XXXVIII - El albergue

AL SALIR DE LA CASA de la calle de los Barrados, padre e hijo, paseándose por la orilla del Sena, discutieron el lugar en que se ocultarían y la conducta que deberían adoptar. Siguiendo su paseo pasaron por una taberna frecuentada por marineros.

—Tengo hambre —dijo el caballero dirigiendo una mirada a la taberna, que estaba rodeada de un jardincillo de agradabilísimo aspecto.

—Y yo me muero de sed —dijo el aventurero—. Entremos.

Y cuando ya estaban cerca de la puerta se detuvieron.

—Supongo que tendrás bastante dinero para pagar una tortilla y una botella de vino —dijo el padre.

El caballero registró sus bolsillos e hizo un signo negativo.

—Yo lo di todo a Catho —continuó el viejo Pardaillán—. Bonita idea tuve.

—No debemos lamentarnos, porque Catho nos salvó la vida.

—No digo que no, pero si nos morimos de hambre y sed, de nada le habrá servido salvarnos.

Dando un suspiro, los dos hombres se alejaron de la taberna y con gran tristeza continuaron andando por la orilla del Sena, mientras sus ideas tomaban melancólico aspecto. De pronto, a su espalda, oyeron un gruñido y algo animado pasó por entre sus piernas a gran velocidad.

Aquel algo era Pipeau que gruñía con las mandíbulas cerradas, queriendo advertir con ello que nadie fuera osado de tocar lo que tenía entre los dientes. En efecto, Pipeau, el fiel Pipeau, había seguido a su amo paso a paso, asistiendo al suceso de la calle de San Antonio, en donde repartió alguno que otro mordisco. Luego fue a echarse ante la puerta de la casa de María Touchet y cuando salió el caballero se puso a seguirlo. Entre tanto, el animal habíase dicho lo mismo que su amo:

—Tengo hambre.

Y Pipeau, cuyo razonamiento no sentía las trabas de los respetos humanos, añadió para su coleto:

—Y ya que tengo hambre es necesario comer.

En virtud de esta lógica irrefutable, el perro, mientras iba siguiendo a su amo, dirigía miradas a derecha e izquierda, para ver lo que podría robar.

Algunos montones de basura, que olió al pasar, no le revelaron nada bueno, y Pipeau demostró a todos ellos su desprecio del modo más cínico que imaginarse puede, es decir, como los perros acostumbran hacer en su desconocimiento de la utilidad de los urinarios, los cuales, por otra parte, no se habían inventado todavía.

Pipeau se preguntaba ya si iba a morir de hambre y se lo preguntaba dando formidables bostezos, cuando se detuvo de pronto con la nariz atada y la cola enhiesta.

Entre tanto el caballero y su padre continuaban su camino por la orilla del Sena, Pipeau había observado a un vendedor de carne cocida que tenía una magnífica serie de provisiones coronadas por una colección de jamones de maravilloso aspecto.

Pipeau miraba a uno de estos últimos con el rabillo del ojo, diciéndose:

—He aquí la comida que me convendría.

Y Pipeau, ladrón como el que más, no era perro que se entretuviera en largas consideraciones. Adoptó su continente más inofensivo y se aproximó despacio a la tienda.

—Hermoso perro —dijo el vendedor, que estaba dentro de la tienda.

Pero enseguida saltó sobre el escabel y se lanzó fuera, gritando:

—¡Al ladrón! ¡Detenedlo!

Pero sus clamores fueron inútiles, porque el perro estaba ya a gran distancia.

—Me ha robado el mejor de mis jamones —dijo tristemente el pobre hombre—. ¡Maldito perro!

En efecto, Pipeau había robado un jamón. Si el perjudicado había exagerado diciendo que era el más hermoso de todos, era necesario confesar, no obstante, que era de respetable tamaño y que un perro no podía soñarlo más apetitoso.

A los pocos momentos Pipeau había alcanzado al caballero y se echó entre sus piernas. Luego, seguro de no perder a su amo, se echó en la arena y se preparó para devorar su hallazgo o, mejor dicho, su presa.

Pero el viejo Pardaillán lo había visto, y precipitándose sobre el perro, le arrancó el jamón.

Y como Pipeau lo mirara con aire de asombro y amenaza, le dijo:

—Esta mañana te di un cuarto de liebre perfectamente asado y, por lo tanto, puedes darme la tercera parte del jamón. Aquí tenemos comida, hijo.

—¡Ya sabes que no quiero que robes! —dijo el caballero al perro.

Éste meneó débilmente la cola, como diciendo que no lo haría nunca más.

Los tres amigos se sentaron sobre la arena, y Pardaillán, sacando su daga, hizo del jamón tres partes. Así fue como el caballero y su padre comieron aquel día. Una vez terminado el jamón, bebieron agua del Sena, que corría fresca y cristalina, los hombres en el hueco de la mano y el perro dando lengüetazos.

—Ahora se trata de hallar un albergue —dijo el viejo Pardaillán con la mayor naturalidad, como hombre que ha pasado sesenta años en los caminos y todas las noches se ha preguntado: «¿En dónde dormiré?».

El joven Pardaillán, en cambio, suspiró dolorosamente al verse reducido a buscar albergue, después de haber compartido la comida con su perro, y probablemente ésta sería siempre su vida. ¿Y aún se atrevía a soñar con una alianza con la más noble y rica familia de Francia, como eran los Montmorency?

«Qué carcajada no darían las gentes que pasan, París entero, si alguien gritara: “¿Veis a este paria que no lleva un sueldo en la bolsa, que no sabe qué techo lo abrigará esta noche y a quien la ronda busca para prenderlo y el verdugo espera para decapitarlo? Pues bien, ama a Luisa, la hija y heredera de los Montmorency”. ¡Ah! ¡Qué carcajada!».

Y el caballero, efectivamente, se echó a reír.

Su padre, de pronto, se quedó estupefacto. Luego miró a su hijo atentamente, y comprendiendo poco más o menos lo que pasaba en su alma, le puso una mano sobre el hombro y le dijo:

—¡Valor, caballero! ¡Valor, por Barrabás! Veo claramente cuál es tu pesar y comprendo la razón, porque al reír tienes los ojos llenos de lágrimas. Somos muy pobres, ¿no es cierto? La miseria para gentes como nosotros es una buena compañera, una querida ideal que nos da vista certera y vigor extraordinario. Siempre he odiado a los perros gordos que, al lado de una escudilla bien provista, están atados con una cadena; viven y mueren siervos, como nacieron. He reservado mi simpatía y mi admiración para la zorra que vive de su astucia y lucha por la noche contra la formidable fuerza del hombre, tratando de arrancarle una presa; admiro al lobo que, flaco y con la mirada ardiente, recorre los bosques en la embriaguez de su libertad. Mírame, caballero. Soy una de estas zorras o lobos, y por Dios te juro que con la espada en la mano me siento Igual al rey.

»En sesenta años de miseria he vivido ya más que una familia de burgueses o señores durante varias generaciones. ¿Cuáles son los encantos de la vida, hijo mío? El viento que sopla, la lluvia que cae, las viñas en que maduran los racimos, las colinas, los montes y la tierra entera. El aire que respiro, la dicha de ir y venir y de ser amo de mí mismo, pudiendo contemplar las magnificencias de la naturaleza. El resto es la innoble vida del perro atado ante la escudilla. La vida en París, entre hombres que se odian y mujeres que sonríen, la vida ciega y estúpida, con su enorme trabajo diario destinado únicamente a asegurar la escudilla de mañana. ¡Ah, caballero! Esto no es vida, es la muerte a cada momento.

»Créeme, caballero, hagámonos zorros o lobos, emprendamos el camino alumbrado por el sol del estío o cubierto por las nieves del invierno. Tomemos al azar por guía, y así, hablando, riendo o llorando, si tal quieres, recorreremos Francia, Italia, Alemania y el mundo entero si nos place.

Al discurso de su padre, el caballero contestó moviendo negativamente la cabeza, dando a entender que no quería salir de París, porque tenía la convicción de que Luisa estaba en la ciudad.

—¿De modo —dijo el padre— que rehúsas seguirme?

—Padre, ya os lo he dicho, prefiero la muerte que salir de París.

—Bueno, bueno, tratemos, pues, de buscar un albergue.

—Creo, señor, haber encontrado uno —dijo el caballero.

—¿Es acaso alguna posada cuya dueña no pueda negarte nada?

—Nada de esto, señor, es un palacio, el de Montmorency. El duque me ofreció hospitalidad e iremos a pedírsela para los dos. Tengo razones para creer que nos recibirá con alegría.

—Sí, pero olvidas, caballero, que le robé a su hija y que el digno mariscal no tendrá mucha simpatía por tu padre.

—Os equivocáis; si hubo rencor, ya ha desaparecido.

—¡Ca! No me fío; pero, en fin, ya que puedes albergarte en casa de Montmorency, ¿por qué no lo decías antes? Esto me habría ahorrado alguna inquietud. Ya tienes donde ir.

—Vos también, padre, porque por nada del mundo consentiré en dormir en buena cama sabiendo que vos lo hacéis en el santo suelo.

—No te inquietes por mí. Ya que tú tienes albergue, yo también he hallado el mío.

—¿Cuál?

—¡El hotel de Mesmes, pardiez! Vamos, caballero, te acompañaré hasta casa de Montmorency y luego me iré por mi lado. Así tendremos un pie en cada uno de los dos campos, y si yo adquiero alguna noticia relacionada con las dos prisioneras en cuestión, te informaré enseguida.

Este plan les pareció mejor y lo adoptaron inmediatamente. Y como bravata, pero no sin tomar las debidas precauciones, los Pardaillán pasaron ante el Louvre y el caballero mostró a su padre la ventana por la que había saltado.

Al llegar ante el embarcadero que estaba frente al palacio que Catalina hacía construir en el lugar que antes ocuparan las antiguas Tullerías, padre e hijo se abrazaron, y como la barca estaba en aquel momento en la otra orilla, el caballero tuvo que esperar algunos momentos, que aprovechó para decir a su padre:

—Señor, ya me hicisteis el favor de ir a «La Adivinadora» a recoger a Pipeau. Allí tengo aun otro amigo al que profeso gran cariño.

—¿Es otro perro?

—No, señor, un caballo.

—Hombre, pues así somos ricos. Un caballo bueno vale dinero.

—Es excelente, pero guardaos de venderlo, padre.

—¿Por qué?

—Porque me lo regaló Damville.

—Así, pues, ¿fuiste tú quien lo salvó?

El caballero sonrió por toda respuesta.

—¿Y por qué no me lo dijiste? ¡Vive Dios!

—Porque en aquella circunstancia os desobedecí completamente.

—¡Ya lo creo que no lo venderé! Tal vez el caballo vale una fortuna.

En aquel momento atracaba la barca y el caballero subió a bordo, mientras el aventurero, muy contento, tomaba el camino de «La Adivinadora».

El caballero dio un suspiro, pensando que en aquella aventura hizo mal desobedeciendo a su padre, pues de no haber socorrido a Damville, éste habría sucumbido sin duda alguna y con ello se hubiera evitado la posibilidad del rapto de Luisa.

Al llegar al hotel de Montmorency, el caballero, seguido de Pipeau, se hizo conducir a presencia del mariscal.

—Monseñor —le dijo sencillamente—, la persona a quien pensaba pedir hospitalidad no está en París.

El mariscal, sin pronunciar una palabra, cogió al caballero de la mano y lo condujo a una magnífica habitación.

—Caballero —le dijo entonces—, una noche el rey Enrique II, padre del monarca actual, vino a visitar al señor condestable de Montmorency, y habiendo pasado gran rato en hablar de guerras y batallas con mi padre, no quiso regresar al Louvre por lo avanzado de la hora y durmió en esta habitación, que nadie más la ha utilizado desde entonces. Os la destino, porque os considero igual a un rey y os agradezco el insigne honor que me hacéis.

Luego el mariscal salió a dar órdenes para que el caballero fuera tratado como huésped de importancia. El joven se quedó aturdido ante tal acogida, que sobrepujaba a la más favorable que pudiera esperar, y su asombro duraba todavía cuando vio entrar al portero que humildemente iba a ponerse a su disposición para todo lo que se relacionara con el servicio de la puerta.

—Únicamente —añadió el gigante— me atreveré a dirigir una pregunta al señor caballero.

—Hacedla, amigo.

—¿El perro del señor caballero habitará también aquí? Lo digo para prepararle buena comida.

El caballero no pudo contener la risa.

—Pipeau —dijo—, pide perdón a este buen servidor y trata de respetarlo en adelante.

Pipeau ladró alegremente.

—La paz es cosa hecha —dijo el caballero—, podéis estar tranquilo.

El portero se retiró muy contento.

Entre tanto, Pardaillán padre llegaba a «La Adivinadora» y dirigiéndose a la cocina preguntó:

—¿Dónde está Galaor?

—¿Galaor? —Dijo Landry—. En la cuadra…, En cuanto al hombre que habéis herido…

—¿Qué cuadra? —interrumpió Pardaillán.

—A la derecha del patio —contestó el hostelero azorado—. La más hermosa de nuestras cuadras, pero aquel hombre…

El aventurero ya no oía, pues se dirigió a la cuadra indicada, seguido por maese Landry, que le señaló con el dedo un magnífico caballo overo de fina e inteligente cabeza.

—Aquí está Galaor —dijo—, pero el herido…

—Ya me fastidiáis, maese Landry, con vuestro herido —exclamó Pardaillán ensillando el caballo—. ¿Es culpa mía que se haya echado sobre la punta de mi espada? Pero, en fin, veamos, ¿ha muerto?

—No quise decir que fuera culpa vuestra, señor.

—¿Pues entonces, qué? Pero démonos prisa, dadme la brida. Bueno, gracias. ¡Pobre vizconde! Siento mucho haberlo matado.

—¡Pero si no ha muerto, señor!

—¡Maldito sea! ¿Y qué habéis hecho de él?

—Es lo que quería deciros. En cuanto recobró el sentido, después de vuestra partida, dijo que su herida os costaría cara.

—¿De veras? —dijo el aventurero sacando a Galaor de la cuadra.

—Y que os sacaría del cuerpo tantas pintas de sangre como gotas había derramado de su herida.

—Será un poco difícil, porque no tengo tanta.

—Quiso ser llevado al hotel de Mesmes.

—¡Diablo, diablo! —dijo Pardaillán poniéndose a reflexionar.

—Bah —díjose de pronto—. Galaor lo arreglará todo.

—¿Galaor curará la herida del señor vizconde? —preguntó el hostelero asombrado.

—Sí. Bueno, ¡adiós, maese Landry, y no me guardéis rencor!

—Caballero —exclamó—, me dijisteis…, me habíais prometido…, ya sabéis, vieja cuenta…

—Es cierto, pardiez. ¡Ah! No tenéis suerte, amigo. Lo he dado todo a Catho. No hagáis visajes, porque Catho no es ninguna querida mía. En fin, otra vez será.

—Dejad por lo menos el caballo —exclamó el pobre Landry—. Me fiaba de él para cobrar.

—No puedo, porque lo necesito para curar la herida del señor vizconde.

Y Pardaillán, después de haber saltado sobre la silla, se alejó al trote rápido de Galaor, dejando a maese Landry muy melancólico.

Pronto llegó al hotel de Mesmes, y una vez allí mandó a Gilito que colocara a Galaor en la cuadra.

El palafrenero reconoció enseguida la antigua montura del mariscal y se preguntó en virtud de qué sortilegio había desaparecido aquel caballo de repente y regresaba traído por el hombre que quería cortarle las orejas. Efectivamente, Pardaillán no dejó de decirle:

—Acuérdate, amigo mío, de que tengo un deseo desmesurado de cortarte las orejas. Si quieres conservarlas, cosa que no te aconsejo porque son muy feas, procura que Galaor esté bien cuidado y que no le falte el pienso.

A partir de entonces Gilito se puso melancólico, temiendo que muy pronto perdería las orejas.

Y para disimular anticipadamente la falta, púsose una especie de gorro de dormir que le llegaba al cuello, de modo que Juanita, que hasta entonces lo había hallado feo, lo encontró grotesco.

Pardaillán, entonces, dirigióse al gabinete del mariscal.

—Os esperaba —dijo éste—. Hemos de arreglar algunos asuntos.

—Ante todo la cuestión de d’Aspremont —dijo Pardaillán.

—Sí, os recomendé que trabarais amistad con él y he aquí que me lo han traído en triste estado; me habéis privado de un fiel servidor.

—Os traigo otro, monseñor.

—¿Dónde está? —dijo el mariscal con viveza.

—En la cuadra, monseñor. Si me atreviera a dirigiros un ruego, os diría que me acompañarais allí, porque el servidor de que os hablo, no querría o no podría subir aquí.

El mariscal, intrigado, asintió y siguió a Pardaillán.

Éste bajó al patio, abrió la puerta de la cuadra e indicó con el dedo, sin decir una palabra, a Galaor.

—¡Mi caballo de batalla! —dijo el mariscal asombrado—. ¿Quién lo ha traído? ¿Vos?

—Yo, monseñor. Me ha sido dado como vos lo disteis; y el que acaba de regalármelo es el mismo que cierta noche en que fuisteis atacado por los truhanes, os prestó ayuda. Parece que fue muy oportuna y que, a no ser por él, tal vez yo no tendría el honor de hablaros en este instante.

—Es cierto, aquel desconocido me salvó la vida —dijo el mariscal.

—¿No tenéis curiosidad de saber su nombre?

—¡Sí, pardiez!

—Pues bien, es el caballero de Pardaillán, único hijo y heredero de vuestro humilde servidor.

—Venid —dijo el mariscal encaminándose rápidamente hacia su gabinete.

El aventurero lo siguió riéndose socarronamente. Por fin el duque de Damville, sentándose en un sillón, miró fijamente a Pardaillán y dijo:

—Explicadme, ante todo, vuestro duelo con Orthés.

Pardaillán, que esperaba otra pregunta, se estremeció, y a pesar de su astucia no adivinó que el mariscal quería ganar tiempo para reflexionar y contestó:

—¡Dios mío! Monseñor, es muy sencillo. Al llegar aquí el señor d’Aspremont me miró y me habló de un modo que me disgustó. Así se lo hice observar, y como es noble, me comprendió enseguida. Hoy hemos hallado la ocasión de manifestarnos la estima que nos profesábamos, y a fin de que nuestras expresiones fueran más picantes y nuestros argumentos más verdaderos, dejamos la palabra a las espadas. Creo que, hablando con demasiada viveza, el señor d’Aspremont se lastimó. He aquí el asunto, monseñor.

—Así, pues, no existe odio entre los dos y se trata de una sencilla disputa, como dijo Orthés.

—No tenemos motivos para odiarnos, monseñor —dijo Pardaillán con sinceridad.

—Bueno, tratemos de Galaor o, mejor dicho, de vuestro hijo. Decís que él fue quien me prestó auxilio.

—La prueba es, monseñor, que en señal de reconocimiento me ha dado Galaor.

—Vuestro hijo, amigo mío, es un valiente. Hoy he tenido de ello nueva prueba. Pero debo recordaros que me prometisteis traerlo.

El aventurero, antes de contestar, reflexionó un momento y, para despistar enteramente al mariscal, resolvió emplear el arma más terrible, la verdad.

Los hombres están tan habituados a mentir unos a otros y a considerar la mentira como el mejor medio de engañar a un adversario, que es fácil conseguirlo diciendo la verdad. Así, pues, Pardaillán aquella vez fue veraz instintivamente.

—Monseñor —dijo—, he propuesto a mi hijo que os sirviera y no ha querido aceptar, porque sirve ya al señor de Montmorency. Vale más que nos expliquemos francamente sobre este asunto. Mi hijo, monseñor, sorprendió un terrible secreto. Ignoráis cuál y voy a decíroslo: Asistió a vuestra entrevista en la hostería de «La Adivinadora». Tiene, pues, motivos para temer vuestra cólera o el terror de alguno de vuestros acólitos, como, por ejemplo, el señor de Guitalens.

»Está persuadido de que si lo tuvierais en vuestro poder, lo mandaríais a la Bastilla, de donde salió por milagro… He aquí las buenas y sólidas razones que me ha dado para no venir, sin contar, por otra parte, con que, como ya os he dicho, pertenece a Montmorency. Yo soy vuestro y de ello resulta que me veo en la necesidad o de haceros traición, cosa que no quiero, o ser enemigo de mi hijo, lo que me parece más imposible todavía.

»Sentadas estas premisas con toda la claridad que me ha sido posible, hemos de convenir francamente en cuáles van a ser nuestras relaciones en lo venidero… O me habéis contratado para la campaña contra el rey, o esperáis otra cosa de mí. Si me exigís cumplir las condiciones estipuladas, seré para vos un compañero leal, fiel y, según creo, de alguna utilidad. Si, por el contrario, so capa de una lucha política, queréis hacerme tomar parte en vuestras guerras de familia, no podré serviros, monseñor, porque a ningún precio quiero ser enemigo de mi hijo.

El mariscal había escuchado estas palabras con indecible satisfacción.

—Pero —preguntó— ¿por qué el joven va contra mí?

—No hay tal —dijo Pardaillán—. Únicamente sirve a Montmorency. Tiene tan poca gana de enemistarse con vos, monseñor, que esta misma noche se marcha de París.

—¿Y por qué ha de irse? Voy a hablaros francamente, Pardaillán. Es cierto que formé el proyecto de devolverlo a Guitalens, pues aun cuando ignoro los medios de que se valió, pudo sorprender mi conversación con el gobernador de la Bastilla. (El aventurero sonrió adoptando candorosa actitud). Pero tal como es vuestro hijo, a juzgar por lo que de él sé y he visto, el caballero es incapaz de revelar un secreto.

»Su audacia en penetrar aquí, su actitud en el Louvre y el modo como salió del gabinete real, que, sin duda, os habrá referido (Pardaillán hizo un signo afirmativo), todo, en fin, sin contar que me salvó la vida, y sin contar tampoco lo que acabáis de decirme, hace que desee ardientemente contarle entre los nuestros. Pardaillán, vuestro hijo es muy valiente, pero está solo y no tiene apoyo. Traédmelo, lo haré rico, lo casaré y lo convertiré en un personaje en la próxima corte de Francia.

—Olvidáis, señor, que a causa del asunto del Louvre, lo persiguen y que se verá obligado a salir de París, si no quiere ser ahorcado.

—En mi palacio —dijo Damville sonriendo— el caballero estaría más seguro que en cualquiera de los castillos en donde le va a enviar mi hermano. Id a hablar con él, Pardaillán.

—Si no me engaño, monseñor, ya se habrá marchado, porque la cosa urgía, como veréis por lo que voy a relataros.

Y entonces Pardaillán refirió a Damville el sitio de «El Martillo que Golpea», cosa que el mariscal escuchó con creciente y no disimulada admiración.

—Ya veis que era necesaria su salida de París.

—Pero entonces vos estáis tan comprometido como él. ¿Por qué os quedáis?

—Porque prometí ayudaros, monseñor —contestó sencillamente Pardaillán.

El mariscal tendió la mano al aventurero, el cual se inclinó, más bien para ocultar una sonrisa que por respeto.

Así fue como Pardaillán padre fue acogido en el hotel de Mesmes, y gracias a su astuta sinceridad, gozó más que nunca del favor de Damville. Los dos Pardaillán, después de haber corrido el peligro de carecer de albergue, tuvieron cada uno de ellos un palacio por morada.