XXXV - El desafío de Pardaillán padre

DESPUÉS DE LA INTERESANTE conversación tenida con su hijo en la taberna «El Martillo que Golpea», el señor de Pardaillán padre se marchó alegre y perplejo. Alegre por haber hallado a su hijo, y perplejo porque él se hallaba al servicio de Damville y Pardaillán hijo al de Montmorency.

«¿En qué diablos se mete?» —se decía el aventurero—. «Y lo peor es que ahora ama a Luisa. ¡Cómo si en París faltaran muchachas amables! De no ser así, todo iría a las mil maravillas. ¿Por qué no siguió mi consejo? Todo esto me recuerda el día en que robe a la pequeña, la puse en la cama de Juan. La pobrecita se durmió abrazada a él. ¿Pero por qué diablo no amará a otra? Y luego… ¿de dónde ha sacado ideas tan raras? ¿No me dijo que si me hubiera herido en la contienda se hubiera echado al agua? Como si unas gotas de mi sangre valieran la vida de un Joven como él. ¿De dónde diablo sacará tales ideas? ¿Qué aguilucho habré empollado?».

Y Pardaillán, al decir estas palabras, se encogía hombros.

«A pesar de todo» —continuó diciéndose— «no dejare a Damville y haré la felicidad del caballero a pesar suyo si es necesario. Haré que tenga ideas más razonables. Es un hombre completo. ¡Pardiez! Y, sin los extraños sentimientos que lo llevan a inmiscuirse en lo que no le importa… Bueno, ya veremos».

Ya era de día cuando el aventurero llegó al palacio de Mesmes.

—Monseñor os espera con impaciencia —le dijo el lacayo que abrió la puerta.

—Que vayan al diablo las gentes que no comprenden que éstas no son horas de hablar —murmuró Pardaillán dirigiéndose, no obstante, hacia la habitación del mariscal de Damville.

Enrique, después de su expedición nocturna, pasó el resto de la noche en pasear y meditar. La desaparición del viejo Pardaillán no le inquietaba mucho, porque sabía que era capaz de salir con bien de los peores pasos. Lo que le inquietaba sobre todo era que el agresor que disparara el pistoletazo pudiera haber seguido a la silla de posta.

—Monseñor —dijo el aventurero al entrar—, os confieso que me caigo de sueño.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó el mariscal con viveza—. ¿Os atacaron?

—Sí, pero, mejor dicho, a vos era a quien atacaban. Ha sido una feliz circunstancia que yo estuviera allí.

—¿Pero quién era? ¿Iba contra mí o contra la silla de posta?

—Creo que contra los dos.

—¿Conseguisteis detener al que nos atacaba? ¡Hablad por todos los diablos!

—Oh, monseñor, ya se ve que habéis dormido. Tenéis muchas ganas de hablar y yo, en cambio, he corrido toda la noche. Pero, en fin, he aquí lo sucedido. Apenas estuvimos a doscientos pasos del palacio, cuando sonó el pistoletazo. La silla de posta echó a correr y yo me precipité en su seguimiento.

Entonces vi a un hombrón que corría precipitadamente, deseando alcanzaros, pero yo me interpuse entre él y el coche.

«¡Paso!» —me gritó.

«Bueno, amigo» —le contesté—. «Si vais de prisa procurad pasar; yo no me muevo».

—Entonces se echó sobre mí. ¡Vaya unos golpes que daba! Viendo que mi enemigo era hombre decidido y parecía de primera fuerza, le dirigí algunas de mis mejores estocadas, pero sin conseguir herirlo. De pronto dio un salto al lado y se me escapó y no por miedo, sino deseando alcanzar la Silla de posta…

—¿Lo consiguió? —preguntó el mariscal con inquietud.

—Esperad, monseñor. Corría, y yo tras él. ¡Vaya una carrera que dimos! Afortunadamente conservo los bríos de los veinte años, porque no tardé en alcanzarlo, si bien no conseguí ponerle la mano encima.

—¿Se os escapó?

—Esperad. He aquí que mi pillastre atraviesa el río. El mariscal respiró, y Pardaillán observó que ya se había tranquilizado.

«Bueno» —pensó el aventurero—. «El coche no franqueó el río; por lo menos ya sé esto».

—Entonces —continuó en alta voz— empezó una larga persecución que no ha terminado hasta hace poco. Hemos corrido París en todos los sentidos y por fin he conseguido acorralar a mi hombre cerca de la puerta Bordet. Viendo que estaba cogido, me presentó cara y entonces le propiné la estocada de las grandes ocasiones; ya la recordaréis, señor, la que os enseñé antaño, y lo atravesé de parte a parte. Es lástima, porque era valiente.

—¿Ha muerto?

—Tanto, que Quise preguntarle quién era y por qué razón se habla interpuesto en vuestro camino y no me contestó más que con un suspiro, el último.

—¿Qué clase de hombre era, joven o viejo?

—Representaba unos cuarenta años, tenía la barba espesa e iba vestido de negro, como si de antemano llevara luto por sí mismo.

—Pardaillán —dijo el mariscal—, habéis llevado a cabo un servicio muy importante, y como nada tiene que ver con la campaña para la cual os he contratado, voy a dar orden a mi intendente para que os entregue…

—Maese Gil —dijo aturdidamente el aventurero al recordar el relato de su hijo.

—Sí, ¿cómo sabéis su nombre?

—Me lo dijo él mismo. Además, en este palacio todo el mundo lo nombra. Decíais, pues, señor, una cosa muy interesante, que ibais hacerme entregar…

—Doscientos escudos de seis libras. Id a descansar, mi querido Pardaillán. Idos.

—Una palabra: ¿Monseñor pudo conducir su tesoro a buen puerto?

—Sí, gracias a vos, querido, y también al valiente Orthés.

—¡Ah! ¿El señor d’Aspremont?

—El mismo. Es el que guiaba. Es, como vos, buen compañero. Tratad de ser su amigo.

—Así lo haré, monseñor —contestó Pardaillán, el cual después de haber saludado se retiró.

El aventurero entró en la habitación en que había amordazado a Didier y se echó vestido en la cama. Tenía ya la costumbre de dormir la mayor parte de las noches con las botas puestas y sin desceñirse el cinturón y no por eso dormía peor. No obstante antes de cerrar los ojos, preguntó a Didier, que estaba destinado a su servicio:

—¿Hay aquí un individuo llamado Gilito?

—Sí, señor oficial, es el primer palafrenero.

—¿No hay también una tal Juanita?

—Sí, señor, es una criada de las cocinas.

—Bueno, pues ve a buscar a ambos, porque quiero verlos.

Aunque muy asombrado, el lacayo se apresuró a obedecer, porque todos los criados del palacio sabían que Pardaillán gozaba del favor del mariscal. Diez minutos más tarde entró una joven muy bonita, de aire cándido y malicioso a la vez, que hizo una reverencia.

—¿Tú eres Juanita? —dijo Pardaillán incorporándose a medías.

—Sí, señor oficial.

—Pues bien, tengo gran placer en haberte visto. Toma esos dos escudos que hay encima de la chimenea y vete. Eres una buena muchacha.

La joven se quedó asombrada, pero no rehusó el regalo que se le hacía de un modo tan extraño y salió después de haber dirigido una sonrisa y hecho una reverencia a Pardaillán. Cinco minutos después se presentaba un muchachote de aire bobalicón sonriendo torpemente.

—¿Tú eres Gilito? —preguntó Pardaillán frunciendo el entrecejo.

—Sí, señor oficial —dijo el palafrenero asombrado.

—Pues bien, Gilito, amigo mío. Te he llamado para decirte que me eres sumamente antipático.

Gilito abrió desmesuradamente los ojos.

—¿Te asombra lo que te digo? —continuó el aventurero—. Eres muy impertinente, muchacho.

—Perdonadme, señor —dijo Gilito poniéndose encarnado—. Ya no lo haré más.

—Bueno, por esta vez te perdono. Vete y no olvides que me muero de ganas de cortarte las orejas.

Gilito huyó con rapidez y más que regularmente asustado, como puede comprenderse. Y casi enseguida Pardaillán se durmió apaciblemente. Al despertar, después de algunas horas de sueño, supo por boca de Didier que el mariscal de Damville acababa de salir en dirección al Louvre, pues el rey le había hecho el honor de mandarlo a buscar.

«¡Hum!» —pensó Pardaillán—. «He aquí un honor que, según me parece, no da mucho gusto al digno mariscal. ¿De qué se tratará? ¡Bah! Ya lo sabré».

Al saltar de su cama, la primera cosa que vio fueron los doscientos escudos que maese Gil había hecho poner sobre la chimenea, mientras Pardaillán dormía.

«He aquí una casa en la que llueven escudos» —se dijo—. «Esto presagia una ruda campaña. Tomémoslos sin cumplidos, pues tal vez luego lloverán otras cosas más desagradables».

Dicho esto, arregló el desorden de su tocado, refrescándose antes con agua clara, y luego embolsó religiosamente sus escudos en un cinturón que llevaba debajo del traje. Pardaillán, como el sabio de la antigüedad, llevaba siempre consigo su fortuna, con la diferencia de que las riquezas de Blas consistían en filosofías de todo género, mientras que Pardaillán no concedía el título de fortuna más que a la sonora filosofía que se llama dinero y que, después de todo, vale tanto como otra cualquiera.

«Esperaré el regreso del mariscal» —pensó Pardaillán cuando estuvo dispuesto—. «Pero será mejor que me aproveche de su ausencia. Me iré a ver a mi hijo. Y Pardaillán se dirigió hacia la taberna “El Martillo que Golpea”».

Por el camino se dio un golpe en la frente y exclamó:

—Ya me olvidaba que debo ir a «La Adivinadora» a buscar a Pipeau, el perro al que tanto quiere mi hijo. —E inmediatamente cambió de dirección, encaminándose hacia la posada, a donde llegó a la hora de la comida, es decir, en ocasión de que las mesas se cubrían con los productos más suculentos de maese Landry, cuando la sala de la hostería estaba llena de apetitosos perfumes y criados y criadas iban de la cocina al comedor, en donde había gran ruido de tenedores y vasos.

El viejo Pardaillán, aspirando glotonamente los perfumes de los manjares, a guisa de mudo homenaje para la ciencia culinaria de maese Landry, y sonriendo con cierta melancolía al recordar tiempos pasados, fue a sentarse modestamente en un rincón y siempre con la misma modestia escogió una mesa en la que había cubiertos para cuatro personas que no habían llegado aún.

—Esta mesa está tomada, señor —le observó una camarera.

Pardaillán pareció muy asombrado por la observación, pero se instaló ante aquella mesa diciendo:

—Hija mía, traedme una botella de Saumur, porque solamente el entrar aquí ya da sed.

La criada desapareció y algunos instantes más tarde vio llegar con aire majestuoso y severo a un viejo criado que estaba en la casa como un general de los demás sirvientes. Aquel digno representante de la autoridad de maese Landry, audazmente desobedecido por el recién llegado, no era otro que Lubin, ex fraile colocado allí para misteriosos designios de los que nada comprendía, pero de los que se aprovechaba para engordar lo más posible.

—Os han dicho que esta mesa está tomada —gritó Lubín con voz que juzgó bastante severa para hacer temblar al cliente recalcitrante que en aquel momento bajaba la cabeza hacia su plato vacío.

—Buenos días, maese Lubín —dijo de pronto Pardaillán levantando la cabeza.

—¡Bondad divina! ¡Es el señor Pardaillán! —exclamó Lubín con acento que quería ser muy alegre sin conseguirlo.

—El mismo —dijo Pardaillán—. Veo, maese Lubín que recibís con ceño adusto a los amigos de vuestro amo que corren cien leguas para venir a verlo. Estáis más gordo, maese Lubín; parecéis un rollo de manteca. Yo que he ayunado durante meses enteros, pareceré a vuestro lado tan delgado, tan delgado, que no me encontraré si me busco. Por lo tanto, idos enseguida y mandadme vuestro amo.

Lubín murmuró algunas excusas y Pardaillán lo vio atravesar la sala deslizándose a través de los grupos de bebedores como un nadador a través de las olas.

Muy pronto cundió por la cocina de «La Adivinadora» la noticia de que el señor de Pardaillán estaba de vuelta y Landry, asustado y más obeso que nunca, se secó el sudor que le bañaba la frente y acudió ante Pardaillán, el cual al verlo exclamó:

—¡Cómo, señor Landry! ¿Lloráis? Tenéis los ojos enrojecidos y llenos de lágrimas. ¿Será por la alegría de verme?

—Ciertamente, siento gran alegría, pero también se debe a las cebollas que estaba picando.

—No importa, hablemos de vuestra alegría, que me honra mucho, os lo juro.

—Es sincera, señor —dijo Landry con una mueca que demostraba que no sabía mentir.

Pardaillán se echó a reír y Landry creyó deber imitarlo.

—¿Os tendremos aquí mucho tiempo? —insinuó el dueño de la posada, una vez calmada la hilaridad del caballero.

—No, amigo mío. Sólo he venido de paso.

—¡Cuánto lo siento! —dijo Landry con una alegría que aquella vez era muy sincera. Y aprovechándose de las buenas disposiciones en que creía ver a su ex tirano, le dijo:

—¿Os han dicho acaso, señor, que esta mesa está tomada?

—Sí, pero no es razón para que me vaya. Ya es sabido que las mesas son del primero que las ocupa, pero en fin, para complaceros…

—¡Cuánta bondad, señor!

—¿Pero quién come aquí?

—El señor vizconde d’Aspremont —dijo Landry pavoneándose—. El señor vizconde ha invitado a tres notables burgueses, a los señores Crucé, Pezou y Kervier.

«¡Caramba!» —pensó Pardaillán, y en voz alta añadió:

—En este caso dejo el sitio libre. Haced que me sirvan aquí al lado… o, si no, comeré en este gabinetito. Prefiero la soledad.

—En seguida, señor —dijo Landry lleno de júbilo.

Y estaba escrito que aquel día el digno posadero iría de sorpresa en sorpresa, porque en el momento en que se retiraba, para preparar la comida de Pardaillán, éste lo cogió por un brazo y le dijo:

—A propósito, ¿no os debía yo algunos escudos?

—En efecto —balbució Landry con cierta desconfianza.

—Pues bien, ya me diréis a cuánto asciende la cuenta y os la pagaré.

Y al mismo tiempo Pardaillán se dio un golpe en la cintura, que despidió argentino ruido. Aquella vez el entusiasmo de Landry iba a ocasionarle verdaderas lágrimas de alegría, cuando voces que salían de la cocina atrajeron su atención.

—¡Cogedlo, cogedlo! —decían varias voces a un tiempo.

Al mismo tiempo, un perro con el pelo rojo erizado se precipitó como una bala a través de la sala y corrió hacia la puerta que Lubín cerró en el momento en que iba a franquearla. Entonces fue a refugiarse en el ángulo en que estaban Landry y Pardaillán. Allí el perro dejó sobre el suelo un cuarto de liebre, puso una pata encima y temblándose la nariz esperó al enemigo con la cabeza alta.

—Apuesto a que éste es Pipeau —dijo Pardaillán.

—El mismo señor —contestó el posadero con cierta tristeza—. Este cuarto estaba destinado al señor vizconde de Aspremont y…

—Y a los burgueses notables que convida; entendido —interrumpió Pardaillán—, pero no quiero que se toque al perro de mi hijo… Yo pago la liebre.

—Es un perro simpático en extremo —dijo Landry—, pero desgraciadamente ladrón.

—¿Y cómo está mi hijo?

—Admirablemente, señor, ¿no lo habéis visto?

—Acabo de llegar. Bueno, hacedme servir la comida en el gabinetito. Que me lo traigan todo de una vez, porque cuando tengo mucho apetito, no quiero ser molestado.

—En seguida, señor de Pardaillán —contesto el hostelero.

Algunos minutos más tarde sirvieron una comida exquisita a Pardaillán, y éste, después de haber cerrado la puerta, prohibió que se le lo molestara. Únicamente Pipeau fue admitido y pudo devorar la carne en el gabinete en el que comía Pardaillán. El perro entró de buena gana viendo que no trataban de quitarle su presa.

Una vez instalado en el gabinete, Pardaillán observó tres cosas: Primera, que a través de la cortinilla que cubría la vidriera de la puerta, podía ver todo lo que pasara en la sala que comenzaba a desocuparse. Segunda, que entreabriendo un poco la puerta, oiría fácilmente todo lo que se diría en la famosa mesa retenida por el señor vizconde de Aspremont y los tres burgueses, y la tercera, en fin, que el perro que a la sazón se comía el cuarto de liebre con extraordinario cinismo, es decir, sin el menor remordimiento por el robo cometido, estaba armado de formidables mandíbulas.

«Me gustará ver la cara de los notables burgueses amigos de los oficiales del señor mariscal de Damville» —pensó—. «Tengo verdadera curiosidad por oír lo que estas gentes van a decirse».

Y fijándose entonces en Pipeau.

«¡Pardiez! No quisiera ser enemigo del amigo de mi hijo».

En consecuencia, Pardaillán arregló la cortinilla para observarlo todo, entreabrió la puerta para oír mejor e hizo una caricia al perro para congraciarse con él. Pipeau, que acababa de comerse el último hueso del último muslo de la liebre, y se lamía los hocicos, movió la cola y dio un ladrido sonoro. Al mismo tiempo se puso a oler al aventurero, operación que llevó a cabo con la lentitud y cuidado necesarios. Una vez tomados sus informes, su cola se agitó más de prisa y dio un ladrido.

—¡Ah! Parece que me reconoces —dijo Pardaillán—. Bueno, ya sé lo que quiere decir tu mímica. Ahora me cuentas que reconoces en mí a un amigo de tu amo ¡Cómo que soy su padre!

Pipeau dio un nuevo ladrido y habiendo terminado así la conversación con Pardaillán, fue a echarse en un rincón con las dos patas delanteras cruzadas, según tenía por costumbre.

En aquel momento, la sala estaba casi vacía y Pardaillán, a través del vidrio de la puerta vio entrar a tres personajes y reconoció en el primero al vizconde de Aspremont. Éste dirigió una mirada de contrariedad al no hallar allí a quien esperara. Luego los tres hombres tomaron asiento ante la mesa que Pardaillán había desocupado, y uno de ellos dijo:

—A Crucé le habrá sucedido algo, porque siempre es exacto a nuestras citas.

«Bueno» —pensó Pardaillán—, «parece que no es la primera vez que se reúnen».

—Ahí viene —dijo de pronto el vizconde, que se había sentado de cara a la puerta de entrada y de espalda al gabinetito en el que se hallaba Pardaillán. En efecto, Crucé compareció casi enseguida y dirigiéndose hacia los tres personajes que lo esperaban les dijo:

—Llego del Louvre y de ahí mi retraso.

—¡Ah! Sí —dijo Pezou riéndose a carcajadas—. Sois amigo del reyezuelo, del flaco Carlitos.

Para Pezou el ser delgado y bajo era sin duda un crimen.

—Ya lo creo —dijo Crucé—. Soy su orfebre y además su armero. Acabo de venderle un arcabuz perfeccionado, cuyo sistema, según espero, no tardaremos en probar.

—¿Y qué dice el rey? —preguntó Orthés con cierta impaciencia.

—Quiere la paz a todo trance; quiere que todo el mundo se abrace; católicos y protestantes, creyentes e infieles deben jurarse amistad, fraternidad, ayuda y afecto. El rey ha mandado un mensajero al señor de Coligny y ha escrito a la reina de Navarra y por fin quiere casar a su hermana con Enrique de Bearn. He aquí lo que el rey dice, señores.

—Bueno, bueno —exclamó el vizconde—. Pronto le haremos cantar otra letanía.

Crucé añadió:

—Pero no ha sido esto lo que me retrasó. La causa fue que quise ver el final de una escena extraña, curiosa, casi increíble, que acababa de desarrollarse en pleno Louvre.

—Oigámosla —dijo Kervier— y si es bonita la haré relatar en uno de los libros que vendo.

—Apresuraos, Crucé —dijo entonces el vizconde—, porque he de daros instrucciones de parte del mariscal.

—Ya sabéis que no soy hablador —dijo Crucé—, prefiero obrar. Así, pues, si tengo empeño en contaros mi historia, no es para divertirnos ni para que figure en los libros de Kervier. Es porque en ella interviene nuestro gran mariscal.

—En resumidas cuentas, es que fueron a buscar a monseñor de Damville —dijo d’Aspremont.

—¿Y sabéis por qué? Pues porque Carlitos quería reconciliar a Damville y a Montmorency y obligar a los dos hermanos enemigos a que se dieran un abrazo. Ya os he dicho que el reyezuelo quiere paz. Pero nuestro gran mariscal se ha resistido, según parece. La verdad es que los dos hermanos estaban con el rey, el cual hizo salir a todo el mundo del gabinete. Yo escuchaba por el agujero de la cerradura y si bien, de vez en cuando, sorprendí palabras proferidas en voz muy alta, no podía entender gran cosa, cuando he aquí que la reina Catalina, la gran reina, llegó y atravesó la antecámara. El duque de Anjou le hizo observar que el rey daba audiencia particular. Ella se encogió de hombros y sonrió. ¡Si hubierais visto su gesto y su sonrisa!

»Entonces entró dejando la puerta abierta y todos nos acercamos. Anjou, Maugiron, Quelus, Maurevert, Saint-Megrin, y además Nancey y algunos guardias que habían llegado con la reina. El rey se enfadó; más su madre, sin dejarse imponer silencio, señaló con el dedo a un joven que acompañaba a Montmorency y le acusó de felonía, lesa majestad y violencia hacia el duque de Anjou. El rey palideció y dio orden de prender al Pardaillán.

—¿Cómo al Pardaillán? —exclamó d’Aspremont levantándose.

Al oír el nombre de su hijo, el viejo Pardaillán prestó mayor atención.

—Como os lo digo —continuó Crucé—, así se llama el joven en cuestión.

—Pero si Pardaillán es viejo. Lo conozco muy bien, pues he de batirme con él.

—No, que es muy joven, señor vizconde. Os aseguro que Montmorency tiene a su servicio hombres de valor.

—No puede ser. No estaría con Montmorency, sino con Damville. Lo habéis visto mal.

—No, señor; al contrario, que lo he visto muy bien. Lo que decís prueba sencillamente que hay dos Pardaillán. Vos conocéis al vuestro y yo al mío, y no de hoy. Es el que hizo fracasar el asunto del Puente de Madera. Pero basta. Para acabar, os diré que cuando el rey dio orden de prenderlo, nos lanzamos todos contra él y Quelus a la cabeza. Pero he aquí que el granuja rompe la espada de Quelus, le arranca el birrete, y aprovechándose del tumulto que tales actos produjeron, profirió algunos insultos y por fin, saltando por la ventana, desapareció. Maurevert le disparó un arcabuzazo, pero no le dio. En seguida los cortesanos por un lado y Nancey y los guardias por otro, salieron del Louvre en busca del truhan para prenderlo donde lo encontraran, y os aseguro…

Cuando Crucé decía estas palabras, se abrió bruscamente la puerta del gabinete y los cuatro comensales asombrados vieron ante ellos al viejo Pardaillán que, un poco pálido, con el mostacho erizado, pero sonriente, decía con voz amable:

—Señores, permitidme que pase. Voy muy aprisa.

Efectivamente, la mesa impedía el paso.

—¡Señor de Pardaillán! —exclamó d’Aspremont con gran asombro.

Los tres burgueses miraron estupefactos al aventurero.

—Paso, ¡por Barrabás! Os repito que voy de prisa. —Y diciendo estas palabras, Pardaillán dio un empellón a la mesa. Las botellas se tambalearon, los platos chocaron unos contra otros y en el mismo instante d’Aspremont, pálido de rabia, desenvainaba su espada, gritando:

—Por de prisa que vayáis tenéis que darme satisfacción por este insulto.

—Tened cuidado —dijo Pardaillán—. Tengo la espada mala cuando voy de prisa creedme, aplacemos la cuestión.

—¡En el acto, ahora mismo! —vociferó el vizconde—. En guardia u os atravieso con mi espada.

—No sois amable, señor Orthés, vizconde d’Aspremont, pero como queráis —añadió Pardaillán con los dientes apretados—. Sin embargo, os aseguro que os arrepentiréis.

Inmediatamente los dos adversarios se pusieron en guardia en la misma sala de la posada, mientras los criados pedían auxilio, Lubín rezaba en alta voz, la hermosa posadera se desvanecía y Landry gritaba que llamaran a la ronda. Por el contrario, los concurrentes formaban círculo alrededor de los combatientes.

Apenas estuvieron en guardia, d’Aspremont dirigió a Pardaillán una furiosa estocada. Éste, profiriendo un voto, observó que había sido herido en una mano, de la que manaba sangre, cosa que convirtió los gritos en alaridos. El aventurero sintió que sus dedos se le envaraban y la mano se le ponía pesada, y comprendiendo que iba a caérsele la espada, la cogió con la mano izquierda y se arrojó sobre su adversario dirigiéndole una serie de estocadas tan furiosas y metódicas a la vez, que d’Aspremont se vio a los pocos instantes acorralado a la pared después de haber derribado algunas mesas.

Una pendencia en una posada no era cosa rara en aquella época en que abundaban los espadachines, pero las vociferaciones de Landry, que temía por su vajilla, haciendo gesto de arrancarse los cabellos que no tenía, y los agudos clamores de las criadas habían atraído un grupo de transeúntes ante «La Adivinadora». Como acabamos de decir, Pardaillán había acorralado a d’Aspremont hacia la pared. Esto fue tan rápido, que los numerosos testigos de aquella escena no vieron más que una serie de relámpagos y no oyeron otra cosa que el choque de las espadas. Por fin viose de pronto la espada de Pardaillán hundirse en el cuerpo de d’Aspremont, que cayó desangrándose por la herida que le atravesaba el hombro de parte a parte.

Pardaillán, sin decir una palabra, envainó la espada roja de sangre, se precipitó a la calle, y abriéndose paso a través de la multitud, echó acorrer. En su apresuramiento había olvidado llevarse a Pipeau, pero tal vez el perro sintió instintiva simpatía por él, pues volviendo la cabeza, Pardaillán vio al animal que lo seguía al galope. En un cuarto de hora el aventurero llegó a la posada «El Martillo que Golpea».

—¡Catho! ¡Catho! ¡Catho! —vociferó al entrar.

Catho era el ama de la taberna, ex ramera muy célebre en los tiempos de su juventud. Había sido una de las reinas de la Corte de los Milagros hasta el día en que la viruela la desfiguró horrorosamente. Entonces tuvo que renunciar a la dignísima profesión que ejerciera con celo y ardor tales, porque había podido reunir algunas economías. Éstas las empleó en fundar la posada «El Martillo que Golpea», ¿por qué aquella infame taberna llevaba el nombre de posada? Según ya hemos dicho; la buena mujer tenía el defecto de exagerar las cosas.

En cuanto al título extraño de «El Martillo que Golpea», era sencillamente en recuerdo del último amante de Catho, el cual le daba terribles palizas, y ella, en su manía de emplear metáforas, se había comparado a sí misma a un yunque y al amante a un martillo. De modo que la enseña de la taberna o de la posada, no era, en suma, otra cosa que un homenaje retrospectivo a los bíceps y a los puños del amante susodicho, vulgar truhan acerca del que no tenemos más noticias.

Catho era una mujer gruesa, mal vestida y peor peinada, roída por la enfermedad, contra la cual no se poseían entonces los remedios que hoy la hacen casi benigna. Tal como era, no obstante, Catho tenía muy buen corazón y aun ciertos ribetes de inteligente; y en prueba de esto último diremos que no quiso casarse nunca. Como cosa extraña, debemos hacer notar que si bien nadie quiso casarse con ella cuando era hermosa, encontró maridos a docenas en cuanto fue dueña de una taberna y se le supuso algún dinero.

Si «La Adivinadora» era frecuentada por oficiales, vizcondes y nobles espadachines, atraídos por el gran renombre de los famosos pasteles y asados, la clientela de «El Martillo que Golpea» se componía de truhanes, ladrones y otras clases de gentes, todos enemigos de la ronda de la ciudad. Catho, que, a su manera, era buena mujer, guardaba piadoso recuerdo de sus antiguos conocidos y los protegía, los ocultaba y nunca era tan feliz como cuando podía jugar una mala partida a los señores de la ronda. Al oír la furiosa llamada de Pardaillán, bajó una escalera de madera gritando:

—¡Ya voy! ¿Qué queréis, hidromiel, vino o hipocrás?… ¡Ah, sois vos!

—¿Y mi hijo? El joven que te di a guardar.

—¿Qué? —preguntó Catho.

—¿Dónde está?

—No lo sé, durmió toda la noche como un bendito, luego salió y no ha vuelto.

El aventurero se consumía de impaciencia, pero viendo que Catho no le podía dar ninguna noticia, adoptó el partido de esperar y sentándose en un banquillo, dijo:

—Dame para hacer un poco de hipocrás y algo para curar este rasguño.

Algunos minutos más tarde, Catho ponía ante Pardaillán: vino, azúcar cande, ámbar, canela, almendras y almizcle. Luego una infusión de vino caliente mezclado con aceite y plantas diversas. El vino caliente con aceite en el que había hervido algunas plantas era para curar la herida de su mano derecha, herida leve, como observó moviendo los dedos, uno después de otro. Los demás ingredientes eran para componer el hipocrás, cosa que Pardaillán llevó a cabo con la ciencia y paciencia de un «gourmet» consumado. Entre tanto no apartaba los ojos de la puerta y murmuraba:

«¿Le habrá sucedido algo? ¿Por qué diablos se mete en lo que no le importa? ¿Para qué habrá tenido que ir al Louvre? Daría con gusto el brazo derecho que d’Aspremont ha estado a punto de inutilizarme, para que el caballero perdiera esta maldita manía de hacer bien a las gentes. ¡Ah, la juventud!».

El viejo Pardaillán había terminado la preparación de su hipocrás y comenzaba a degustar aquella bebida complicada, cuando Pipeau ladró alegremente y se lanzó a la calle. Un instante después el caballero entró corriendo y al ver a su padre dijo:

—¡Alerta! ¡Me persiguen!

* * * * *

Al salir del Louvre del modo que ya se ha visto, después de haberse asegurado el caballero de Pardaillán de que nadie iba a su alcance, tomó el camino del palacio de Montmorency, a donde no tardó en llegar.

Aquella vez el gigantesco portero no opuso ninguna dificultad para introducir al caballero, a pesar de sentir todavía cierto rencor, no tanto por las heridas que Pipeau le había hecho y que le impedían sentarse, como por el remedio heroico dado con tanta generosidad por el amo del perro.

Ya se recordará que aconsejó al digno portero que se frotara la parte dolorida con vino y jengibre y esta última substancia había transformado el ardor de las mordeduras en braseros ardientes. El mariscal llegó media hora más tarde que el caballero, y al verlo, lo estrechó entre sus brazos diciéndole:

—¡Ah, querido hijo! Vuestra presencia de espíritu me ha salvado la vida y sin duda también la de otros personajes.

—No vale la pena, monseñor.

—¡Ya lo creo! Pero decidme, ¿cómo os arreglasteis para escapar? ¿Por qué la reina os acusó de todos aquellos crímenes?

—Su Majestad me profesa odio mortal porque no quise matar a un hidalgo que me honra con su amistad. Ya lo conocéis, es el conde de Marillac. En cuanto al duque de Anjou, es cierto que lo ataqué cierta noche en que iba a rondar bajo las ventanas de dos personas que vivían entonces en la calle de San Dionisio.

—¿Creéis, pues —dijo el mariscal palideciendo— que el hermano del rey?…

—Por esta razón, la primera pista que se me ocurrió fue la del duque de Anjou, cuando no sabíamos dónde se hallaban las nobles damas que buscamos.

—No —dijo Montmorency—, no puede ser Anjou. Mi hermano es el único capaz de tal cosa. A él, pues, le pediré razón de su acto. ¿De modo —añadió— que para defender a mi mujer y a mi hija, os expusisteis a ser víctima de la cólera de tan poderosos personajes?

—Monseñor —balbució el joven—, ya dije que quería reparar el mal causado por mi padre.

—¿Y ahora vais a salir de París?

—¿Yo? —exclamó el caballero asombrado.

—Pensad que van a perseguiros, que vos estáis perdido. Después de la escena del Louvre, nada debéis esperar del rey.

—No espero más que de mí mismo —dijo Pardaillán—. Ni me iré de París, ni necesito a nadie para defenderme. Por otra parte, os lo aseguro, si perdiera la vida, monseñor, no perdería gran cosa.

El mariscal entrevió por primera vez que en el corazón del caballero había algún secreto pesar.

—Monseñor —dijo de pronto Pardaillán como si quisiera cambiar el curso de la conversación—, ¿puedo preguntaros cuál fue el resultado de la entrevista con el mariscal de Damville?

—Mi hermano lo niega todo —dijo Francisco con voz sombría.

—Lo niega, ¡pero si yo vi y oí lo contrario!

—Una vez os hubisteis marchado, ya no tuvo reparo en negarlo.

—¡Tonto de mí! —se dijo el caballero dándose un golpe en la frente—. No pensé en esto.

—¿Os hubierais quedado, de haberseos ocurrido esta Idea?

—¡Claro! Pero ya no se trataba de eso sino de obligarlo a capitular. ¿Habéis tomado alguna decisión?

—Sí, amigo mío. Ir al palacio de Mesmes. He concedido a mi hermano tres días para que reflexione y transcurrido este plazo, lo mataré o me matará.

El caballero, a juzgar por el tono con que Montmorency había dicho las anteriores palabras comprendió que nada podría hacerle desistir de su idea, y no teniendo, por otra parte, gran confianza con el mariscal, guardó silencio. Entonces Francisco de Montmorency continuó:

—Ahora pensemos en vos. Desde luego seréis mi huésped hasta que no sea peligroso para vos salir de aquí.

—Perdonadme, monseñor, pero ya he aceptado otra hospitalidad.

—Mal hecho.

—De una persona que me es querida —dijo Pardaillán pensando en su padre.

El mariscal creyó que podría tratarse de la amante del joven y no se atrevió a insistir. Únicamente preguntó:

—¿Cómo haré para avisaros si tengo necesidad de vos? No debo ocultaros que sois el único amigo en quien podré confiar para una aventura como ésta.

—Monseñor, vendré aquí todos los días o mandaré a alguna persona de mi entera confianza. Pero, en fin, si sobreviniera alguna complicación, podréis hallarme en la posada de «El Martillo que Golpea». —Entonces el joven se despidió del mariscal y éste lo estrechó entre sus brazos.

Una vez en la calle, el caballero echó a andar con el paso tranquilo Y altivo que le era peculiar. Se decía que en el caso de que lo buscaran, el mejor medio para llamar la atención y hacerse prender era ir corriendo o tener el aspecto de una persona que quiere ocultarse. Este razonamiento era muy lógico, pero Pardaillán ignoraba que su continente no se parecía a ningún otro y que llamaba precisamente la atención por su marcial apostura. De modo que su razonamiento se desmoronaba por la base. Además observaba atentamente a todos los transeúntes; pero no viendo nada sospechoso a su alrededor digno de llamar su atención, pues únicamente la transitaban señores a caballo, damas en silla de mano, burgueses y vendedores de toda suerte, poco a poco abandonó a sus pensamientos.

Nuestro héroe soñaba, pues, andando, y no veía nada de lo que a su alrededor pasaba. No reconoció la silueta de Maurevert, contra el cual estuvo a punto de chocar. Ello sucedió en la esquina de una callejuela cercana al Louvre. Pardaillán no vio nada y prosiguió su camino hacia «El Martillo que Golpea», al mismo tiempo que su sueño lo conducía a los pies de Luisa. Pero Maurevert, que no tenía ninguna razón para soñar, vio perfectamente al caballero, y dando un salto de alegría, se ocultó en la tienda de un ropavejero. Cuando Pardaillán hubo pasado, Maurevert salió de su escondrijo y avisó a un guardia que, habiendo terminado su servicio, se paseaba. Le dijo dos palabras y el hombre echó a correr.

En aquel momento llegaron Quelus y Maugiron, a los cuales Maurevert había dado cita. Los puso al corriente del encuentro y se lanzó en persecución de Pardaillán, mientras sus compañeros esperaban. Todo ello pasó inadvertido al caballero, el cual iba siguiendo tranquilamente su camino. En el momento en que entraba en la calle de Montorgueil, donde se hallaba la taberna de «El Martillo que Golpea», oyó de pronto a su espalda el ruido de pasos numerosos y precipitados. Volviéndose vio una banda compuesta de diez guardias, a cuya cabeza iban Quelus y Maugiron y precediéndoles a todos marchaba Maurevert. Pardaillán alargó el paso.

—¡Alto! —gritó Maurevert.

—¡En nombre del rey! —gritó el sargento.

Al oírlo, los burgueses que contemplaban aquella escena se descubrieron respetuosamente. En seguida dos o tres vendedores ambulantes se precipitaron para impedir el paso a Pardaillán, cosa que se explica por la afición que todo el mundo tiene en ayudar al más fuerte. El caballero nada dijo, pero empuñando su larga daga, la exhibió con aire tanto más terrible cuanto más apacible parecía. Los policías voluntarios dieron un salto de lado y se pegaron a la pared, porque cuando hay peligro se va al diablo la afición policíaca, la ley y el rey.

—¡Alto en nombre del rey! —vociferaron los perseguidores echando a correr.

Pardaillán, daga en mano, emprendió entonces una carrera más rápida. Su intención era pasar ante la taberna sin detenerse e ir a perderse en el dédalo de callejuelas que formaban inextricable red cerca de la nueva iglesia de San Eustaquío. Pero en el momento en que se disponía a poner en obra su plan, vio que por el extremo de la calle asomaba la ronda que alguna alma caritativa había avisado sin duda, se vio cogido, y ligero sudor humedeció la raíz de sus cabellos. Cuando vacilaba pensando si sería mejor abrirse paso a través de sus enemigos, un perro fue a echarse entre sus piernas.

—¡Pipeau! —gritó Pardaillán—. Así que mi padre está aquí —y entró en la taberna, diciendo:

—¡Alerta! ¡Me persiguen!