacada la noche en que salimos de aquí?

—Ni por asomo —contestó Pardaillán.

—¿Sabéis quién podía tener interés en atacarnos?

—A esto puedo contestaros, pues vos mismo me habéis informado de ello; vuestro hermano el mariscal.

—En efecto, ¿y no me habéis dicho que vuestro hijo no puede pasar a mi servicio por hallarse al de mi hermano?

—Así es, señor. ¿Por qué me dirigís estás preguntas?

—Esperad, me dijisteis que habíais perseguido al hombre que nos atacó.

—Efectivamente, así sucedió.

—Y que lo atravesasteis de una estocada, ¿no es verdad?

—Exactamente, monseñor —dijo Pardaillán, que, retorciéndose el bigote, empezaba a impacientarse.

—Pues bien —dijo el mariscal—, los muertos que vos matáis gozan de buena salud.

—¡Hombre, vaya una noticia! —dijo fríamente el aventurero asegurándose al mismo tiempo de que su daga y su espada estaban dispuestas a funcionar en caso necesario.

—Ya veis que estoy bien informado. Pero sé, además, otra cosa. ¿Queréis que os la diga?

—Si lo hacéis os lo agradeceré toda mi vida, monseñor.

—Bueno. ¿Sabéis cómo se llama el hombre a quien no perseguisteis, sino que, en cambio, lo acompañasteis dándole el brazo hasta la taberna de «El Martillo que Golpea», y a quien no disteis la menor estocada y que viene a rondar por el palacio hasta que lo haga coger y amarrar con sólidas cuerdas?

—Tendría gran satisfacción en saberlo, monseñor.

—Pues se llama el caballero de Pardaillán, y es vuestro hijo.

—¿El mismo que en cierta ocasión os salvó la vida? —preguntó el aventurero con ingenuidad e insolencia admirables.

El mariscal se quedó un momento atónito. Esperaba asustar a Pardaillán, pero éste se burlaba en sus propias barbas. Entonces hizo un movimiento de cólera y el aventurero desenvainó a medias la daga.

—No nos enfademos —dijo Damville—. O por lo menos aún no. Veamos, contestad, ¿es cierto lo que acabo de deciros?

—Ya que lo afirmáis, monseñor, sería en mí un gran atrevimiento contradeciros. Decís que mi hijo atacó la silla de posta y quiero creerlo. Decís que lo acompañé. Es posible. Y sólo me resta felicitaros por lo bien informado que estáis. Yo me creía rodeado de hidalgos duchos en el arte de combatir, pero por lo que veo, no son más que agentes de policía. A mis ojos habíais sido siempre un caudillo o un jefe de partido, pero veo que no sois más que un jefe de esbirros.

—¡Pardaillán!

—¡Monseñor!

Los dos hombres se midieron con la mirada y de nuevo el poderoso señor bajó la vista ante el aventurero. Éste continuó diciendo:

—Mi lenguaje os molesta, monseñor. ¿Tengo acaso la culpa? Me hallo en presencia de la peor alternativa que darse pueda. Para seros fiel, me expongo a convertirme en enemigo de mi hijo, es decir, de la persona a quien más amo y admiro en este mundo. Me esfuerzo en conciliar vuestros intereses con los suyos y a fin de no daros quebraderos de cabeza, me rompo la mía imaginando mentiras. ¿Y ahora tenéis vos el atrevimiento de preguntarme por qué no maté a mi hijo de una estocada? ¡Por Dios, señor! Mi espada está pronta a dar la estocada a los que os informaron tan bien. Sólo cambiaría el difunto. He aquí la única diferencia.

El mariscal miraba sombríamente al intrépido paria que lo miraba con nunca vista audacia.

—Pardaillán —dijo de pronto—, no se trata de esto.

—¿De qué, pues, monseñor?

—Vuestro hijo debe saber el nombre de las personas que iban en la silla de posta.

—Ignoro este detalle, monseñor.

—Vaya, no os esforcéis en imaginar más mentiras. No solamente lo sabe, sino que os lo ha dicho.

—Os engañáis, monseñor.

El mariscal avanzó dos pasos hacia Pardaillán y mirándolo fijamente le dijo con voz encolerizada:

—¿Quién sabe si no estáis de acuerdo con él? Quién sabe si los dos me habéis seguido y espiado… sí, espiado; señor hombre fiel, estoy seguro de que me hacéis traición. Vos y vuestro hijo sabéis a dónde fue la silla de posta. Sabéis las personas que iban dentro, y en vuestro cubil, en la taberna de trúhanes a que soléis ir, combinasteis, sin duda, un plan para perjudicarme. El hijo en casa de Montmorency y el padre en la de Damville. No está mal imaginado, señor de Pardaillán; a vos y a vuestro hijo os tengo por unos miserables.

El aventurero se puso pálido, pero con voz tranquila contestó:

—Monseñor, no consideraré pronunciado vuestro ultraje en tanto que no hayáis alzado el guante que cuelga todavía en vuestra puerta.

Damville dio un salto y, loco de furor, se arrojó sobre Pardaillán daga en mano.

Enrique de Montmorency sufría más en aquel instante de lo que había sufrido cuando el heraldo de Francisco clavó el guante en la puerta. Muy a menudo el recuerdo de una injuria es más doloroso que la injuria por sí misma.

Además, la sospecha de que los Pardaillán habían descubierto el retiro de Juana de Piennes, le era insoportable. Desde el comienzo de la conversación estaba resuelto a desembarazarse del padre, en espera de la ocasión de hacerlo con el hijo. El reproche de Pardaillán fue pretexto para atacarlo.

Apenas acabó de hablar el aventurero, cuando el marisca], rompiendo con furia la cadenilla que sujetaba la daga, se echó sobre él.

Pardaillán lo esperó a pie firme. El brazo del mariscal, que se había alzado, no lo alcanzó, pues cogiéndole por el puño, apretó de firme y el arma cavó de las manos de Enrique, el cual dio un grito de dolor.

—Monseñor —dijo Pardaillán—, tengo derecho para mataros, pero os perdono la vida para que podáis lavar el ultraje de Montmorency. Dadme las gracias.

—¡Eres tú el que va a morir! —Rugió Enrique—. ¡Hola! ¡Aquí mis leales!

—Como queráis —dijo Pardaillán desenvainando la espada.

Inmediatamente todos los que a la sazón habitaban en el hotel, acudieron a los gritos de su amo, y entonces Pardaillán vio ante él a seis hombres armados, sin contar al mariscal.

—¡A él! —gritaba éste—. ¡Matadlo!

Pardaillán, trazando gran semicírculo con la espada, saltó hacia la pared y dijo:

—¡Aquí la trailla!

Los asaltantes se precipitaron sobre él, dejando libre la puerta, que era lo que Pardaillán quería.

Entonces colocose la espada entre los dientes y cogiendo un sillón con ambas manos, lo lanzó contra sus enemigos, que retrocedieron hacia el fondo de la estancia. Luego tomó de nuevo la espada con la mano y atravesó la puerta soltando una carcajada.

En algunos saltos, Pardaillán, perseguido por sus enemigos, llegó a la planta baja y allí vio una puerta que daba al patio, pero al empujarla, observó que estaba cerrada.

—¡Maldita sea! —exclamó.

—¡Yo lo tenemos! —vociferó el oficial.

—¡Matadlo! —gritaba Damville.

Hacia la izquierda, Pardaillán vio un corredor que daba a la despensa, en la parte posterior de la casa, y por allí podría salir al jardín. Pero a la primera ojeada vio que la puerta que daba a las cocinas estaba cerrada. Se hallaba, pues, cogido en un callejón sin salida y ante él tenía a siete hombres furiosos y bien armados.

Entonces calculó las probabilidades de escapar. Sus enemigos no podían envolverlo, pues debido a la estrechez del corredor, debían avanzar de tres en tres y aun con alguna incomodidad.

—En rigor —dijo entre dientes— podría llegar a matarlos uno tras otro.

Se resolvió por este medio, pues no le quedaba otro para salvar la vida.

Las estocadas llovían sobre él, pero como buen espadachín las paraba y de vez en cuando su larga espada se hundía en el cuerpo de los enemigos. Un hombre estaba herido y los otros daban horrorosos aullidos, porque se ignoraba todavía el arte elegante de batirse en silencio.

Pardaillán solamente retrocedía cuando a ello se veía absolutamente obligado, pues se daba cuenta que si se dejaba acorralar contra la puerta del fondo, allí lo matarían irremisiblemente. Por el contrario, mientras tuviera espacio, podría defenderse y atacar a sus contrarios.

Una espada entonces le atravesó el hombro y algunas gotas de sangre salieron de la herida.

Pardaillán soltó un voto. Había retrocedido ya cinco pasos y únicamente tres de sus enemigos estaban heridos, uno de ellos muy gravemente y a punto de morir. En aquel momento sintió extraña pesadez en su mano derecha. Era la herida que le causara d’Aspremont, que se abría de nuevo. Entonces cogió la espada con la izquierda diciéndose:

—Creo que me ha llegado la hora.

Pero enseguida, empezó a gritar siguiendo la moda de entonces, que era igual que la de los héroes de Homero.

—¡Perros miserables! ¡Mujerzuelas! ¡No sabéis sostener una espada! ¡Atrás, lacayos! ¡Mirad cómo se hiere!

Un hombre cavó, pero enseguida Pardaillán sintió una espada penetrarle en el pecho y cómo la sangre tibia salía de la herida.

—¡A él! —Exclamaba Enrique—. Ya es nuestro.

Y en aquel obscuro corredor resonaban los gritos, blasfemias y el entrechocar de las armas.

Una estocada hirió al aventurero en la muñeca izquierda en el momento en que se tiraba a fondo sobre el oficial, el cual, después de haberse estremecido, se quedó inmóvil. Estaba muerto. Entonces se oyeron espantables rugidos. Pardaillán ya no tenía más que cuatro hombres ante él, pero estaba extenuado. La mano izquierda le dolía horriblemente y tuvo que volver a tomar la espada con la derecha. Entonces, jadeante, apoyó la izquierda en la pared; una nube pasó ante sus ojos, iba a caer, pero tuvo todavía bastante energía para retroceder dos pasos y evitar una estocada que le dirigía Damville. En el mismo instante fue herido en la rodilla por un soldado.

—Se acabó —díjose mirando a su alrededor.

La espada le cayó de la mano y en aquel mismo instante tuvo la sensación de que la pared se entreabría y vio un agujero negro, cerca de él. Entonces, medio desvanecido, se dejó caer allí.

—Cerrad la puerta —vociferó Enrique— y dejadlo reventar en la bodega.

Los soldados obedecieron y la puerta fue sólidamente cerrada.

En efecto, Pardaillán había rodado al interior de la bodega, la misma en que su hijo se vio encerrado. Había rodado por los escalones y por fin quedó tendido y desmayado en el suelo. Si el mariscal lo hubiera seguido, habría podido darle muerte de una puñalada. Pero Damville no se figuraba que Pardaillán se hallara en tal estado de debilidad. Temió las consecuencias de un combate en la obscuridad con tan poca gente y se felicitó de su buena idea al encerrar a Pardaillán en aquella bodega transformada en tumba.

«Dentro de algunos días» —pensó— «sólo habrá un cadáver que echaré al Sena y todo habrá concluido».

El viejo Pardaillán no se movía. Perdía mucha sangre por las heridas y se hallaba en peligro de morir.

Pero el viejo reitre tenía el alma sólidamente unida al cuerpo y al cabo de una hora de desmayo empezó a mover un brazo, luego las piernas y la cabeza y, por fin, reanimado por la frescura de la bodega, se incorporó, se sentó, pasose la mano por la frente y permaneció unos instantes inmóvil, e incapaz de pensar, pero muy asombrado de hallarse en un sitio tan oscuro. Por fin, recobrando la lucidez, su primera idea fue:

—¡Caramba! ¿No estoy muerto?

El segundo pensamiento que pudo formular en su debilitado cerebro al cabo de algunos minutos fue éste:

—A menos que no me hayan enterrado.

Lo horroroso de semejante suposición, lo hizo estremecer.

—¡Por Barrabás! —se dijo—. Enterrado o no, me parece que estoy vivo.

Consiguió arrastrarse unos diez pasos y con indecible satisfacción se cercioró de que no se hallaba en una tumba.

—¿Pero dónde diablos estaré yo ahora? ¿Qué hago aquí? ¡Vaya una sed que tengo! Nunca cristiano tuvo tanta como yo. A ver si encuentro algo que beber.

Y diciendo estas palabras, el herido continuaba arrastrándose a gatas por el suelo. De pronto sus manos se posaron sobre algo fresco y cilíndrico.

«¿Qué es esto?» —se dijo.

Quiso coger aquella cosa, pero le resbaló y entonces Pardaillán oyó ruido de vidrios rotos, y sintió un líquido que le humedecía las piernas. El ruido y la emoción que le produjo, así como la frescura del líquido que mojaba sus piernas, avivaron en él la facultad de razonar.

—¡Una botella! —exclamó—. ¿Es posible? Ya lo creo, es una botella. ¿Qué digo una? Una infinidad de botellas. ¿Llenas? Sí, llenas, y ¿de qué? Veamos.

Y cogiendo una le rompió el gollete contra el suelo y se puso a beber. En seguida se percató de que era un vino fresco, generoso, dulce al paladar y fortificante.

—Este vino sería capaz de resucitar a un difunto —se dijo después de haberse tragado la mitad de la botella.

Y para acabar de resucitar completamente, él que no estaba más que medio muerto, vació el contenido de la botella, hasta la última gota.

—¡Uf! —Dijo entonces—, me parece, salvo error, que estoy en una bodega. Veamos, ¿qué me ha sucedido?

Hacíase sentir ya el efecto del vino generoso y Pardaillán observó que con las fuerzas recobraba la memoria y entonces recordó perfectamente su disputa con Damville, el furor del mariscal, la irrupción de sus gentes, su escapatoria escalera abajo y la batalla en el corredor. Lo que no pudo recordar fue la caída a la bodega, pues llegó allí ya desvanecido.

—Bueno —exclamó—, ya que no me han muerto ni han bajado para acabarme, tratemos de recobrar fuerzas. Creo no salirme de la verdad al afirmar que no tengo nada roto. Pero no me atrevería a asegurar que no tenga alguno que otro agujero.

Y entonces Pardaillán, que tenía la práctica de un cirujano, empezó a examinarse a sí mismo y al cabo de algún rato llegó a las siguientes conclusiones:

En primer lugar tenía una herida contusa en la parte posterior de la cabeza, ocasionada al rodar por la escalera de la bodega. Por las mismas causas tenía un diente roto y la nariz desollada, así como un dolor punzante en el codo del brazo derecho.

Segundo: una herida en la mano derecha causada por d’Aspremont y que se había abierto durante el último combate sostenido en el corredor.

Tercero: una herida en la muñeca izquierda.

Cuarto: una herida profunda encima de la rodilla derecha.

Quinto: un desgarrón en el hombro derecho.

Y sexto: una herida penetrante bajo la tetilla derecha.

En resumen, y una vez realizado severo examen, Pardaillán no encontró ninguna otra herida y, por lo tanto, llegó a la conclusión de que no había razón alguna para morirse dentro da una bodega.

No obstante, existía un número respetable de heridas, y sea por los esfuerzos que acababa de hacer, o por la sangre perdida, el aventurero se desvaneció por segunda vez. Pero este desvanecimiento fue mucho más corto que el primero, y como al volver en sí la sed no hubiera disminuido, sino, por el contrario, aumentado, echó mano de la provisión de botellas, y se apresuró a decapitar una que vació concienzudamente como un enfermo que tiene gran cuidado en obedecer las prescripciones del médico.

Entonces se dispuso a vendar sus heridas, y quitándose la camisa —detalle que no nos atreveríamos a dar si escribiéramos para las inglesas—, con la habilidad y pericia que sólo pueden obtenerse con una gran práctica, la desgarró en tiras y gracias a ello obtuvo una colección de excelentes vendajes.

Careciendo de agua para lavar las heridas, lo hizo con el mismo vino generoso que antes le sirviera para apagar su sed. Ignoramos si tal procedimiento merecerá la aprobación de los cirujanos. Lo cierto es que, terminadas estas operaciones, el aventurero experimentó verdadero bienestar.

Pudo ponerse en pie y, aun cuando con cierta vacilación, consiguió dar algunos pasos. Al observarlo dio un gruñido de satisfacción y calculó que al cabo de quince días de reposo estaría casi curado.

Entonces buscó el rincón más seco de la bodega y allí se durmió profundamente.

Al despertar, sus ideas habían adquirido la nitidez acostumbrada.

—Razonemos ahora —se dijo— y veamos si, como dije al asaltarme el sueño, quince días de reposo bastarían para curarme todos los alfilerazos. Quince días de reposo implican: primero, una buena cama; segundo, bebidas refrescantes; tercero, un alimento agradable y substancial… ¿y dónde voy a encontrar todo esto?

Entonces miró a su alrededor para sondear las obscuridades de la bodega.

—Vaya —se dijo—. No valía la pena de preocuparme de las heridas, porque, si no me engaño, dentro de cuatro o cinco días cuando más, la muerte me las curará para siempre. Voy a morir de hambre. Y es una lástima que después de haber salido sano y salvo de treinta combates y batallas y cien duelos, tenga que morir de hambre en esta madriguera. Realmente, toda resistencia es inútil.

Y hablando así Pardaillán se levantó, buscó la escalera que llevaba hacia la puerta y trató de ver si de un modo u otro íbale a ser posible salir. Pero fácilmente se percató de que tanto hubiera valido querer escapar a través de los espesos muros que constituían los cimientos del hotel.

Únicamente entonces se le ocurrió que si él no podía abrir la puerta, no les sucedía lo mismo a los habitantes de la casa, y que por lo tanto, podían degollarlo durante su sueño.

Por una extraña contradicción, o tal vez impulsado por la esperanza que nunca abandona al hombre, Pardaillán, que se había resignado al hambre, no quiso de ningún modo estar expuesto a morir degollado, cosa que no podemos criticar, pues cada cual tiene sus preferencias.

Entonces resolvió formar una barricada tras de la puerta a fin de que no pudieran entrar en la bodega, ya que él no podía salir.

Bajó de nuevo la escalera en busca de los materiales necesarios y con el fin de tener ánimo suficiente para llevar a cabo su trabajo, se dirigió al rincón en que estaban las botellas, rompió el cuello a una y la llevó a sus labios.

Pero de pronto se detuvo y soltó un voto, más emocionado que cuando lo atacaban las gentes de Damville, porque se acordó entonces del minucioso relato que su hijo habíale hecho de su estancia en la bodega de Damville, en el cual le refirió que en cierto sitio de la bodega había una provisión de suculentos jamones.

—Tal vez esté en la misma bodega de que mi hijo me habló y es posible, por lo tanto, que los jamones continúen en su sitio. De ser así, estoy salvado y no hay peligro de morir de hambre, que es una muerte muy desagradable.

Vació entonces la botella y se puso en busca de la mina de jamones, con gran celo, pues a pesar de la fiebre, el hambre lo molestaba bastante.

No daremos cuenta de sus pesquisas y de las alternativas de esperanza y abatimiento por qué pasó el aventurero; diremos únicamente que por último halló los jamones ordenadamente colocados sobre paja, de tal modo, que Pardaillán, al empezar el primero, se dijo con satisfacción:

—He aquí la cama, las bebidas refrescantes y la alimentación sana, agradable y nutritiva. Ya tengo asegurados mis quince días de descanso.

Hay que añadir que logró apuntalar contra la puerta algunos tablones, cosa que le dio la seguridad de que no podían llegar a él sin despertarlo, y si bien había perdido su espada, quedábale, en cambio, para defenderse, la daga que conservaba aún. Poco a poco se acostumbró a la obscuridad y el delgado hilo de luz que llegaba a través del respiradero, acabó por parecerle un verdadero rayo de sol y gracias a él pudo darse cuenta de los días que transcurrían.

La férrea constitución de Pardaillán triunfó rápidamente de la fiebre y a los pocos días sus heridas se cicatrizaron, pero, por desgracia, la provisión de jamones se agotó con gran rapidez a pesar de haber tomado la precaución de racionarse, aleccionado por los sitios que había sufrido.

Pese a su cuidado, Pardaillán se percató un día de que sólo le quedaba un jamón. Hacía ya tal vez un mes o más que estaba encerrado en la bodega. Sus heridas se habían curado y el aventurero se sentía más fuerte que nunca.

Hasta entonces no había sufrido sed ni hambre, pero, a la sazón, el problema volvió a aparecer más terrible que nunca, pues no había la menor solución.

Durante su larga estancia en la bodega, Pardaillán empleó todos los recursos de su imaginación para hallar un medio de evadirse, y si bien fueron muchos los que se presentaron a su espíritu, tuvo que desecharlos uno tras otro por impracticables, convenciéndose al fin, con gran espanto, de que no había medio alguno de salir.

Dos o tres días más tarde carecería de víveres, y entonces empezaría la larga y terrible agonía antes de llegar la muerte sin remisión.