XXXVII - De que modo el caballero de Pardaillan desobedeció una vez más a su padre

EN TANTO QUE LOS CORTESANOS del duque de Anjou, por una parte, y Maurevert por la otra celebraban la muerte de su enemigo, acaeció a los dos Pardaillán una aventura que vamos a relatar al lector. Ante todo hagamos constar que ninguno de los dos murió y he aquí cómo se libraron de perecer abrasados.

En el momento en que el fuego empezó a prender en las paredes de la casa, un humo blanco y aromático producido al arder la madera seca, invadió la estancia en que se habían refugiado los sitiados. Pero por aromático que fuera aquel humo, no por eso dejaba de ser una amenaza de asfixia para dentro de pocos instantes.

El caballero, que manejaba el pico hacía ya cinco minutos, se detuvo un momento lleno de sudor, y entonces el viejo Pardaillán tomó la herramienta y prosiguió el trabajo a tientas, porque no se veía nada.

Así transcurrieron algunos minutos. La respiración de los tres desgraciados era ya penosa y daban como cierta la terrible muerte que los esperaba, cuando el pico, impulsado por un golpe más fuerte que los anteriores, cayó al otro lado del muro y apareció un agujero bastante ancho.

Entonces los hombres y Catho que, en cuanto a fuerza muscular, valía por dos mujeres, se pusieron a arrancar febrilmente ladrillos y argamasa y al cabo de dos minutos estaba hecho un agujero suficiente para permitirles el paso.

Por allí penetraron en la casa del vecino, no sin hacerse jirones en la ropa; pero, en fin, pasaron.

Ya era tiempo. El fuego rugía amenazador y ya crepitaban las vigas del techo.

Los tres sitiados se hallaron entonces en una especie de granero en donde el vecino guardaba los sacos de grano para las aves que criaba. Aquel granero estaba cerrado por una vieja puerta, cuyo cerrojo hicieron saltar con un golpe de pico. Luego se precipitaron a una escalera que iba a dar a la cocina de la casa.

La cocina daba por una parte a la tienda, la cual comunicaba, naturalmente, con la calle, es decir, con la parte peligrosa para los fugitivos. Pero, la otra parte daba a un patio bastante grande, cuyos cuatro ángulos estaban ocupados por gallineros.

—Huyamos —dijo Catho.

—Esperemos un momento —dijo el viejo Pardaillán.

—Sí, respiremos —añadió el caballero—. A punto hemos estado de perder la costumbre de hacerlo.

—Apenas me acuerdo de cómo se respira.

Estas bromas no les impedían estudiar atentamente el terreno en que se hallaban. El patio estaba rodeado de paredes bastante altas, pero era fácil franquearlas encaramándose al techo de un gallinero.

El caballero fue el primero en subir a fuerza de puños sobre el gallinero del fondo y una vez allí tendió la mano a Catho, que en un instante se le reunió. Llegó la vez a Pardaillán padre. De allí al extremo superior de la pared no era difícil llegar, y una vez sobre ella, no tuvieron que hacer sino dejarse caer al suelo.

Halláronse entonces en un huerto bastante grande y por el momento estaban salvados.

—¿Qué te propones hacer? —preguntó el aventurero a la ex propietaria de la taberna.

—Estoy arruinada —dijo Catho suspirando—. ¿Qué va a ser de mí?

El caballero, viendo que su padre trataba a la buena mujer con alguna ingratitud, quiso intervenir.

—Si nos sigue —dijo el aventurero— nos cogerán a los tres y nos ahorcarán con toda seguridad. La Corte de los Milagros está a dos pasos y lo mejor que puede hacer Catho es refugiarse allí, en donde nadie se atreverá a prenderla. En cuanto a nosotros, ya veremos. Vamos, Catho, hija mía. ¿No te parece bien mi plan?

—Sí —contestó ella—. Si no se tratara nada más que de salvarme, pronto estaría hecho, pero ¿qué va a ser de mí sin un mísero sueldo?

—Extiende tu delantal —ordenó Pardaillán padre.

Hízolo así Catho, y el viejo Pardaillán, desabrochando su cinturón de cuero y dando un suspiro, echó en el delantal de la tabernera todo el dinero que allí guardaba. Los ojos de Catho brillaron alegremente.

—¡Pero si aquí hay más de quinientos escudos! —exclamó.

—Más de seiscientos, hija —contestó Pardaillán.

—No valía tanto la casa.

—No importa, tómalos. Podrás establecer otra posada, y otro día tal vez nos ayudes a quemarla. Únicamente te recomiendo que no la llames la posada de «El Martillo que Golpea».

—¿Cómo, pues?

—Todo el mundo nos cree muertos; así, llámala pues, «Posada de los dos muertos». Será un poco largo, pero en cambio sentimental… Adiós, Catho.

—Adiós —dijo a su vez el caballero—. Siento no poder añadir nada a los escudos de mi padre.

—Sí. Podéis unir vuestra ofrenda, señor caballero —exclamó Catho con viveza.

—¿De qué modo? —preguntó asombrado el caballero.

Catho, ruborizándose, presentó su mejilla y el caballero, sonriente, la besó de muy buena gana en las dos mejillas, cosa que dejó sumamente satisfecha a la buena mujer.

Los dos hombres se alejaron entonces rápidamente; franquearon la puerta del huerto y se encontraron en una callejuela que daba a la calle del Rey de Sicilia.

En cuanto a Catho, se hundió en las calles sombrías y estrechas que rodeaban la Corte de los Milagros.

Pardaillán padre, seguido de su hijo, echó a andar por la callejuela y pronto llegó a la calle del Rey de Sicilia; y de allí, torciendo a la derecha, penetraron en la calle de San Antonio, entonces muy concurrida.

—Hablemos un poco de nuestros asuntos —dijo entonces el aventurero—. A decirte verdad, me parecen muy embrollados.

—Pues yo veo la situación muy clara —dijo el caballero—. Los dos hemos cometido un delito de rebelión.

—Bueno, dejemos esto y dime qué fuiste a hacer a aquel antro.

—¿Cuál, señor? ¿A «El Martillo que Golpea»?

—No, hombre, al Louvre. Pero, en fin, a lo hecho, pecho, no hablemos más. Me gusta la claridad con que hablas y creo, en efecto, que no es ninguna cosa complicada ni el tormento ni la horca. ¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Qué te parece un paseíto fuera de París? Hace mucho tiempo que no hemos recorrido juntos los caminos de Francia. Estamos en primavera, hijo mío, y en esta estación, los viajes son verdaderos placeres. Creo que serás de mi opinión.

Iban así hablando tranquilamente y sin tomarse la molestia de ocultarse.

Por otra parte, en la calle de San Antonio, en extremo concurrida, estaban realmente al abrigo de ser descubiertos.

—Padre —contestó el joven—, en este momento no puedo salir de París.

—¿No puedes? ¿Quieres, pues, que nos ahorquen, nos descuarticen o nos enrueden?

—No, padre mío; os ruego que os marchéis, pero yo he de quedarme. ¿Pero qué nasa allí? Se oyen gritos de mujer. ¡Corramos, padre, corramos!

Y unió la acción a las palabras. El viejo Pardaillán lo retuvo por el brazo, y con sincero pesar y tierna severidad, le dijo:

—¿A dónde vais ahora? ¿En qué diablos queréis meteros? ¿Éste es el caso que hacéis de mi experiencia? ¿De qué os han servido mis consejos?

—¡Ah, padre mío! —Respondió el caballero—. Lo que he visto de los hombres, me obliga a despreciarlos a casi todos; temo a las mujeres y en cuanto a mi corazón, las maldice por los malos ratos que me ocasionan. Ya veis, pues, que soy de vuestra opinión y además el respeto que os debo me obliga a ello.

Y dichas estas palabras, el caballero dio una sacudida y sustrayéndose a la presión de la mano que lo retenía, se lanzó hacia donde se proferían los gritos cada vez más agudos y denotando mayor espanto. El aventurero se quedó un instante estupefacto.

«He aquí lo que él llama seguir mis consejos» —se dijo—. «Me parece que acabará en el cadalso y no me cabrá otro consuelo que el de acompañarlo. Vamos, vamos allá».

Y a su vez se lanzó hacia el grupo que obstruía la calle de San Antonio y en el cual acababa de desaparecer el caballero. He aquí lo que sucedía. En aquel lugar de la calle había una tienda de herborista, cuya enseña decía en grandes letras:

«AL GRAN HIPÓCRATES».

El herborista había hecho una especie de hornacina dentro de la cual colocó una estatuita de madera, representando un venerable anciano vestido con traje griego y poseedor de una hermosa barba, el cual no era otro que el gran Hipócrates en persona. No obstante, tal personaje cambió poco a poco de identidad.

En el cerebro de las comadres del barrio, la estatua no representaba al médico griego, sino un santo. Su traje y su barba contribuyeron a aquella transformación extraña, pero poco sorprendente. El herborista se guardó muy bien de desengañar a su clientela, pues gracias a ello hacía mejores negocios. «El gran Hipócrates» se convirtió, pues, poco a poco, en «El gran San Antón».

La cosa adquirió carácter oficial el día en que el tendero, queriendo dar satisfacción a la opinión pública, hizo colocar en la mano de Hipócrates un cordelito y al extremo un cerdo de madera. Desde entonces ya no hubo duda posible. No obstante, la enseña continuó llevando el nombre de Hipócrates.

Al igual que en otros muchos puntos de París, algunos celosos servidores de la Iglesia se instalaron ante la puerta de la tienda y bajo la hornacina con una mesa y sobre ella un cesto destinado a recibir las limosnas de los fieles de San Antón. Los ricos echaban un dinero o un sueldo y los pobres un liar y los menos afortunados echaban en el cesto pan o legumbres para la sopa de San Antón y, finalmente, los que nada tenían hacían el signo de la cruz y rezaban ante la imagen. Estos últimos eran bastante mal vistos por los celosos bandidos que permanentemente vigilaban el cesto, pero no había medio de acusarlos de herejes.

No hay necesidad de añadir que todas las tardes los frailes limosneros de los conventos iban a recoger el contenido del cesto o por lo menos de todo lo que quedaba, porque los celosos vigilantes comenzaban, naturalmente, por apropiarse la mayor parte.

Con estos antecedentes se comprenderá la indignación pública y el santo furor que animó a los guardianes del cesto de las ofrendas, cuando un burgués que pasaba se negó formalmente a depositar la menor limosna.

—Humillaos, por lo menos, ante el gran San Antón —le gritaron.

—¡De rodillas!

—¡Pero si no es San Antón, que es Hipócrates! —objetó el burgués.

Entonces los guardianes del cesto de las ofrendas lo acusaron de blasfemo y, echándose sobre él, lo molieron a golpes y lo desvalijaron perfectamente, gritando al mismo tiempo:

—¡Muera el hugonote!

—¡Muera! —repitió la multitud contenta al tener con quien entretenerse.

En aquel momento pasó una litera arrastrada por un caballo blanco y ocupada por una joven de hermosos ojos y linda cara. La litera se vio detenida por la multitud y la joven apartó las cortinillas para observar lo que sucedía. Apenas hubo divisado al maltratado burgués, exclamó:

—¿Así se trata al ilustre Ramus? ¡Es indigno!

Oyendo el burgués aquella voz amiga, hizo grandes esfuerzos para acercarse a la litera.

—¡Déjenlo! —decía la joven—. Os repito que es el sabio Ramus.

La multitud sólo comprendió una cosa: que aquella mujer defendía al «hugonote», y habiendo observado que la litera no llevaba armas, prueba de que no era noble y que, por lo tanto, no debían guardársele ninguna clase de consideraciones, gritó a coro:

—¡Muera el hugonote! ¡Quememos a los dos en honor de San Antón!

La litera fue rodeada en un abrir y cerrar de ojos, y la multitud, que hasta entonces había bromeado, se puso furiosa al oír sus propios clamores y en pocos instantes la situación se convirtió en amenazadora para la joven, que empezó a gritar en demanda de socorro. Ramus, con la cara ensangrentada y los vestidos destrozados, se agarraba desesperadamente a las cortinillas de la litera.

—¡Paso! ¡Paso! ¡Paso! —gritó de pronto una voz sonora.

Entonces se vio a un joven atravesar la multitud, apartar a los más furiosos a puñetazos y llegar, por último, al lado de la litera. Allí, desenvainando una larga espada, empezó a repartir furiosos golpes a los asaltantes.

Un círculo se formó alrededor del caballero de Pardaillán, pues era él. La joven, viendo el socorro inesperado, se reanimó y tendió la mano al anciano Ramus, que entró en la litera, murmurando:

—Por esta vez me he salvado. Es una lástima que un pueblo cometa semejantes maldades.

El pobre sabio ignoraba que, poco tiempo después, sucumbiría en un ataque semejante.

La litera continuó su camino, y la multitud, viendo que se le escapaba la presa, se puso a aullar, pero la terrible espada de Pardaillán describía tan rápidos círculos con la punta, que a su alrededor se formaba el vacío.

No obstante, los más furiosos iban a intentar un ataque desesperado, cuando terribles ayes de dolor resonaron en las últimas filas de la multitud, que se dispersó como las hojas secas ante el huracán. Era Pardaillán padre que llegaba esgrimiendo su espada con tal maestría que, en pocos instantes, se reunió a su hijo al otro lado de la litera.

Con semejante escolta, la litera se halló bastante protegida para avanzar rápidamente, y como, en suma, no se sabía muy bien el porqué de todo lo sucedido, la multitud se detuvo, contentándose con amenazar con los puños a los dos salvadores que, cien pasos más lejos, envainaron las espadas.

Pardaillán padre, una vez pasado el peligro, se dirigió a su hijo diciéndole con voz gruñona:

—¿Por qué diablos te has metido a salvar a estas gentes?

El caballero no contestó. A la sazón fijábase en que la litera seguía el mismo camino que él recorriera el día en que siguió a la Dama Enlutada con la firme intención de decirle que amaba a su hija Luisa.

Su emoción fue en aumento cuando la litera entró en la calle de los Barrados, en cuya esquina había esperado pacientemente a la Dama Enlutada, a la cual, como el lector ya sabe, no se atrevió a decir nada.

Por fin el corazón del caballero latió con más fuerza cuando la litera se detuvo ante la casa en que viera entrar a Juana de Piennes.

El anciano Ramus salió de la litera seguido por la joven, que saltó ligeramente al suelo.

—Entrad —dijo ésta con voz dulce—. Entrad a descansar un poco. Tomaréis, para reponeros, un poco de elixir cuya receta me disteis vos mismo.

—Sois una niña encantadora —dijo Ramus, que no parecía muy conmovido por lo que acababa de sucederle—, y tendré gran placer en descansar junto a vos.

Y una vez abierta la puerta, Ramus penetró en la casa. Entonces la joven se volvió hacia el caballero y su padre.

—Entrad —dijo con cariñosa autoridad.

Los dos hombres obedecieron siguiendo a la que acababan de salvar. El caballero no hubiera querido aceptar el ofrecimiento, pero se dejó dominar por la curiosidad de conocer la casa en que entraba la madre de Luisa.

El interior de la casa tenía aspecto burgués. Penetraron luego en un corredor y la dama ordenó a una criada que trajera refrescos. Ella misma llenó los vasos de un vino espumoso que inmediatamente conquistó la estima del viejo Pardaillán.

—Señores —dijo ella—, me llamo María Touchet ¿Queréis hacerme el obsequio de decirme a quiénes debo mi vida?

El caballero abría la boca para contestar, pero su padre le dio un pisotón y se apresuró a decir:

—Me llamo Brisard, antiguo sargento de los ejércitos del rey, y mi joven camarada, que es noble, se llama el señor de la Rochette.

—Pues bien —dijo María Touchet—, señor Brisard, y vos, señor de la Rochette, recordaré vuestros nombres mientras viva.

Estas palabras no eran nada, pero lo que les daba valor era el tono con que se pronunciaron.

El caballero sintióse conmovido y exclamó:

—Señora, por vuestro aspecto y vuestra voz, veo que sois tan buena como hermosa. Soy más feliz de lo que podría expresaros por haber merecido la simpatía que vuestra mirada nos ha hecho el honor de expresar a mi padre y a mí.

—¿Es vuestro padre? —preguntó María Touchet asombrada.

—Así me llama —contestó el viejo Pardaillán— porque le doy algunos consejos que me dicta mi experiencia.

La conversación siguió durante algunos minutos y María Touchet dio las gracias a sus salvadores en conmovedoras frases y quiso hacerles prometer que irían a verla, pero a ello no quisieron obligarse. El viejo Ramus, por su parte, estrechó afectuosamente la mano de los dos aventureros, que por fin se retiraron.

—¿Qué relaciones podría tener con esta señora la Dama Enlutada? —se preguntaba el caballero.

—Y yo me pregunto de qué nos sirve haber expuesto la vida por estos desconocidos —exclamó el aventurero—. Ni a uno ni a otra los veremos más, y por poco dices tu nombre, cuando debemos ocultarnos y desconfiar de todo el mundo.

—¡Oh, padre! ¿Creéis que esta mujer, que nos debe la vida, sería capaz de hacernos traición? Estoy seguro de que no lo haría aun cuando no nos debiera ningún favor.

—Pues yo, ahora, desconfiaría del mejor de mis amigos —dijo Pardaillán meneando la cabeza—. Pero ven, ven conmigo, pues se trata de hallar un alojamiento seguro, ya que quieres permanecer en este infernal París.

* * * * *

Al día siguiente María Touchet recibió la visita del rey Carlos IX, que, como de costumbre, llegó solo y de incógnito.

Lo puso al corriente de lo sucedido en la víspera y añadió:

—Mi querido Carlos, si sentís amor por mí, os ruego que recompenséis a un anciano sargento llamado Brisard y al valiente hidalgo señor de la Rochette.

—Así lo haré, querida María —dijo el rey—. Tened la seguridad de que estos dos hombres serán objeto del agradecimiento del rey Carlos.

Esta visita tuvo diversos resultados.

El primero fue que el rey dio orden de buscar activamente a Brisard, antiguo sargento, y a un hidalgo llamado De la Rochette, y que los llevaran a su presencia en cuanto fueran hallados.

El segundo fue que la misma noche se publicó un edicto que prohibía pedir limosna para la Iglesia al pie de las diversas imágenes de santos que existían en París.

Y el tercero fue que el herborista de la calle de San Antonio recibió orden de cambiar inmediatamente su enseña, so pena de cerrar la tienda.

El efecto de la primera orden fue nulo, porque a pesar de activas pesquisas, no se pudo dar ni con Brisard ni con Rochette. El rey sintió gran contrariedad y su gran preboste cayó en desgracia.

La tercera orden recibió satisfacción inmediata y no tuvo ninguna repercusión: el oficial que la comunicó al herborista, esperó a que fuera ejecutada ante él. El tendero llamó a un pintor y se borraron las palabras: «Al gran Hipócrates».

—¿Qué título he de poner? —preguntó el pintor.

El herborista sonrió irónicamente y dijo:

—Ya que debo cambiar mi enseña, pintad «Al gran San Antón».

El oficial aprobó esta piadosa elección y aseguró que Su Majestad estaría muy satisfecho.

Así la orden del rey fue cumplida, pero sin serlo en realidad, y en adelante la enseña estuvo de acuerdo con la imagen y el cerdo de madera. Este cambio pasó inadvertido en el barrio, así como las pesquisas acerca de Brisard y su compañero pasaron inadvertidas en París.

Pero la segunda orden del rey, es decir, el edicto relativo a las ofrendas solicitadas con las armas en la mano, provocó en París rumores terribles. En todas las iglesias, los predicadores condenaron el edicto y uno de los pregoneros fue apedreado y otro echado al Sena. Hubo motín y sedición.

De esta manera el joven Pardaillán, al desobedecer de nuevo a su padre, hizo historia sin saberlo.